Seis
Al comienzo de El estudiante (1894), Chéjov ofrece una llamativa imagen auditiva: en un pantano «algo vivo zumbaba tristemente, como si soplara dentro de una botella vacía». En mi primera noche en el Hotel Yalta, tumbada en la cama, oí un sonido semejante procedente de la ventana, tan incansable como una sirena, pero, como Chéjov también había oído la llamada de esa criatura nocturna, me fui a dormir tranquila y feliz. La noche siguiente, cuando volví a oír ese ruido, comprendí que ninguna ave o rana podía emitir un sonido tan regular y mecánico. Lo que estaba oyendo procedía indudablemente de una pieza de maquinaria de las piscinas o de una de las dependencias exteriores. Una vez trocadas mis impresiones, encontré el sonido irritante y durante largo rato no conseguí conciliar el sueño. Los incidentes de mi segundo día con Sonia en Moscú —tan semejantes a la áspera persistencia del sonido— me vinieron a la memoria. Fue el día de lo que ella denominaba «la visita de la ciudad», una gira en coche por Moscú del tipo de los itinerarios que ofertan los autocares, con un comentario turístico de Sonia, cuyo carácter grabado no hizo el menor esfuerzo por disfrazar. Al cabo de una hora de lo que en Nueva York sería el equivalente de pasar por el Empire State Building, el World Trade Center, la catedral de San Patricio y la Universidad de Columbia, le dije que preferiría recibir una sensación quizá menos global, más íntima de la ciudad. Por ejemplo, ¿podíamos ver la tumba de Chéjov y alguna sinagoga, si es que en Moscú las había? Sonia suspiró y consintió en ir al cementerio de Novodiévichi, donde Chéjov está enterrado. Y confirmó que había dos sinagogas, aunque no era fácil llegar hasta ellas. En el cementerio la pequeña y modesta lápida de Chéjov tenía un aspecto de tipo Art Nouveau eslavo y contrastaba notablemente con los ornados sepulcros decimonónicos y los grandiosos monumentos soviéticos, muchos de ellos con enormes bustos de mármol del difunto.
En sus recuerdos de Chéjov, Maksim Gorki se duele de que el cuerpo de Chéjov llegara en un vagón refrigerado con la inscripción: «Ostras frescas». «Su enemigo era la vulgaridad —escribió Gorki—. Luchó con ella toda su vida. La ridiculizó, la describió con su pluma afilada y desapasionada […]. Y la vulgaridad se vengó de él con un truco vil, trayendo su cadáver —el cadáver de un poeta— en un vagón para “ostras”». Otros escritores han dicho que el incidente habría divertido a Chéjov, así como otro desaire fortuito a su cadáver: en la estación de ferrocarril de Moscú, un grupo de personas que se había congregado para escoltarlo hasta el cementerio siguió un ataúd equivocado, el del general Keller, al que acompañaba hasta el cementerio una banda militar. Pero es dudoso que todo eso hubiera divertido a Chéjov. No le divertía la idea de morir. En un cuaderno refiere que en una ocasión vio a través de una ventana cómo llevaban un cadáver al cementerio y mentalmente se dirige a él con estas palabras: «Estás muerto y te llevan al cementerio, mientras yo me apresto a desayunar». Los incidentes del vagón con el letrero «Ostras frescas» y el seguimiento del féretro equivocado eran precisamente la clase de incidentes sin consecuencias que no tenían interés para Chéjov (en sus relatos y obras de teatro Chéjov a veces crea una ilusión de falta de sentido como el de la vida, pero en realidad cada acción tiene su razón de ser), y de la misma manera carecen de significado para los estudiosos de su obra. Todo eso acabó la mañana del 3 de julio de 1904, y pasara lo que pasase después, nosotros tomamos nuestro desayuno.
