Cuatro
—Dicen que Olga se negaba a dormir con Chéjov porque temía contraer la tuberculosis —comenta Nina mientras nos dirigimos al coche por el sendero que discurre por encima del mar, en Oreanda.
—Nunca lo había oído decir —comenté yo—. De su correspondencia se desprende que dormían juntos.
—¿No se acuerda de Gurzuv, cuando me preguntó por la estrecha cama de la habitación de Chéjov?
Lo recordaba. El día anterior habíamos visitamos la casita junto al mar, a doce millas de Yalta, que Chéjov compró poco después de construir su villa. No resulta difícil comprender por qué fue incapaz de resistirse. Esa casa de madera de tres habitaciones, con un porche, da directamente a la orilla de una costa rocosa bordeada de acantilados; a la derecha de la puerta, unos peldaños de piedra conducen directamente al agua. En la actualidad se ha convertido en un museo estatal —como las casas de Autka y Mélijovo, y la casa de Moscú donde vivía la familia Chéjov— del que se ocupan dos agradables mujeres. Una de ellas, llamada Lidia, era joven e iba muy bien vestida: llevaba un traje blanco de moda y tacones altos. La otra, Eva, una mujer mayor que había ido a la universidad con Nina, vestía ropas más corrientes. Cuando llegamos, estaban sentadas en el porche, junto a una mesa en la que había un jarrón con flores silvestres, mirando las aguas. Lidia, que nos sirvió de guía, nos condujo a una habitación que hacía las veces de vestíbulo (deteniéndose para vendernos las entradas) y lugar de exposición de fotografías y recuerdos pertenecientes a Tres hermanas, gran parte de la cual Chéjov escribió en esa casita. La segunda y última habitación a la que se tenía acceso (la entrada a la cocina no estaba permitida) era el reconstruido dormitorio de Chéjov. La cama, cubierta con una casta colcha blanca, era extremadamente estrecha, y cuando me pregunté cómo se las arreglarían Olga y él para dormir en ella, Lidia me explicó que lo que ahora era el vestíbulo había sido el dormitorio de Olga. Nina, que había crecido en una sociedad en la que cinco familias vivían en una sola habitación, quizá desconocía que, antes de la revolución, era costumbre que los matrimonios burgueses durmieran en habitaciones separadas. Pero su turbio comentario reflejaba una opinión de Olga bastante negativa. Olga, a diferencia de Chéjov, no ocupa un lugar en el corazón de los rusos. Harvey Pitcher, autor de un comprensivo libro sobre Olga Chekhov’s LeadingLady [La primera actriz de Chéjov] (1979), escribe que el matrimonio de Chéjov y Olga «fue objeto de una controversia que nunca se ha apagado. Olga Knipper puede ser reconocida como la actriz principal del Teatro de Arte de Moscú y como intérprete de las heroínas de Chéjov […] pero ¿cómo se las arregló para casarse con el escritor soltero más escurridizo de Rusia cuando éste había ya pasado los cuarenta? ¿No es evidente que era una de esas hembras rapaces descritas tan a menudo por Chéjov en sus obras? ¿Y qué clase de esposa era esa mujer que durante más de medio año prosiguió su carrera de actriz en Moscú mientras su marido estaba confinado por razones de salud en la ciudad crimeana de Yalta, a más de dos días de tren de Moscú?».
No obstante, esa separación forzosa pudo resultar crucial para el éxito del matrimonio, quizá incluso para su misma supervivencia. En 1895 (tres años antes de conocer a Olga) Chéjov escribió a Suvorin:
Muy bien, me casaré si usted quiere. Pero con las siguientes condiciones: todo debe quedar como antes, es decir, ella tendrá que vivir en Moscú y yo en el campo; yo me encargaré de visitarla. No puedo soportar esa clase de felicidad que dura día tras día, de una mañana a otra. Cuando alguien me habla un día y otro de las mismas cosas y en el mismo tono de voz, me enfurezco… Prometo ser un marido maravilloso, pero deme una mujer que, como la luna, no aparezca todos los días en mi cielo. [En Una historia aburrida (1889), Chéjov describe con mordacidad a una esposa que todas las mañanas le dice lo mismo a su marido].
