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Sevilla. Noviembre de 1819
Nada de lo que Miguel de Montellano hubiera escuchado sobre Sevilla se equiparaba de forma alguna a la realidad; era simplemente el espectáculo más grande que podían brindar la civilización, el mestizaje y la mezcla de culturas. Lo romano, lo árabe y lo español se conjugaban para crear la ciudad más hermosa del mundo; el románico, el barroco, el mudéjar y el gótico saltaban, espectaculares, en cada rincón de aquella ciudad que sumergía a Miguel como en un embrujo.
Eso era Sevilla: un embrujo, una fantasía, una ficción. Miguel de Montellano conocía casi todas las grandes ciudades de Nueva España: Valladolid y sus torres catedralicias más altas de América; Puebla, delineada por los ángeles y con un templo para cada día; Guanajuato y su argentífero trazado montañoso; el churrigueresco estilo de Zacatecas; la imponencia de Guadalajara… y la ciudad andaluza que tenía frente a sus ojos lo deslumbraba de forma mágica. “Pensar que Tenochtitlán deslumbró a Cortés, a grado tal que la encumbró por encima de Sevilla”, se dijo.
Ahí estaba Miguel, a ocho mil kilómetros de distancia de su tierra, de su convulsionada Nueva España, asumiendo que la libertad era una quimera y él, un simple títere del destino que no tenía más remedio que seguir los caminos que el azar, la fatalidad o la suerte le pusieran por delante. No era un viaje que hubiese querido hacer, según se decía él mismo, pero las opciones eran la libertad en Sevilla o el cautiverio de San Juan de Ulúa, cuyos húmedos calabozos conoció por meses a pesar de haber recibido un indulto.
Pero tal vez en realidad era un escape. Nada de lo que sucedía en América le incumbía directamente, y las ataduras del corazón se disuelven con el paso del tiempo. No había querido estar en Sevilla, pero no podía dejar de estar extasiado ante esa maravilla del mundo, ante la catedral gótica más grande que existiese, su campanario de más de cien metros de altura, o el gran palacio construido para albergar los Archivos de Indias.
Por encima de todo lo cautivó su alcázar, de unos mil años de antigüedad, construido por los árabes. Ahí, en ese gran castillo que parecía toda una ciudad, bajo la llamada Puerta del León, rematada por espadañas que dejaban clara su naturaleza de palacio y fortaleza a la vez, Miguel de Montellano tenía una cita precisamente con un león, un encuentro del destino que hubiera preferido evitar, con un hombre que nunca pensó que volvería a ver. Con todo el porte marcial al que nunca menguaban los años, lo esperaba, firme, don Félix María Calleja del Rey.
Miguel siempre le había guardado respeto a su mentor, y así se presentó ante él, firme, con saludo militar, sin pronunciar palabra. Y así se mantuvo Calleja por varios segundos, escrutándolo con la mirada:
—¿Así es que usted, joven Montellano, es el indultado que, según dicen, puede ser de gran ayuda a mi expedición militar?
Calleja era como una roca. Si algo de afecto sentía por el que había sido su pupilo, no dejaba asomar ni un atisbo, pero sí permitía que su mirada dejara notar un poco de decepción.
—Un traidor —continuó Calleja, mientras caminaba muy despacio en torno a Montellano—. ¿Un traidor arrepentido o un derrotado suplicante? ¿Qué será ahora usted, Montellano?
El joven Montellano ya no era tan joven. Tenía treinta y un años y muchas leguas recorridas, muchos parajes cabalgados y ahora, incluso, océanos navegados. Nunca, desde luego, como Calleja. Ahí, en España, Miguel era, por lo menos físicamente, uno más. Sus rasgos no despertaban los suspiros, como en su natal Valladolid; sus ojos, su tez, su cabello eran tan españoles como los de cualquier otro, y poco podían hacer quizá comparados con los atributos árabes y gitanos que en realidad dominaban en el sur de España. Era su porte y no su cuerpo, su mirada y no sus ojos, su actitud y no su rostro, lo que lo hacían seguir destacando entre otros, pero no ante Félix María Calleja.
