Diez
Estaba establecido que el segundo día de mi estancia en la fría y ociosa San Petersburgo empezaría con una visita a uno de los palacios de Catalina la Grande, pero cuando le dye a Nelly que no tenía un interés especial en los palacios, ella, a diferencia de Sonia cuando me salté la Armería, se limitó a preguntarme qué quería hacer a cambio. Como en el caso de Nina, en seguida congenié con Nelly. Era más joven que Nina, tenía una cara fresca y redonda, pelo castaño corto y rizado y parecía haber superado los cincuenta. No era pobre, y se mostraba más sofisticada y reservada. Cuando le pedí que me hablara de ella, me dijo lo justo, ni una palabra más: que era viuda (su marido había muerto de cáncer dos años antes), que había reformado recientemente su apartamento, que tenía un gato, que había sido profesora universitaria de idiomas y más tarde se había pasado al negocio del turismo, trabajando en un principio para Inturist y ahora para una agencia llamada Esperance; que se compraba la ropa en el extranjero. Cumplía con su trabajo de guía y traductora con delicada precisión, como si fuera una sonata para piano; durante mi estancia en la ciudad, parecía saber exactamente cuándo hablar y cuándo guardar silencio, cuándo estar presente y cuándo desaparecer.
Tanto ella como el chófer Serguéi me fueron a buscar al aeropuerto de San Petersburgo, un lugar que el tiempo parecía haber olvidado. La terminal, de un estilo totalitario-moderno temprano, estaba deteriorada y destartalada, preñada de toda suerte de amenazas, amén de vacía y silenciosa. A lo largo del pasillo empedrado que conducía al control de pasaportes, se disponían aquí y allá macetas con espigadas palmeras que se inclinaban sobre un polvoriento ventanal. No había llegado ningún otro vuelo —quizá el nuestro era el vuelo del día o de la semana—, de modo que no tardé mucho en cumplir con las formalidades. Serguéi cargó con mi maleta y en compañía de Nelly me condujo al coche, que estaba aparcado en un pequeño solar justo enfrente de la terminal. ¿Estaba en la madre Rusia o en la estación de ferrocarril de Brewster, Nueva York?
Saliendo del aeropuerto, atravesamos complejos de viviendas oficiales feas y endebles, que se iban haciendo menos feas y más consistentes a medida que nos acercábamos a la ciudad. Nelly comentó que los apartamentos de los barrios periféricos, construidos después de Jruschov, eran increíblemente diminutos. Los barrios más próximos a la ciudad, pertenecientes al período stalinista, estaban compuestos por apartamentos de buen tamaño y eran muy codiciados. Mi hotel, el Astoria, levantado a finales del siglo XIX y recientemente restaurado, estaba tan vacío como el aeropuerto. Por lo general, los turistas estadounidenses llenan los hoteles y restaurantes de la ciudad, pero el temor de que el sentimiento antiamericano se hubiera exacerbado después del absurdo bombardeo de la embajada china en Belgrado los había desalentado. (En realidad, no encontré ningún sentimiento antiamericano durante mi estancia en Rusia). Mi espléndida habitación estaba amueblada con antigüedades estilo imperio y daba a la cúpula de deslustrado oro de la catedral de San Isaac, que fue diseñada por un arquitecto italiano y tenía una bella austeridad florentina. Durante el período soviético, la catedral albergó un museo de ateísmo, pero ahora ha recuperado los servicios religiosos, como las demás iglesias de la antigua Unión Soviética. Nelly me contó que, bajo el comunismo, la religión se toleraba entre quienes no aspiraban a salir de los niveles más bajos de la sociedad: pero para medrar en la jerarquía era necesario ser ateo. El ateísmo era la «religión oficial», dijo. De camino al hotel, había señalado una iglesia en la que los soviéticos habían excavado una piscina, que ahora estaban rellenando.
