El juicio final

1

Cárcel de Valladolid (noviembre de 1812)

Caía la noche sobre Oaxaca. Mientras los insurgentes festejaban en la ciudad tomada, Félix María Calleja hacía la peor rabieta de su vida y el general Morelos saqueaba el convento de Santo Domingo para convertirlo en cuartel de guerra. Sofía yacía exhausta en el suelo de su celda, junto a su padre, abrazados.

De pronto entró en la mazmorra un soldado realista, perfectamente uniformado, con todo y casco, que se acercó a Sofía mientras otro soldado esperaba en la puerta del calabozo. La pequeña entró en pánico, pues pensó que había llegado su hora. Pero antes de que pudiera hacer o decir algo, el soldado se descubrió frente a ella y Sofía pudo ver el rostro de Mateo, quien rápidamente le cubrió la boca con la mano y le susurró al oído que guardara silencio. Sofía estaba sorprendida. Habló con voz casi inaudible:

—¡Mateo!, ¿cómo es posible?

—Nos trajo Miguel de Montellano, parece que esta vez sí dijo la verdad.

En ese momento el otro soldado entró y se descubrió ante Sofía. Era Miguel de Montellano.

—Siempre te he dicho la verdad, Sofía.

La pequeña niña, asustada y harapienta, esbozó una débil sonrisa.

—Ahora lo sé, Miguel.

Sofía y Miguel se fundieron en un abrazo frente a Mateo, que no pudo más que hacer un gesto de resignación. Mientras tanto, el anciano Manuel Guillén seguía dormido en el suelo, en un rincón de la celda, ajeno a lo que sucedía. Mateo los interrumpió:

—Es hora de salir. Más vale que digan aquí corrió que aquí quedó.

Sofía se levantó apoyándose en Miguel y señaló al anciano del rincón.

—Él es mi padre, Miguel, sobrevivió en esta celda todos estos años. Fue mi madre la que murió aquella noche. Está casi ciego y muy débil, no podemos dejarlo aquí.

Miguel condujo a Sofía hasta el rincón donde yacía Manuel Guillén. El anciano permanecía inmóvil y no respondió a los llamados de Sofía. La pequeña lo zarandeó, pero aquel cuerpo sin vida no respondió ni lo haría nunca más. Sofía derramó algunas lágrimas, mientras Miguel la rodeaba con sus brazos. Mateo, de pie, se quitó el casco e inclinó la cabeza. Los tres rezaron una breve oración y Sofía abrazó desesperadamente a su padre. Miguel tuvo que interumpirla.

—Lo siento mucho, Sofía, pero hay que salir de aquí. Él hubiera querido que te salvaras.

Antes de salir, Miguel detuvo a Mateo y le pidió que cambiara su traje de soldado por una túnica harapienta que llevaban con ellos. Todo conforme el plan. Los tres salieron de la celda y comenzaron a caminar por los pasillos. De nuevo hacia la libertad.

2

Miguel esperaba no tener problema alguno. Portaba un uniforme galardonado y esperaba que cualquier soldado con el que pudiera encontrarse reconociera su rango y no tuviera que darle explicaciones. Salieron del laberinto de pasillos subterráneos y en el patio exterior se encontraron con un grupo de cuatro soldados, al mando de un teniente, con uniforme impecable y condecorado. Miguel de Montellano sintió un escalofrío al reconocer a aquel hombre, uno de los mejores militares de la Nueva España y probablemente el mejor jinete del reino, miembro de la guarnición de dragones de la reina. Era Agustín de Iturbide.

Miguel hizo una seña a Mateo y a Sofía para que permanecieran unos pasos atrás mientras él se adelantó y se colocó frente a Iturbide, con toda la naturalidad que pudo fingir, que era mucha. Lo saludó como quien se encuentra con un colega en una circunstancia cotidiana.

—Teniente Iturbide, tanto tiempo sin verlo.

