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Los masones pudieron ser de vital importancia para el desarrollo, el progreso y el bienestar de la vieja Europa. Estuvieron detrás de la modernización monárquica en Inglaterra y de la revolución que cortó la cabeza del tirano en Francia en 1789. Incluso fueron masones los que convirtieron a las antiguas colonias británicas de Norteamérica en una nueva potencia. Pero en el resto de América significaron la ruina y la ruptura de muchos países que comenzaban a nacer de los escombros del Imperio Español.
En el antiguo continente quizá representaron libertad y querella contra las tiranías, pero en el Nuevo Mundo sirvieron para la lucha descarnada por el poder y para enmascarar las opresiones. De un lado del Atlántico tal vez pugnaron por la libertad de pensamiento y el desarrollo de los individuos, pero del otro lado estuvieron al servicio de la imposición política y el sometimiento. Colaboraron en la construcción de un mundo pero destruyeron el otro.
Todo eso y más lo sabía Lorenzo de Zavala y Sáenz, hijo de una rica familia terrateniente de Tecoh, en la península de Yucatán. Nació don Lorenzo en tiempos en los que, a causa del reacomodo administrativo de las reformas borbónicas, todo el territorio peninsular era una capitanía general independiente del virreinato de Nueva España, aunque sujeto al mismo colonialismo y discriminación al criollo que había impuesto la casa Borbón, por lo que los movimientos en busca de independencia o autonomía, como los sanjuanistas, eran tan comunes como en el territorio virreinal.
Las dos grandes ciudades de la península, Mérida y Campeche, vivían en mayor contacto con Cuba o Norteamérica que con la ciudad de México, ya que toda comunicación era marítima, y el puerto de Sisal era el gran puente con Veracruz, La Habana y Nueva Orleans. Precisamente desde esta última ciudad las logias masónicas habían permeado en los puertos y ciudades más importantes del Golfo, y en Veracruz y Campeche ya existían varios grupos secretos que se hacían llamar Amigos Reunidos en la Virtud, que estaban reconocidos por las logias yorkinas del sur de Estados Unidos.
Fue así como Lorenzo de Zavala, quien ya había conocido las ideas masónicas en su natal Yucatán y en la ciudad de México, donde estudió latín, filosofía y teología, terminó de establecer su contacto definitivo con la masonería y se inició en sus ritos mientras estuvo en la cárcel de San Juan de Ulúa, entre 1813 y 1817, debido a su apoyo a la causa de la Independencia.
Gran admirador era don Lorenzo del sistema republicano y confederado que habían creado los colonos norteamericanos al dar a luz a lo que llamaron Estados Unidos de América; conocía su sistema político, su historia y, ante todo, su ideario, su destino manifiesto, su expansionismo. Cuando pensaba en independencia, pensaba en república, y pensaba sobre todo en Yucatán, más que en Nueva España, y en una relación con los estadounidenses y no con las potencias europeas.
Los años en la cárcel hacen que las historias coincidan y la conversación fluya, y quiso el destino que desde 1816, con casi dos años por delante para compartir reflexiones, compartieran también espacio en San Juan de Ulúa dos hombres que representaban los extremos de la escala social yucateca.
Ahí, Lorenzo de Zavala y Sáenz, el gran terrateniente de familia henequenera, tuvo como compañero a una víctima del sistema económico que a él le daba la riqueza: un esclavo cubano y supersticioso llamado Lucas, con quien, con el paso de días, semanas y meses, pudo repasar todo su ideario republicano y las principales ideas de los grandes padres de aquella patria, como Thomas Jefferson. Desde luego, aquel aristócrata racista y clasista siempre pensó que platicar con un esclavo en la cárcel era casi insensato, sólo para matar el tiempo, y que en realidad no tenía ningún sentido.