A la mañana siguiente, cuando Nelly me pidió que eligiera otra actividad para sustituir la visita al palacio de Catalina, tenía una preparada, y unos minutos más tarde Serguéi se detenía en una estrecha calle lateral, frente a una casa en la que Dostoievski había vivido y que ahora albergaba el Museo Dostoievski. Compramos las entradas y cruzamos una serie de pequeñas habitaciones llenas de convencionales muebles y objetos Victorianos. Forzando un poco la imaginación, podía advertirse cierta relación entre la leve monotonía y la lobreguez de las habitaciones y el autor de Crimen y castigo y Los hermanos Karamazov. Pero también podrían haber pertenecido a un funcionario del gobierno o a un oficial del ejército retirado.
Chéjov no conoció a Dostoievski, que murió en 1881, a la edad de sesenta años, y no le atraían mucho sus escritos; mientras exaltaba a Tolstói, se fue alejando de Dostoievski. En marzo de 1889, escribió a Suvorin: «He comprado las obras de Dostoievski en su tienda, y las estoy leyendo. Está bastante bien, pero es demasiado prolijo y poco delicado. Hay demasiada pretensión». Y un día de 1902, mientras pescaba en una hacienda de los Urales, le dijo a un amigo: «Somos un pueblo holgazán. Hemos contagiado a la naturaleza nuestra pereza. Mire este arroyo: es demasiado perezoso para fluir. Mire cómo las aguas giran y se arremolinan. Toda nuestra famosa “psicología”, todas esas historias de Dostoievski, también forman parte de ello. Somos demasiado perezosos para trabajar, de modo que inventamos las cosas». (El amigo era Aleksandr Tíjonov, un estudiante de ingeniería de minas de veintidós años, que más tarde se convertiría en el escritor soviético Aleksandr Serebriov. Su libro Tiempo y gente, en el que aparece ese pasaje, no ha sido traducido al inglés. Lo cito a partir de un extracto que aparece en la biografía de David Magarshack). Referencias satíricas a «esas historias de Dostoievski» son recurrentes en los relatos de Chéjov. En La cerilla sueca, una parodia no muy divertida de la literatura detectivesca (a diferencia de cualquier otro relato de Chéjov, parece demasiado largo), un detective joven y entusiasta, tratando de culpar de un asesinato a la hermana mayor de la víctima, dice al juez de instrucción: «¡Ah, no conoce usted a esas solteronas partidarias de la antigua fe! ¡Lea usted a Dostoievski!». En Vednos (1892), un patético perdedor llamado Vlásich se ve atrapado en un «extraño matrimonio al gusto de Dostoievski», con una prostituta, naturalmente. Pero la relación de Chéjov con Dostoievski no es tan sencilla como pudiera parecer. La influencia literaria es un asunto complicado y no depende de la atracción o del rechazo. Hay razones para pensar que Chéjov, aunque sentía aversión por Dostoievski, se inspiró en él. Vednos es una de las obras en las que esa influencia —inconsciente o meramente encubierta, ¿quién sabe?— puede rastrearse.
El narrador del relato es un joven llamado Piotr Mijaílich, cuya hermana Zina ha sido seducida por el patético Vlásich. Vlásich está separado pero no divorciado de la meretriz dostoievskiana, y Zina, en un arranque de atrevimiento, se va a vivir con él a su granja destartalada. Piotr cabalga hasta allí con intención de asestarle un fustazo al seductor de su hermana, pero se queda a comer fresas con la descarriada pareja. Descubre que no puede odiar a Vlásich. De hecho, «apreciaba a Vlásich, sentía que irradiaba cierta energía». Al final del relato, mientras cabalga de vuelta a casa, Piotr Mijaílich se reprende: «¡Parezco una vieja! Había venido para resolver la cuestión y la he enredado aún más. Bueno, ¡que se queden con Dios!». Naturalmente, la tarea de Chéjov consiste precisamente en complicar las cosas; pero, ya al final del relato, cuando éste toma un giro sumamente extraño, nos preguntamos si comprendió hasta dónde había llevado la complicación. (Sabemos que Chéjov era crítico con este relato; le escribió a Suvorin diciéndole que en su opinión no debería haberse publicado).
