Siete
Nina y yo estamos sentadas en una terraza a unas millas de Oreanda, contemplando otra vista espectacular —una que Gúrovy Anna quizá también hubiesen admirado—, cuyo punto focal es un castillo llamado el Nido de las Golondrinas, construido en 1912 (con gran dificultad, a lo que parece) en lo alto de una escarpada colina en dramático equilibrio sobre el mar. Música popular norteamericana, ahora obligatoria en todos los lugares públicos de Rusia, llena el aire, poniendo lo sublime en su lugar. Un camarero nos trae unas coca-colas y unos sándwiches de jamón y queso. Nina parece recuperada de su malestar matinal. Come tranquilamente, y cuando le ofrezco la segunda mitad de mi sándwich —los sándwiches son enormes— lo acepta de buena gana. No quiero ni pensar en su dieta habitual. Tiene algo de sobrepeso, pero esa pesadez se adapta bien a su fornido cuerpo. Probablemente fue guapa en su juventud. Sus rasgos tienen una regularidad clásica y sus mejillas un atractivo arrebol. Chéjov habría tomado nota de ella. Era muy sensible al físico de las mujeres. En sus cartas hay referencias constantes —por lo común negativas— a la apariencia de las mujeres con las que se encuentra. Como las mujeres de Badenweiler, las de Yalta eran objeto de sus mofas: «No he visto una sola mujer físicamente pasable», escribió a Olga desde Yalta en febrero de 1900. «No hay mujeres hermosas», escribió en febrero de ese mismo año. Y en diciembre de 1902: «Ayer fui por primera vez a la ciudad [… ] todas las personas con las que te encuentras parecen ratas, ni una mujer hermosa, ni una correctamente vestida». (Quince años antes, mientras le describía a su hermana una visita al monasterio de las Montañas Sagradas, se refería a los peregrinos del siguiente modo: «Hasta hoy no sabía que hubiera tantas viejas en el mundo; de haberlo sabido, me habría pegado un tiro hace tiempo»). Naturalmente, hay algo de ironía en la presentación que Chéjov hace de sí mismo como un Mo tasador de la carne femenina; en la época en que vivía en Yalta había dejado de comportarse como un calavera. Pero la presencia o ausencia de belleza física —tanto en los personajes masculinos como en los femeninos— rara vez queda sin resaltar en su obra. En El beso, la poco agraciada apariencia de Riabóvich moldea su identidad y determina su destino. En El tío Vania, la extraordinariamente bondadosa Sonia tiene que cargar con un peso semejante; Astrov no puede corresponder a su amor porque la fealdad de la joven lo deja frío. («Te gusta, ¿no es así?», le pregunta Yelena. «Sí, le tengo respeto», replica él. «¿Te atrae como mujer?». Astrov guarda silencio por un instante y responde: «No»). En un ensayo titulado «Prosaic Chekhov: Metadrama. The Intelligentsia, and Unele Vanya» [Chéjov prosaico: Metadrama, la intelligentsia y El tío Vania], Gary Saúl Morson habla del rechazo que Chéjov manifestaba al histrionismo y de su aprecio de la virtud prosaica —las «buenas costumbres, las buenas maneras y los pequeños actos de respeto»—, lee la obra como una apoteosis del prosaísmo y considera que Chéjov reprochá a Astrov que rechace a la estimable y fea Sonia y persiga a la inútil y hermosa Yelena. «Chéjov, como Tolstói, desconfiaba sobremanera del amor basado en la pasión o el romanticismo», escribe Morson y cita el comentario del bondadoso doctor Samoilenko en El duelo: «La principal virtud en la vida de casado es la paciencia… no el amor sino la paciencia». Pero el convincente ensayo de Morson sólo demuestra la dificultad de hacer cualquier generalización sobre la obra de Chéjov. Sí, Chéjov adopta una posición tolstoiana en El duelo, pero en El tío Vania se aparta radicalmente de ella. En su propia vida, lejos de considerar con prevención el amor romántico, Chéjov lo consideraba una condición sine qua non para el matrimonio. No pudo expresarlo con mayor claridad que en esta carta de 1898 dirigida a su hermano menor Mijaíl (que había estado presionándolo para que se casara):
Sólo es interesante casarse por amor. Casarse con una chica simplemente porque es bonita es como comprar un objeto que no necesitas en un bazar únicamente porque es de buena calidad. Lo más importante en la vida familiar es el amor, la atracción sexual, el hecho de ser una sola carne; todo lo demás es aburrido e incierto, por mucha que sea la sutileza de nuestros cálculos. De modo que la cuestión no es que la joven sea bonita, sino estar enamorado de ella.