La negativa inicial de Sonia a mi deseo de ver una sinagoga —como su respuesta a mi deseo de saltarme la Armería— se convirtió al cabo de un rato en reticente aquiescencia. Resultó que no era tan difícil llegar a una de las sinagogas de Moscú. Una vez que Vladímir aparcó el coche, a unas yardas de la sinagoga, un edificio decimonónico bastante sombrío, Sonia no se movió y dijo con determinación: «Yo me quedaré aquí». Cuando me aproximé a la sinagoga, un grupo de personas vino a mi encuentro. Las tomé por miembros de la congregación que habían salido para recibir a un visitante. Uno de los miembros del grupo, que supuse sería su jefe, se separó del resto y me miró expectante. Era pequeño, iba sin afeitar y llevaba un abrigo oscuro y astroso; cuando me habló no pude comprender lo que me estaba diciendo. Al cabo de unos momentos, se me hizo comprensible una palabra que utilizaba repetidamente. La palabra era dolían. Así pues, ni él ni su cohorte eran, después de todo, personajes de un misterio del rabino, sino pordioseros. Me vi rodeada de manos que se extendían hacia los billetes que estaba sacando de mi cartera. Cuando se me acabaron los dólares, saqué rublos, y las manos siguieron extendidas hasta que mi cartera quedó vacía. Me vino a la cabeza una imagen horrible: la de alguien dando de comer a las palomas. Entré en la sinagoga, un lugar poco acogedor (ya había visto en Estados Unidos esas sinagogas carentes de atractivo) en cuya entrada había anuncios colgados de las paredes, como en los edificios docentes. No había nadie; a través de una puerta distante vislumbré una habitación donde un hombre robusto, vestido con un traje negro y una camisa blanca, estaba comiendo. Empecé a subir una escalera, pero a medio camino me arrepentí y volví a bajar. Fuera, en las gradas, los pordioseros se habían apiñado en torno a unos fardos oscuros, de los que extraían prendas de ropa. No me prestaron atención. De vuelta en el coche, vi cómo Sonia reprimía una mirada de triunfo.
Mi visita a Moscú coincidió con la celebración del Día de la Victoria, el quincuagésimo cuarto aniversario de la victoria aliada sobre los nazis. Rusia, que perdió ventisiete millones de personas en la Segunda Guerra Mundial, estaba mucho más interesada en ese evento que en el intento de destituir al presidente Yeltsin, del que se ocupaba afanosamente la prensa occidental. En la Plaza Roja se desarrollaba una parada militar seguida por una celebración vespertina; miles de personas llenaban la plaza, como si fueran de camino a un concierto de rock; había barricadas policiales y una hilera de servicios portátiles. Me uní a la muchedumbre, que avanzaba por una estrecha arcada que conducía a una calle aún más estrecha, pero, cuando alcancé una calle perpendicular que se alejaba de la plaza, cambié de rumbo, cediendo al miedo que me causaba el recuerdo del terrible desastre (mencionado en varias biografías de Chéjov) ocurrido en el campo Jodinka de Moscú, en la primavera de 1896, cuando casi dos mil personas fueron aplastadas hasta morir durante una distribución de regalos que festejaba la coronación de Nicolás II.
Unas horas antes, mientras almorzaba tarde en el comedor casi vacío del Hotel Metropole —una amplia sala con un techo repleto de elaboradas pinturas, columnas de mármol con capiteles dorados, suntuosas arañas, macetas con palmeras y una fuente central en la que se alzaban un amorcillo y un ganso—, me fijé en un anciano delgado con la chaqueta oscura repleta de medallas, sentado a una mesa próxima a la fuente. Había terminado de comer y estaba fumando. No llevaba uniforme; bajo la chaqueta vestía chaleco, camisa y corbata. Su rostro inteligente mostraba una expresión cansada y vigilante. No creo haber visto un hombre de apariencia más distinguida en toda mi vida. Sobre la mesa había un ramo de flores, aún en su envoltorio de plástico, semejante a los ramos que los seguidores llevan al escenario en los recitales. En una larga mesa próxima a la pared opuesta un grupo de diez o doce hombres y mujeres estaban llegando al final de una cena de celebración. De vez en vez se levantaban y pronunciaban un brindis: «Na zdorovie! Na zdorovie!». Algunos de los hombres llevaban uniforme y unos cuantos lucían medallas. Me pregunté por qué el hombre del rostro inteligente estaba sentado solo. ¿Se había separado de los demás de manera deliberada, como Kutúzov de los ilusos estrategas militares la víspera de la batalla de Borodinó? ¿O se debía a una mera coincidencia que él y ellos se encontraran en el mismo comedor? En una plataforma elevada un pianista, parecido a Philip Larkin, tocaba melodías de musicales norteamericanos. El hombre inteligente fumaba con aire relajado y contemplativo. Un hombre alto y corpulento apareció junto a su mesa e hizo una reverencia sobre su mano, casi besándola; entonces los dos hombres se abrazaron. En la mesa de los doce los brindis habían terminado y empezaban a oírse canciones de borrachos. Philip Larkin dejó de tocar y se unió al hombre inteligente.
