Nueve
En la decisión de Chéjov de escribir un libro de no ficción sobre su viaje a Sajalín, en lugar de permitir que el viaje se fuera transformando en literatura en su cuarto oscuro interior, pudo influir el hecho de que ya había escrito una obra maestra de ficción sobre un viaje. Se trata de la novela corta La estepa (1888), el primer relato de Chéjov que apareció en una revista literaria (no en un periódico) y la obra que lo catapultó a las filas de los grandes escritores rusos. El relato se ocupa de un viaje estival a través de la estepa emprendido por un niño de nueve años llamado Yegorushka, al que acompañan su tío comerciante, Iván Ivánich Kuzmichov, y un viejo sacerdote, el padre Jristofor Sirevski, que llevan un convoy de carros cargados de lana a una ciudad distante, donde la lana será vendida y el chico ingresará en la escuela. Por el camino, buscan a un misterioso y poderoso empresario de la estepa llamado Varlámov, del que depende oscuramente la venta de la lana. «Describo la llanura, sus vistas de color lila, los criadores de ovejas, los judíos, los sacerdotes, las tormentas nocturnas, las posadas, las caravanas de carros, las aves de la estepa y demás», escribió Chéjov a Grigoróvich el 12 de enero de 1888, mientras componía el relato. Pero se mostraba inquieto:
… Me está saliendo algo bastante extraño y excesivamente original. Como no estoy acostumbrado a escribir obras largas y me acucia el temor, como de costumbre, de extenderme demasiado, he caído en el extremo opuesto. Cada página se compacta, se condensa, y las impresiones se acumulan, amontonándose y superponiéndose. Las escenas cortas […] se suceden unas a otras; conforman una cadena ininterrumpida y, en consecuencia, se hacen fatigosas; en lugar de una escena resulta una lista seca y detallada de impresiones, muy semejante a un esbozo; en lugar de una descripción de la estepa artísticamente integrada, ofrezco al lector una enciclopedia de la estepa.
Parece como si Chéjov no pudiera asimilar su propia originalidad. Es como un lector refractario de una obra vanguardista. La condensación que le preocupa es, naturalmente, la marca de su obra madura. La escritura que «se parece mucho a un esbozo» es precisamente aquella que exige «la atención dedicada a la poesía». Es una prosa tan reducida —e intensa— como la poesía.
En las primeras páginas de La estepa (subtitulada Historia de un viaje), Chéjov establece un contraste crucial —que planeará sobre todo el relato— entre el mercader y el sacerdote. Kuzmichov es como los hombres de negocios que pueden verse hoy día en aviones y trenes, trabajando en sus ordenadores portátiles y hablando por sus teléfonos móviles. Es ajeno a lo que le rodea. Sólo quiere llegar a su lugar de destino. «Fanáticamente dedicado a su trabajo, Kuzmichov pensaba siempre en sus negocios, hasta durmiendo e incluso en la iglesia, cuando cantaban “Como un querubín”; también ahora —los hombres están durmiendo la siesta— probablemente soñaba con balas de lana, con carros, con precios y con Varlámov». El padre Jristofor, en cambio:
No había conocido un asunto en toda su vida que pudiera enroscarse en su alma como una boa constrictor y quitarle el sosiego. En las numerosas empresas que había emprendido a lo largo de su vida, lo que le había atraído no era el negocio en sí mismo, sino el ajetreo y el trato con otras personas que éste requería. De ahí que tampoco en esa expedición estuviera muy interesado en la lana, en Varlámov o en los precios, sino en el largo viaje, en las conversaciones, en las horas de sueño bajo el coche y en las comidas a destiempo […]. Debía de estar soñando [… ] con un montón de cosas con las que Kuzmichov nunca podría soñar.