Ese giro extraño se produce cuando Zina, en medio de una conversación agitada y llena de humor negro con su hermano, le dice que su nueva casa «es encantadora […]. No hay habitación que no guarde un recuerdo agradable. En la mía, figúrate, el abuelo de Grigori se pegó un tiro […]. Yen este comedor azotaron a un hombre hasta la muerte». Vlásich cuenta entonces la espantosa historia de un sádico francés llamado Olivier, que había arrendado la casa y se había «sentado a esa mesa bebiendo burdeos» mientras los palafreneros golpeaban hasta la muerte a un seminarista que le desagradaba. Piotr Mijaílich, enfadado consigo mismo por su inacción, piensa: «Olivier actuó de manera inhumana, pero al menos resolvió la cuestión, mientras que yo, en lugar de resolverla, la he complicado aún más […]. Él decía y hacía lo que pensaba, mientras que yo pienso una cosa y hago otra; seguramente, ni siquiera sé lo que pienso…». Chéjov sabía muy bien lo que pensaba de la violencia —la odiaba— y la perversa aprobación que Piotr Mijaílich expresa de la violencia de Olivier parece más propia del «gusto de Dostoievski» que del suyo. Un Raskólnikov o un Stavroguin podrían haber racionalizado esa brutalidad, pero no así el blando e insignificante Piotr Mijaílich. Ese lapso puede ayudarnos a desenredar el nudo de la relación de Chéjov con Dostoievski. Que Chéjov estaba preocupado por la cuestión del mal que reverbera en las novelas de Dostoievski se evidencia en obras como El pabellón número seis, En el barranco y Campesinas. Podía encontrar pretencioso a Dostoievski, pero no se habría sentado a escribir esos relatos de no haber conocido Los hermanos Karamazov y Crimen y castigo. De la misma manera que Chéjov dividía su vida entre el tiempo en que le golpeaban y aquel otro en que dejaron de hacerlo, sus relatos pueden separarse entre los que tienen lugar en un universo en el que «todo está permitido» y los ambientados en el mundo de los seres humanos corrientes, que no pueden dejar de causarse desdichas unos a otros, pero que no cruzan la línea de la barbarie. Había empezado a mirar al abismo al comienzo de su carrera literaria; entre sus contribuciones a las revistas humorísticas hay pequeñas historias sombrías que apuntan directamente a las desesperadas obras maduras. Una de ellas es el cuento de siete páginas Poruñas manzanas (1880), en el que otro sádico contempla otro apaleamiento. Esta vez, un terrateniente sorprende a dos jóvenes prometidos, campesinos ambos, comiendo manzanas en su huerto, e idea el divertido castigo de obligar a que la chica golpee primero al chico y luego el chico a la chica. Cuando llega el turno del muchacho, se ponen de manifiesto los sádicos impulsos de éste, y, «lleno de éxtasis», no puede dejar de golpear a la chica. Chéjov volverá a utilizar esa percepción psicológica dostoievskiana en Campesinas. Aquí el hipócrita y malvado Matvéi contempla cómo el marido de la mujer a la que ha seducido pierde el control y golpea y patea a la mujer a la que ama hasta que ésta pierde el sentido. El apaleamiento de Por unas manzanas se detiene (cuando la hija del terrateniente aparece en escena) antes de que la chica sufra graves contusiones, pero no antes de que la relación entre la pareja quede definitivamente rota. El chico y la chica salen del huerto en direcciones opuestas y nunca volverán a verse. El sutil aroma dostoievskiano que emana del relato ha sido señalado por E. R. Jackson. En un ensayo titulado «Dostoievsky in Chekhov’s Garden of Edén» [Dostoievski en el Jardín del Edén de Chéjov], Jackson, de forma plausible, conecta los «motivos de crueldad física y desfiguración espiritual, la absoluta humillación del individuo y el deleite sádico en la crueldad» de ese cuento con la obra de Dostoievski en general y, en particular, con un escalofriante relato titulado Una fiesta de Navidad y una boda. Jackson piensa que el autor de diecinueve años de Poruñas manzanas ya estaba familiarizado con la obra de Dostoievski (lo que significa que estaba releyéndola cuando hizo ese comentario a Suvorin) y que los paralelismos entre Una fiesta de Navidad y una boda y Por unas manzanas son demasiado obvios para pasarlos por alto.
