Ocho


En el camino de regreso de Oreanda a Yalta, le sugerí a Nina, sentada a mi lado en el asiento trasero, que se abrochara el cinturón de seguridad; lo mismo había hecho con Sonia. La respuesta de ésta había consistido en informarme con la mayor frialdad de que sólo las personas sentadas en los asientos delanteros estaban obligadas a usar el cinturón de seguridad. (Vladímir conducía sin él, y sólo se lo ponía cuando iba a pasar por un control de policía). Le pregunté a Sonia si pensaba que los cinturones de los asientos traseros tenían una función decorativa. Miró con desprecio mi cinturón puesto y dijo: «No es necesario que haga eso». La siempre agradable Nina, por contra, se puso el cinturón, como un niño bueno que consiente en probar una comida nueva. Tradujo mi sermón von koreniano sobre la temeridad de conducir sin cinturón de seguridad a Yevgueni, que no lo llevaba puesto; éste se rió de buena gana y contó la siguiente anécdota, que, según dijo, le había oído a un médico de un sanatorio en el que había trabajado: «Cuando hay un accidente de automóvil, la persona que no lleva puesto el cinturón aparece por partes: una pierna por aquí, un brazo por allá y la cabeza más lejos. La persona que lo lleva, aparece en su asiento completamente intacta… y muerta».

Esa clase de resistencia a los avances del conocimiento recorre los relatos y la correspondencia de Chéjov. En una carta a su familia escrita durante su viaje a Sajalín (mayo de 1890), comenta el primitivo estado de la medicina en una aldea próxima a Tomsk. «Se recurre a sangrías y ventosas a una escala enorme y brutal. Examiné a un judío con cáncer de hígado. El judío estaba agotado, apenas respiraba, pero eso no impidió al enfermero ponerle doce ventosas». Esa escena terrible reaparece en la muerte de Nikolái Chikildéiev en Campesinos (1897). (Chéjov hace que le pongan doce ventosas, como al judío, y luego, como para cuantificar la diferencia entre la vida y el arte, doce más). En la reticente nota autobiográfica que Chéjov compuso para la reunión de su escuela médica, habló de la influencia de la formación médica en sus escritos:

Amplió de manera significativa el ámbito de mis observaciones y me procuró conocimientos cuyo valor para mi oficio de escritor sólo un médico puede calibrar. También me sirvió de guía; mis nociones de medicina probablemente me ayudaron a evitar muchos errores. Mi familiaridad con las ciencias naturales y el método científico siempre me ha tenido en guardia; en la medida de lo posible, he tratado de tener en cuenta los datos científicos y, cuando no he podido, he preferido no escribir […]. No soy uno de esos escritores que niegan el valor de la ciencia y no quisiera ser de esos que se figuran poder entenderlo todo por sí mismos.