Agustín de Iturbide irradiaba un porte marcial tan gallardo como el de Montellano. Alto, robusto, fuerte, de ojos claros y cabello castaño, de piel apiñonada y una seducción natural que normalmente lo hacía salirse con la suya. De haber convivido en un mismo contexto, él y Miguel de Montellano hubieran podido ser grandes rivales en el terreno de las conquistas femeninas, o cómplices terribles. Sin embargo, natales ambos de Valladolid, la vida los había conducido por distintos derroteros. Se conocían personalmente aunque sabían más sobre sus mutuas reputaciones. Iturbide se detuvo frente a Miguel y respondió en todo amigable:

—Capitán Montellano, qué sorpresa. ¿Qué lo trajo a prisión?

Miguel tuvo un momento de titubeo ante tan astutas palabras; pero continuó con su plan:

—He venido a trasladar a esta prisionera y a este otro traidor a la ciudad de México.

—Muy bien, supongo que trae la orden correspondiente.

Miguel, que había planeado con detalle la fuga, tenía una excelente falsificación que extendió a Iturbide.

—Todo en orden como a usted le gusta. Aquí tiene, teniente.

Iturbide miró el papel mientras Miguel intentó distraerlo y halagarlo con un poco de conversación:

—Veo que en su zona no han podido hacer nada los rebeldes, teniente Iturbide.

Don Agustín sonrió.

—Me parece que han dejado crecer demasiado a ese rebelde Morelos. Si se le llega a atravesar la idea de venir a Valladolid, yo le daré su merecido.

—Al parecer el general Morelos es más astuto de lo que usted piensa.

—Ya cometerá un error, todos lo hacen, y cuando eso suceda yo estaré ahí.

Miguel sonrió con complicidad:

—¿Para acabar finalmente con sus sueños de independencia?

Iturbide miró con seriedad a Montellano antes de contestar:

—No se confunda, capitán. Comparto sus sueños de independencia. Yo mismo nací en esta tierra y nada me ata a la vieja España. Yo sólo pienso acabar con sus métodos sanguinarios, como los de Hidalgo, sin orden, sin proyecto, sin ideas claras. Pero tenga por seguro que esto ya nadie lo detiene, más tarde o más temprano éste será un país independiente.

Miguel se quedó sorprendido ante aquella respuesta, que definitivamente no esperaba de un soldado con la fama de lealtad a la Corona como era Iturbide, quien además era uno de los hombres más privilegiados por el sistema social de la Nueva España: un criollo, aristócrata, terrateniente, con riqueza… nada le faltaba.

—¿Y no le gustaría ser parte de eso, teniente?

Don Agustín de Iturbide sonrió a Miguel de Montellano.

—Todo a su tiempo.

Miguel se sentía tranquilo; al parecer todo seguía el rumbo planeado y decidió que ya había prolongado esa conversación con Iturbide.

—No los interrumpo más, teniente Iturbide, ha sido un placer encontrarlo.

Iturbide le entregó de vuelta la orden falsificada y muy tranquilamente y sonriente le contestó:

—Muy bien, capitán, terminemos con esta mascarada. Está usted arrestado. La orden de su padre fue que detuviéramos a quien quisiera llevarse a la conspiradora, incluido usted.

El teniente Iturbide volteó a ver a sus soldados y dio la orden.

—Guardias, arréstenlos.

Miguel desenvainó rápidamente su espada, dispuesto a morir en la batalla. Mateo se colocó frente a Sofía y dio un fuerte y sonoro silbido. En ese momento ocurrió lo que Iturbide definitivamente no esperaba: los traidores llevaban refuerzos. De lo alto de los muros que rodeaban el patio central cayeron diez soldados, vestidos de uniforme realista, pero evidentemente insurgentes. Cada uno de ellos cayó en el patio con pistola desenfundada y apuntando al enemigo, que se encontraba en evidente inferioridad.

Mateo se llevó a Sofía a un lado mientras los otros insurgentes amagaban a los soldados realistas, listos para un combate. Iturbide hizo una señal a sus hombres para que bajaran la guardia.

—Vaya, capitán, traidor pero también astuto. Veo que finalmente cambió usted de bando.

Miguel de Montellano se acercó a Iturbide con la espada en alto, dirigida a su cuello.

—No tengo interés alguno en esta guerra absurda, teniente; pero pelearía mil batallas por esa mujer que tenía usted prisionera.

