Dos
«Esta mañana me sentía mareada —me dice Nina en el mirador de Oreanda—. Tenía miedo de no poder venir. Por fortuna, ahora me encuentro mejor». Le pregunto por sus síntomas y le aconsejo que vaya al médico. Me explica que no tiene dinero para pagárselo: los médicos ya no pueden arreglárselas con el salario que reciben del Estado y cobran por sus servicios. Le pregunto si no hay centros de salud y ella responde que sí, pero afirma que están saturados y es necesario hacer unas colas interminables. Finalmente acepta ir a un centro de salud al día siguiente para que le midan la presión arterial. Nina y yo congeniamos en seguida. Es extremadamente simpática. Como ella es corpulenta y yo menuda, ha empezado a darme impulsivos abrazos de oso y a llamarme su pequeña, a falta de un equivalente mejor para el diminutivo ruso. Durante los dos días que pasamos juntas, fui tomando conciencia del patetismo de su vida. Es muy pobre. Su apartamento es demasiado pequeño, dice, hasta para tener un gato. La ropa que lleva se la dio una mujer checa de la que fue guía hace unos años. Se muestra agradecida cuando los clientes le dan el champú y la crema de manos sobrante; nada es demasiado poco. A primera hora de la mañana, durante una visita al palacio Livadia, donde fue firmado el acuerdo de Yalta, me contó que de niña vivió el sitio de novecientos días de Leningrado. Sus abuelos murieron durante el asedio y la esperanza de vida de sus padres se vio mermada, me dijo, por los sacrificios que tuvieron que hacer en favor de sus hijos. Ahora, mientras habla del champú sobrante, pienso en la generosa propina que le daré al final de la jornada, anticipando su sorpresa y su alegría. Entonces me entra una sospecha: ¿no habrá estado haciendo teatro y jugando con mi compasión precisamente para que le dé dinero? Una semana antes, en San Petersburgo, otra persona había utilizado la expresión «hacer teatro». Estaba paseando por la avenida Nevski con mi guía Nelly cuando me detuve en seco, paralizada por la horrible visión de una anciana que yacía boca abajo en el pavimento y se agitaba convulsivamente, con un bastón en el suelo, fuera del alcance de la temblorosa mano de la que había caído. Cuando me disponía a ayudarla, Nelly me puso la mano en el brazo y dijo: «Hace todos los días lo mismo. Es una pordiosera —y añadió—: No sé si está haciendo teatro o no». La miré con incredulidad. «Aunque esté haciendo teatro, debe de encontrarse en una situación de gran necesidad», admitió Nelly. Entonces reparé en una caja de papel con algunas monedas que había en el suelo, junto al bastón. Cuando un transeúnte ocasional lanzaba una moneda en la caja, la mujer no le prestaba atención; simplemente seguía agitándose.
Si Nina estaba haciendo teatro, pensé, también a ella debía de empujarla la desesperación, pero decidí que era de fiar. Había en ella cierto aire de sinceridad. Era como uno de esos personajes inocentes y candorosos de Chéjov, como Anna Serguéievna al final de la edad madura. Nos levantamos del banco y nos dirigimos a un quiosco semicircular de piedra que había en el borde de la colina. En la piedra había escritos o grabados nombres e iniciales. En el relato chejoviano Luces (1888) el héroe, un ingeniero llamado Anániev habla de un decisivo encuentro juvenil en un cenador de piedra junto al mar y ofrece la siguiente teoría sobre los grafitos:
Cuando un hombre de disposición melancólica se queda a solas con el mar o contempla un panorama que le parece grandioso, por alguna razón, con su tristeza se entrevera el convencimiento de que vivirá y morirá ignorado, y su reacción automática es coger un lápiz y escribir a toda prisa su nombre en cualquier superficie que encuentra a mano. Probablemente ésa sea la razón de que todos los parajes solitarios y recoletos, como el cenador del que les hablo, estén siempre cubiertos de inscripciones hechas a lápiz o a punta de cuchillo.
Anániev es otro de los mujeriegos redimidos de Chéjov, aunque sufre su transformación después de traicionar horriblemente a Kisochka, la dulce y confiada heroína. Ese relato fue escrito once años antes que La dama del perrito y no fue bien recibido. «No he quedado del todo satisfecho con su último relato», escribió el novelista y dramaturgo Iván Scheglov a Chéjov el 29 de mayo de 1888, y añadía:
Por supuesto, lo he engullido de un solo trago, no se trata de eso, porque todo lo que usted escribe es tan apetitoso y real que se traga con facilidad y placer. Pero ese final: «No hay modo de comprender nada en este mundo…», es abrupto; ciertamente la tarea del escritor consiste en comprender lo que sucede en el corazón de su héroe, de otro modo su psicología quedará confusa.
Chéjov le replicó el 9 de junio:
Me tomo la libertad de estar en desacuerdo con usted. Un psicólogo no debe pretender comprender lo que no comprende. Además, un psicólogo no debe dar la impresión de que comprende lo que no comprende. Debemos dejarnos de charlatanerías y declarar con franqueza que en este mundo no hay nada claro. Sólo los tontos y los charlatanes lo comprenden todo.