Chéjov no volvió a escribir de forma tan directa sobre la catástrofe que ocurrió en el primer jardín bíblico. A partir de entonces sus jardines son anteriores a la caída, lugares de redención y de renovación, de libertad y de aire. Las referencias al don de la culpabilidad sexual otorgado por la Serpiente son relegadas a rincones remotos de su narrativa y reducidas a breves y poco enfáticas referencias al hecho de probar la fruta. Zinaída, la atractiva heroína de Relato de un desconocido, que desvía al héroe de su misión revolucionaria, aparece tumbada en un sofá, comiendo una pera, por ejemplo; la tentadora antiheroína de Ariadna come manzanas y naranjas en medio de la noche (así como rosbif, jamón y hombres); y, en el ejemplo más famoso, Gúrov come sandía, en lo que no sólo es una muestra de su insensibilidad, sino también una alusión al acto sexual transgresor que acaba de producirse. Los amantes de Relato de un desconocido y Ariadna terminan alejándose, como la pareja de campesinos de Por unas manzanas. Debe recordarse que, una vez concluido el acto sexual, no se sabe si Anna y Gúrov se marcharán en direcciones opuestas. Cuando Anna asume esa actitud de María Magdalena y se acusa de ser una «mujer ruin y miserable», Gúrov se siente «aburrido de escucharla» y «le irritaba ese tono ingenuo, esa confesión, tan inesperada como intempestiva». Pero, como los libertinos saben lo que tienen que hacer, controla su irritación y se las ingenia para que Anna acabe con sus aburridos remordimientos. Más significativo es que la saque de la habitación. El viaje a Oreanda —el mar, las montañas, el cielo abierto— marca el comienzo del apacible amor que se establecerá entre ambos y de la transformación de Gúrov. La pesada sombra de Dostoievski no se cierne sobre ese relato, el más delicado y fragante de los cuentos de Chéjov, como tampoco sobre la mayor parte de su obra. Y cuando se cierne, es tan oblicua que necesitamos la ayuda de un radiólogo literario como Jackson para revelarla.
Cuando salimos del Museo Dostoievski, Nelly pidió a Serguéi que nos condujera al cercano Museo Anna Ajmátova, ubicado en un ala —la antigua ala de los criados— de un palacio del siglo XVIII llamado Casa de la Fuente, donde la poetisa vivió de manera intermitente durante treinta años. El museo está lleno de representaciones (fotografías, pinturas, dibujos, esculturas) de una mujer elegante y de una belleza extraordinaria —alta, grácil, con flequillo negro, siempre adusta— que alcanzó fama como poetisa vanguardista con poco más de veinte años y acabó convirtiéndose en una de las heroínas de la tragedia del comunismo ruso. Aunque procedía de un ambiente privilegiado, Ajmátova, nacida en 1889 (su verdadero nombre era Anna Andréievna Gorneko, pero en 1911 adoptó el seudónimo de Anna Ajmátova, a partir de su abuela, una princesa tártara), decidió no unirse a los aristócratas, artistas y escritores que abandonaron Rusia después de la revolución y unió su suerte a la de los que se quedaron, siendo testigo de toda la tragedia. Su fortaleza frente a los sufrimientos y las desgracias personales —su primer marido fue fusilado por los bolcheviques, su único hijo fue encarcelado tres veces, en total trece años, su amigo y poeta Osip Mandelstam murió en un campo de trabajo, como también su tercer marido— y los importantes poemas que compuso pacientemente durante tres décadas como escritora prohibida (y en consecuencia indigente) le han conferido un aura legendaria. Isaiah Berlin, recordando una extraordinaria conversación que tuvo con Anna Ajmátova en el otoño de 1945, cuando ella contaba cincuenta y seis años, y que duró toda la noche, escribió: «Ni en público ni en privado pronunció una sola palabra contra el régimen soviético; pero toda su vida fue —así describió virtualmente Herzen toda la literatura rusa en una ocasión— una condena ininterrumpida de la realidad rusa».