Iturbide estiró su brazo para tomar la espada que sostenía Montellano y apuntarla hacia el suelo. Miguel se dejó hacer.

—No voy a pelear en un duelo perdido, capitán. Nos doblan en número. Pueden bajar todos sus espadas, tienen mi palabra de honor.

Miguel hizo a todos una señal para que bajaran sus pistolas. Sabía que don Agustín era hombre de palabra.

—Es usted honorable, teniente, pero no puedo correr riesgos.

Volvió a levantar su espada contra Iturbide y señaló una celda en uno de los pasillos laterales del patio.

—Me temo que tendré que solicitarle que entren todos a la celda.

Al tiempo que decía eso amagó de nuevo a Iturbide con la espada. Éste dio la señal a sus soldados de que entraran a la mazmorra.

—Habría sido un honor cruzar espadas, capitán. Su fama es legendaria, pero usted no está siendo razonable, como nada ni nadie en este movimiento que sólo está generando odio y mayor división.

—Me parece que en esta guerra nadie tiene la razón. Ya se lo dije, ella es mi única causa.

Iturbide entró a la celda en la que ya estaban sus subalternos y se dejó encerrar.

—Vaya usted en paz, capitán, pero irá por el camino incorrecto. Créame, cuando llegue el momento, yo sabré terminar con este conflicto, en paz y sin violencia, con acuerdos. La única forma en que se puede construir un país.

3

Camino de Oaxaca (noviembre de 1812)

Dos comitivas antagonistas se dirigían de Valladolid a Oaxaca al mismo tiempo, con propósitos igualmente contrarios: unos para matar y otros para salvar a José María Morelos.

Por un lado, cuatro soldados realistas escoltaban una elegante carroza con los escudos españoles. A bordo viajaban Diego de Montellano y Alejandra de la Gándara.

—¿Cree que esto vaya a durar mucho tiempo, don Diego?

—Con Morelos muerto será cosa de muy poco tiempo pacificar a la Nueva España.

—Pero él no es el único, estas malditas ideas liberales están por todos lados.

—Vayamos poco a poco, mi querida y desconfiada Alejandra. Morelos ha hecho girar todo en torno a su persona y su carisma; cuando él desaparezca los demás serán como ovejas sin pastor.

En las manos de Alejandra había una pequeña botella de color oscuro que le había encargado don Diego.

—Esto terminará con la vida de ese rebelde, mi querida Alejandra, sin importar qué tan fuerte sea. Además de que el primer veneno lo dejó muy débil, éste es certero y fatal; lo desgarrará por dentro y antes de que pasen tres semanas habrá muerto. Además, así no habrá sospechas; parecerá una muerte natural. Y créame que nuestro contacto no fallará en administrarlo. Es quien le prepara sus alimentos.

Por un rumbo distinto, la otra comitiva también buscaba llegar a Oaxaca por los caminos menos transitados y conocidos. Incluso sin usar caminos. Mateo y cinco de sus soldados iban a la vanguardia mientras que otros cinco hombres cubrían la retaguardia. En medio de ambos grupos, en un solo caballo, viajaban Miguel y Sofía.

—Debemos darnos prisa, Miguel, la vida del padre José María corre peligro. Saben dónde está y se supone que tienen gente infiltrada en su ejército. Tratarán de matarlo a él, sin batalla, de la única forma en que pueden hacerlo.

—Te dije que haría todo por ayudarte y así será. Llegando a Oaxaca, Mateo y yo buscaremos a mi padre, que seguramente estará ahí. Tú busca de inmediato a Morelos y ponlo sobre aviso.

4

Plaza de Santo Domingo,

Oaxaca (noviembre de 1812)

Mateo y Miguel caminaban por las hermosas y coloridas calles de Oaxaca, en la explanada de Santo Domingo, uno de los templos más majestuosos del reino. La gente intentaba realizar sus actividades normales, pero había soldados insurgentes por todos lados. Ni siquiera estaban seguros de dónde buscar, pero de pronto Miguel distinguió un rostro conocido entre la multitud: otro capitán al servicio de Calleja estaba ahí entre la multitud, vestido como cualquier persona del pueblo. Silenciosamente llamó la atención de Mateo para indicarle lo que acaba de ver. Los dos se dirigieron a encarar al realista infiltrado. Miguel se le acercó por la espalda y le puso la pistola en el cuello.