A Suvorin, que también había criticado la aparente irresolución del relato (su carta no ha llegado hasta nosotros), Chéjov le escribió:
El artista no debe convertirse en juez de sus personajes y de lo que dicen; su única tarea consiste en ser un testigo imparcial. Si oigo a dos rusos enfrascados en una confusa conversación sobre el pesimismo, una conversación que no lleva a ninguna parte, lo único que tengo que hacer es reproducirla exactamente como la he oído. Las conclusiones debe sacarlas el jurado, esto es, los lectores. Mi única tarea consiste en tener el talento suficiente para saber distinguir un testimonio importante de otro que no lo es, para presentar a mis personajes bajo una luz apropiada y hacer que hablen con su propia voz.
Esos modestos y sensibles desmentidos —que han sido tan citados y tan bien cuadran con la loable falta de pretensiones de Chéjov— no pueden tomarse en sentido literal, naturalmente. Chéjov comprendía muy bien a sus personajes (después de todo los inventaba) y sus relatos están muy lejos de ser inexpresivas crónicas periodísticas. Pero su postura de superficialidad periodística no es simple palabrería de escritor encaminada a protegerse de discusiones desagradables. Se refiere a algo que en verdad está presente en su obra, a una especie de corteza prosaica en la que Chéjov engastaba con solidez el núcleo poético y vital del relato, como si tal protección fuese necesaria para su supervivencia. Los relatos tienen un tono sincero, natural, racional, moderno; han sido descritos como modestos, delicados, grises. En realidad, son salvajes y extraños, arcaicos y de colores brillantes. Pero ese carácter salvaje y extraño, ese arcaísmo y esos colores brillantes, están ocultos, como también su complejidad y dificultad. «Todo lo que usted escribe es tan apetitoso y real que puede tragarse con facilidad y placer». Tragamos un relato de Chéjov como si fuera un helado y no podemos explicarnos nuestro sentimiento de saciedad.
Sin duda, todas las obras de realismo literario practican una suerte de engaño benevolente, llevándonos a ese estado en el que entramos por la noche cuando tomamos las creaciones fantásticas de nuestra imaginación por acontecimientos reales. Pero Chéjov tiene tanta habilidad para presentar esa ilusión de realismo y ocultar las huellas de su surrealismo que sigue siendo el más incomprendido —así como el más querido— de los genios rusos del siglo XIX. En Rusia, no menos que en nuestro país, posiblemente más aún que en nuestro país, Chéjov suscita una especie de piedad enfermiza. Basta pronunciar el nombre de «Chéjov» para que la gente adopte una expresión como si un cervatillo hubiera entrado en la habitación. «¡Ah, Chéjov! —exclamó mi guía de Moscú, una mujer rechoncha, rubia y muy maquillada llamada Sonia—. No es un escritor ruso. ¡Es un escritor para toda la humanidad!». A Chéjov le habría divertido Sonia. Podría haberla utilizado como personaje: de hecho lo hizo. Era la viva imagen de Natasha, la cuñada maleducada de Tres hermanas, que se hace con el control de la hacienda de Prózorov y expulsa a las tres delicadas y refinadas hermanas. Sonia contemplaba su trabajo de guía como un ejercicio de control, y durante los dos días que pasé con ella llegué a detestarla… aunque nunca con la intensidad con que uno llega a detestar a Natasha. Mis enfrentamientos con Sonia siempre estaban relacionados con pequeños detalles del itinerario turístico; y su poder para molestarme quedaba posteriormente mitigado, claro está, por mi malvada conciencia de periodista, que me hablaba del incalculable valor periodístico de la pobre mujer. Una vez expresada su estima por Chéjov, Sonia siguió hablando de las desagradables experiencias que había vivido con unos clientes estadounidenses que la habían hecho de menos. «Se consideraban superiores a mí», me dijo, pero cuando le pregunté de qué modo habían manifestado ese desdén no supo decírmelo. «Lo notaba». Entonces añadió (y de algún modo sabía que lo haría) que nunca eran los estadounidenses ricos quienes la habían hecho sentirse inferior, sino los otros.
Una de mis mayores batallas con Sonia estuvo motivada por la visita de dos horas a la Armería del Kremlin, programada para el siguiente día y en opinión de Sonia el punto culminante de mi viaje —de cualquier viaje— a Rusia. Le pregunté a Sonia qué había en la Armería y cuando me dijo que en su interior se conservaba una «magnífica» colección de armaduras, antiguas piezas de oro, gemas y huevos Fabergé, le dije que esa clase de cosas no me interesaban y que preferiría saltarme esa visita. Sonia me miró como si me hubiera vuelto loca. Entonces me dijo bruscamente que saltarse la Armería era imposible: estaba en el programa y era demasiado tarde para cambiarlo. Repetí que preferiría no ir a la Armería y Sonia guardó silencio. Íbamos en coche, camino de Mélijovo, la casa de campo de Chéjov, a unas cuarenta millas al sur de Moscú. Sonia empezó a conversar en ruso con Vladímir, el chófer, y así siguió haciéndolo durante muchas millas. En San Petersburgo, cuando Nelly hablaba con nuestro chófer Serguéi, por lo común para comunicarle alguna dirección, lo hacía de forma lacónica y como pidiéndome disculpas. Sonia empleó su conversación con el chófer como una forma de castigo. Por fin se volvió hacia mí y comentó: «Es esencial que vea la Armería, aunque sólo sea durante cuarenta y cinco minutos». «De acuerdo», asentí. Pero Sonia no estaba satisfecha. Mi actitud era completamente equivocada. «Dígame una cosa —exclamó—, cuando estuvo usted en San Petersburgo, ¿fue al Hermitage?». «Sí», respondí. «Bien —apuntó Sonia en tono triunfal—, la Armería es mucho más importante que el Hermitage».