—¡Señor! —comenzó a decir con toda la marcialidad que pudo reunir.
—No hable hasta que se le pregunte, indultado —interrumpió el mariscal, que ahora ostentaba, además, el título de nobleza de conde de Calderón—. Usted lo tenía todo, Montellano, más incluso de lo que usted mismo sabía. O eso creo. No sé si fue usted idiota o simplemente más ambicioso aún que su propio padre. No creo que el amor o las bajas pasiones por una mestiza lo hicieran renunciar al futuro. Quizá se enteró demasiado pronto de a quién estaba usted siguiendo. Tal vez supo muy rápido quién era en realidad Sofía Guillén y decidió tenerlo todo por su cuenta. Probablemente percibió que la posible unión con esa hija de herejes le resultaría más conveniente aun que el matrimonio con mi sobrina. ¿De pronto mi familia y yo resultamos demasiado poco para usted, soldado, ante lo que podía representar una unión con la Guillén?
—No sé de qué está hablando, señor.
—Claro que no —dijo Calleja, riendo—, claro que no. Seguramente sólo siguió sus instintos de héroe medieval y nunca lo tentó lo que podía significar Sofía Guillén. Pero sus planes, señor Montellano, sólo podrían hacerse realidad si Nueva España obtuviera su independencia por la vía de la insurgencia, y yo me encargué de destruir a esa bola de léperos. Lo prometí y lo cumplí. La insurgencia no sobrevivió a Félix María Calleja del Rey. ¿Y sabe por qué lo hice? Por lealtad. Lealtad a la corona española, aunque esté depositada de momento sobre las sienes de un imbécil. ¡Lealtad, señor Montellano! Algo que aprendí en España y que pensé que le había inculcado.
—Sé que la lealtad es una de sus grandes virtudes, señor mariscal.
—No pretenda adularme, Montellano. No es mi lealtad la que se pone en duda, señor; es la suya, tanto en el pasado como ahora. Confío en usted militarmente. Finalmente yo lo instruí, y la única razón por la que accedí a entrevistarme con usted es porque sé que en América fue don Agustín de Iturbide, mi pupilo más destacado, quien se atrevió a recomendar que gozara su indulto en España y al servicio de la corona. Ni usted ni nadie en ese reino serían capaces de derrotar nunca a Iturbide, y me pregunto qué habrá visto en usted ese hombre de hierro, pero aún queda mucho por hablar, y usted, Miguel de Montellano y Cortés Altamirano, tiene mucha información que darme sobre Sofía Guillén de Ramírez y Arellano… y los ancestros de ambos.
Miguel no pudo disimular su sorpresa. ¡El mariscal Calleja lo sabía! Eso que Sofía y él descubrieron recorriendo los caminos de Nueva España, arriesgando su vida y descifrando acertijos, Calleja lo sabía. ¿Desde cuándo? ¿Por qué?
Las ideas se agolparon en su mente. Finalmente su padre era quien guardaba ese secreto de los orígenes de los Guillén, pero seguía sin entender qué era lo que podía ser tan grave y peligroso en la existencia de Sofía o en su relación. En algo tenía razón Calleja, y era en que nadie podía derrotar a Iturbide. “Si supiera el mariscal que en el mismo instante en que dejó Nueva España, el propio Dragón de Hierro comenzó a planear una independencia sin violencia.”
La sombra del pasado caía ahora con todo su peso sobre Miguel de Montellano, quien a miles de kilómetros de América nada sabía sobre el destino que habría sufrido Sofía; si el indulto habría funcionado; si Victoria habría logrado protegerla. Sólo sabía lo que decían todos los informes y noticias: que Guadalupe Victoria había muerto en la sierra de Veracruz.