En realidad, en El tío Vania, lejos de culpar a Astrov por rechazar a Sonia y perseguir a Yelena, Chéjov sugiere que Astrov no puede hacer otra cosa. No se trata de elegir entre una opción buena y otra mala. En esas cuestiones uno no tiene elección. «¡Ah, nunca seré un tolstoiano! Lo que más me gusta de las mujeres es la belleza», escribió Chéjov a Suvorin en 1891. La palabras «belleza» y «bello» recorren toda su obra. Lejos de celebrar la virtud prosaica, El tío Vania lamenta su penosa insuficiencia. La acción de la obra es como cuando se arroja una piedra a un estanque en calma. Las «personas hermosas» —Yelena y Serebriakov— perturban la vida de la anquilosada hacienda de Voinitski y Sonia, despiertan al deprimido y agotado Astrov y luego se marchan bruscamente. Las aguas se cierran sobre la piedra y vuelven a calmarse. El tío Vania es una especie de El sueño de una noche de verano del absurdo. Tienen lugar acontecimientos extraños, pero no producen ningún resultado. Visiones de felicidad surgen y se disuelven. Todo queda como antes. En la desgarradora intervención que cierra la obra, Sonia le habla a Vania de su fe en una «luminosa, bella y hermosa» vida después de la muerte. La vida real sigue siendo deslustrada, anodina y fea.
En un relato escrito en 1888 titulado Las bellas, Chéjov explícita lo que está codificado en El tío Vania y, con su habitual originalidad, elige como vehículo para su meditación no a un profesor de estética, sino a un estudiante de bachillerato. El muchacho y su abuelo, que viajan por la estepa un caluroso y polvoriento día de verano, se detienen en una aldea armenia para visitar a un armenio rico y de aspecto cómico al que conoce el abuelo. El chico se acomoda en un rincón de la sofocante casa, llena de moscas, resignado a la idea de una larga y aburrida espera, mientras su abuelo y el anfitrión toman té, servido por la hija del armenio, Mashia, una muchacha de dieciséis años ante cuya aparición el muchacho siente
de pronto como si una ráfaga de viento sacudiera mi alma, llevándose todas las impresiones del día, con su polvo y su tedio. Admiré los magníficos rasgos del rostro más hermoso que había visto en la vida real o en sueños. Ante mí se alzaba una belleza, y así lo reconocí a primera vista, como hubiera reconocido un relámpago.
El chico advierte que no es el único que se ha quedado asombrado de la belleza de la muchacha; también su viejo abuelo está admirado. El estudiante compara la experiencia de ver a la joven con la contemplación de una deslumbrante puesta de sol. También percibe un sentimiento de
honda aunque agradable tristeza. Era una tristeza vaga e indefinida como un sueño. Por alguna razón, sentí pena de mí mismo, de mi abuelo, del armenio y hasta de la propia chica, y tuve la impresión de que los cuatro habíamos perdido algo importante y esencial para la vida que nunca volveríamos a encontrar […]. No sé si tenía envidia de su belleza o lamentaba que la chica no fuera mía y que nunca fuera a serlo o el hecho de ser un extraño para ella; tal vez sentía que su belleza era accidental e innecesaria y que, como todo cuanto hay sobre la faz la tierra, apenas duraría; quizá mi tristeza se debiera a ese particular sentimiento que despierta en el hombre la contemplación de una auténtica belleza. ¿Quién sabe?
La poderosa descripción que ofrece Chéjov de la experiencia estética (el relato continúa con una segunda ilustración, menos poderosa, de ella) nos permite comprender lo que estaba en juego para Astrov y Voinitski en su persecución de la hermosa Yelena (así como para Sonia en su persecución del atractivo Astrov), y para el propio Chéjov en su atención, aparentemente trivial, por el físico de las mujeres. «Ese sentimiento peculiar» (ya fuera despertado por un poema, por una pintura, por una partitura, por la visión del mar o por una chica hermosa) era el Santo Grial de Chéjov. Aunque mantenía una apariencia de normalidad y era sincero en su valoración de «las buenas costumbres, las buenas maneras y las pequeñas muestras de respeto», lo que le causaba una honda conmoción era lo extraordinario y lo inútilmente bello.