¿Cómo se debe vivir? ¿Como Kuzmichov o como el padre Jristofor? El relato se ocupa de esas dos posibilidades. Kuzmichov se desespera por encontrar a Varlámov, que siempre acaba de marcharse del lugar al que llegan los viajeros. Lo busca de la misma manera que nosotros buscamos en sueños a alguien al que nunca encontraremos. El padre Jristofor guarda la serenidad: «Un hombre no es una aguja, lo encontraremos». Mientras Kuzmichov lo mira «casi con odio», el sacerdote se vuelve hacia oriente y durante un cuarto de hora Kuzmichov debe esperar a que acabe de recitar los salmos de ese día. La búsqueda de Varlámov se abre camino entre las páginas de La estepa con una similar falta de urgencia, como si Chéjov no quisiera permitir que un recurso convencional envolviera su narración. Pero, cuando por fin aparece Varlámov —un hombre mayor de baja estatura, con ropas grises, montado en un caballo pequeño, que se enfada con un subordinado que no ha seguido sus órdenes— es una figura de electrizante autoridad. «Gracias a personas así el mundo se mantiene en pie», dice de él un campesino. La cara de Varlámov expresa
la misma sequedad, el mismo fanatismo por los negocios que la de Iván Ivánich. Pero, ¡qué diferencia se advertía entre ambos! Además de su eterna reserva de negociante, el rostro de su tío Iván Ivánich reflejaba siempre la preocupación y el temor de no encontrar a Varlámov, de llegar tarde, de perder una operación ventajosa; en el rostro y la figura de Varlámov no se apreciaba ninguna de esas inquietudes, características de personas pequeñas y dependientes. Ese hombre imponía los precios, no buscaba a nadie y de nadie dependía; a pesar de la insignificancia de su aspecto, se percibía en toda su figura, incluso en su manera de sostener la fusta, una sensación de poderío y de autoridad sobre la estepa.
Nótese el empleo de la palabra «tío». Es Yegorushka quien observa a Varlámov y Chéjov registra sus pensamientos. La conciencia del muchacho —que todavía no es un Kuzmichov ni un padre Jristofor, sino que se caracteriza tanto por la preocupación histérica del primero como por la capacidad de disfrutar del segundo— es la lente mediante la cual son vistos la mayoría de los sucesos de La estepa. (Chéjov reserva algunas partes del texto a un narrador omnisciente). Puede parecer que Chéjov ha excedido los límites de la verosimilitud al conceder a un niño de nueve años semejante astucia y complejidad de pensamiento. Pero, al releer el pasaje, nos damos cuenta de que Chéjov no ha dado un paso en falso. Aunque un niño de nueve años no podría escribir ese pasaje o hablar con esas palabras, sí podría pensar de ese modo. Chéjov intercepta su pensamiento —como intercepta el de Riabóvich en El beso—, pero no lo violenta cuando lo transforma en prosa. Su aguda sensibilidad para diferenciar entre pensamiento expresado y no expresado le guía en su arriesgada proeza. Otros dos monólogos interiores de Yegorushka revelan más cosas sobre la poética de Chéjov. El primero tiene lugar al comienzo del relato, cuando el coche que transporta al muchacho, al mercader y al sacerdote sale de la aldea y pasa junto a un cementerio en cuyo interior, entre blancas cruces y lápidas, crecen algunos cerezos.
Yegorushka recordó que cuando los cerezos florecían, esas manchas blancas se entreveraban con las flores formando un mar blanco; y que, cuando la fruta maduraba, las cruces y lápidas blancas aparecían manchadas de motas rojas como manchas de sangre. En el cementerio, bajo los cerezos, el padre y la abuela de Yegorushka, Zinaída Danílovna, dormían día y noche. Cuando su abuela murió, la metieron en un ataúd largo y estrecho y le pusieron dos monedas de cinco kopeks en los ojos, que se negaban a cerrarse. En vida había sido una mujer muy activa y solía traer del mercado panecillos espolvoreados con semillas de amapola. Ahora no hacía más que dormir y dormir…
Aquí —debido quizá a que acaba de presentarnos a Yegorushka— Chéjov señala la ingenuidad del monologante. Más adelante no sentirá la necesidad de recordarnos con tanta insistencia que se trata de un niño. Pero de nuevo realiza el tour de forcé de dotarle de pensamientos que exceden sus capacidades expresivas, aunque nunca se sale del repertorio de lo que un niño puede imaginar y sentir.
El segundo ejemplo es uno de los pasajes más extraños de la literatura. Chéjov bien pudiera estar pensando en él cuando se preocupaba de la «excesiva originalidad» de La estepa. El viaje tiene lugar durante una época de extremado calor y sequía. Los viajeros se han detenido para comer y descansar, y mientras los hombres duermen la siesta, el sofocado y aburrido muchacho trata de entretenerse. De pronto, en la distancia, una mujer entona una canción «apagada, monótona, melancólica, apenas audible, semejante a un lamento».