Su poema Réquiem, quizá el más conocido de su obra en Occidente, fue escrito durante una de las encarcelaciones de su hijo, en el apogeo del terror stalinista, y nos introduce en esa realidad con escalofriante franqueza:
Si te hubieran mostrado, burlona,
preferida de tus amigos,
alegre pecadora de Tsarkoie Tseló,
lo que sería tu vida:
que ante la prisión de la Cruz, con un paquete,
harías la número trescientos en la cola
y, con lágrimas ardientes,
fundirías el hielo de año nuevo.
Más allá se mece el álamo de la prisión.
No se oye nada, pero cuántas vidas inocentes
se consumen allí…
Ajmátova escapó al arresto, aunque no a su amenaza, que caracterizó la vida en Rusia en los años de Stalin. En una semblanza de Ajmátova, Nadezhda Mandelstam, la viuda del poeta, escribe: «De todo lo que nos sucedió, lo más significativo y poderoso era el miedo y lo que éste producía, un detestable sentimiento de desgracia e impotencia. No necesitamos recordar todo eso; “eso” va siempre con nosotros». A continuación Nadezhda Mandelstam recuerda el estoicismo, el valor y la constante buena conducta de Ajmátova en un período en que ser simplemente decente significaba jugarse la vida.
Berlin describe a Ajmátova como una mujer «de inmensa dignidad, con gestos pausados, una noble cabeza, rasgos hermosos y algo severos y una expresión de inmensa tristeza […]. Se movía y actuaba como una reina trágica». Apenas sorprende la noticia de que esa Niobe «reverenciaba a Dostoievski» y no se interesaba por Chéjov:
Me preguntó qué leía: antes de que pudiera responderle, atacó el mundo de color de barro de Chéjov, sus aburridas obras de teatro, la ausencia en su mundo de heroísmo y martirio, de profundidad, oscuridad y sublimidad; fue durante esa diatriba apasionada, de la que más tarde informé a Pasternak, cuando comentó que en Chéjov «no brillan las espadas».
Pero cuando Berlin volvió a visitar la Unión Soviética en 1956 y habló con Ajmátova por teléfono (ella no se atrevió a verle, por miedo a poner en peligro a su hijo, que había salido de la prisión por poco tiempo), ésta le dijo que había vuelto a leer a Chéjov y reconoció que «al menos en El pabellón número seis había descrito su situación con exactitud, la suya y la de muchos otros». Tampoco ese comentario sorprende. Sólo subraya la división entre las obras dostoievskianas de Chéjov que examinan situaciones extremas —obras llenas de «profundidad, oscuridad y sublimidad», «heroísmo y martirio»— y aquellas otras situadas en el otro lado, benditamente «aburrido», del alambre de espino.