—Silencio, espía, o te mueres.

El espía en cuestión logró reconocer a Miguel.

—Así que, finalmente, traidor… como se rumoraba.

—Así es la historia. Los traidores de hoy son los patriotas de mañana. ¿Dónde está mi padre?

No acababa de preguntar cuando escuchó el ruido inconfundible de las armas de fuego preparándose a disparar. Volteó y reconoció a seis soldados realistas, todos de civiles. Uno de ellos encañonó a Mateo y los demás apuntaron sus armas sobre Miguel de Montellano. El capitán al que Miguel había reconocido se acercó a él.

—Qué bien te conoce tu padre. Sabía que estarías aquí.

—Qué poco me conoce si cree que no voy a pelear.

No había terminado de decir esas palabras cuando en un movimiento muy veloz sacó su pistola y disparó sin pensarlo siquiera al soldado que estaba encañonando a Mateo. Le dio justo en la frente. El soldado cayó fulminado de inmediato y Mateo reaccionó velozmente, desenvainó su espada al mismo tiempo que Miguel de Montellano. Corrieron a encontrarse aprovechando el momento de desconcierto; quedaron espalda con espalda, protegiéndose el uno al otro, con las armas en guardia. Estaban rodeados por seis soldados, pero no iban a morir sin pelear.

Miguel había sido instruido en las artes de la esgrima por el propio Calleja, la Espada de la Nueva España, como le decían, por lo que su pericia era destacada y conocida. Mateo portaba un sable que con el paso del tiempo había aprendido a dominar bastante bien.

Mateo luchó como un poseído; de un solo golpe cortó de tajó el brazo de uno de sus atacantes y con el golpe de regreso atravesó a otro soldado. Del otro lado Miguel se defendía de tres enemigos que arremetían al mismo tiempo; detenía cada una de sus estocadas pero se veía imposibilitado para embestir.

Uno de los realistas hirió a Miguel en la pierna y éste tropezó. En ese momento perdió la guardia y quedó vulnerable ante otro soldado que estaba de pie junto a él, listo para soltar el estoque de muerte. El realista tomó impulso para descargar toda la furia de su espada contra Miguel, quien sólo pudo ver cómo la punta de un sable salía del pecho de su enemigo con la mitad de sus entrañas sangrantes. El soldado cayó de bruces con el arma de Mateo enterrada en la espalda. El purépecha extendió la mano a Miguel para que se levantara.

—¡Me salvaste la vida, Mateo!

Mateo lo miró de frente, como nunca un indio se hubiera atrevido a mirar a un español.

—Usted salvó a mi niña Sofía y tal vez al padre José María. Ahora todos somos mexicanos.

Miguel se incorporó, y cuando ambos estaban dispuestos a lanzarse de nuevo al ataque fueron interrumpidos por un disparo al aire. Los dos voltearon y vieron a un soldado que acababa de hacer el tiro mientras otros seis refuerzos les apuntaban con fusiles.

—Ya basta de esto. Llévenlos con el general don Diego de Montellano.

5

Convento de Santo Domingo

Sofía supo de inmediato que el general Morelos se había instalado en el convento y templo de Santo Domingo, y que lo usaba como casa y cuartel general durante su estancia en Oaxaca. Para entonces Sofía llevaba meses separada de los insurgentes y Morelos estaba rodeado de personas que no la reconocían. Su nombre nada le dijo a quien se identificó como Juan Nepomuceno Rosáins, secretario del Generalísimo José María Morelos, quien le pidió esperar en una sala, por más que Sofía insistía a gritos que se trataba de algo urgente, a lo que su secretario simplemente contestó:

—El general Morelos está por tomar sus alimentos y no quisiera interrumpirlo hasta que haya terminado. Casi no tiene momentos de paz.