Yegorushka miraba a su alrededor, incapaz de determinar de dónde procedía la canción. Aguzó el oído y le pareció que era la hierba la que cantaba; marchita y medio muerta, entonaba una canción sin palabras, lastimera y apasionada, en la que aseveraba que era inocente, que el sol la estaba abrasando sin que hubiera cometido ningún pecado; aseguraba que ansiaba ardientemente vivir, que era joven y hasta sería hermosa de no ser por el calor y la sequía; era inocente, imploraba clemencia y aseveraba sentir dolor, tristeza y pena de sí misma.
Hay aquí una especie de doble antropomorfismo. Mientras el escritor atribuye palabras al muchacho que éste no podría pronunciar, el chico atribuye pensamientos a la hierba que ésta no podría «concebir». Al expresar la doliente empatía del muchacho con la hierba, es como si Chéjov estuviera imitando su propio acto de imaginación simpática. Se perciben en ese pasaje ecos de otro texto «excesivamente original», el Libro de Isaías, con sus imágenes de paisajes cruelmente calcinados por Dios para enseñar a su terco pueblo a no contrariarlo y su equiparación de la vida del hombre a la de la hierba. No sabemos si Chéjov estaba evocando intencionadamente (o incluso inconscientemente) el Libro de Isaías, pero cuando el grupo de Kuzmichov se encuentra con un viejo pastor con los pies desnudos, un taparrabos y un cayado —«una figura digna del Antiguo Testamento»— o se detiene en una posada regentada por un obsequioso judío llamado Moiséi (Moisés) o se encuentra con una fuente que mana de la piedra, no podemos dejar de pensar que el viaje es una especie de Éxodo moderno. La tormenta, que constituye el verdadero clímax de la obra, recuerda los recursos mágicos más ostentosos de la deidad del Antiguo Testamento. Empieza con una esporádica exhibición de poder —«alguien pareció prender una cerilla en el cielo; una raya pálida y fosforescente brilló y se apagó»— y alcanza impresionantes extremos de violencia. El muchacho, subido en uno de los carros cargados de balas de lana, está expuesto al desbocado viento de la tormenta, a la lluvia, a los relámpagos y a los truenos, y acaba resfriado y con fiebre; se recupera después de que el sacerdote le frote (lo unja) con aceite y vinagre.
El muchacho es un personaje bastante anodino, una especie de niño genérico, que expresa la pasividad y la tristeza de la infancia y registra diversas impresiones de modo semejante a como lo hace una cámara. (La melancolía de la fotografía ha sido destacada por algunos de sus practicantes). Cuando se encuentra en la posada del obsequioso Moiséi, advierte la fealdad y la lobreguez del local y «el repugnante olor a queroseno y a manzanas ácidas» que lo impregna. Como el niño en la sofocante casa armenia de Las bellas (que Chéjov escribió ese mismo año, algo más tarde), Yegorushka tiene un inesperado contacto con la belleza en la horrible posada. Está tumbado medio dormido en un sofá cuando una aristócrata joven y bonita, que va vestida de negro y desprende «un glorioso aroma», aparece y lo besa en las mejillas. Es la condesa Dranitski, una rica hacendada local de origen polaco, sobre cuyos bailes semestrales (en los que se prepara té en samovares de plata y se sirven fresas y frambuesas en pleno invierno) el muchacho ya ha oído hablar en casa, y sobre la cual concibe ahora agradables fantasías. Ella también está buscando a Varlámov (ni el chico ni nosotros sabemos por qué). Cuando el muchacho la ve por vez primera, le viene a la memoria, «por alguna razón», la imagen de un esbelto álamo solitario que ha contemplado en medio de la estepa. La razón es evidente. También la condesa se alza solitaria en el relato: es la única aristócrata, el único emblema de esa cultura y refinamiento que la madre quiere para su hijo y que han motivado su partida. El muchacho también ha oído hablar del espléndido reloj que hay en el salón de la condesa: un jinete de oro sobre un caballo encabritado de idéntico metal, con ojos de diamantes, blande su espada a derecha e izquierda cuando el reloj da la hora. Varlámov cabalga en un caballo pequeño que no se encabrita y blande una fusta. Es el nuevo hombre que lo debe todo a su esfuerzo, al cual volveremos a encontrar en otros escritos de Chéjov, especialmente en el Lopajin de El jardín de los cerezos. Ninguno de los dos es poco comprensivo; Chéjov no se hacía ilusiones sobre los tiempos de los caballos de oro encabritados y los jinetes con espaldas fulminantes. Otro personaje típico es Dímov, uno de los conductores