La separación tuvo otro efecto beneficioso: la correspondencia que generó. Los biógrafos lamentan la destrucción o pérdida de cartas; también podrían echar pestes de los matrimonios que nunca se separan, practicando de ese modo una especie de aborto epistolar. Las cartas entre Olga y Antón —disponibles en una traducción inglesa realizada por Jean Benedetti y titulada Dear Writer, Dear Actress [Querido escritor, querida actriz] (1996)[*]— constituyen una lectura maravillosa. Sorprende la casi extraña similitud entre el estilo del escritor y el de la actriz, hasta que uno recuerda que los actores son mímicos. Olga interpreta su papel, lo mismo que en el escenario y en la vida. Lo que hacía, naturalmente —como también nuestros amigos actores—, no es más que una versión exagerada de la mímica inconsciente del otro que todos nosotros practicamos cuando tratamos de hacernos agradables. La correspondencia nos permite seguir la relación desde sus inicios, cuando no era más que un flirteo amistoso, hasta el período en que se convirtieron en amantes y contrajeron matrimonio, el cual probablemente no se habría celebrado si el asunto hubiera dependido sólo de Chéjov. Las cartas recuerdan las presiones de Olga, las fintas de él y su eventual capitulación, a condición de que «me des tu palabra de que nadie en Moscú sabrá nada de nuestro matrimonio hasta que se haya celebrado […]. Porque me horrorizan las bodas, las felicitaciones y el champán, así como estar de pie con un vaso en la mano y una perenne sonrisa en el rostro…».
La percepción que tienen los rusos de Olga como una mujer ambiciosa, fría, despiadada y poco amable, indigna del gentil y delicado Antón Pávlovich, no se compadece con sus cartas, que son bastante amables y delicadas. Pero los antecedentes alemanes de Olga —procedía de una familia alemana asimilada, como el marido de Anna Serguéievna von Diederits— pueden haber tenido cierta influencia en el rechazo y el resentimiento que ha suscitado, como también su carrera pos-revolucionaria como importante Artista del Pueblo. (Vivió hasta la década de 1950 y nunca dejó de actuar). En un artículo titulado «The Heart of Chekhov» [El corazón de Chéjov] (1959), Leo Rabeneck —que había estado presente por casualidad en Badenweiler en el momento de la muerte de Chéjov y que tuvo contacto con Olga hasta la revolución, momento en que emigró a París— nos proporciona un escalofriante atisbo de la vida de Olga bajo los soviets:
La última vez que vi a Olga Leonárdovna fue en 1937, cuando el Teatro de Arte [de Moscú] visitó París. Tras la representación, fui a un pequeño bistrot donde los actores solían cenar. Al entrar, vi a Olga Leonárdovna sentada a una mesa con dos hombres a los que no conocía. Cuando me vio, bajó rápidamente la mirada hasta que pasé. Comprendí que no podía hablarme. A la mañana siguiente, estaba paseando por los Campos Elíseos cuando me encontré con Kachálov [el primer actor del Teatro de Arte de Moscú]. Nos besamos y nos abrazamos. Le conté que Olga Leonárdovna había fingido no conocerme.
Kachálov me respondió:
—Lev Lvóvich, estaba sentada con dos arcángeles [agentes secretos], ¿cómo iba a hablarte? Nos vigilan. No nos permiten fraternizar con los emigrados.
Esa anécdota plantea una cuestión: ¿qué habría sucedido si Chéjov hubiera conocido el período soviético? ¿Habría pasado la prueba que ningún hombre o mujer debería verse forzado a afrontar? ¿Se habría inclinado ante la dictadura (como Gorki) o habría resistido y habría sido aplastado? Es imposible predecir el comportamiento de nadie, pero todo en la vida y la obra de Chéjov expresa un odio de una excepcional virulencia a la fuerza y a la violencia. Con toda probabilidad el liberal Chéjov lo habría pasado mal bajo los soviets. Es casi seguro que no habría muerto en la elegante habitación de un hotel alemán después de beber una copa de champán.