Mientras Rosáins hablaba Sofía alcanzó a ver a una criada de rasgos indígenas que llevaba una charola con un plato y una botella de vino con una copa, los alimentos de Morelos. Pero algo en ese rostro llamó su atención, aunque no sabía qué. La siguió con la mirada e intempestivamente su rostro se llenó de terror. Recordó aquella lejana tarde en Valladolid, en el puesto de abanicos. Recordó aquel otro día en las cercanías de la ciudad, cuando la detuvieron los soldados. Su rostro se transformó.

Como una fiera, Sofía empujó y derribó a Rosáins al tiempo que gritaba:

—¡Éste tampoco será un momento de paz para él! ¡Que alguien detenga a esa mujer!

Sofía pasó literalmente sobre el secretario de Morelos en persecución de aquella en quien ahora reconocía a Juana, la criada de Alejandra de la Gándara. Rosáins, que no conocía a Sofía, veía más peligro en ella que en la indígena que llevaba los alimentos. Llamó a alerta a los soldados:

—Deténgala, pronto.

A su paso salieron dos guardias que le cerraron el camino mientras Juana seguía rumbo a los aposentos de Morelos. Sofía levantó las manos en señal de rendición; se mostró derrotada, pero en cuanto los guardias se acercaron los golpeó con todas sus fuerzas. La sorpresa, más que el poderío del golpe, fue lo que desequilibró a los soldados y permitió a Sofía pasar entre ellos y llegar corriendo al cuarto a donde vio entrar a la criada con la comida. Los soldados se pusieron de pie y la siguieron a toda carrera.

Sofía entró intempestivamente en la habitación donde José María Morelos estaba sentado a la mesa, con los platos delante y la copa de vino en la mano, listo para beber. Corrió como una desesperada hacia él al mismo tiempo que gritaba con todas sus fuerzas:

—¡Deténgase, padre!

Morelos no terminó de reaccionar, ya que estaba de espaldas a la entrada. Seguía con la copa en la mano. Sofía siguió su carrera, se lanzó contra el general y arrojó la copa al suelo.

—Es veneno.

José María Morelos quedó paralizado. Finalmente la reconoció, la pudo ver. Ahí frente a él estaba Sofía Guillén, su niña adorada, su hija adoptiva. No podía creerlo. Corrió hacia ella, la tomó de ambos brazos y la abrazó amorosa y salvajemente a la vez; la levantó del suelo, la besó en las mejillas. Los soldados que habían llegado a la habitación estaban atónitos al presenciar aquellas emociones en su pétreo general, mientras que la criada se quedó pasmada en el centro de la habitación. Trató de salir corriendo, pero los soldados le cerraron el paso hasta saber qué era lo que pasaba ahí.

Morelos seguía abrazando a su hija adoptiva.

—Sofía, Sofía, estás bien, estás a salvo.

—Y ahora también usted, de momento.

Morelos retomó su actitud de serenidad y dominio; se convirtió de nuevo en el Generalísimo.

—¿De qué hablas, Sofía? ¿Veneno? ¿De dónde sacas esas ideas?

Sofía señaló a la criada que seguía impávida en el centro del cuarto.

—Ella no es de los nuestros, es enviada de Diego de Montellano.

Morelos volteó a ver a la criada.

—Juana, ¿qué tienes que decir a eso?

Juana estaba nerviosa y asustada, se le dificultaba hablar.

—Yo le juro, padrecito, que eso no es cierto. Yo quiero mucho a vuestra merced.

Sofía, que estaba de pie junto a Morelos, alcanzó a ver un cuchillo que colgaba de la cintura del general. Rápidamente lo tomó y corrió hacia Juana, la tomó por la espalda y apretó el arma contra su cuello.

—Habla de una vez; te conozco, estás al servicio de Alejandra de la Gándara.

—Me confunde usted niña, yo le juro que…

—Sin juramentos —atajó Sofía—; que hablen los actos.

Dicho eso presionó la punta del cuchillo contra Juana.

—Prueba los alimentos que traías.

Juana se quedó inmóvil; se podía ver el terror en cada uno de los poros de su cuerpo. Sofía presionó.

—Anda, si eres inocente pruébalos…

Juana no aguantó la presión y el pánico y comenzó a llorar.