Nótese la abundancia de negaciones: el reconocimiento de Chéjov a la «amplitud de miras» y los «valiosos conocimientos» que el estudio de la medicina le ha procurado es superficial, comparado con su gratitud por las muchas cosas que le ha ayudado a evitar. Como en su carta a Scheglov sobre los límites de la comprensión psicológica («Nada está claro en este mundo. Sólo los tontos y los charlatanes lo saben y lo comprenden todo»), Chéjov se esfuerza al máximo por apartarse de cualquier posición de autoridad. Cuando describe el horrendo tratamiento aplicado al judío con cáncer de hígado, no ofrece una cura alternativa. Chéjov se refería a la medicina como a su esposa y a la literatura como a su amante (más tarde recicló esa ocurrencia, afirmando que la ficción era su esposa y el teatro su amante), pero nunca practicó la medicina a tiempo completo ni alcanzó ninguna distinción particular como facultativo. En tiempos de Chéjov la medicina no tenía ese poder curativo que ha adquirido sólo recientemente. Los médicos comprendían enfermedades que eran incapaces de curar. Un médico honrado debía de encontrar su trabajo bastante deprimente. Simmons especula con la posibilidad de que Chéjov decidiera estudiar medicina después de superar una enfermedad grave que padeció cuando tenía quince años —un ataque de peritonitis— y que lo llevó a trabar amistad con el médico que le atendía. También anota Simmons que Chéjov «siempre atribuyó a ese ataque las hemorroides que no dejaron de atormentarle durante el resto de su vida». Esas hemorroides aparecen con frecuencia en su correspondencia. Es evidente que le molestaron mucho más que los síntomas de la tuberculosis, que aparecieron ya en 1884, pero que no reconoció como tales durante trece años. «Durante los tres últimos días de mi garganta ha estado manando sangre —escribió a Leikin en diciembre de 1884—. Sin duda la causa es la ruptura de algún vaso sanguíneo». Y luego, dos años más tarde: «Estoy enfermo. Escupo sangre y me siento débil. No estoy escribiendo nada […]. Debería ir al sur, pero no tengo dinero […]. Me asusta someterme al examen de mis colegas». Hasta mayo de 1897, después de una grave hemorragia en el restaurante Hermitage de Moscú, no dejó que lo examinaran y le ofrecieran un diagnóstico. Ese reconocimiento a medias de la enfermedad que le mataría era, claro está, una expresión de rechazo, pero también una consecuencia de la cruel naturaleza de la tuberculosis, cuyo curso no es predecible (se sabe de algunos tísicos que han alcanzado una edad provecta) y que (como René y Jean Dubos señalan en The White Plague: Tuberculosis, Man and Society [La plaga blanca: Tuberculosis, hombre y sociedad]) «alterna largos períodos de aparente remisión con otros de exacerbación». Esa reacción estaba en consonancia con la actitud de insistente incertidumbre adoptada por Chéjov (a la que puede haber contribuido). No hay nada claro en este mundo; en consecuencia, todo es posible, incluso la perspectiva de la salud.

La hemorragia en el Hermitage se produjo cuando Chéjov y Alekséi Suvorin acababan de sentarse a cenar. De la boca de Chéjov empezó a manar sangre y no había manera de detener el flujo. Suvorin lo llevó a su suite del Slavianski Bazar (donde Chéjov iba a alojar a Anna Serguéievna unos años después) y llamó al doctor Nikolái Obolenski, que no pudo persuadir al enfermo de que fuera al hospital. La hemorragia no remitió hasta la mañana, momento en que Chéjov insistió en volver a su propio hotel, el Gran Hotel Moscú (estaba viviendo en Mélijovo y ya no tenía casa en la ciudad), y empezó a comportarse como si no hubiera sucedido nada. El 25 de marzo, después de sufrir más hemorragias, decidió acudir a la clínica del doctor Ostroúmov, donde se le diagnosticó una tuberculosis avanzada. La clínica se encontraba cerca del monasterio de Novodiévichi, en cuyo cementerio, siete años después —tras escribir Tres hermanas, El jardín de los cerezos, La dama del perrito, El obispo, En el barranco, Las grosellas e Iónich, entre otras obras maestras— sería enterrado.

Durante su estancia en la clínica de Ostroúmov, Chéjov, con su habitual incapacidad para rechazar casi cualquier petición, leyó los manuscritos de dos relatos que le había enviado una extraña, una estudiante de bachillerato llamada Rimma Vashchuk, que quería saber si tenía «una chispa de talento». Chéjov le escribió al punto para decirle que le había gustado uno de los relatos, pero que el otro, titulado Un cuento de hadas, «no era un cuento de hadas, sino una colección de palabras como “gnomo”, “hada”, “rocío”, “caballeros”; todo eso es bisutería, al menos en nuestra tierra rusa, por donde nunca se ha visto vagar a gnomos o caballeros y donde sería difícil encontrar a una persona que pudiera imaginarse a un hada cenando en medio del rocío y los rayos del sol. Olvide todo eso [… ] escriba sólo sobre lo que es o sobre lo que, en su opinión, debería ser». Ofendida por la crítica, la muchacha le envió una irritada carta a la que él, por increíble que parezca, volvió a responder desde su cama de hospital, para explicarle con paciencia el objeto de su crítica: «En lugar de enfadarse, haría mejor en leer con atención mi carta», empezaba. Ella le mandó una disculpa.

