Cinco


Tras regresar al hotel después del viaje a Gurzuv, fui convocada de nuevo a la oficina de Igor. Sin levantar la vista de unos papeles que había en su escritorio, dijo: «Han encontrado su maleta. La traerán del aeropuerto esta tarde». Tardé algún tiempo en comprender lo que había dicho y convencerme de que era verdad. Le di las gracias y salí. Había algo en las maneras de Igor que no me predisponía a preguntarle (y que incluso me hacía sentir oscuramente incómoda). Una falta de humor tan profunda como la de Igor es desconcertante. En realidad, la maleta apareció al cabo de unas horas. Alguien la había rayado, pero no se había llevado nada. Nunca sabré lo que pasó. La gracia, como es costumbre, había llegado con paso quedo y suave.

Fui a cenar a un restaurante que Nina me había recomendado, situado en el paseo marítimo del hotel. Para llegar hasta allí, hay que bajar bastantes metros en un ascensor construido en el acantilado en el que se alza el hotel. El ascensor desemboca en un largo túnel que conduce a la playa. El túnel es oscuro y húmedo, y al recorrerlo uno acelera el paso como en los sórdidos túneles de correspondencia del metro de Nueva York. No coincidí con nadie ni el ascensor ni en el túnel ni en el paseo marítimo: la mayoría de los bares, restaurantes, saunas y centros de masajes estaban cerrados. (Más tarde Igor me informó de que sólo había cincuenta clientes en el hotel; se esperaban más para la estación calurosa y polvorienta). La playa estaba casi desierta. Me crucé con un padre que jugaba en la oscura arena con un niño tembloroso. Era una escena llena de melancolía: no la dulce melancolía del crepúsculo en las playas de veraneo una vez que todo el mundo se ha marchado, sino la melancolía acre de las empresas fracasadas. El mar tenía una tonalidad gris y estaba en calma, como si también él hubiera perdido su voluntad de seducir.

Busqué el restaurante que Nina había mencionado —se llamaba El Crimeano— pensando que estaría cerrado, pero estaba abierto, aunque no había clientes. Tras mucho buscar, una amable camarera me entregó un destartalado menú en inglés, escrito a mano con una extraña ortografía, y al poco rato me sirvió una deliciosa cena compuesta de trucha, patatas y una ensalada de pepinillos y tomate. Siempre me ha conmovido la comida preparada con sencillez y cuidado, la idea de que un desconocido al que nunca veré se ocupe de mi cena, cocinándola a la perfección y disponiéndola magníficamente en el plato. Una sensación de amistad y generosidad se apodera de mí. Por el contrario, percibo rencor y desprecio en la pretenciosa y descuidada comida de los hoteles; hasta los platos elegantes y preparados con esmero de los buenos restaurantes suelen darme una impresión del egotismo de sus creadores: no lo están haciendo por mí, sino por el arte. Pocas veces a lo largo de mi vida he disfrutado de una comida digna del más alto nivel de la gastronomía, que estuviera imbuida de la impersonalidad del arte y de la que se desprendiera el mismo espíritu de amabilidad y desinterés que sentí en El Crimeano.

En Mi mujer (1892), Chéjov describe un almuerzo servido en casa de un hacendado anciano y benévolo llamado Braguin:

… primero un plato frío de cochinillo con salsa de rábanos, luego una sopa de col, tan grasienta como caliente, con carne de cerdo y alforfón cocido […] sirvieron una empanada; luego, lo recuerdo, con largos intervalos durante los cuales tomamos licores caseros, nos dieron pichones guisados, menudillos, cochinillo asado, perdices, coliflor, cuajada, requesón con leche, jalea y, por último, tortitas con mermelada.

El narrador, Pável Andreich Asorin, es otro de los desagradables héroes de Chéjov que misteriosamente se transforman en personas decentes. Su mujer, Natalia Gavrílovna, y él viven juntos —aunque sin vivir juntos— en su hacienda rural. Son como una moderna pareja separada que sigue ocupando obstinadamente un amplio apartamento de alquiler controlado. La propia relación tiene un sabor moderno, la cruda e hiriente ambivalencia del matrimonio en el teatro de Pinter y Albee. El relato se ocupa de un período de hambruna en el campo y de la batalla entre Natalia, que ha organizado con éxito un fondo de ayuda, y Asorin, un hombre adusto y desabrido que trata de supervisar el trabajo de su mujer y de echarlo abajo, porque no puede soportar la idea de su efectividad. La transformación de Asorin se produce cuando se despierta de una siesta después de un almuerzo pantagruélico: «Me siento como si hubiera despertado después de romper el ayuno de Pascua», le dice a su anfitrión, y mientras se dirige a su casa siente que: «Me he vuelto loco o me he convertido en otro hombre. Es como si el hombre que he sido hasta hoy me resultara extraño». Cuando llega a su casa, va a ver a su mujer y le dice: «Me he apartado de mi antiguo yo con horror, con horror; lo desprecio y me avergüenzo de él». Inicia una nueva vida marcada por la filantropía y las buenas relaciones con Natalia. Al final del relato el protagonista comenta: «Mi mujer sube a menudo a mis habitaciones y las examina con inquietud, como buscando algo más que ofrecer a los hambrientos “para justificar su existencia”, y veo que, gracias a ella, pronto no quedará nada de nuestra hacienda y seremos pobres; pero eso no me preocupa, y le sonrío alegremente. No sé lo que nos deparará el futuro».