—Perdón, perdón. Es verdad. Mi patrón me dijo que el padre es un enemigo de Dios, y que si no lo hacía me iba a ir al infierno.

Morelos miró a Juana con enojo, pero también con ternura. Ahí estaba el sometimiento religioso que azotaba a la Nueva España, la ignorancia que había que combatir, los métodos de evangelización que había que reformar. Tristemente, Morelos entendió que Juana representaba perfectamente a ese pueblo que él pretendía liberar. La miró paternalmente, mostrando por adelantado el perdón en sus ojos.

—¿Ibas, pues, a envenenarme?

—Me dieron un líquido que debía poner en su bebida y en su comida.

Morelos miró a Sofía.

—Creo que te he estado subestimando, hija. No niegas tu sangre. Pero no debemos volcarnos sobre esta mujer, es una víctima de la ignorancia y de los engaños.

Pero el tiempo en prisión había hecho mucho más dura a Sofía, que se quedó junto a Juana y la volvió a presionar con el cuchillo.

—Esta mujer debe saber más. ¿Dónde está Diego de Montellano? ¿Quién más está en la ciudad?

6

En el interior de una casa del centro de Oaxaca se encontraban Miguel y Mateo amarrados a unas sillas. Frente a ellos estaba Diego de Montellano, dando vueltas, caminando frente a su hijo, tratando de entender la situación, pero lleno de furia, rabia, enojo e irritación. Y, ante todo, de decepción. Su hijo, su único heredero, una de las promesas de la Nueva España, a punto de formar parte de la nobleza por medio del sagrado vínculo del matrimonio, era un traidor. Diego miró detenidamente a su hijo.

—Los traidores tienen reservado el último círculo del infierno, Miguel.

—Tú querías matar a la mujer que amo.

—El amor es un negocio, Miguel, un contrato. Y nuestra conveniencia está en la familia De la Gándara.

—El amor debe ser libre… pero tú no sabes de eso.

Diego mostró una mirada de decepción y de tristeza.

—Veo que te han metido esas absurdas ideas sobre la libertad.

En ese momento Alejandra entró a la habitación, pasó frente a Miguel sin hacerle caso; al final sólo le envió una mirada despectiva y se dirigió hacia Diego de Montellano.

—Ya debe estar hecho.

Don Diego asintió con la cabeza y siguió hablando con su hijo:

—Tú aún puedes obtener un indulto, Miguel, si honras tu compromiso con Alejandra. En estos momentos el padre Morelos ya debe estar muerto.

La voz temblorosa de Mateo los interrumpió:

—Que la boca se le haga chicharrón. Eso no es cierto.

Sin dignarse a mirar a Mateo, y con todo el desprecio que pudo reunir, Alejandra contestó:

—Fue envenenado. Uno de los tuyos lo hizo.

—Con la muerte de Morelos toda esta estúpida rebelión terminará pronto —aseguró don Diego.

Pero una voz a su espalda interrumpió su alegato:

—Tal vez tenga más vidas de las que piensa.

Diego de Montellano volteó y se encontró cara a cara con el general José María Morelos, quien iba acompañado de Nicolás Bravo, Mariano Matamoros, Hermenegildo Galeana y Guadalupe Victoria. Tras ellos venían otros tantos soldados insurgentes. Sofía los acompañaba.

Don Diego simplemente sonrió.

—No creo que tenga tantas vidas como usted cree.

En ese momento Morelos se dio cuenta de que detrás de ellos había unos veinte soldados realistas apuntándoles. Los superaban en número; habían caído en una trampa. Hizo rápidos cálculos: ellos y sus soldados sumaban diez, mientras que, contando al propio Diego, había veinticinco soldados realistas. Todo parecía perdido.

Pero José María Morelos nunca se había rendido ante la adversidad y no iba a hacerlo ahora. Decidió actuar rápidamente y no dejar que creciera el momento. En un vertiginoso movimiento se llevó ambas manos a la cintura; con una desenvainó la espada y con otra una pistola, con la que disparó a uno de los soldados, mientras se daba la vuelta y segaba el cuello de otro con la espada. Todo ocurrió en fracciones de segundo.

