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Parecía que México jamás descansaría en paz y que el sino de su destino era la guerra. No bastaba la libertad. Ahora era un asunto de poder. El país se vistió de gala para coronar a Agustín I en un mal intento de réplica de la coronación de Napoleón, ya que jamás en Nueva España se había llevado a cabo un evento semejante, y la referencia más cercana que cualquiera tuviese era, precisamente, la coronación de Bonaparte, entronizado en una catedral, como Iturbide, pero recibiendo el poder de los representantes del pueblo, no de Dios, igual que don Agustín.
La ciudad y el país se emperifollaron para convertir al libertador en emperador. Lo mejor y lo peor de la sociedad, muchas veces lo mismo en una sola persona, desfiló por la Catedral metropolitana de la ciudad de México el 22 de julio de 1822: la aristocracia, el alto clero, los militares iturbidistas, Santa Anna, quien logró colarse al evento para seguir haciéndole la corte a Nicolasa, la hermana del emperador. Ella tenía casi sesenta y don Antonio tan solo veintiséis, pero todo valía para ser miembro de la familia real.
Desde luego, ningún insurgente de la vieja guardia estuvo presente, pero festejaron igual. Nicolás Bravo y Vicente Guerrero estaban más que encantados con todas sus condecoraciones, y el propio Guerrero escribió o, mejor dicho, ordenó escribir una misiva para el emperador de México donde expresaba sus sentimientos:
Nada faltó a nuestro regocijo sino la presencia de vuestra majestad imperial; resta únicamente echarme a sus imperiales plantas y tener el honor de besar su mano, pero no será muy tarde cuando logre esta satisfacción, si vuestra majestad lo permite.
Mariscal Vicente Guerrero
Otros antiguos insurgentes no estuvieron invitados a la coronación, pero sí al gobierno, y desde ahí seguían uniéndose a las logias masónicas, que continuaban infiltrándose en lo más profundo de la política imperial, todas controladas desde Filadelfia y Nueva Orleans. La masonería logró despertar en muchos un radicalismo y un fanatismo mayor al provocado por la religión. Se decían hermanos y, antes que a cualquier otra causa, antes que a la amistad, la lealtad o la patria misma, respondían a sus hermanos.
Las logias fueron básicamente partidos políticos donde encontraron buen cobijo, en un inicio, los antiguos insurgentes desplazados, los que sentían que el fruto de once años de guerra había sido levantado por el hombre que los exterminó y que ahora ceñía sus sienes con una corona. Todos en el Imperio Mexicano eran católicos, pero la vieja guardia de insurgentes nunca olvidó que la Iglesia excomulgó a Hidalgo y a Morelos y se opuso encarnizadamente a la libertad, y que fue luego esa misma Iglesia la que apoyó a Iturbide en su proyecto.
Fue así como se integraron las primeras formaciones políticas, el germen de los conservadores y los liberales. Los primeros eran los que, junto a Iturbide, se cambiaron de bando y obtuvieron la Independencia; los segundos fueron los insurgentes resentidos, que vieron en la Iglesia como institución, más allá de la fe, a una enemiga de su causa, y por eso se unieron a clubes masónicos. Tal fue el caso de Servando Mier, Manuel Mier y Terán, Guadalupe Victoria y, particularmente, el de dos hombres cuya ignorancia le facilitó a un agente norteamericano su misión de desestabilizar al gobierno de Iturbide: Nicolás Bravo y Vicente Guerrero.
Algunos, como Mier y Terán, Servando Mier o Victoria, habían obtenido con votos su lugar en el Congreso; otros, como Bravo, Guerrero y Andrés Quintana Roo, le debían todo lo que tenían al emperador, los primeros cubiertos de galones militares y el segundo como ministro de Estado del imperio. Todos juraron lealtad a su emperador en algún momento y todos fueron traidores, sin saberlo siquiera, al servicio del gigante vecino del norte. Sólo una persona podía ufanarse de no ser tildado de traidor, el hombre que siempre le dijo a la cara a Agustín de Iturbide que no pararía hasta destruir el imperio: Guadalupe Victoria.