Cuando fui a abonar mi factura en recepción, delante de mí había un hombre alto, de unos sesenta años, vestido con ropa cara, con una cabeza grande y hermosa, que estaba muy nervioso. Al otro lado del mostrador, dos mujeres jóvenes buscaban con inquietud su pasaporte. «Es un pasaporte diplomático con una cubierta azul», dijo con exasperación. Hablaba inglés con acento británico. «¿Lo entienden? Un pasaporte diplomático. Cubierta azul». Una de las jóvenes seguía revolviendo con desesperación una pila de pasaportes (los hoteles rusos siguen observando una práctica que la mayoría de los países europeos han abandonado: retener durante un día o dos los pasaportes de los inquilinos para la inspección de la policía), mientras la otra repasaba el registro línea a línea. «¿Han extraviado su pasaporte?», pregunté. «Sí», respondió con irritación. Las jóvenes continuaron su búsqueda. El ambiente era extremadamente tenso. De pronto, una mujer mayor, alta y amable, que llevaba un elegante impermeable y un pañuelo de seda con el nombre del diseñador, se acercó al hombre, se informó de lo que pasaba y dijo en inglés, con un ligero acento alemán y un gran aire de autoridad: «Vete arriba, Henry, y mira en tu maleta». Henry obedeció y desapareció en un ascensor. La mujer —una baronesa, según me pareció— esperó a Henry a un lado del mostrador, mientras yo abonaba mi cuenta; cuando mi tarjeta de crédito no fue aceptada y tuve que sacar otra, me dirigió un amable comentario. El olor de su perfume caro llegaba hasta mí. Henry reapareció. Sí, había encontrado el pasaporte. Estaba aturdido, pero no se disculpó ante las recepcionistas, a las que había atemorizado. Sin duda, era un hombre de mal carácter. ¿Qué habría hecho Chéjov con él? Probablemente picadillo. Suele reproducirse un retrato de Chéjov realizado por un artista llamado Joseph Braz, que se distingue por su absoluta falta de semejanza con el original. (Chéjov dijo que en él parecía que estuviera oliendo un rábano). Asimismo, hay una concepción incorrecta de Chéjov como un escritor que no condena a nadie y «perdona» todos los pecados de sus personajes. En realidad, Chéjov era totalmente implacable con todos sus personajes crueles o violentos: el sádico Nikita de El pabellón número seis, la infanticida Aksinia de En el barranco, el hipócrita y malvado Matvéi de Campesinas. También tenía manía a cierta clase de mujeres a las que consideraba egoístas y rapaces —Olga en La cigarra, Ariadna en el relato del mismo nombre, Natasha en Tres hermanas— y a cierta clase de hombres despiadados: Iónich en el relato del mismo nombre, el padre de Mi vida, el profesor de El tío Vania. (Henry probablemente habría encontrado un lugar entre los estúpidos y pretenciosos personajes que aparecen en los primeros relatos satíricos y que tienden a desaparecer en las obras maduras). Pero los personajes imperfectos por los que Chéjov es mejor conocido —y que han fomentado la idea de su infinita tolerancia— son los Laievski y los Gúrov, los Anániev y los Vania, los Vershinin y los Ivánov, para los que Chéjov a veces, no siempre, disponía una transformación redentora.
La actitud de Chéjov frente a esos tipos buenos/malos —una singular combinación de crítica y ternura— deriva, como hay razones para pensar, de su relación con sus dos hermanos mayores. Dos largas cartas en las que reprende a Nikolái y Aleksandr respectivamente nos permiten ahondar en esa relación.
En la carta a Nikolái (marzo de 1886), Chéjov escribe:
… A menudo te has quejado de que la gente «no te comprende». Goethe y Newton no expresaron quejas de esa índole. Sólo Cristo lo hizo, pero Él estaba hablando de su doctrina, no de sí mismo. La gente te comprende perfectamente. Ysi tú no te comprendes a ti mismo, no es culpa suya.
Te aseguro como hermano y amigo que te comprendo y te compadezco con todo mi corazón. Conozco tus buenas cualidades como los dedos de la mano; las valoro y las respeto profundamente […]. Tu amabilidad raya en la ternura, en la magnanimidad, en el desinterés; estás dispuesto a compartir hasta el último céntimo; no sientes envidia ni odio; eres candoroso, sientes compasión por los hombres y las bestias; eres confiado, ajeno a todo tipo de rencor y cálculo, y no recuerdas el mal. Posees un don del cielo del que carece el común de los mortales: tienes talento. Ese talento te sitúa por encima de millones de hombres, pues en el mundo sólo uno de cada dos millones es un artista. Tu talento te hace destacar: aunque fueras un sapo o una tarántula la gente te respetaría, pues el talento hace que todas las cosas se perdonen.