Galeana reaccionó de inmediato y lanzó un machete que se clavó en la frente de uno de los realistas. Matamoros, Bravo y Victoria desenvainaron sus espadas y comenzó la batalla. Insurgentes y realistas se lanzaron al ataque.

Alejandra llevaba una pistola, aunque era obvio que nunca había usado una. De hecho era claro que la sobrina de Calleja y espía de los realistas no acostumbraba participar en batallas; no sabía qué hacer. Volteó a su alrededor para ponerse a salvo, pero Sofía aprovechó su momento de distracción y le dio un tremendo golpe en la cara con el puño cerrado. Ya no era la niña indefensa de hacía pocos años. La pistola cayó al piso.

Mientras Alejandra se recuperaba, Sofía corrió hacia donde estaban Miguel y Mateo, para intentar liberarlos. Mariano Matamoros corrió a ayudar a Sofía y dio un cuchillo a cada uno. Los dos se unieron al combate y se lanzaron sobre dos soldados realistas a quienes lograron despojar de sus espadas, mismas que estrenaron atravesando a los recién desarmados combatientes.

Alejandra salió corriendo del lugar, recogió su pistola y se dirigió al patio de la casa. Sofía logró verla y la siguió. Mientras en la habitación corría sangre de ambos bandos, Sofía buscaba a Alejandra de la Gándara, quien estaba escondida detrás de un árbol. Preparó la pistola, estaba dispuesta a matar a Sofía Guillén de una vez por todas.

Adentro de la casa, Galeana, Victoria y Matamoros habían descontado a la mitad de aquella emboscada realista. En medio del combate a espadas, Diego de Montellano sacó su pistola y se preparó para disparar a Morelos. Ésa era su única misión. Apuntó y puso el dedo en el gatillo.

Mateo estaba cerca de Diego y se abalanzó contra él, haciéndole fallar el primer tiro. Forcejearon. La pistola se disparó por segunda vez y Mateo recibió el impacto de la bala. En ese momento, Diego recibió una estocada en la mano que lo despojó de su arma. Su propio hijo lo había desarmado.

—Nunca olvides el honor, padre. Si vas a matar a ese hombre tendrás que luchar contra él. Si lo matas no haré nada contra ti; si él intenta matarte te defenderé. Y no atentes contra la mujer que amo.

En el patio Alejandra, escondida tras el árbol, apuntaba a Sofía con la pistola y seguía sus movimientos. Cuando tuvo a Sofía prácticamente frente a ella y se sintió totalmente segura, le gritó:

—Es momento de despedir a la servidumbre.

Se escuchó el ruido de un balazo. Sofía volteó asustada y alcanzó a ver que Alejandra de la Gándara caía abatida. Detrás de ella estaba Morelos con la pistola en la mano, aún humeante. Miró fijamente a Sofía por unos instantes antes de volver a la habitación del combate.

Sofía se acercó a Alejandra, quien sólo estaba herida en la pierna.

—En este país se acabará la servidumbre.

Alejandra estaba en el piso, se agarraba la pierna lesionada. Se podía ver el dolor en su rostro. La sangre manaba de la herida. Sofía se reclinó para revisarla; se arrancó un pedazo de tela de su propia manga, la limpió y le aplicó un torniquete. Alejandra no comprendía.

—¿Qué haces?

—Morir es demasiado bueno para ti. Vas a vivir, para vernos ganar.

Miguel de Montellano combatía contra dos soldados españoles. Al tiempo que logró atravesar a uno de lado a lado, el otro estuvo a punto de darle una estocada fatal, pero el movimiento de su espada fue detenido por un sable en la mano de Morelos. El general miró a Miguel y le extendió la mano.

—Gracias por salvar a mi Sofía y por demostrarme que el pasado no debe determinarnos.

Miguel correspondió a Morelos con su mano.

—Gracias por confiar en mí y permitirme salvarla. Ahora sé que no debe unirnos lo que fuimos, sino lo que queremos ser.

Miguel, Sofía y Morelos se dirigieron hacia Mateo para ver cómo estaba. Sofía lo tomó entre sus brazos, lo revisó minuciosamente, se dio cuenta de que no había nada por hacer. La herida era fatal.