La muerte de Chéjov es una de las grandes escenas de la historia de la literatura. Según una relación escrita por Olga en 1908 (y traducida por Benedetti), en la noche del 2 de julio de 1904, Chéjov se fue a dormir y se despertó a eso de la una. «Los dolores le impedían estar tumbado», escribió Olga, que continúa así:
Los dolores lo torturaban, lo atormentaban, y por primera vez en su vida mandó llamar a un médico […]. Era sobrecogedor. Pero el sentimiento de que había que hacer algo útil, y a toda prisa, me hizo recobrar todas mis fuerzas. Desperté a Lev Rabenek, un estudiante ruso que vivía en el hotel y le pedí que fuera a buscar un médico.
Llegó el doctor Schwöhrer y dijo unas palabras amables y afectuosas, al tiempo que mecía a Antón en sus brazos. Chéjov, que mostraba una extraña rigidez, pronunció en voz alta y clara (aunque apenas sabía alemán): Ich sterbe [me muero]. El médico lo calmó, cogió una jeringuilla, le puso una inyección de alcanfor y pidió champán. Antón tomó una copa llena, la examinó, sonrió y dijo: «Hace mucho tiempo que no bebo champán». La apuró y se volvió con calma del lado izquierdo; apenas tuve tiempo de correr hacia él e inclinarme sobre la cama, llamándolo, cuando dejó de respirar y se quedó tranquilamente dormido como un niño.
En otro testimonio, escrito en 1922, Olga refinó y amplió la escena de la muerte de la siguiente manera:
Llegó el médico y pidió champán. Antón Pávlovich se incorporó y dijo al médico en voz alta, en alemán (sabía muy poco alemán): Ich sterbe.
Entonces cogió un vaso, se volvió hacia mí, esbozó una extraña sonrisa y dijo: «Hace mucho tiempo que no bebo champán», apuró tranquilamente la copa, se volvió ligeramente del lado izquierdo y poco después quedó callado para siempre. El terrible silencio de la noche sólo era turbado por una gran polilla que había irrumpido en la habitación como un torbellino, se golpeaba enloquecida con las lámparas eléctricas encendidas y revoloteaba confusamente por la habitación.
El médico salió, y en el silencio y el calor de la noche el corcho de la botella de champán sin terminar saltó de pronto con un estallido terrible. Empezaba a amanecer y a medida que la naturaleza se despertaba, el delicado y melodioso trino de las aves llegaba como una primera canción de duelo, acompañado del sonido de un órgano procedente de una iglesia cercana. No se oía ninguna voz humana, no se percibía la agitación de la vida cotidiana, sólo la belleza, la serenidad y la majestad de la muerte.
No fui consciente del dolor que suponía la pérdida de un hombre como Antón Pávlovich hasta que llegaron los primeros sonidos del nuevo día y aparecieron varias personas; lo que sentí y experimenté mientras estaba en el balcón, contemplando ora la salida del sol, ora el melodioso despertar de la naturaleza, ora el rostro delicado y apacible de Antón Pávlovich, que parecía sonreír como si hubiera comprendido algo, sigue siendo para mí, lo repito, un misterio sin resolver. Nunca había habido momentos así en mi vida y nunca volverá a haberlos.
Leo Rabeneck dio su propia versión de lo sucedido la noche del 2 de julio de 1904, aunque esperó cincuenta y cuatro años para hacerlo. Como era previsible, difiere en algunos detalles de la relación de Olga. En un artículo titulado «Los últimos minutos de Chéjov», publicado en París en un periódico de la emigración rusa, recordó que el médico le había pedido comprar oxígeno en una farmacia y después se lo había administrado brevemente al moribundo. Tras citar la frase de Chéjov (o de Olga, que también puede ser): «Hace mucho tiempo que no bebo champán», y de relatar cómo el escritor apuró la copa, Rabeneck escribe:
En ese momento escuché un extraño sonido procedente de su garganta. Lo vi recostado sobre los cojines y pensé que adoptaba esa postura para respirar mejor. Todo estaba en silencio en la habitación y la luz de la lámpara iba palideciendo. El médico tomó la mano de Antón Pávlovich y no dijo nada. Al cabo de unos minutos de silencio, pensé que las cosas mejoraban y que Antón Pávlovich estaba saliendo de peligro. Entonces el médico soltó la mano de Antón Pávlovich y me llevó a un rincón de la habitación. «Todo ha terminado —dijo—. Herr Chéjov ha muerto. ¿Se lo dirá a Frau Chéjov…?». Me acerqué a ella… «Olga Leonárdovna, el médico dice que Antón Pávlovich ha muerto». Se quedó petrificada. Luego empezó a gritar en alemán al médico: «No es verdad, doctor, dígame que no es verdad».