Cuando llegamos a Mélijovo, reconocí la casa a partir de las fotografías que había visto, pero me quedé sorprendida de los jardines, una desordenada extensión de vegetación salvaje, árboles plantados al azar y descuidados macizos de flores. Parecía no haber ningún plan; los jardines no cuadraban como marco de una casa. Chéjov compró Mélijovo en el invierno de 1892 y se trasladó allí con sus padres, su hermana y sus hermanos menores Iván y Mijaíl en primavera. Era una hacienda pequeña, destartalada, que Chéjov transformó en poco tiempo: la poco incómoda casa se volvió acogedora y agradable; se construyó una cocina y se crearon jardines con flores, se plantó un huerto, se excavó un estanque, en los campos circundantes se sembró centeno, trébol y avena. Era característico de Chéjov hacer que las cosas funcionaran; trece años antes había llegado a Moscú, donde ingresó en la escuela de medicina y sacó a su familia de la pobreza, gracias a lo que parece simple fuerza de carácter. La tienda del padre había quebrado y había tenido que trasladarse a Moscú para no ir a la cárcel por deudas. Aleksandr y su segundo hermano mayor, Nikolái, estaban ya en Moscú, donde estudiaban en la universidad, y la madre, la hermana y los hermanos menores los siguieron; Antón, de dieciséis años, se quedó en Taganrog para terminar el instituto. Poco se sabe de los tres años que Chéjov pasó solo en Taganrog. Se hospedaba en casa de un hombre que, como Lopajin en El jardín de los cerezos, había echado una mano a la familia en un momento crucial, quedándose a cambio con la casa. Antón no era un estudiante brillante, pero se graduó y recibió una beca de la ciudad para cursar estudios superiores. Era un muchacho alto, robusto, con una cabeza grande, una naturaleza genial y un don para la comedia. (Había entretenido a su familia con sus imitaciones y sátiras, y hacía lo mismo con sus compañeros de clase).
Cuando Chéjov se reunió con su familia en Moscú en 1880, poseedor de lo que el crítico James Wood ha definido como una «extraña e innata madurez», no tardó en convertirse en su cabeza. El autoritario padre, ahora un fracasado digno de lástima, había permitido que la familia se hundiera en una caótica miseria. Los hermanos mayores aportaban algo de dinero —Aleksandr escribía pequeñas escenas para revistas cómicas y Nikolái realizaba ilustraciones—, pero llevaban una vida disoluta; sólo cuando Antón empezó a escribir también cuadros humorísticos la fortuna de la familia empezó a cambiar. Escribía exclusivamente por dinero; si hubiera tenido a mano otro medio de procurárselo, se habría dedicado a él. Los relatos humorísticos se pagaban pésimamente, pero Chéjov los escribía con tanta rapidez, soltura y asiduidad que conseguía obtener considerables ingresos. En sus primeros escritos no se encuentra ningún indicio del autor de El duelo o La dama del perrito. La mayoría de las escenas muestran un marcado carácter humorístico, como las piezas de las revistas cómicas escolares, y aunque algunas son menos juveniles que otras, y unas cuantas hacen reír, ninguna de ellas se distingue especialmente. Chéjov sólo dio muestras de estarse convirtiendo en Chéjov cuando empezó a escribir relatos cortos que no eran divertidos. En 1886 sus escritos empezaron a merecer una importante atención crítica y al mismo tiempo a reportarle importantes sumas. Gracias a los ingresos que Chéjov obtenía con sus escritos (nunca ganó dinero con la medicina; atendía a la mayoría de los campesinos de manera desinteresada), la familia fue trasladándose progresivamente a barrios mejores de Moscú. La compra de Mélijovo fue el punto culminante del éxito literario de Chéjov… y de la ilusión (de la que los escritores rusos, Chéjov incluido, se burlaban con particular habilidad) de que la vida en el campo era una solución para los problemas de la vida.
Con su peculiar energía y prontitud, Chéjov organizó a su familia de modo que se produjera una productiva división del trabajo: la madre cocinaba, la hermana cuidaba del jardín de la cocina, Iván se ocupaba de la agricultura y Antón se empleaba en la horticultura, para la que demostró un gran talento. (El padre, que había sido y seguía siendo un fanático religioso, prefirió retirarse a su habitación para cumplir con sus prácticas religiosas y preparar remedios de hierbas). Chéjov se aproximó bastante al ideal pastoril y hasta pasó la prueba en la que fracasaron invariablemente, y de forma ignominiosa, los habitantes urbanos que se trasladaron al campo en la Rusia del siglo XIX, la de ser útil a los campesinos. Chéjov levantó tres escuelas, ofreció sus servicios como médico y trabajó para aliviar la hambruna y combatir el cólera, al tiempo que escribía algunos de sus mejores relatos y atendía a un montón de invitados. (Sus frecuentes y bruscos traslados a Moscú o San Petersburgo sugieren que el problema vital seguía sin resolverse).