—Vas a estar bien, Mateo.

—Sí, mi niña, pero en un lugar mejor.

Sofía no pudo contener el llanto; Miguel estaba a su lado, abrazándola; Morelos se arrodilló junto a su pupilo haciendo la señal de la cruz.

—No seas tonto, te pondrás bien —dijo Sofía.

—Ya lo sabe, niña, del rayo te salvas, pero de la raya no pasas.

Mateo hizo un esfuerzo y volteó a ver a Miguel:

—Cuídala, gachupín. Ha sido un honor luchar junto a ti… Me alegra que terminemos siendo amigos.

—Todos somos americanos, Mateo, así debe ser.

—Mejor que eso. Es un honor y una alegría morir como mexicano. Eso es lo que seremos ahora gracias al padre José María —finalmente habló a su padre Morelos—: Siempre tuvo usted razón, padre. Podemos hacer una patria para todos, donde seamos iguales y sin distinción por nuestro color, sólo por nuestras virtudes. No deje de luchar.

Terminó de decir esas palabras con su último aliento, y expiró en los brazos de Sofía, tomando la mano de Miguel.

El luto fue interrumpido por la presencia de Diego de Montellano, quien apareció con espada en mano. Miguel se dirigió a Morelos.

—Es mi padre. Si usted trata de matarlo tengo que defenderlo. Pero usted es como un padre para Sofía; si defiendo a mi padre y lo mato a usted, la pierdo para siempre.

Morelos miró con admiración al joven Montellano.

—Eres un buen hombre. Me honrará que tomes la mano de Sofía. Yo no seré un impedimento.

Morelos se puso de pie, tomó su espada y apoyó la punta contra la tierra en son de paz. Don Diego se quedó sorprendido. Morelos señaló a Miguel y a Sofía.

—Ellos son el futuro, nosotros somos el pasado. Dejemos que sean felices en la patria que sea; eso lo decidirá el destino. Váyase de Oaxaca, lo dejaré marchar en paz. Dicho esto, Morelos soltó su espada, dejó caer su pistola y todas sus armas.

Pero Diego estaba poseído por la ira y se lanzó espada en mano contra el inerme general Morelos. Pero ocurrió lo inesperado; Sofía se levantó y se interpuso entre los dos.

—Es a mí a quien quiere. ¿Qué desea usted, Diego de Montellano? Si va a hacer algo, hágalo contra mí, que por lo visto es a quien odia.

Todos estaban atónitos ante la valentía de Sofía.

Diego levantó su espada para descargarla con furia contra esa inocente niña. Toda la saña de su espada se concentró en Sofía Guillén. Cuando estaba por dar el golpe fatal sonó un disparo; la sangre comenzó a manar de la frente de Diego de Montellano, justo entre sus ojos. Al otro lado, con la pistola en la mano y lágrimas en los ojos, estaba Miguel. Era su padre o su amada. Tomó una decisión. En el cuello del cadáver de don Diego se podía ver la medalla de Sofía. La pequeña se acercó con respeto y recuperó aquella polémica pertenencia, el águila de Cortés. Si Miguel de Montellano tenía el águila de Moctezuma, tal vez juntos podrían encontrar la pieza restante y resolver el misterio que tanto la había perseguido. Ya habría tiempo para ello.

Galeana, Bravo, Victoria y Matamoros se hicieron presentes; todos los demás habían muerto. Habían derrotado a los soldados enemigos. Aún vieron a Miguel con la pistola en la mano y a su padre muerto a unos metros de ahí, junto a Sofía, quien era abrazada por Morelos, ambos próximos al cuerpo inerte de Mateo. Todos inclinaron la cabeza en señal de luto, reconocimiento y admiración.

Sofía se acercó a Miguel de Montellano, quien seguía desolado en el piso. No dijo nada y lo abrazó en silencio. Él la besó. Entre todos los demás levantaron el cuerpo de Mateo y salieron lentamente de la habitación en la que sólo quedaron Miguel y Sofía, en un profundo abrazo.

Trilogía de la independencia
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