Durante la modificada «visita de la ciudad», de camino al cementerio de Novodiévichi, Sonia señaló un edificio bajo, largo y blanco, situado detrás de unos árboles, y afirmó que era la antigua clínica Ostroúmov, que en la actualidad forma parte de la escuela médica de la Universidad de Moscú; después de pasar unos cuantos bloques, identificó una amplia construcción de madera roja como la casa moscovita de Tolstói. Sabía que Tolstói había visitado al debilitado Chéjov dos días después de su ingreso en la clínica, pero ignoraba que la clínica estuviera tan cerca de su vivienda. «Tuvimos una conversación de lo más interesante —escribió Chéjov dos semanas más tarde a Mijaíl Ménshikov, a propósito de la visita de Tolstói—, interesante principalmente porque, más que hablar, me limité a escuchar. Discutimos de la inmortalidad. Tolstói reconoce la inmortalidad en su forma kantiana, presuponiendo que todos nosotros (hombres y animales) seguiremos viviendo en algún principio (como razón o amor), cuya esencia es un misterio. Pero sólo puedo imaginarme ese principio o fuerza como una masa informe y gelatinosa; mi yo (mi individualidad, mi conciencia) se fundiría con esa masa; no siento la menor necesidad de esa clase de inmortalidad, no la comprendo, circunstancia que sorprendió a Lev Nikoláievich». Tres años después, cuando Tolstói enfermó y se produjeron muchas especulaciones sobre la gravedad de su dolencia, Chéjov volvió a escribir a Ménshikov para decirle que había llegado a la conclusión de que la enfermedad de Tolstói no era terminal, pero añadió:

Su enfermedad me asusta y me tiene con el alma en vilo. Me da miedo la muerte de Tolstói. Si muriera, se produciría un gran vacío en mi vida. En primer lugar, porque nunca he sentido tanto cariño por un hombre. No soy creyente, pero de todas las creencias considero la suya la más próxima y afín a mí. En segundo, mientras haya un Tolstói en la literatura será fácil y agradable ser un hombre de letras; hasta el reconocimiento de que uno no ha hecho nada y nunca lo hará no es tan terrible, ya que Tolstói crea por todos nosotros. Su obra es la justificación de los entusiasmos y las expectativas construidas en torno a la literatura. En tercero, Tolstói adopta una actitud firme y tiene una inmensa autoridad, de modo que, mientras él viva, el mal gusto en literatura, la vulgaridad de cualquier clase, los aspectos insolentes y lacrimosos, todas las vanidades exacerbadas y desatadas se mantendrán en un segundo plano, en la sombra. Sólo su autoridad moral es capaz de impulsar cierta elevación en los modos y tendencias de la llamada literatura…

Chéjov sólo había coincidido unas pocas veces con Tolstói, pero «cuando hablaba de él —escribe Gorki en sus recuerdos de Chéjov— siempre había una peculiar sonrisa en los ojos, afectuosa, tímida, apenas apreciable. Bajaba el tono de su voz, como si estuviera hablando de algo espectral y misterioso, de algo que requiriera palabras dulces y prudentes». En cuanto a Tolstói, «apreciaba a Chéjov —escribió Gorki— y, siempre que le miraba, sus ojos, tiernos en ese momento, parecían acariciar el rostro de Chéjov». Sin embargo, a Tolstói no le gustaban sus obras de teatro. Se dice que le comentó: «¿Sabes?, no puedo soportar a Shakespeare, pero tus obras son aún peores».

Chéjov, a su vez, albergaba ciertas dudas sobre los escritos de Tolstói. No le gustaba la caracterización de Napoleón en Guerra y paz («En cuanto aparece Napoleón, advertimos un efecto forzado y una distorsión, que tienden a mostrar que era más estúpido de lo que realmente era», escribió a Suvorin en 1891) y discrepaba de ciertos pronunciamientos incluidos en La sonata a Kreutzer. «Tolstói se ocupa de cosas que no conoce y que su extrema testarudez le impide comprender —escribió a Alekséi Peschéiev en 1890—. Así, sus juicios sobre la sífilis, sobre los asilos para niños, sobre la aversión que las mujeres sienten por la cópula, etc., no sólo son discutibles, sino que en realidad delatan a un hombre ignorante que, en el transcurso de su larga vida, no se ha tomado la molestia de leer dos o tres manuales escritos por especialistas». Pero se sentía obligado a añadir: «Y sin embargo, todos esos defectos se dispersan como plumas en el viento; apenas se le tienen en cuenta, en vista de los méritos de la novela». Durante un período de su vida Chéjov también creyó en las ideas tolstoianas de la no violencia, aunque luego se refirió a ellas con escepticismo. Pero, como se evidencia en ese comentario sobre su temor por la muerte de Tolstói, nunca perdió el sentido de la preeminencia artística de éste.