Aunque reconocí la casa, en realidad no estaba viendo la que reproducían las fotografías —que había sido demolida en la década de 1920—, sino una réplica construida a finales de los años cuarenta. (Reconstruir edificios destruidos parece ser un tic nacional. En Moscú vi una inmensa iglesia con cúpulas doradas que era una réplica recientemente concluida de una de las iglesias que Stalin había demolido sin razón alguna). Los interiores de Mélijovo han sido restaurados con detalle, recreados a partir de las fotografías suministradas por María Chéjova, que entonces contaba con más de ochenta años. Las habitaciones, pequeñas y amuebladas con gusto, daban la impresión de una casa agradable y muy bien llevada. Los empapelados de las paredes tenían diseños semejantes a los de Morris, y sobre ellos se agolpaban cuadros y fotografías familiares. Todo era sencillo, agradable, desprovisto de afectación. Pero pensé que Chéjov lo habría encontrado absurdo. La idea de reconstruir su casa desde cero habría ofendido su sentido del orden natural de las cosas. Puedo imaginármelo caminando por las habitaciones, con una expresión irónica en el rostro, mientras escucha el discurso preparado de nuestra guía Liudmila. Liudmila era una mujer joven, con gafas, vestida con pantalones y una astrosa zamarra de color granate, que conocía la vida de Chéjov al dedillo, pero que apenas había leído sus obras. Hablaba de Chéjov con una expresión radiante. Me dijo (por mediación de Sonia) que muchos de los muebles y gran parte de los objetos de la casa eran originales; cuando la casa iba a ser demolida, los campesinos locales la habían saqueado, pero durante la restauración devolvieron muchos de los objetos que se habían llevado. Pregunté si habían actuado de ese modo forzados por las autoridades soviéticas, y ella me respondió: «Oh, no. Lo hicieron de buena gana. Todos querían a Antón Pávlovich». Cuando me interesé por la razón que la había llevado a trabajar en el museo, me ofreció una explicación prolija: nunca había sido capaz de leer a Chéjov; sus escritos la dejaban indiferente. Pero un día visitó Mélijovo (vivía en una ciudad cercana) y, mientras se encontraba en la casa, había tenido una especie de increíble experiencia espiritual que no podía explicar. Siguió visitando Mélijovo —que la atraía como un imán— y finalmente el director del museo le había ofrecido el trabajo.
Una vez terminada la visita a esa copia de la casa y al desordenado jardín, Liudmila se dirigió a la salida con Sonia y conmigo; a partir de su respuesta a una de mis preguntas deduje que no percibía salario alguno por su trabajo. «De modo que trabaja aquí como voluntaria», dije. «No», respondió; simplemente no recibía su dinero, de la misma manera que muchas personas en la Rusia actual. Con frecuencia, los sueldos «se retrasaban» durante meses, incluso años. Le pregunté a Liudmila cómo se las arreglaba para vivir si no le pagaban. ¿Tenía otro trabajo remunerado? Sonia —sin trasladar mi pregunta— me miró con enfado y dijo: «Dejemos ese tema. No es asunto suyo. Hablemos de Chéjov».
Me pregunté si debía desafiar a Sonia y al final me decidí a hacerlo. «Mire —comenté—, si vamos a hablar de Chéjov, debemos decir que Antón Pávlovich situaba la verdad por encima de todo. No apartaba la mirada de la realidad. Una cuestión como ésta, que a la gente no le paguen por su trabajo, habría merecido su comentario; jamás la habría despachado con un: “Hablemos de Chéjov”». Mis palabras me sonaron un poco ridículas —como alguien que hiciera una imitación de un personaje en una novela del realismo socialista—, pero disfruté del desconcierto de Sonia, y cuando ésta inició su respuesta, la corté en seco: «Transmítale a Liudmila lo que acabo de decir». Sonia obedeció y Liudmila, con una dulce sonrisa, comentó: «Esa es la razón por la que encuentro difícil leer a Chéjov. Hay demasiada tristeza en sus obras. Es su espiritualidad lo que me atrae, la espiritualidad que me proporciona el estudio de su vida».
En el camino de vuelta a Moscú Sonia alabó el «buen gusto» de Mélijovo, antes de retomar su conversación con Vladímir, un hombre corpulento y moreno de unos cincuenta años, que llevaba un abrigo de cuero negro y rezumaba el bronco desparpajo de un taxista de Nueva York. El contraste entre él y Serguéi, mi chófer en San Petersburgo, un joven esbelto que vestía vaqueros y llevaba siempre un libro, era tan marcado como el que había entre Moscú y San Petersburgo. San Petersburgo era pequeño, descolorido, elegante y algo irreal; Moscú, grande, feo, una ciudad de verdad. San Petersburgo se te acercaba de lado; Moscú comunicaba inmediatamente el mensaje de su escala y poder. Chéjov amaba Moscú y albergaba sentimientos encontrados por San Petersburgo, a pesar de que su carrera literaria se inició propiamente cuando en 1882 el editor y publicista petersburgués A. N. Leiken le propuso escribir para su semanario humorístico Fragmentos y empezó a ir sobre ruedas cuando pasó a colaborar en el diario petersburgués de Suvorin Tiempo Nuevo. Chéjov visitaría San Petersburgo primero para ver a Leiken y luego a Suvorin, pero nunca le gustó la ciudad. En su obra los petersburgueses tienden a ser sospechosos (en Una historia anónima un personaje poco comprensivo llamado Orlov es descrito como un dandy petersburgués) o a pedir disculpas («Nací en el frío y ocioso San Petersburgo», dice el compasivo Túzenbach en Tres hermanas). En San Petersburgo Chéjov sufrió el mayor fracaso literario de su vida con La gaviota, parangonable al de Henry James con Guy Domville. En su estreno en el Teatro Aleksandrinski en 1896, recibió silbidos y abucheos, y las críticas fueron feroces. (Según Simmons, «los periódicos calificaron la obra de “totalmente absurda” desde cualquier punto de vista» y un crítico de Noticias de la Bolsa dijo que no era «La gaviota, sino simplemente un ave salvaje»). Ese fracaso suele atribuirse a las circunstancias especiales del estreno: era a beneficio de una admirada actriz cómica llamada E. I. Levkéieva, de modo que el público estaba compuesto principalmente por seguidores de esa actriz que esperaban recibir una buena dosis de hilaridad, y en su lugar, para su incredulidad y creciente irritación, se encontraron con el simbolismo. En la siguiente representación, a la que acudió el público petersburgués habitual, La gaviota recibió una acogida serena y positiva, y en los periódicos empezaron a aparecer críticas favorables. Pero para entonces Chéjov se había refugiado en Mélijovo, convencido de que su carrera de dramaturgo había terminado. «Nunca volveré a escribir obras de teatro o a hacerlas representar», escribió a Suvorin.