Los críticos contemporáneos siguieron la misma línea que habían empleado con Luces (y más tarde con El duelo), reprochando a Chéjov el abrupto e inmotivado cambio de carácter de su héroe. Pero, con el paso del tiempo, las innovaciones de un gran escritor dejan de considerarse errores; hoy día ya no encontramos chocantes las transformaciones de Asorin, Laievski y Anániev, y aceptamos las lagunas de su psicología como atributos normales de los habitantes del mundo chejoviano. Además, sentimos que, hasta cierto punto, esas transformaciones han sido preparadas… y a analizar ese punto se ha consagrado una nueva escuela de crítica chejoviana. Esos críticos, que están leyendo los textos de Chéjov «con la atención concedida a la poesía», como escribe uno de ellos —Julie de Sherbinin, profesora de literatura eslava en el Colby College—, han encontrado una fuente inesperada de posibles significados en una veta de material todavía sin interpretar; en concreto, las repetidas referencias de Chéjov a la religión. Es una situación semejante a la de La carta robada: las referencias a la Biblia y a la liturgia ortodoxa rusa siempre han estado allí, pero no las hemos visto, porque aceptamos la pretensión de Chéjov de ser un racionalista y un incrédulo. «¿Cómo voy a trabajar bajo el mismo techo que Dmitri Merezhkovski?», escribió Chéjov en julio de 1903 a Serguéi Diáguiliev, que le había invitado a coeditar la revista El Mundo del Arte con Merezhkovski. «Él es un creyente convencido, un creyente proselitista, mientras que yo he perdido la fe hace mucho tiempo y siempre me he quedado perplejo ante el espectáculo de un intelectual que sea al mismo tiempo creyente». Y de un profesor de Moscú llamado Serguéi Rachinski, que dirigía una escuela religiosa de enseñanza primaria, escribió (en una carta de 1892 a Scheglov): «Nunca enviaría a mis hijos a su escuela. ¿Para qué? En mi infancia recibí una educación religiosa y la misma clase de aprendizaje: cantaba en el coro, leía las epístolas y los salmos en la iglesia, asistía con regularidad a los maitines, hacía de monaguillo, me ocupaba de tocar las campanas. Y ¿cuál ha sido el resultado? Cuando rememoro mi infancia, todo me parece absolutamente sombrío. Ahora no tengo religión». Sin embargo, si ralentizamos el paso de nuestra lectura y prestamos atención a cada línea, no se nos pasarán por alto algunos indicios, como ese comentario de Asorin: «Me siento como si me hubiera despertado después de romper el ayuno de Pascua», o la impresión de Riabóvich de haber sido ungido con un óleo. En realidad, nos daremos cuenta de que, siempre que un personaje de Chéjov sufre una transformación notable, aparece cerca una alusión a la religión, de la misma manera que los hongos crecen cerca de ciertos árboles del bosque. Esas alusiones son oblicuas, a veces casi invisibles, y posiblemente ni siquiera conscientes.

El Dupin de esta nueva perspectiva es Robert Louis Jackson, profesor de lenguas y literaturas eslavas en Yale, cuyos escritos y enseñanzas sobre el subtexto religioso en los relatos de Chéjov han inspirado a una generación de críticos más jóvenes. Chéjov desconfiaba de los críticos. En Una historia aburrida ofrece una sátira maravillosa (a través de su narrador, un profesor de medicina) de lo que llama «artículos serios»:

En mi infancia y primera juventud me aterrorizaban, por alguna razón, los porteros y acomodadores de los teatros, y ese terror no ha desaparecido hasta el día de hoy […]. Se dice que sólo nos asustamos de lo que no comprendemos. Y, de hecho, es muy difícil comprender por qué los porteros y acomodadores de los teatros son tan solemnes, altaneros y mayestáticamente rudos. Siento exactamente el mismo terror cuando leo artículos serios. Su extraordinaria dignidad, su arrogante y desenfadado tono, la familiaridad con que citan autores extranjeros, su habilidad para decir naderías sin perder la dignidad: todo eso está más allá de mi comprensión; su estilo es intimidatorio y completamente opuesto al tono caballeroso y mesurado que observo, por lo general, en los escritos de nuestros médicos y científicos.