A una hora más temprana de ese mismo día, en el Arbat, antaño un elegante distrito comercial y ahora, muy reducido en tamaño, un lugar turístico poco visitado con tiendas de recuerdos, almacenes de productos de segunda mano y galerías de arte kitsch, Sonia se había detenido ante una pequeña pintura al óleo que representaba un jarrón con lilas.

—Es bueno.

—¿Va a comprarlo? —pregunté.

Sonia negó con la cabeza. Con una modesta sonrisa me explicó que ella también pintaba y, en consecuencia, reconocía una obra de mérito en cuanto la veía. Sólo se había detenido para expresar su valoración. Pintaba los fines de semana y durante las vacaciones, y se había especializado en naturalezas muertas y retratos.

Mi retrato periodístico de Sonia como una Natasha Prózorov moderna estaba tomando forma. Sus comentarios sobre el arte aportaban un delicado toque natashanesco. Por supuesto, no todo lo que Sonia decía y hacía era del mismo tenor. De hecho, la mayoría de sus comentarios y actos quedaron sin registrar en mi cuaderno. Las personas que son objeto de tratamiento periodístico casi siempre se sorprenden cuando leen lo que se dice de ellas en la prensa, no por lo que los artículos revelan, sino por lo que dejan de decir. Los periodistas, como los novelistas y los cuentistas, que son sus modelos encubiertos, practican una implacable economía. El novato que desea ser «justo» con los personajes de los que se ocupa y restituirlos con toda su turbulenta complejidad y sus aspectos contradictorios pronto se desengaña. La realidad de los personajes de ficción —y de sus primos en el periodismo— deriva precisamente de los trazos audaces, casi infantiles, con los que están dibujados. Tolstói define a Anna Karénina mediante su paso ligero y decidido, su entusiasmo, su cordialidad y alegría, sus ropas sencillas y elegantes. Limita sus pensamientos y acciones a una gama de posibilidades a la que ninguna persona real se ve constreñida. El realismo de Chéjov, como hemos visto, es de una naturaleza diferente; su economía es aún más rigurosa, sus trazos, aún más directos. Su Natasha es una figura sobre la que no sabemos casi nada, una simple concentración de ordinariez e intimidatoria testarudez. En el primer acto, antes de mostrar su verdadera naturaleza, cuando aparenta no ser más que una muchacha de la ciudad que se siente incómoda en la casa de su prometido aristócrata, sufre una pequeña humillación. Olga, la mayor de las hermanas, le comenta que su cinturón verde no va con su vestido rosa, que «parece un poco raro». El gusto de Natasha en cuestión de vestuario ya ha sido cuestionado por Masha en términos semejantes a los que Chéjov empleaba para lamentar la manera de vestir de las mujeres alemanas. Pero, a otro nivel, la reprimenda de Olga no sólo cuestiona su mal gusto, sino también algo más importante, su mala fe, puesta de manifiesto por el color verde y su asociación con la Serpiente. (Según las acotaciones de Chéjov, Olga le hace ese comentario a Natasha sobre el cinturón «con alarma», sugiriendo que «ha reconocido» a Natasha). En el relato En el barranco, escrito un año antes, y que también se ocupa de cómo una nuera despiadada se hace con el control de una hacienda, Chéjov describe a la mujer en cuestión precisamente como una serpiente.

Aksinia tenía ojos grises, cándidos, que rara vez parpadeaban y en su rostro brillaba siempre una ingenua sonrisa. En esos ojos que no parpadeaban, en esa pequeña cabeza asentada en un largo cuello y en esa esbelta figura había algo que recordaba a una serpiente; vestida toda de verde, excepto la pechera amarilla, miraba sonriente, alargando el pescuezo y levantando la cabeza, como una víbora apostada en el centeno joven en primavera contempla al transeúnte.