Debido a los tenues y ambivalentes vínculos de Chéjov con San Petersburgo, la ciudad no tiene un museo Chéjov, aunque un puñado de cartas y manuscritos han acabado en el Museo Pushkin de la ciudad; en la mañana de mi primer día con Nelly, ésta me llevó a inspeccionarlos. Nos sentamos en una mesa cubierta de un paño de color verde oscuro, enfrente de una archivista joven y carirredonda llamada Tatiana, que exhibía cada documento como un joyero un costoso collar o broche. (En una ocasión, cuando Nelly tendió la mano hacia un documento, Tatiana le dio una palmada a modo de broma). La apretada y menuda escritura de Chéjov, muy delicada y ligera, me trajo a la memoria la descripción que de él hizo Tolstói, transmitida por Maksim Gorki: «Qué hombre tan encantador y atractivo; es modesto y callado como una muchacha. Y camina como una muchacha». Uno de los documentos que nos mostró Tatiana era una carta de 1887 al escritor Dmitri Grigoróvich en la que comentaba un relato de este último titulado El sueño de Karelin. Hoy día, la obra de Grigoróvich no se lee; su nombre figura en la historia de la literatura principalmente por la carta entusiasta que escribió a Chéjov en marzo de 1886. En esa época Grigoróvich tenía sesenta y cuatro años y era una de las mayores celebridades literarias del momento. En su carta le decía a Chéjov, de veintiséis: «Tiene usted verdadero talento, un talento que le sitúa a la cabeza de los escritores de la nueva generación». A continuación, Grigoróvich le aconsejaba que tuviera paciencia, que no escribiera tanto, que se entregara a un trabajo literario serio y prolongado. «Deje de escribir a toda prisa. Desconozco su situación financiera. Si es pobre, sería mejor que pasara usted hambre, como hicimos nosotros en su momento, y que conservara sus impresiones para un trabajo maduro y acabado, escrito no de un tirón, sino durante las felices horas de la inspiración». Chéjov le respondió:
Su carta, estimado y amable mensajero de la dicha, me ha conmovido como un rayo. Estuve a punto de llorar y me quedé profundamente conmovido; incluso ahora siento que ha dejado una profunda huella en mi alma […]. No sé qué decir ni qué hacer para mostrarle mi gratitud. Ya conoce usted con qué ojos la gente corriente contempla a los hombres excepcionales como usted, por tanto puede comprender lo que su carta significa para mi autoestima […]. Estoy como aturdido. Carezco de capacidad para juzgar si merezco o no esta gran recompensa.
Chéjov continuaba reconociendo la premura y escaso cuidado con los que escribía:
No recuerdo un solo cuento en el que haya trabajado más de un día y El cazador, que tanto le ha gustado a usted, lo escribí en una casa de baños. He escrito mis relatos de la misma manera que los reporteros redactan sus notas sobre los incendios, de manera mecánica, apenas consciente, sin preocuparme lo más mínimo por el lector o por mí mismo.
Y:
La primera cosa que me hizo dirigir una mirada crítica a mis escritos fue […] una carta de Suvorin. Empecé a pensar en escribir alguna pieza con sentido, pero no tenía fe en mi propia carrera literaria.
Y ahora, de repente, me llega su carta. Perdóneme la comparación, pero produjo en mí el mismo efecto que una orden del gobierno «para abandonar la ciudad a las veinticuatro horas». Quiero decir que de pronto sentí la necesidad de salir cuanto antes de la rodada en la que me atascaba.