El tercer testigo presencial, el doctor Schwöhrer, no dejó ningún testimonio, pero sus palabras se citan en un artículo fechado el 5 de julio de 1904 que apareció al día siguiente del fallecimiento en el periódico moscovita Navostia Dnia. Su autor, un corresponsal sin identificar (escribía bajo las iniciales S. S.), informaba desde Badenweiler: «Hablé con el médico que trató a A. P. Chéjov aquí […]. Según el médico se comportó con estoica serenidad, como un héroe, hasta el último momento […]. “Cuando me acercaba a él, me decía con serenidad: ‘Voy a morir pronto, doctor’. Quise administrarle un nuevo aporte de oxígeno. Chéjov me detuvo, aduciendo: ‘No es necesario. Antes de que traigan el oxígeno, habré muerto’”». Otro periodista ruso presente en el lugar, Grigori Borísovich Iollos (el corresponsal en Berlín del periódico moscovita Russkie Vedomosti, que había trabado amistad con Chéjov y Olga en Badenweiler y entrevistó a esta última el día después de la muerte de Chéjov), escribió el 3 de julio de 1904: «A la una de la madrugada Antón Pávlovich empezó a delirar, habló de un marinero y preguntó algo sobre un japonés y a continuación volvió en sí y con una triste sonrisa le dijo a su mujer, que estaba aplicándole una compresa de hielo en el pecho: “No pongas hielo en un corazón vacío”». Iollos continúa: «Sus últimas palabras fueron: “Me muero”, y luego, con serenidad, le dijo en alemán al médico: “Ich sterbe”. Su pulso se hizo muy débil […]. A punto de morir, se sentó en la cama, inclinado y apoyado en unos cojines; luego, de repente, se volvió hacia un lado y sin una señal, sin ningún signo externo aparente, su vida terminó. Una expresión singularmente apacible, casi feliz, se dibujó en su rostro de pronto rejuvenecido. A través de la ventana abierta de par en par llegaba una brisa fresca, que olía a heno; una luz surgió por encima del bosque. No había ningún sonido: la pequeña ciudad balneario estaba dormida y un silencio mortal embargaba la casa; sólo el trino de las aves podía oírse en la habitación, donde, vuelto hacia un lado, liberado de toda preocupación, un hombre notable y un gran trabajador descansaba en el hombro de una mujer que le cubría de lágrimas y besos».
El modo en que los biógrafos de Chéjov han manejado el testimonio de los testigos presenciales (tanto primarios como secundarios) en sus diversas relaciones de la escena de la muerte ofrece un instructivo indicio sobre los mecanismos de los métodos biográficos.
En Antón Chekhov: A Life (1952), David Magarshack escribe:
Cuando llegó el médico, Chéjov le dijo en alemán:
—Tod[*]?.
—Oh, no —replicó el médico—. Por favor, cálmese.
Chéjov seguía teniendo dificultades para respirar; le pusieron hielo sobre el corazón. El médico envió a uno de sus estudiantes en busca de oxígeno.
—No se preocupe —dijo Chéjov—. Moriré antes de que lo traigan.
Entonces el médico pidió champán. Chéjov cogió una copa, se volvió hacia Olga Knipper y le dijo con una sonrisa: «Hace mucho tiempo que no bebo champán». Bebió unos sorbos y cayó sobre la almohada. Pronto empezó a desvariar: «¿Se ha marchado el marinero?». «¿Qué marinero?». Por lo visto estaba pensando en la guerra rusojaponesa. Así siguió durante varios minutos. Sus últimas palabras fueron: «Me estoy muriendo»; luego, en voz muy baja, le dijo al médico en alemán: «Ich sterbe». Su pulso se hacía cada vez más débil. Se sentó inclinado en la cama, sostenido por unos cojines. De pronto, sin pronunciar palabra, cayó hacia un lado. Estaba muerto. Su rostro tenía una apariencia muy juvenil, alegre, casi feliz. El médico se marchó.