En el museo, una mujer de pelo gris con un chal de ganchillo y una gorra de lana se pegó a Nelly y a mí —era un número de ese ejército de mujeres retiradas con pensiones insuficientes que se alegran de encontrar un trabajo mal pagado o no remunerado en los museos— y pronunció un discurso sincero e ingenuo sobre la vida de la poetisa. La mayor parte del museo está dedicada a los primeros años de Ajmátova, a las pinturas, dibujos, esculturas y fotografías (entre ellos un dibujo de Modigliani, al que Ajmátova conoció en París en 1911) que los contemporáneos de la poetisa, fascinados con su interesante belleza, se peleaban por ejecutar; también se exhiben libros y manuscritos del período en que todavía podía publicar. Además, hay habitaciones que supuestamente reconstruyen los diversos períodos que Anna Ajmátova pasó en la Casa de la Fuente, primero con su segundo marido, Vladímir Shileilko, un asiriólogo; luego con su tercer marido, el historiador del arte Nikolái Punin (y con su ex mujer y su hijo; así era la vida en los apartamentos comunales de aquel entonces); luego (tras separarse de Punin) en una habitación propia en el apartamento de Punin. Cuando su amiga Lidia Chukovska la visitó en esa habitación en 1938, encontró que «el aspecto general de ésta […] era negligente, caótico. Junto a la estufa había un sillón al que le faltaba una pata, desgarrado, con los muelles al aire. El suelo estaba sin barrer. Los hermosos objetos —la silla tallada, el espejo en su liso marco de bronce, los grabados en las paredes— no adornaban la habitación; al contrario, sólo acentuaban aún más su sordidez». Al final de la guerra, cuando otra amiga, Natalia Róskina, visitó la habitación, los hermosos objetos habían desaparecido. «Las condiciones en las que Ajmátova vivía entonces no pueden calificarse de pobres, pues la pobreza implica que se posee un poco de algo. Ella no tenía nada», escribe Róskina en unos recuerdos de 1966. «En su habitación había un escritorio pequeño y viejo y una cama de metal cubierta con una manta andrajosa. Sin duda la cama era dura y la manta no proporcionaba ningún calor».
La habitación de Ajmátova en el museo no muestra ni la sordidez de la descripción de Chukovska ni la desolación de la de Róskina. Congenia con la elegante y joven beldad de los dibujos, de las pinturas, de las esculturas y de las fotografías. Tiene pocos muebles, pero esa escasez parece más bien fruto de un designio premeditado que de la patética necesidad. Sólo se han admitido muebles y objetos selectos y raros: una silla de cuero con patas de madera curvas en la que descansa misteriosamente una pequeña maleta de cuero negro; una vitrina de palo de rosa con frente de vidrio en la que se exhiben unas pocas piezas interesantes (un abanico, una extraña botella con un tapón de cristal, una estatuilla de Ajmátova en su juventud); una silla sobre la que descansa un chal blanco con flecos; un cofre tallado con un par de libros encuadernados en piel y tres muñecas de trapo de la commedie del’arte. La habitación da al patio del palacio, cubierto de hierbas y de árboles. No hay rastro en ella de la hilera que se formaba frente a la prisión de la Cruz o de la corpulenta y vieja mujer en la que Ajmátova se convirtió en los últimos años de su vida. Los lugares sagrados operan bajo una especie de reverso de la ley de Gresham: belleza, juventud, orden y placer expulsan a la fealdad, la vejez, el desorden y el sufrimiento. En París, en 1965, a Ajmátova le mostraron un artículo publicado en un periódico de la emigración en el que se decía que era una mártir; ella protestó: «Si quieren escribir sobre mí aquí, que me traten como a cualquier otro poeta: esta línea es mejor que esa otra; esa imagen está empleada de un modo original, esa otra no funciona de ninguna manera. Que olviden mis sufrimientos». Una similar nota de aspereza resuena en una carta que Chéjov escribió a Olga en el verano de 1901: «Escribes “el corazón se me encoge cuando pienso en el silencioso y profundo pozo de melancolía que hay dentro de ti”. ¿Qué tontería es ésa, querida? No soy un hombre melancólico y nunca lo he sido; me siento tolerablemente bien y cuando estás conmigo completamente bien». Ajmátova tenía catorce años cuando Chéjov murió. Si Chéjov hubiera vivido más tiempo, sin duda la habría tratado en la sociedad literaria petersburguesa y no se habría quejado ni de su físico ni de sus vestidos. Tal vez le habría gustado su poesía, o tal vez no, pero habría entendido mejor que nadie lo que quería decir cuando afirmaba: «Que se olviden de mis sufrimientos».