La novela corta Tres años (1895) es quizá la más profunda de sus fábulas sobre la belleza. Es una adaptación moderna de la leyenda de la Bella y la Bestia. (Erróneamente ha sido considerada una historia sobre la cultura comercial en Moscú). Láptev, un hombre rico, decente e inteligente, pero feo, se enamora de una hermosa joven llamada Yulia, que siente repulsión por él. Chéjov se muestra despiadado en su descripción de Láptev:
[Él] sabía que era feo, pero ahora creía percibir la fealdad en todo su cuerpo. Era bajo, delgado, con mejillas sonrosadas y un pelo tan ralo que se le enfriaba la cabeza. Su expresión carecía de esa refinada sencillez que confiere atractivo incluso a un rostro feo y tosco; en compañía de las mujeres se sentía violento, hablaba más de la cuenta y se volvía amanerado. Ahora casi llegaba a despreciarse por ello.
Yulia rechaza la propuesta de matrimonio de Láptev, pero luego decide dominar su repulsión y lo acepta. Considera (como Irina en Tres hermanas cuando acepta al poco agraciado Túzenbach) que no está en condiciones de ser exigente. Ya ha dejado atrás los veinte años, vive con su padre, hombre poco afectuoso y que sólo piensa en sí mismo, y no tiene otras perspectivas. Además, es bondadosa y se siente culpable por rechazar a un hombre decente y honrado. El relato se ocupa de los tres primeros años de su triste matrimonio, narrados principalmente desde el punto de vista de Láptev, pero también del de Yulia, para que podamos sentir su repulsión. A los seis meses de la boda, en una escena sumamente dolorosa en el dormitorio de Yulia, la pareja confronta su situación:
—Comprendo su repulsión y su odio, pero al menos podría disimularlos en presencia de otras personas; podría ocultar sus sentimientos.
Ella se levantó y se sentó en la cama, con las piernas colgando. A la luz de la lamparilla sus ojos parecían negros y grandes.
—Le ruego que me perdone —dijo.
Él no fue capaz de pronunciar palabra, debido a la excitación y el temblor que recorría todo su cuerpo; estaba delante de ella y callaba. Yulia también temblaba y tenía el aire de un delincuente en espera de una explicación […].
—Eres mi mujer desde hace seis meses, pero no hay en tu corazón ni una chispa de amor por mí. ¡Ni la menor esperanza, ni un rayo de luz! ¿Por qué te casaste conmigo? —prosiguió Láptev, desesperado—. ¿Por qué? ¿Qué demonio te hizo caer en mis brazos? ¿Qué esperabas, qué querías?
Ella lo miró aterrorizada, como si tuviera miedo de que la matara.
—¿Te atraía yo? ¿Te gustaba? —continuó, jadeando—. No. Entonces, ¿por qué? ¿Por qué? Dime por qué —gritó—. ¡Oh, maldito dinero! ¡Maldito dinero!
—¡Te juro por Dios que no fue por el dinero! —gritó ella y se santiguó. Parecía anonadada por el insulto, y por primera vez él la oyó llorar—. ¡Te juro por Dios que no fue por el dinero! —repitió—. No pensaba en el dinero; no lo necesitaba; simplemente pensé que sería un error rechazarte. Temía destrozar tu vida y la mía. ¡Y ahora estoy pagando ese error con un sufrimiento insoportable!
Estalló en amargos sollozos, y él comprendió que se sentía herida; sin saber qué decir, se desplomó en la alfombra delante de ella.
—Basta, basta —murmuró—. Te he insultado porque estoy perdidamente enamorado de ti —y a continuación le besó los pies y se los abrazó con pasión—. Si percibiera una chispa de amor —susurró—. Miénteme; dime una mentira. ¡Convénceme de que no me he equivocado…!
Pero ella seguía llorando y él notó que sólo toleraba sus caricias como una consecuencia inevitable de su error. Cuando Yulia recogió como un pajarillo el pie que él había besado, sintió pena de ella.
Yulia sufre la terrible desdicha de perder al hijo que la ha compensado de ese matrimonio sin amor. Durante muchos meses el dolor se apodera de ella. Y luego, con esa inexplicable y a la vez inevitable transformación que ocurre en los mitos y en los cuentos de hadas, se enamora de Laptev. Sin embargo, el relato de Chéjov no termina como un cuento de hadas. Láptev no se convierte en un príncipe. Sigue siendo esa criatura peculiar —medio hombre, medio emblema— que entendemos por un personaje de Chéjov. Cuando se produce el momento mágico, cuando Yulia le dice a Láptev que está enamorada de él (la escena sucede en un jardín, naturalmente), el prosaico Chéjov aparece y rompe con frialdad el hechizo: «Mientras ella le decía que lo amaba, él sentía que llevaba casado diez años y que tenía ganas de desayunar».