Sólo tienes un defecto, al que se deben la falsedad de tu posición, tu infelicidad y tu catarro intestinal: tu absoluta falta de cultura. Te ruego que me perdones, pero ventas magis amicitia. Como ves, la vida tiene sus condiciones. Para sentirse cómodo entre personas educadas, para sentirse a gusto y feliz con ellas, uno debe tener cierto grado de cultura […].
En mi opinión, el hombre culto debe satisfacer las siguientes condiciones:
1. Respetar la personalidad humana y, en consecuencia, ser siempre amable, gentil, educado, y estar dispuesto a ceder ante los otros. No armar un escándalo por un martillo o una pieza de caucho extraviada […]. Perdonar el ruido, la carne fría y seca, las ocurrencias y la presencia de extraños en su hogar.
2. No sentir compasión sólo por los mendigos y por los gatos. El corazón se duele por lo que el ojo no ve […].
3. Respetar la propiedad de los otros y, en consecuencia, pagar las deudas.
4. Ser sincero y temer la mentira como el fuego. No mentir ni siquiera en asuntos de poca monta. Mentir a un oyente es insultarlo y situarlo en una posición inferior a ojos del hablante. No presumir, comportarse en la calle como en casa, no alardear ante camaradas más humildes. No entregarse a chismorreos, imponiendo a los demás confidencias gratuitas. Por respeto a los oídos ajenos hablar menos y callar más.
5. No menospreciarse para despertar compasión. No tocar las fibras de los corazones ajenos para que éstos sientan pena y se preocupen. No decir «nadie me comprende» o «me he convertido en una persona de segunda fila», tratando de conseguir un efecto fácil; todo eso es vulgar, rancio, falso […].
6. No mostrarse vanidoso. No preocuparse de tales fruslerías como conocer celebridades […]. En caso de obtener una pequeña ganancia, no pavonearse como si se hubiera obtenido un beneficio de un centenar de rublos y no fanfarronear de tener acceso a lugares en los que otros no son admitidos […]. El verdadero talento siempre se mantiene oculto entre la multitud, lo más lejos posible de la notoriedad […].
7. En caso de tener talento, respetarlo. Sacrificarlo todo por él, mujeres, vino, vanidad.
8. Desarrollar un sentimiento estético. Negarse a dormir vestido, a ver cómo las chinches se pasean por las grietas de las paredes, a respirar un aire viciado, a caminar por un suelo cubierto de escupitajos, a preparar la comida en una cocina de petróleo. Tratar, en la medida de lo posible, de dominar y ennoblecer el instinto sexual. No buscar en la mujer una compañera de cama […]. Buscar, especialmente si uno es artista, frescura, elegancia, humanidad, la capacidad de la maternidad […]
Y así sucesivamente. Tal es la gente educada. Para ser un hombre culto y no estar por debajo del nivel de las personas que nos rodean no basta con haber leído El club Pickwick y aprenderse un monólogo de Fausto.
Se necesita trabajar de manera constante, día y noche, una lectura continuada, estudio, voluntad […]. Debes desprenderte de tu vanidad, no eres un niño… pronto cumplirás treinta años. ¡Ya es hora!
Te espero […]. Todos te esperamos.
La carta a Aleksandr (2 de enero de 1889), menos elaborada, tiene un carácter inmediato e íntimo más inquietante (siguió a una visita que Chéjov realizó a San Petersburgo, donde vivía Aleksandr):
Estaba muy enfadado contigo […]. Me repugnaba el trato espantoso, totalmente improcedente, que das a Natalia Aleksándrovna [Natalia Golden, la segunda esposa de Aleksandr] y al cocinero. Te ruego que me perdones, pero tratar así a las mujeres, sea la que sea, es indigno de un hombre decente y cariñoso. ¿Qué poder celeste o terreno te da derecho a hacer de esas personas tus esclavas? Constantes blasfemias de la variedad más vil, voces, reproches, caprichos repentinos en el desayuno y en la cena, quejas constantes de tu vida de presidiario y de tu detestable trabajo. ¿No constituye todo ello una expresión de flagrante despotismo? Me da igual lo insignificante o culpable que una mujer pueda ser, como tampoco lo próxima que esté a ti: no tienes ningún derecho a sentarte sin pantalones en su presencia, a emborracharte en su presencia, a pronunciar palabras que ni siquiera los obreros de las fábricas emplean cuando hay mujeres cerca […]. Un hombre bien educado y realmente afectuoso no permite que una criada lo vea sin pantalones ni se atreve a gritar a voz en cuello: «¡Katka, tráeme la bacinilla…!».