de los carros de lana, un joven aborrecible y pendenciero, bajo cuyas provocaciones la pasividad de Yegorushka deja paso a la furia y el odio. Dímov es una versión relativamente suave del hombre irremisiblemente violento que volvemos a encontrar en obras posteriores —Solini en Tres hermanas y Matvéi Sáwich en Campesinas son los dos ejemplos más terribles— y por el que Chéjov conservaba el odio puro de un niño. Un personaje que no tiene sucesores —y que es una especie de fogonazo de inspiración irrepetible— es un carretero llamado Vasia, que ha resultado horriblemente mutilado cuando trabajaba en una fábrica de cerillas —su mejilla se ha corroído— pero que tiene un poder notable y maravilloso:
Su vista era extraordinariamente aguda y tan penetrante que la pardusca estepa siempre estaba llena de vida e interés para él. Le bastaba con mirar a lo lejos para ver un zorro, una liebre, una avutarda o algún otro animal que evita la cercanía de los hombres. No es difícil contemplar una liebre corriendo o una avutarda volando: cualquier persona que atraviese la estepa puede verlos; pero no está al alcance de todos admirar animales salvajes en su vida diaria, cuando no corren ni se esconden ni miran a su alrededor con alarma. Vasia veía zorros jugando, liebres lavándose con las patas, avutardas arreglándose las alas con el pico y alisando el hueco de sus nidos. Gracias a la agudeza de su visión, Vasia poseía un mundo propio, inaccesible a los demás, y probablemente muy hermoso; era imposible no sentir envidia de él cuando veía algo y se quedaba extasiado.
«Hay muchos pasajes que ni los críticos ni los lectores entenderán; les parecerán insignificante a unos y otros, indignos de atención, pero preveo con placer que dos o tres epicúreos literarios los comprenderán y valorarán, y eso es suficiente para mí», escribió Chéjov a Y. P. Polonski en enero de 1888, en otra de las cartas defensivas que se sintió obligado a escribir a sus amigos mientras trabajaba en el proyecto más ambicioso que había emprendido hasta entonces. En un ensayo titulado «Chekhov’s “Steppe”: A Metapoetic Journey» [La estepa de Chéjov: un viaje metapoético] (1987), un epicúreo literario llamado Michael Finke satisface las expectativas de Chéjov de ser comprendido con una perspicacia digna de Vasia. Ve lo que ningún crítico anterior ha visto —motivos y alusiones escondidos en «pasajes» en apariencia insignificantes (como el suelo de una tienda marcado con símbolos cabalísticos o dos cuadros peculiares en la pared de la sala de la posada de Moiséi)— y su ensayo cambia para siempre nuestra comprensión del relato, considerado un esfuerzo inspirado pero informe, escrito antes de que Chéjov alcanzara el pleno dominio de su poderío artístico. La crítica convencional de La estepa ha tomado la autocrítica de Chéjov al pie de la letra (lo que casi siempre es un error) y ha perdido el dibujo de la alfombra que la lectura de Finke pone al descubierto. El relato, según se muestra bajo la potente lente de Finke, se revela como una obra de imponente unidad artística. Detalles que parecen azarosos e incoherentes enczyan como elementos de un intrincado dibujo, tan inteligentemente escondido que apenas sorprende que nadie haya reparado en él en cien años. «Para que un relato parezca original —escribe Finke—, su orden debe estar disfrazado de algún modo, ser conocido sólo en retrospectiva, y las leyes de necesidad que gobiernan la función del detalle deben estar enmascaradas». La estepa —como sugiere Finke— es «una especie de diccionario de la poética de Chéjov», una suerte de muestrario de las armas literarias ocultas que Chéjov desplegaría en sus obras posteriores.
En el relato corto En el carro, escrito diez años más tarde, vemos cómo la condensación que le hacía sentirse tan inquieto en 1888, es ahora su modus operandi. Es otro relato emblemático de un viaje, aunque en este caso sólo se trata del trayecto de vuelta de una maestra solterona, María Vasílievna, que regresa de la ciudad después de cobrar su salario mensual. La maestra es uno de esos esclavos patéticos que (como Chéjov tuvo ocasión de comprobar en Mélijovo) enseñaban en las escuelas rurales rusas del siglo XIX. La vida de un profesor de escuela
es una vida difícil, carente de interés; para soportarla mucho tiempo había que ser una paciente bestia de carga, como María Vasílievna; las personas dinámicas, nerviosas y sensibles, que hablaban de vocación y de servicio a una idea, pronto se cansaban y se daban por vencidas.