En su carta sobre El sueño de Karelin Chéjov ofrece una notable descripción de cómo el frío que se pasa por la noche afecta a lo sueños:
Cuando por la noche el edredón se me cae, empiezo a soñar con enormes piedras resbaladizas, frías aguas otoñales, riberas desnudas, y todo de manera brumosa y difusa, sin una mancha de cielo azul; triste y abatido como alguien que ha perdido su camino, miro las piedras y, sin saber por qué, siento que no puedo dejar de cruzar un profundo río; diviso entonces unos pequeños remolcadores que arrastran inmensas barcazas, vigas flotantes. Todo es enormemente gris, húmedo, sombrío. Cuando me alejo corriendo del río, me topo con las puertas derruidas de un cementerio, con un funeral, con mis profesores del colegio […]. Y todo el tiempo me siento penetrado de ese opresivo frío de pesadilla desconocido en la vigilia y que sólo sienten los que están dormidos […]. Cuando siento frío siempre sueño con mi profesor de religión, un docto sacerdote de apariencia imponente que insultó a mi madre cuando yo era pequeño; sueño con personas vengativas, implacables e intrigantes, que sonríen con maliciosa alegría, con una expresión que uno nunca ve en la vigilia. La risa junto a la ventana del carruaje es un síntoma característico de la pesadilla de Karelin. Cuando alguien percibe en sueños la presencia de una voluntad maligna, la inevitable ruina provocada por una fuerza externa, siempre oye algo parecido a esa risa…
Esos sueños, con su atmósfera de terror y misterio, hacen pensar en las novelas de Dostoievski y en las pinturas de Edvard Munch, y aluden a inquietudes de las que Chéjov prefirió no hablar nunca. Los biógrafos de Chéjov mencionan regularmente su reserva, incluso cuando intentan resquebrajarla. Con la apertura de los archivos soviéticos, detalles hasta ahora desconocidos de la vida amorosa y sexual de Chéjov han salido a la luz. Pero el valor de esa nueva información —en gran medida derivada de pasajes o frases que la puritana censura soviética suprimió de las cartas publicadas y que, de manera absurda, se dice que lo hacen «más humano»— es cuestionable. No se necesita ver empleada en una de sus cartas una palabra grosera para saber que Chéjov no era un mojigato o un hombre indiferente al sexo; es algo que está implícito en sus relatos y obras de teatro. Chéjov se mostraría imperturbable, y quizá incluso divertido, por la conmoción que ha creado la publicación de esos fragmentos suprimidos, como si la prueba documental de aventuras sexuales o de casos de impotencia revelaran un aspecto esencial de su personalidad, algo que atravesara la frontera entre su vida interior y exterior. La intimidad de Chéjov está a salvo de los asaltos de los biógrafos, como por otra parte la de cualquier persona, incluso la de aquellas de naturaleza aparentemente más abierta y exhibicionista. Las cartas y diarios que dejamos y la impresión que causamos en nuestros contemporáneos son la simple cáscara del meollo de nuestra vida esencial. Cuando morimos, ese meollo es enterrado con nosotros. En eso consiste el horror y el dolor de la muerte y la razón de la inevitable trivialidad de la biografía.
El lector atento de Chéjov habrá reparado en que acabo de cometer un pequeño plagio. La imagen del meollo y de la cáscara procede de otro pasaje famoso de La dama del perrito, incluido en la última sección del relato. Gúrov, después de separarse de Anna al final del verano y regresar a Moscú, donde retoma su matrimonio sin amor, descubre que no puede expulsarla del recuerdo, viaja a la ciudad de provincias donde la joven vive con un marido al que no ama y empieza a encontrarse furtivamente con ella en un hotel de Moscú, adonde Anna va más o menos una vez al mes, diciéndole a su marido que va a consultar a un especialista. Una mañana con nieve, de camino al hotel, Gúrov reflexiona sobre su situación (al tiempo que conversa con su hija, a la que acompaña a la escuela antes de acudir a la cita):
Tenía dos vidas: una que se desarrollaba a la luz del día, que veían y conocían aquellos a quienes les incumbía, llena de verdades y mentiras convencionales, semejante en todo a la existencia de sus conocidos y amigos; y otra que fluía en secreto. Por un extraño cúmulo de circunstancias, quizá fortuito, todo lo que era importante, interesante e indispensable para él, todo aquello en lo que se mostraba sincero y no se engañaba, aquello que constituía la esencia misma de su vida, transcurría a espaldas de los otros, mientras todo lo que era mentira, el envoltorio en que se ocultaba para disimular la verdad, como, por ejemplo, su actividad en el banco, sus discusiones en el casino… su asistencia a los aniversarios en compañía de su mujer, todo eso estaba a la vista. Juzgando a los otros a partir de su propia experiencia, desconfiaba de lo que veía y sospechaba que todo el mundo disimulaba bajo el velo del secreto, como bajo el de la noche, su verdadera vida, aquella que presentaba mayor interés. Toda existencia personal descansa en el secreto; quizá a ello se deba en parte que los hombres cultivados se preocupen tanto de que se respeten los secretos personales.