Una brisa fresca entró en la habitación, trayendo con ella un olor a heno recién segado. El sol se alzaba lentamente desde detrás de los bosques. Fuera, las aves empezaban a removerse y a trinar, mientras el silencio de la habitación era quebrado por una enorme polilla negra, que revoloteaba en torno a la luz eléctrica, y por los débiles sollozos de Olga Knípper, que apoyaba la cabeza en el cuerpo de Chéjov.
La princesa Nina Andrónikova Toumanova, en Antón Chekhov: The Voice of Twilight Russia [Antón Chéjov: La voz de la Rusia crepuscular] (1937), escribe:
El doctor Schwóhrer no tardó en llegar acompañado de su asistente. Mandaron a buscar oxígeno. Chéjov sonrió: llegaría demasiado tarde. Al cabo de unos instantes empezó a delirar. Hablaba de la guerra y de los marineros rusos en Japón. Ese gran humanitarista fue fiel a sí mismo hasta el final. Sus últimos pensamientos no se centraban en su familia o en sus amigos, sino en Rusia y su pueblo […]. Los médicos le dieron champán. Chéjov volvió a sonreír y a continuación, en un lejano susurro, dijo: «Ich sterbe». (Me muero). Se desplomó sobre el lado izquierdo. Todo había terminado. Dos hombres silenciosos se inclinaron sobre el cuerpo inmóvil; en la quietud de esa noche de julio sólo se oían los sollozos de una mujer sola.
Daniel Gilles en Chekhov: Observer Without Illusion [Chéjov: observador sin ilusión] (1967):
La fiebre de Chéjov era tan alta que empezó a delirar: hablaba de un marinero desconocido y expresó miedo de los japoneses. Pero cuando Olga se disponía a ponerle una bolsa de hielo en el pecho, volvió de pronto en sí y la apartó delicadamente. Con una triste sonrisa, explicó: «No pongas hielo en un corazón vacío».
Henri Troyat, en Chekhov (1984):
La fiebre hacía delirar a Chéjov. Con los ojos brillantes, hablaba de un marinero y hacía preguntas sobre los japoneses. Pero cuando Olga trató de poner una bolsa de hielo en su pecho, recuperó bruscamente el conocimiento y dijo: «No pongas hielo en un estómago vacío».
Irene Nemirovsky, en A Life of Chekhov[*](1950):
Una enorme polilla negra entró en la habitación. Volaba de una pared a otra, chocaba contra las lámparas encendidas, caía dolorosamente con las alas quemadas y a continuación emprendía de nuevo su vuelo ciego y fatal. Luego encontró la ventana abierta y desapareció en la noche suave y oscura. Entre tanto, Chéjov había dejado de hablar y de respirar: su vida había terminado.
Donald Rayfield, en Antón Chekhov: A Life [Antón Chéjov, una vida] (1997):
Hablaba delirando de un marinero en peligro: su sobrino Kolia. Olga envió a un estudiante ruso a buscar al médico y pidió hielo a un mozo. Rompió el bloque de hielo y puso un trozo sobre el corazón de Antón. Llegó el doctor Schwóhrer y envió a dos estudiantes a por oxígeno. Antón afirmó que un corazón vacío no necesita hielo y que moriría antes de que llegara el oxígeno. Schwóhrer le puso una inyección de alcanfor.
Y, por último, esto es lo que escribe Philip Callow en Chekhov: The Hidden Ground [Chéjov: el terreno escondido] (1998):
Chéjov tenía alucinaciones; con ojos brillantes, hablaba embarulladamente de un marinero y de un japonés. Olga trató de poner una bolsa de hielo en el pecho de Chéjov y éste, repentinamente lúcido y plenamente consciente, dijo: «No pongas hielo en un estómago vacío», como un médico que supervisara a una enfermera […].
Entonces el médico, uno de esos alemanes que, según Chéjov, seguían las reglas al pie de la letra, hizo algo sorprendente. Se acercó al hueco del teléfono y pidió una botella del mejor champán. Le preguntaron que cuántos vasos quería. «Tres —gritó—, y deprisa, ¿me oye?».