Los niños son sagrados y puros. Hasta los ladrones y los cocodrilos los sitúan entre las filas de los ángeles […]. No puedes emplear impunemente un lenguaje grosero en su presencia, insultar a los criados o vociferarle a Natalia Aleksándrovna: «¡Vete al diablo! ¡Desaparece de aquí!». No debes convertirlos en juguetes de tu estado de ánimo, besarlos con ternura un momento y al siguiente patalear de forma frenética. Más vale no amar que hacerlo con un amor despótico […]. No deberías pronunciar los nombres de tus hijos en vano, y sin embargo te has acostumbrado a decir que cada kopek que das o quieres dar a alguien «es dinero que le quitas a los niños» […]. Realmente hay que tener muy poco respeto por los hijos o por su santidad para ser capaz de decir —cuando estás bien alimentado, bien vestido y te embriagas todos los días— que te gastas todo el salario en los niños. Basta.
Permíteme que te recuerde que el despotismo y la mentira arruinaron la juventud de tu madre. El despotismo y la mentira mutilaron de tal modo nuestra infancia que sólo de pensarlo siento miedo y asco. Recuerdo el horror y la indignación que sentíamos cuando a nuestro padre le daba una rabieta porque había mucha sal en la sopa y llamaba tonta a nuestra madre. Ya no hay modo de que nuestro padre se haga perdonar todo eso […]
Natalia Aleksándrovna, el cocinero y los niños son seres débiles e indefensos. No tienen derechos sobre ti, mientras que tú tienes derecho a expulsarlos en cualquier momento y a reírte de su debilidad si se te antoja. No les hagas sentir que tienes ese derecho.
Antón Chéjov era el hermano pequeño, pero aquí escribe con la serena superioridad de un primogénito. Ha adquirido la cultura de la que carece Nikolái; no se pasea por la casa en ropa interior ni pide a gritos la bacinilla. Las cartas nos recuerdan a alguien: a von Koren, en El duelo. Son como notas para los discursos que von Koren hará sobre la inutilidad de Laievski. Pero el mojigato von Koren no es el héroe de El duelo (como su predecesor, el mojigato doctor Lvov, no es el héroe de Ivánov). Al no ser el primogénito, Chéjov nunca se sintió cómodo en esa posición de superioridad y expresó su disgusto por esa parte crítica de sí mismo, cargando las tintas contra los personajes que la encarnaban: von Koren y Lvov tienen «razón», pero algo pasa con ellos; son personas secas. Chéjov, en sus relaciones con sus hermanos mayores, nos trae a la memoria al bíblico José. La «madurez innata» de Chéjov —como la de José— puede haberse desarrollado durante su separación forzosa de la familia. Y, como José, quien lloró cuando volvió a ver a sus hermanos, a pesar del incalificable comportamiento que habían tenido con él, el afecto de Chéjov por sus hermanos mayores era superior a su enojo; es evidente que nunca se desprendió del todo de la imagen idealizada que, como hermano pequeño, tenía de ellos. A esa dinámica familiar se debe esa figura débil y adorable que recorre toda la obra de Chéjov y que es una de sus marcas distintivas. Vladímir Nabokov vio resumida en esa figura los valores que se perdieron cuando Rusia se convirtió en un Estado totalitario. Según la visión de Nabokov (explicitada en sus conferencias en Wellesley y Cornell en las décadas de 1940 y 1950, y recopilada en Curso de literatura rusa), el héroe chejoviano —«una criatura extraña y patética que es poco conocida en el extranjero y que no puede existir en la Rusia de los soviets»— «combina la más profunda decencia humana de que es capaz el ser humano con una incapacidad casi ridícula para poner en práctica sus ideas y principios […]. Sabe exactamente lo que es bueno y por qué cosas merece la pena vivir, pero al mismo tiempo se hunde cada vez más en el barro de una existencia monótona, es desdichado en el amor y se muestra completamente incompetente en todo: un hombre bueno que no puede hacer el bien». El emigrado Nabokov añade: «Bendito sea el país que puede producir esa clase particular de hombres […]. [El] simple hecho de que tales hombres hayan vivido y probablemente sigan viviendo de algún modo en algún lugar de la despiadada y sórdida Rusia actual es una promesa de que las coséis irán mejor para el mundo en general, pues quizá la más admirable de las admirables leyes de la naturaleza es la supervivencia del más débil».