Se dice que La dama del perrito es la respuesta de Chéjov a Anna Karénina, su defensa del amor ilícito contra la dura (aunque ambivalente) condena que Tolstói hace de él. Pero (aunque así sea) la Anna de Chéjov no guarda ninguna semejanza real con la de Tolstói. Gúrov no es Vronski y Anna von Diederits no es Anna Karénina. Ninguno de los personajes de Chéjov tiene la particularidad, la vivida naturalidad de los amantes de Tolstói. Son indistintos, más parejos a las figuras de una alegoría que a los personajes de una novela. Chéjov tampoco está preocupado, como Tolstói, por el adulterio como fenómeno social. En Anna Karénina los amantes ocupan sólo una sección de un poblado lienzo; en La dama del perrito los amantes llenan todo el lienzo. Aparecen otras personas en el relato —la muchedumbre en el muelle de Yalta, un funcionario moscovita con el que Gúrov juega a las cartas, la hija que va camino de la escuela, una pareja de criados— pero son figuras indistintas, sin nombres. (Hasta el perro carece de nombre: cuando Gúrov llega a la casa de Anna y ve a una criada paseando con él, Chéjov pone empeño en señalar que «dominado por la emoción, no pudo recordar su nombre»). El relato tiene una atmósfera cerrada, hermética. Nadie conoce la aventura ni sospecha su existencia. Es como si la acción tuviera lugar en una caja, sellada de cristal oscuro a través de la cual los amantes pudieran ver sin ser vistos. El relato confirma lo que se dice en el pasaje sobre la doble vida de Gúrov. Puede leerse como una alegoría de la interioridad. La belleza del amor secreto de Gúrov y Anna —y de la vida interior— descansa precisamente en su carácter oculto. Chéjov decía a menudo que odiaba la mentira por encima de cualquier otra cosa. La dama del perrito juega con la paradoja de que una mentira —un marido que engaña a su mujer o una mujer que engaña a su marido— puede ser la piedra angular de un sentimiento verdadero, un vehículo de autenticidad. (Tolstói podría argumentar que ésa es la clase de autoengaño con la que suelen consolarse los adúlteros y que una mentira es una mentira). Pero la paradoja más interesante y complicada del relato consiste en la inversión de la fórmula interior-exterior mediante la cual la literatura imaginativa funciona forzosamente. Aunque Gúrov se guarda para sí su secreto, lo conocemos al detalle. Mientras la intimidad es la posesión más preciosa en la vida, es la menos respetada en la ficción. Un personaje inventado es un ser que no tiene privacidad, que se alza ante nosotros con su «vida real y más interesante» expuesta al desnudo. Nunca vemos con tanta claridad a las personas reales como a los personajes de novelas, relatos y obras de teatro; hay un velo entre nosotros y nuestros familiares, incluso los más cercanos, que desdibuja nuestra imagen. Por intimidad entendemos algo mucho más modesto que la exposición manifiesta a la que, por lo común, están sometidas las almas de los personajes de ficción. Sabemos cosas de Gúrov y Anna —sobre todo de Gúrov, ya que el relato está contado desde su punto de vista— que no saben el uno del otro y no nos sentimos incómodos en nuestro voyeurismo. Lo consideramos nuestro deber de lectores. No se nos ocurre pensar que los derechos privados, cuya salvaguarda defendemos con tan inquieta preocupación para nosotros mismos, puedan hacerse extensivos a los personajes de ficción. Pero Chéjov, y esto es lo interesante, sí parece pensar en ello. Aunque no puede proteger a sus personajes con el manto de reticencia con que se cubre él mismo —y seguir llamándose escritor de ficción—, puede abstenerse de ejercer plenamente el privilegio de omnisciencia que poseen los escritores de ficción. Puede guardarse información, puede dejar que flote un poco de bruma en torno a sus personajes, que sus motivos escondan algo de misterio. Es esa reticencia lo que Scheglov y Suvorin estaban atacando en su crítica de Luces. Las respuestas de Chéjov, con sus interesantes expresiones de humildad epistemológica e imparcialidad periodística, esquivan la cuestión, ponen a sus interlocutores fuera de la pista de los secretos de sus personajes.
En un relato titulado Gente difícil, escrito en 1886, podemos ver el brote del que va a crecer la meditación de Gúrov sobre la doble vida. Durante la cena ha tenido lugar una discusión terrible entre un padre autoritario y un hijo rebelde, en el seno de una familia de provincias. El hijo sale de la casa echando pestes y, lleno de amargura y odio, parte a pie para Moscú. Entonces:
—¡Paso! —gritó una voz fuerte detrás de él.
Una vieja dama, una propietaria a la que conocía, le adelantó en un elegante landó. Él la saludó y le dirigió una amplia sonrisa. Y, en ese mismo momento, se arrepintió de esa sonrisa que tan poca consonancia guardaba con su sombrío humor. ¿A qué venía esa sonrisa cuando toda su alma estaba repleta de pena y de desprecio? Y pensó que la propia naturaleza había concedido al hombre esa capacidad de mentir para que, incluso en los instantes de tensión moral más penosos, pudiera preservar los secretos de su nido familiar, como hacen el zorro y el pato salvaje. Cada familia tiene sus alegrías y sus penas, pero, por grandes que éstas sean, un ojo extraño apenas repara en ellas; son un secreto.
Chéjov preservaba los secretos de su nido literario con tanta tenacidad como los de su vida personal; guardó silencio sobre sus métodos de composición y destruyó la mayoría de sus borradores. Pero no se limitó a ocultar información sobre su práctica literaria; esta misma era una especie de ejercicio de ocultación. En la carta de marzo de 1886 a Grigoróvich, Chéjov señalaba que tenía el hábito curioso de hacer todo lo que podía para no «derrochar» en un relato «las imágenes y escenas queridas, las cuales —Dios sabe por qué— guardo y mantengo cuidadosamente escondidas», y de nuevo, escribiendo a Suvorin en octubre de 1888, citaba «las imágenes que me parecen mejores, las cuales amo y oculto celosamente, para no gastarlas y estropearlas —añadiendo—: Todo lo que escribo actualmente me desagrada y me aburre, pero lo que guarda mi cabeza me interesa, me entusiasma y me conmueve».