En un esfuerzo final de cortesía Chéjov se incorporó, pronunció: «Ich sterbe», y cayó sobre los almohadones. Llegó el champán, traído hasta la puerta por un joven mozo que al parecer estaba durmiendo. Tenía el pelo rubio alborotado; el uniforme, arrugado; la chaqueta, abotonada a medias. Entró en la habitación con una bandeja de plata y tres copas de cristal tallado e introdujo un cubo de plata lleno de hielo con una botella de champán.
Todo se desarrollaba ahora a cámara lenta. El joven, que desconocía lo que estaba pasando, pudo oír cómo alguien trataba afanosamente de respirar en la otra habitación. Encontró un lugar donde depositar la bandeja y las copas y, discretamente, se puso a buscar un sitio para dejar el cubo de hielo. El médico, un hombre corpulento y pesado, con un poblado bigote, le dio una propina y el muchacho salió por la puerta como aturdido.
Schwöhrer, sin dar muestras de emoción, descorchó la botella de champán con su serena eficiencia habitual. Y, quizá pensando que un ruido excesivo sería indecoroso, se las arregló para minimizar el estallido. Llenó tres copas y volvió a poner el corcho. Olga liberó por un momento sus dedos de la mano ardiente de Chéjov. Reacomodó la almohada y apretó la fría copa de champán contra la palma de él.
Cuando leí esos párrafos, me quedé maravillada de la especificidad de los nuevos detalles: el hueco del teléfono, la «serena eficiencia» del médico, las copas de cristal tallado, el adormilado mozo con la chaqueta abotonada a medias. ¿Habría encontrado Callow un depósito de nuevo material primario en un desván de Moscú? Consulté las notas al final del libro y no encontré nada. Entonces se encendió una luz en mi memoria. Me pareció recordar que ya me había encontrado antes con el mozo adormilado. Me acerqué a la estantería y cogí una colección de relatos de Raymond Carver, Where I’m Calling From (1989). En un relato titulado «Errand» [Encargo][*], leí:
Chéjov tenía alucinaciones, hablaba de marineros y hacía algún comentario sobre los japoneses. «No pongas hielo en un estómago vacío», dijo cuando ella trataba de aplicarle una compresa de hielo en el pecho […].
[El doctor Schwóhrer] se acercó a un hueco donde había un teléfono colgado de la pared. Leyó las instrucciones de uso […]. Cogió el auricular, se lo llevó a la oreja y siguió las instrucciones. Cuando por fin le respondieron, el doctor Schwóhrer pidió una botella del mejor champán. «¿Cuántas copas?», le preguntaron. «¡Tres! —gritó el médico en el micrófono—. Y deprisa, ¿me oye…?».
Un joven de aspecto cansado, con el pelo rubio revuelto, trajo el champán hasta la puerta. Los pantalones de su uniforme estaban arrugados, la raya había desaparecido, y en su apresuramiento había dejado un botón de la chaqueta sin abrochar […].
El joven entró en la habitación llevando un cubo de plata lleno de hielo con una botella de champán y una bandeja de plata con tres copas de cristal tallado. Dejó en la mesa el cubo y las copas, al tiempo que estiraba el cuello tratando de echar un vistazo en la otra habitación, donde alguien hacía ímprobos esfuerzos por respirar. Era un sonido terrible, angustioso […].