Aksinia es quizá el personaje más perverso de Chéjov. En una escena que iguala y quizá supera, debido a su carácter espeluznante e inesperado, el horror del cegamiento de Gloucester, Aksinia abrasa con agua hirviendo, causándole la muerte, a un niño que se interpone en sus planes de dominio. Natasha no se acerca nunca a ese grado de envilecimiento. Es insoportable, pero jamás cometería un asesinato. Aksinia va toda de verde, Natasha sólo lleva un cinturón de ese color, un simple toque de maldad. Mi Sonia —sin duda más parecida a Natasha que a Aksinia— podría haber llevado perfectamente una bufanda verde. Sin embargo, debo reconocer que llevaba una bufanda roja (sobre un jersey blanco de angora). La obras no novelescas pueden valerse de las técnicas de elisión y condensación mediante las cuales la literatura alcanza su coherencia, pero les está vedado en gran medida el recurso a la alusión mito-poética a la que ficción debe su fuerza. Ni siquiera Chéjov, cuando escribe obras no novelescas, escribe como Chéjov. El libro que escribió sobre la visita de tres meses que efectuó a la colonia penitenciaria de Sajalín en el verano de 1890, por ejemplo, es una obra meritoria y a menudo interesante, pero rara vez conmovedora y nunca brillante.

La isla de Sajalín no es un fracaso artístico, ya que Chéjov nunca albergó ambiciones literarias al respecto. La veía como una obra de ciencias naturales y sociales e incluso pensó en someterla a la escuela médica de la Universidad de Moscú como una tesis que atestiguara sus cualificaciones para enseñar en ella. (Grigori Rossolimo comentó la idea al decano de la Facultad de Medicina, que la rechazó desdeñosamente). Apareció por entregas en la revista El Pensamiento Ruso en 1893, y fue publicada en forma de libro de 1895. Hay algunos pasajes chejovianos, pero no muchos; es un libro en gran medida informativo. En 1897, encontrándose en Niza por motivos de salud, un editor le pidió a Chéjov que escribiera un relato «sobre un tema tomado de la vida en el extranjero»; él rechazó la propuesta, con el siguiente argumento: «Sólo soy capaz de escribir de memoria, nunca escribo directamente de la vida observada. Debo dejar que el tema se filtre a través de la memoria, hasta que sólo quede en el filtro lo importante y pintoresco». En el libro sobre Sajalín, Chéjov escribió a partir de notas de archivo, libros eruditos e informes. Su habitual intrepidez artística deja paso a una especie de humildad, casi servilismo, ante el ideal de objetividad y los protocolos de la metodología científica. Como un convicto encadenado a una carretilla (uno de los castigos de Sajalín), arrastra la carga de sus datos demográficos, geográficos, agrícolas, etnográficos, zoológicos y botánicos. No puede omitir nada; su línea narrativa se ve interrumpida constantemente por los datos. En la autobiografía trazada para Rossolimo, Chéjov se mostró convencido de que «los principios del arte creativo no siempre admiten un acuerdo pleno con los datos científicos; la muerte por envenenamiento no puede representarse en el escenario como realmente sucede». En el libro sobre Sajalín, el conflicto entre ciencia y arte casi siempre se resuelve a favor de la primera. Chéjov cuenta las cosáis como son, y permite que su narrativa vaya hasta donde su montaña de información lo empuja, es decir, a todas partes y, en última instancia, a ninguna. El horror de Chéjov por el rigor y la miseria de la vida en la colonia, su desprecio por la estupidez y la insensibilidad de la administración y su compasión por los convictos y los colonos a veces lo lleva a abandonar esa postura de indiferencia científica. Pero en la plasmación de los sufrimientos de esa isla maldita, Chéjov no pudo alcanzar en trescientas páginas lo que logró en un pasaje de cuatro al final de su relato Un asesinato (1895), en el que describe a unos convictos aherrojados de Sajalín cargando carbón en un vapor en medio de una tormentosa noche.