La maestra viaja en un carro conducido por un viejo cochero llamado Semión. Estamos en el mes de abril, en la tierra aún hay trazas de un invierno «oscuro, largo y rencoroso», pero con deliciosas señales primaverales en el aire, a las cuales, sin embargo, María Vasílievna se muestra insensible. Ha emprendido ese viaje mensual durante trece años y le daba lo mismo que fuera «una jornada de primavera, como ahora, o una tarde de otoño con lluvia o un día de invierno». Como Kuzmichov piensa obsesivamente en la lana, en los precios y en Varlámov, María piensa obsesivamente en los exámenes para los que debe preparar a sus alumnos, en la brutalidad del vigilante de la escuela, en la indiferencia de los funcionarios del zemstvo, en la dificultad de obtener leña para el aula. Chéjov hace un alto para decirnos que María Vasílievna quedó huérfana a los diez años, y casi no puede recordar nada de su vida anterior, pasada en un amplio apartamento de Moscú, cerca de Krasnie Vorota, la Puerta Roja. Luego nos deja una imagen inolvidable: la única reliquia que María conserva de su infancia es una fotografía de su madre, pero se ha deteriorado tanto que sólo se distinguen el pelo y las cejas. Sentimos que hemos visto tales fotografías, pero nunca antes habíamos pensado en ellas como metáforas del desvanecimiento de la memoria.
La maestra y el cochero avanzan por un terreno cada vez más enfangado y de pronto se encuentran con un propietario rural llamado Jánov, que conduce un carruaje tirado por cuatro caballos. María Vasílievna lo conoce, y nosotros también: es nuestro viejo amigo, el hombre bueno que no puede hacer el bien, primo de Ivánov, Laievski, Ástrov y Vershinin. En esta versión es un «hombre de unos cuarenta años, con el rostro ajado y una expresión lánguida, había empezado a envejecer de forma palpable, pero aún era atractivo y gustaba a las mujeres. Vivía solo en su gran propiedad, no servía en ningún departamento y, según se comentaba, pasaba el tiempo en completa ociosidad, sin hacer otra cosa que pasearse de un rincón a otro silbando o jugar al ajedrez con su viejo lacayo. También se decía que bebía mucho».
Tras saludar a Jánov, la maestra vuelve a sus obsesiones. Pero en su cabeza sigue flotando la idea de que Jánov es atractivo. Cuando la carretera se vuelve tan embarrada que Semión y Jánov tienen que bajar y tirar de los caballos, ella mira a este último y piensa: «En sus andares había un matiz apenas apreciable que revelaba a un hombre amargado, débil, próximo a la decadencia». Percibe un fuerte tufo a alcohol y siente «compasión por ese hombre, que se apagaba sin saber por qué […] y se le ocurrió pensar que si hubiera sido su mujer o su hermana habría dado toda su vida para salvarlo de la destrucción». Continúa con su fantasía, pero pronto la desecha:
La simple idea de que pudieran intimar y tratarse como iguales, por alguna razón parecía imposible y absurda. En realidad toda la organización de la vida y las relaciones humanas se habían vuelto hasta tal punto incomprensibles que sólo de pensarlo se sentía angustia y se encogía el corazón. «No hay manera de entender —pensaba— por qué Dios concede belleza, afabilidad, tristes y dulces ojos a personas débiles, desdichadas e inútiles, y por qué son tan atractivas».
Jánov desaparece y las obsesiones de antes vuelven a apoderarse de la cabeza de María. Su vida desolada, anota Chéjov, «la había avejentado, sus rasgos se habían vuelto más duros y toscos, y ella se había convertido en una mujer huraña y torpe, como revestida de plomo […]. Nadie la apreciaba y su vida discurría sumida en el aburrimiento, sin caricias, sin amistosa comprensión, sin relaciones interesantes». El viaje mismo es tan enojoso como la vida:
Semión trataba de seguir el camino más seco y más corto, y tan pronto tomaba por los prados como por los jardines traseros de las casas; pero unas veces los mujiks le impedían el paso, otras tropezaban con las tierras del pope y no podían pasar, y otras aún iban a parar a un terreno que Iván Iónich acababa de comprar al propietario del lugar y había rodeado de un foso. Cada dos por tres se veían obligados a retroceder.