Metódicamente, como era habitual en él, el médico se ocupó de descorchar la botella. Lo hizo de tal manera que la festiva explosión quedara minimizada en la medida de lo posible. Llenó las tres copas y, como era su costumbre, volvió a poner el corcho en el gollete […]. Por un momento Olga soltó la mano de Chéjov, una mano, como diría más tarde, le quemó los dedos. Colocó otra almohada detrás de la cabeza de su marido. Luego puso la fría copa de champán en la palma de su mano…
«Errand» es una de esas obras híbridas en las que figuras y acontecimientos reales e históricos se combinan con otros inventados, de modo que el lector no especialista no tiene manera de saber dónde empiezan unos y acaban otros. En este caso, el lector de estas páginas, que se ha convertido en un experto en la muerte de Chéjov, será capaz de diferenciar lo que Carver se ha inventado de lo que ha tomado de fuentes primarias y secundarias. Y puede llegar a la conclusión de que Carver ha cometido un pecado tan grande contra el espíritu de la ficción como el de Callow contra el espíritu de la realidad. De la misma manera que Callow no nos informa de lo que ha copiado de Carver, Carver no lo hace de lo que ha copiado de Olga y de los biógrafos. El mozo es invención suya, pero no así Schwöhrer, Rabeneck, Olga y Antón. Tampoco es el autor del «argumento» de la escena de la muerte. El autor es Olga. La poderosa narración de ésta es el esqueleto en el que se basan todas las reconstrucciones posteriores de la escena, incluida la de Carver. Las apropiaciones que hace Callow de las invenciones de Carver —sólo un punto más imaginativas que las de Magarshack, Toumanova, Gilíes y otros— proporcionan un giro gogoliano a la crónica de los escritos sobre la muerte de Chéjov. Todo está mezclado de manera tan enrevesada que es un poco difícil extraer una moraleja. Tal vez tengamos que conformarnos con ésta: «¡No pongas hielo en un estómago vacío!».
La caracterización que Harvey Pitcher nos ofrece de Chéjov antes de su boda con Olga como «el escritor soltero más escurridizo de Rusia» es un dato de la biografía del escritor. Nunca han faltado pruebas de las numerosas relaciones de Chéjov, de las que siempre se desembarazaba con habilidad; la apertura de los archivos soviéticos sólo ha servido para dar a esa parcela conocida de su vida un matiz sexual más explícito. Pero una mujer relacionada con Chéjov —Lidia Avílova, una bella y joven petersburguesa, casada y con hijos, con pretensiones literarias— sobresale del resto. Esa distinción se apoya en dos hechos. Uno es que escribió un testimonio titulado Chéjov en mi vida, en el que se ocupa de su desdichada aventura amorosa con el escritor; el otro es que esa aventura sólo existió en su cabeza. Chéjov en mi vida (publicado en Rusia en 1947 y en Estados Unidos en 1950, en una traducción de David Magarshack) es, a decir de todos (con excepción de Magarshack), un ejercicio de flagrante autoengaño, cuando no un fraude deliberado. Simmons demuestra en su biografía que no había nada entre Avílova y Chéjov, más allá de encaprichamiento por parte de ella y embarazosa esquivez por parte de él. Con una minuciosidad que a veces bordea el sadismo, Simmons destroza el testimonio de Avílova, aportando pruebas documentales de la patética imposibilidad de su pretensión; su salvaje ensañamiento con Avílova recorre como un hilo rojo su biografía, por lo demás serena. (Cada ver que aparece no puede abstenerse de propinarle un nuevo pescozón). Desde Simmons, ningún biógrafo ha podido hacer otra cosa que burlarse de las pretensiones de Avílova. Pero el propio testimonio —escrito en el torpe estilo dialogado de las novelas rosas— se delata solo. «¿Recuerda usted nuestro primer encuentro?», le dice Chéjov, y continúa con estas palabras increíbles: «¿Ysabe usted —lo sabe— que estaba locamente enamorado de usted? ¿Profundamente enamorado de usted? Sí, la amaba. Me parecía que no había otra mujer en el mundo a la que pudiera amar así. Era usted hermosa y dulce, y estaba llena de frescura juvenil y de deslumbrante encanto. La amaba y sólo pensaba en usted». Al describir su primer encuentro —que en realidad tuvo lugar en 1889, en una cena dada por el yerno de Avílova, Serguéi Judekov, el propietario y editor de La Gaceta de San Petersburgo (en la que Chéjov había publicado)— Avílova escribe:
Chéjov se volvió hacia mí y sonrió.