Aunque el viaje a Sajalín no produjo ninguna obra de interés literario, su significado personal (y a la larga literario) para Chéjov fue enorme. Necesitaba emprender un viaje. En una carta a Suvorin escrita el 4 de mayo de 1889, desde una dacha alquilada en Ucrania, escribió: «Siento una especie de estancamiento en mi alma. Lo atribuyo al estancamiento de mi vida personal. No estoy decepcionado ni cansado ni deprimido, pero de pronto todo se ha vuelto menos interesante. Tengo que hacer algo para despertarme». Naturalmente, es imposible saber a qué se refería Chéjov cuando hablaba de estancamiento de su vida personal, pero parece probable que su malestar guardara relación con la enfermedad final (tuberculosis) de su hermano Nikolái, al que llevaba atendiendo desde marzo, primero en Moscú y más tarde en la dacha. La carta del 4 de mayo, como era típico en él, no hacía mención a los rigores del cuidado del moribundo, pero tres referencias indirectas a Nikolái revelan la sensación de aprisionamiento que le embargaba: «Estoy de buen humor, y si no fuera por la tos del pintor y los mosquitos (ni siquiera la fórmula Elpes proporciona protección contra ellos) sería un perfecto Potiomkin»; y, más adelante: «Envíeme algunos libros prohibidos y periódicos del extranjero. Si no fuera por el pintor, iría con usted»; y unas líneas después: «Lenski [un actor del Teatro Mali] me ha invitado a acompañarle a Tiflis. Iría si no fuera por el pintor, que no se encuentra nada bien». Nikolái murió el 17 de junio, y en septiembre Chéjov completó su poderosa y larga Una historia aburrida, que versa sobre un eminente profesor que llega al final de su vida y descubre con espanto que ésta carece de sentido; comprende que le falta una idea conductora que dé significado a su existencia. La atmósfera de la obra deja un sabor acre en los labios, una sensación de fatiga causada por algo insoportable. No es sorprendente que la escribiera un hombre de luto; quizá sólo un hombre de luto puede escribir un relato de tan amargo dolor. Simmons especula con la posibilidad de que la muerte de Nikolái por tuberculosis forzara a Chéjov a afrontar la posibilidad de su propia muerte por esa misma enfermedad y, además, que Una historia aburrida refleja la necesidad que el propio Chéjov tenía de una idea conductora. El 4 de octubre de 1888, en una carta muy citada, Chéjov había escrito que no sentía ninguna necesidad de ese tipo:

No soy un liberal, ni un conservador, ni un defensor del progreso gradual, ni un monje, ni un ser indiferente. Sólo aspiro a ser un artista libre y lamento que Dios no me haya dado el poder de serlo. Odio la mentira y la violencia en todas sus formas […]. Considero las marcas de fábrica y las etiquetas una superstición. Lo más sagrado para mí es el cuerpo humano, la salud, la inteligencia, el talento, la inspiración, el amor y la más absoluta libertad: libertad frente a la violencia y la mentira bajo cualquiera de sus formas. Tal es el programa que seguiría si fuera un gran artista.

Un año después, Chéjov ya no se sentía tan cómodo con su libertad de artista. A finales de 1889 abandonó bruscamente la literatura e inició los preparativos para un viaje de seis mil millas a Sajalín, en el extremo más oriental del continente. En diversas cartas a sus desconcertados amigos, Chéjov adujo varias razones altruistas para emprender el viaje —saldar su deuda con la ciencia, despertar la conciencia de un público indiferente—, pero la explicación que tiene mayores visos de veracidad es la que expuso a Scheglov en una carta del 22 de marzo: «No voy en busca de impresiones u observaciones, sólo me mueve el deseo de vivir seis meses de manera diferente a como he vivido hasta ahora».