Más tarde se detienen en una tosca taberna; en el exterior se alzan varios carros cargados con grandes botellas de ácido sulfúrico; el suelo está cubierto de nieve y estiércol. Los campesinos beben sin mostrar el menor respeto por la maestra. Ella es prácticamente una de ellos. En el tramo final, los viajeros tienen que cruzar un río. Semión elige atravesar las aguas en lugar de ir por el puente, que se encuentra unas millas más allá. Cuando entran en el río, el caballo se sumerge hasta el abdomen, mientras la falda y una manga de María se mojan, como también el azúcar y la harina que ha comprado en la ciudad. En la otra orilla, en un paso a nivel, encuentran la barrera bajada. La maestra se apea del carro y espera de pie, tiritando. Queda menos de una página para el final del relato. Chéjov escribe:
[La aldea] ya se veía: la escuela de tejado verde, la iglesia, cuyas cruces resplandecían, reflejando la luz del sol poniente; también centelleaba la ventana de la estación, mientras la locomotora exhalaba un humo rosado… La maestra tuvo la impresión de que todo temblaba de frío.
El tren ya llegaba; los cristales estaban inundados de brillante luz, como las cruces de la iglesia, y hacían daño a la vista. En la plataforma de uno de los vagones de primera clase había una dama; María Vasílievna la vio fugazmente: ¡era su madre! ¡Cómo se le parecía! Su madre también tenía los cabellos vaporosos, la misma frente, idéntica inclinación de cabeza. Y por primera vez en esos trece años se representó con viveza y sorprendente nitidez a su madre, a su padre, a su hermano, el apartamento de Moscú, la pecera y todas las demás cosas, hasta el más menudo detalle; oyó de pronto las teclas del piano, la voz de su padre y se vio tal como era entonces, joven, hermosa y elegante, en medio de una habitación luminosa y caldeada, rodeada de los suyos; un sentimiento de alegría y felicidad se apoderó de pronto de ella; llena de emoción se apretó las sienes con las palmas de la mano y gritó con ternura, como si estuviera rezando:
—¡Mamá!
En ese momento Jánov se acerca en su carruaje al paso a nivel; «al verlo, se imaginó esa felicidad de la que nunca había disfrutado y, sonriendo, le hizo un gesto con la cabeza como si fuera una persona próxima y de igual condición, y tuvo la impresión de que en todas partes, en el cielo, en las ventanillas y en los árboles, resplandecían su felicidad y su triunfo. Sí, su padre y su madre no habían muerto, ella nunca había sido maestra; todo había sido un sueño largo, desagradable y extraño, pero ahora se había despertado…».
La visión se desvanece con tanta brusquedad como el sol se pone en invierno. María vuelve al carro, reanuda su viaje a la aldea y continúa con su deprimente vida. El largo, desagradable y extraño sueño continúa.
El año anterior Chéjov había escrito El tío Vania. (Aunque no es del todo seguro; se mostraba extremadamente reservado sobre la composición de esa obra, debido quizá a su relación con El espíritu del bosque, una pieza extraña y bastante pobre que escribió en 1889 y de la que renegaba, pero de la que deriva indudablemente El tío Vania). La breve fantasía de la maestra sobre el casamiento con el apuesto, deprimido y alcohólico Jánov es una especie de versión abreviada del profundo y desesperado amor de Sonia por el apuesto, deprimido y alcohólico Ástrov. Al final de la obra, una vez que el profesor, Yelena y Astrov han partido y Sonia y Vania retoman sus vidas como silenciosos y pacientes caballos de carga, también Sonia tiene una visión extática. Ya no aspira a alcanzar la felicidad en la tierra, pero se imagina una vida después de la muerte «brillante, agradable, hermosa. Nos regocijaremos y contemplaremos estos problemas con ternura, con una sonrisa, y descansaremos. Tengo fe, tío; tengo una fe ferviente y apasionada». No sabemos si María Vasílievna tiene fe, pero la iglesia, con sus cruces reverberando a la luz del sol poniente, es la piedra angular de su éxtasis. (Chéjov empleó esa imagen en otros relatos, como Tres años y Luces). Una lectura finkeana o jacksoniana de En el carro también prestaría atención al bautismo de María en el río y al pez del apartamento de Moscú. Como siempre, las alusiones de Chéjov a la religión no son concluyentes. Marcan momentos importantes, pero están escritas a lápiz. Como siempre, y a diferencia de Tolstói, Chéjov deja sin resolver la cuestión de qué significa todo eso. La plantea, pero después —como si recordara que es un hombre de ciencia y un racionalista— parece encogerse de hombros y salir de la habitación.