—Un escritor debe escribir sobre lo que ve y siente —dijo—. Con sinceridad. Con franqueza. A menudo me preguntan qué he querido expresar en mis relatos. Nunca respondo a tales cuestiones. Mi tarea consiste en escribir. Y puedo escribir sobre cualquier tema —añadió con una sonrisa—. Pídame que le escriba un relato sobre esta botella y lo haré con el título de Una botella. Las imágenes vivas crean pensamientos, pero los pensamientos no crean imágenes […]. Si vivo, pienso, lucho y sufro, todo eso se refleja en cualquier cosa que escribo…
Hasta el estudioso más ocasional de la vida de Chéjov sabe que el escritor nunca empleaba esas palabras infatuadas y jactanciosas, mientras el más familiarizado oirá en ellas ecos de cosas que Chéjov en verdad escribió o, según los contemporáneos, dijo. Avílova, que escribió sus recuerdos en torno a 1940, probablemente no recordara lo que Chéjov le había referido cincuenta años antes, de modo que recurrió a las cartas publicadas y a los testimonios. El comentario sobre Una botella, por ejemplo, parece tomado de un pasaje de los recuerdos de Chéjov de Vladimir Korolenko: «“¿Sabe cómo escribo mis cuentos? ¡Así…!”. Echó una ojeada a la mesa, tomó el primer objeto que encontró, un cenicero, lo puso ante mí y dijo: “Mañana, si quiere, tendré un cuento titulado El cenicero”».
Las cartas que Chéjov escribió a Avílova ayudan aún menos al propósito de ésta. Excepto una o dos, todas fueron escritas en obligada respuesta a cartas de ella (Chéjov tenía por costumbre no dejar una sola carta sin contestar) y ninguna puede considerarse ni remotamente una carta de amor. En febrero de 1895, por ejemplo, Chéjov escribió a Avílova:
… He leído sus dos relatos con gran atención. Poderes un cuento delicioso, pero no puedo dejar de pensar que mejoraría si su protagonista fuera un simple hacendado, en lugar del jefe del consejo rural. En cuanto a Cumpleaños, no es, me temo, un cuento en absoluto, sino alguna otra cosa, y bastante torpe por cierto. Ha apilado usted toda una montaña de detalles, y esa montaña ha oscurecido el sol. Debería transformarlo en un relato largo, de unos cuatro folios, o muy corto, empezando por el episodio en que llevan al viejo noble a la casa.
En definitiva, es usted una mujer con talento, pero se ha vuelto usted pesada o, para decirlo vulgarmente, se ha quedado usted estancada y pertenece ya a esa categoría de escritores anquilosados. Su estilo es rebuscado, como el de los escritores muy viejos […].
Escriba una novela. Trabaje en ella un año entero, ocupe otros seis meses en acortarla, y sólo entonces publíquela. No parece usted prestar demasiada atención a su trabajo […]. Olvide estas exhortaciones. A veces no puedo dejar de sentirme un poco pomposo y comportarme como si estuviera dando una clase. Me he quedado aquí otro día, o mejor dicho, me he visto obligado a quedarme, pero mañana me marcharé sin falta.
Le deseo todo lo mejor.
Suyo afectísimo
CHÉJOV
El libro de Avílova plantea el problema de la literatura de memorias en la biografía. En este caso, la discrepancia entre las cartas de Chéjov y las torpes anotaciones de Avílova es tan enorme que no hay otro remedio que desechar su libro como una pieza de fantasía autocomplaciente. El testimonio de una escritora más habilidosa que aseverara haber tenido una aventura amorosa con Chéjov —o con cualquier otro— no sería tan fácil de rechazar. El silencio de un muerto famoso ofrece una tentación enorme para la autopromoción de los vivos. No es fácil resistirse a la oportunidad de salir del frío vacío de la oscuridad y entrar en el salón de la posteridad, magníficamente iluminado, mediante pretensiones exageradas de intimidad con los invitados. El testimonio de Korolenko sobre el cenicero puede ser también una invención, como muchas otras historias incluidas en los libros de quienes recuerdan a Chéjov. Las memorias tienen poca autoridad epistemológica. Proporcionan al biógrafo la única cosa que el sujeto no puede proporcionarle y sobre el cual el sujeto apenas tiene control: la forma en que los otros lo ven. El consenso que se desprende de las memorias se convierte en una parte de la atmósfera del sujeto. Pero hay que desconfiar de las memorias, tener en cuenta los motivos de los memorialistas y aceptar como hechos pocas de sus aseveraciones.