En el relato El beso (1887), presente en casi todas las antologías, Chéjov expresó de manera brillante esa idea suya del peligro que supone privar de su lugar seguro a lo que guardamos en la cabeza. Una brigada pasa la noche en una ciudad de provincias y sus diecinueve oficiales son invitados a tomar el té en casa del hacendado local, un teniente general retirado llamado von Rabbek. El personaje central del relato es Riabóvich, «un oficial pequeño, cargado de espaldas, con gafas y patillas de lince», que cree ser «el oficial más tímido, más apocado y más insulso de toda la brigada». En casa de von Rabbek, Riabóvich se queda sorprendido de la desenvoltura del anfitrión, de la anfitriona, de su hijo mayor y de su hija, que han invitado a los oficiales simplemente por sentido del deber y en un momento inoportuno, pues celebran una fiesta familiar, pero que dan admirables muestras de hospitalidad. «Von Rabbek y su familia, tras implicar con gran habilidad a los oficiales en la conversación, vigilaban sus vasos y sus bocas cerciorándose de que todos bebían y disponían de azúcar, y preguntando en su caso por qué ése no comía bizcocho o aquél no bebía coñac. Cuanto más miraba y escuchaba Riabóvich, tanto más le gustaba esa insincera pero muy bien disciplinada familia». Durante el baile, en el que él no participa («no había bailado ni una sola vez en toda su vida y ni una sola vez había estrechado el talle de una mujer decente»), sigue al hijo de von Rabbek y a algunos oficiales a la sala de billar, situada en otra parte de la casa, y entonces, sintiendo que está de más (tampoco juega al billar), decide regresar al salón. Pero al volver sobre sus pasos Riabóvich hace un giro equivocado y se encuentra en una habitación pequeña y oscura. De pronto, una joven se abalanza sobre él, murmura: «¡Por fin!», y lo besa. Comprendiendo su error —es evidente que había acudido a esa habitación para una cita con su amante—, la mujer pega un grito y desaparece. El encuentro tiene un efecto trascendental en Riabóvich. Es casi como una experiencia de conversión. «Algo extraño le sucedía… Su cuello, que acababa de ver rodeado por esos suaves y perfumados brazos, le parecía cubierto de un óleo; en su mejilla izquierda, junto al bigote, donde lo había besado esa mujer desconocida, sentía un frescor ligero y agradable, semejante al que producen las gotas de menta […] un sentimiento nuevo y extraño, que no paraba de crecer […]. Se había olvidado por completo de que era un hombre cargado de espaldas e insulso, de que tenía patillas de lince y un “aspecto indeterminado”». (Así era como su aspecto había sido descrito por unas damas cuya conversación había oído por casualidad). A la mañana siguiente la brigada abandona la ciudad y durante toda la marcha de ese día Riabóvich sigue bajo el hechizo de ese beso, que ha actuado sobre su imaginación como una droga poderosa, liberando deliciosas fantasías de amor romántico. Al final de lajornada, sentado en la tienda después de la cena, siente la necesidad de hablarles a sus camaradas de su aventura:
Empezó a relatar con gran minuciosidad la historia del beso y al cabo de un minuto se quedó en silencio… Ese minuto había sido suficiente para contarlo todo. Riabóvich se sorprendió mucho de que la narración hubiera requerido tan poco tiempo, pues tenía la impresión de que el asunto del beso daba para hablar durante toda la noche.
Uno de los oficiales, un mujeriego desaliñado llamado Lobitko, le responde con una cruda historia sobre un encuentro sexual en un tren. Riabóvich se jura «no volver a ser sincero». Doce años más tarde, Chéjov escribirá otra versión de esa escena en La dama del perrito. Después de volver de Yalta, Gúrov «ardía en deseos de compartir con alguien sus recuerdos», de modo que una tarde, al abandonar un club moscovita, le dice impulsivamente a un funcionario con el que ha estado jugando a las cartas:
—¡Si supiera usted qué mujer más fascinante conocí en Yalta!
El funcionario se sentó en el trineo y se dispuso a partir, pero de pronto se volvió y gritó:
—¡Dmitri Dmítrich!
—¿Qué?
—Tenía usted razón cuando dijo hace un momento que el esturión no olía bien.
En ambos casos, algo delicado y precioso ha sido manchado por la mirada vulgar del mundo exterior. Ambos hombres lamentan inmediatamente el impulso que los ha llevado a hablar. Pero la escena mencionada de El beso tiene una moraleja adicional, en este caso literaria. Riabóvich descubre dolorosamente, como cualquier escritor novel, el abismo que se abre entre el pensamiento y la escritura. («Se sorprendió mucho de que la narración hubiera requerido tan poco tiempo»). Las sutiles imágenes confinadas en la cabeza tienen que transformarse en un material más duradero —el de una ingeniosa narración— para que no se disuelvan en la nada cuando las roce el frío aire exterior. Chéjov inserta el aleccionador incidente del torpe relato de Riabóvich dentro de su ingeniosa narración. Lo que el pobre Riabóvich, con su inocencia de aficionado, no consigue comunicar a sus camaradas, lo logra Chéjov con su astucia profesional. En ese sentido se parece a los experimentados von Rabbek, que cumplen con su tarea de entretener porque es su deber y porque saben cómo hacerlo. «La sabiduría y la santidad no valen nada si Dios no te ha concedido el don», dice un monje en La noche de Pascua (1886), en medio de una conversación sobre la poética de ciertos himnos de alabanza de la liturgia ortodoxa rusa llamados acatistas. «Todo debe ser armonioso, breve y acabado […]. Hay que embellecer cada línea con múltiples adornos, que haya flores, relámpagos, ráfagas de viento, sol, que estén presentes todos los objetos del mundo visible». La propia empresa literaria de Chéjov difícilmente puede describirse mejor. Sus relatos y obras de teatro —incluso los más sombríos— son himnos de alabanza. Flores, luz, viento, sol y todos los objetos del mundo visible aparecen en ellos como no lo hacen en la obra de ningún otro escritor. En casi todas las piezas de Chéjov hay un momento en que de pronto nos sentimos como Riabóvich cuando la joven mujer entra en la habitación y lo besa.