Aunque el tono de los críticos jacksonianos no puede ser más mesurado o caballeroso, Chéjov podría considerar intimidatoria su lectura. Probablemente se maravillaría de la interpretación que Julie de Sherbinin hace de El profesor de literatura —un relato sobre un hombre joven que idealiza a su mujer y posteriormente se desilusiona— como una evocación simbólica de las dos Marías de la ortodoxia rusa: la Virgen madre de Dios y la ramera María Egipcíaca. Y la interpretación que ofrece Alexandar Mihailovich de Iónich —un relato sobre la conversión de un médico rural concienzudo y de mentalidad avanzada, con tendencia a engordar, en un monstruo corpulento, avaricioso y misántropo— como una fábula de autoentierro. Pero tendría que admitir que esas interpretaciones tienen una base: las alusiones religiosas en las que se apoyan están en el texto.

Sherbinin señala en su libro Chekhov and Russian Religious Culture [Chéjov y la cultura religiosa rusa] que «Chéjov era el escritor ruso más versado en los ritos y los textos de la ortodoxia, aunque esta afirmación pueda parecer chocante, dada la importancia del pensamiento cristiano para los gigantes de las letras del siglo diecinueve». Chéjov debía esa preeminencia a la sombría infancia pasada bajo la férula de su rígido y fanático padre. Mientras Tolstói jugaba al tenis, Chéjov estudiaba las escrituras o cantaba acatistas. Al alcanzar la edad adulta, Chéjov era, forzosamente, una autoridad en religión. Sus amigos escritores y artistas solían consultarle aspectos sutiles de la Biblia y de la liturgia. El pintor I. E. Repin, por ejemplo, mientras trabajaba en un cuadro que representaba a Jesús en el huerto de Getsemaní, solicitó su ayuda para determinar si había habido luna la noche de la vigilia. El enigma de cómo el nieto de un siervo, crecido en un ambiente de semipobreza en una ciudad pequeña y atrasada, se convirtió en uno de los grandes escritores universales se hace menos misterioso cuando se toma en consideración el modo en que su educación religiosa lo preparó para una carrera literaria. Cuando empezó a escribir sus poderosos y elípticos relatos, tenía modelos a mano: los poderosos y elípticos relatos de la Biblia. Se dice que Chéjov es el padre del relato corto moderno. Sería más preciso (y útil para los escritores contemporáneos que deseen aprender de él) pensar que fue un genio capaz de extraer lo mejor de la narrativa bíblica. La brevedad, densidad y rebeldía de los relatos de Chéjov son cualidades características de los relatos bíblicos.

En un cuento escrito en 1886 titulado Miedos, un narrador no identificado relata tres incidentes extraños. El segundo y el tercero resultan tener explicaciones naturales: un vagón sin locomotora que pasa a gran velocidad por la vía férrea resulta ser un vagón que se ha soltado de un tren que subía una colina, y un gran perro negro con un aura mítica y siniestra que vaga por los bosques no es más que un perro que se ha extraviado. Pero el primer misterio —una extraña luz que brilla en la ventana de un campanario, que no procede de dentro ni es un reflejo de algo exterior— queda sin resolver. La posición del relato sobre lo sobrenatural no queda clara. Chéjov podía estar diciendo que, ya que dos de los tres misterios tenían explicaciones naturales, el restante probablemente también lo tuviera, aunque nosotros no sepamos cuál es. O podía estar diciendo que hay más cosas en el cielo y en la tierra de las que el racionalismo puede explicar. Las alusiones de Chéjov a la religión son como esa luz extraña. Debido a lo reacio que era a hablar de su obra, lo que «quería decir» con sus repetidas referencias a los rituales y textos de la religión de la que había abjurado sigue siendo un enigma. Los críticos jacksonianos se cuidan muy mucho de proclamar que han desentrañado las intenciones de Chéjov. Reconocen con toda franqueza que la duda es la base de su trabajo. Quizá sea precisamente ese aspecto desconcertante —¿Era Chéjov creyente? ¿Son las alusiones religiosas conscientes y premeditadas?— lo que estimula esos planteamientos críticos tan audaces. Toda obra genial comporta misterios, naturalmente; la crítica tiene tan poca capacidad para explicar el resplandor del arte como el narrador de Miedos para entender esa luz sin fuente. Pero la perseverante mirada de los críticos jacksonianos da a sus conjeturas una especial autoridad: no se apartan del texto; mantienen los ojos fijos en la luz.