Las cartas que Chéjov escribió en los dos meses y medio de viaje se cuentan entre las mejores que nos ha dejado. Nos permiten ver, como en una película con un amplio presupuesto para efectos especiales, los rigores que tuvo que soportar para atravesar el continente, primero en tren y barcos fluviales y luego (durante la mayor parte del viaje, casi tres mil millas) en frágiles coches de caballos abiertos, por caminos llenos de baches y a veces encharcados. (El ferrocarril transiberiano aún no existía). Viajó día y noche, en medio de un frío espantoso e interminables chaparrones. Pasó hambre y frío; los zapatos le hacían daño. Antes de que llegara a acostumbrarse a todo eso, con el traqueteo y las sacudidas del carruaje abierto, los huesos le dolían. Para un tísico un viaje de esas características parecía una forma de suicidio. Pero, aunque resulte increíble, Chéjov no enfermó; al contrario, se fortaleció. A medida que se prolongaba el viaje, dejó de toser y de escupir sangre, y empezó a sentirse realmente bien (hasta sus hemorroides remitieron). En The White Plague, los Dubos dedican un capítulo a algunas de las formas más extrañas de terapia que fueron ideadas en el período premoderno de la tuberculosis. Una de ellas era la cura mediante la equitación, popular en el siglo XVIII. Citan varios casos de pacientes (uno de ellos sobrino de John Locke) que se recuperaron de la enfermedad después de extenuantes cabalgatas diarias, y comentan la recomendación de un médico holandés de que los tísicos «de las clases más bajas que desempeñan ocupaciones sedentarias traten de encontrar empleo como cocheros». A continuación mencionan a un zapatero remendón que se convirtió en cochero. «Se sintió bien mientras permaneció en la silla (en el pescante), pero perdió la salud cuando retomó su actividad de zapatero». Chéjov se sintió bien hasta que regresó a Moscú, en el otoño de 1890, momento en que sus achaques se reprodujeron de inmediato. («Es algo extraño —escribió a Suvorin el 24 de diciembre—. Tanto en el viaje de ida a Sajalín como en el de vuelta me sentí perfectamente bien, pero ahora, en casa, el diablo sabe lo que me está pasando. La cabeza me duele sin parar, tengo un sentimiento de cansancio general, me fatigo enseguida, me he vuelto apático y, lo peor de todo, mi corazón no late con regularidad»).

En las cartas que escribió durante el viaje, se felicita de su resistencia. El 5 de junio, en una escala en la ciudad siberiana de Irkutsk, donde durmió en una cama de verdad y se dio un baño («La espuma que salía de mi cabeza no era blanca sino de un color marrón ceniza, como si estuviera lavando a un caballo»), escribió a Leikin:

De Tomsk a Krasnoiarsk tuvimos que librar una batalla desesperada con una carretera embarrada e intransitable. ¡Señor, sólo de pensarlo me estremezco! ¡Cuántas veces tuve que reparar el coche, caminar, blasfemar, apearme y volver a subir! En ocasiones tardaba de seis a diez horas en ir de una estación a otra, y cada vez que había que reparar el coche la operación llevaba de diez a quince horas […]. Añada a todo eso el hambre, el polvo en la nariz, los ojos que se cierran de sueño, el temor constante de que algo se rompa en el coche […]. No obstante, estoy muy contento y doy gracias a Dios de que me haya concedido las energías y la oportunidad de hacer este viaje. He visto y vivido muchas cosas, y todo ha sido extremadamente nuevo e interesante para mí, no desde la perspectiva de un hombre de letras, sino de un ser humano. El Yenisei, la taiga, las estaciones de postas, los cocheros, la naturaleza salvaje, la vida salvaje, los padecimientos físicos causados por las incomodidades del viaje, el placer que me procura el descanso: todo eso tomado en su conjunto es tan agradable que no puedo describirlo…

El 20 de junio Chéjov volvió a expresar su alegría a Leikin desde un barco que surcaba el río Amur:

He cubierto en coche de caballo más de cuatro mil verstas. Mi viaje ha sido un éxito completo. He gozado de buena salud todo el tiempo y de todo el equipaje sólo he perdido un cortaplumas. No puedo desearle a nadie un viaje mejor. La ruta carece de peligros y todos los relatos de presidiarios fugados, ataques nocturnos y demás no son más que leyendas y tradiciones de un pasado remoto. Un revólver es un objeto totalmente superfluo. Ahora estoy sentado en un camarote de primera clase y me siento como si estuviera en Europa. Mi estado de ánimo es el que se tiene después de aprobar un examen.

Chéjov llegó a Sajalín el 11 de julio; su estancia se prolongó tres meses, durante los cuales viajó por toda la isla, con la estratagema de que realizaba un censo para tener acceso a las prisiones y a las chozas de los colonos. (Simmons plantea la posibilidad de que el proyecto de una investigación científica de la colonia fuera un razonamiento a posteriori para justificar el viaje ante sus amigos y ante sí mismo). Chéjov se puso manos a la obra con su habitual energía y celo. Consiguió entrevistar a miles de personas, no sólo a los presidiarios y a los colonos, sino también a los indígenas guiliakos y ainos. En octubre, estaba más que listo para la partida.

De vuelta en Moscú en diciembre (hizo el viaje de regreso en barco, desde Vladivostok —pasando por Hong Kong, Ceilán, India, Egipto y Turquía— hasta Odessa), escribió a Suvorin: «Ahora conozco muchas cosas, pero me llevo un sentimiento horrible. Mientras me encontraba en Sajalín, me dominaba una sensación amarga, como cuando se come mantequilla rancia; ahora, en el recuerdo, Szyalín me parece un completo infierno. Durante dos meses trabajé de manera intensa, poniendo en ello todo mi empeño; al tercer mes llegaron a afectarme la amargura de la que le he hablado, el aburrimiento y el pensamiento de que el cólera podía extenderse desde Vladivostok a Sajalín y de que corría el peligro de tener que pasar el invierno en la colonia penitenciaria». Pero una semana más tarde le escribía: «Qué equivocado estaba usted cuando me aconsejaba que no fuera a Sajalín […]. Qué persona tan avinagrada sería ahora si me hubiera quedado en casa. Antes de mi viaje, La sonata a Kreutzer me parecía un acontecimiento; ahora se me antoja absurda y ridícula. O el viaje me ha madurado o me ha vuelto loco. ¡El diablo lo sabe!».

La víspera del heroico viaje de Chéjov se produjo un contratiempo que casi lo desbarata. Un artista llamado N., «un hombre bueno pero tedioso», expresó su deseo de viajar con él. Chéjov escribió a Suvorin solicitando su ayuda: «No he tenido el valor de negarle mi compañía, pero viajar con él sería una auténtica desgracia». Chéjov continuaba: «Sea mi benefactor, dígale a N. que soy un borracho, un timador, un nihilista, un pendenciero, que es imposible viajar conmigo, que un viaye en mi compañía sólo conseguiría disgustarlo». «Cuando uno viaja, debe estar absolutamente solo», escribió Chéjov a su hermana el 13 de junio, poniendo fin a sus quejas sobre un trío de compañeros de viaje —un médico militar y dos tenientes— a los que había recogido por el camino y de los que ahora deseaba desembarazarse. Había empezado a quejarse del trío en una carta anterior a Masha (7 de junio): «Lo que más me gusta del viaje es el silencio, y mis compañeros no paran de hablar y de cantar, y su único tema de conversación son las mujeres». Finalmente consiguió librarse de los oficiales tomando un camarote de primera clase en el vapor del río Amur, donde los otros tres tenían reservados compartimentos de segunda.

El hecho de que los recogiera es compatible con la contradictoria actitud que observó a lo largo de su vida con respecto a la soledad. (Lo cierto es que en el barco buscó la compañía de los oficiales y tomó té con ellos). A veces le gustaba el silencio y a veces no. Se quejaba de tener que escribir en una habitación en la que alguien aporreaba el piano, un niño lloraba y una tercera persona le pedía consejo sobre algún asunto médico, pero cuando la casa estaba en silencio le pedía a su hermano que tocara el piano. Se quejaba del número de huéspedes de Mélijovo, pero también decía que no podía vivir sin ellos. («Cuando estoy solo, por alguna razón me siento aterrorizado, como si estuviera solo en un frágil botecillo en medio del océano», escribió a Suvorin en junio de 1889). Al final de su vida, cuando se sentía inmovilizado en Yalta, igual que se había sentido a la cabecera del agonizante Nikolái, se quejaba de la multitud de visitas que recibía, y también de la sensación de aislamiento. Era un hombre inquieto, quizá porque sabía demasiado bien lo que significaba la quietud. «La vida sólo se concede una vez, y hay que vivirla con valentía, con plena conciencia, disfrutando de su belleza», dice el narrador tísico de El relato de un desconocido (1893). Chéjov sólo vivió cuarenta y cuatro años, y durante el último tercio de su vida fue plenamente consciente de la probabilidad de una muerte prematura. Los que no vivimos bajo una sentencia de muerte tan explícita no podemos saber lo que eso significa. Las obras maestras de Chéjov nos lo cuentan siempre de manera indirecta.