Entre Dios y el diablo

1

Europa/Nueva España.

Junio de 1814

En toda revolución hay dos tipos de personas: los que las hacen y los que se aprovechan de ellas. Así es como Napoleón Bonaparte se refería a la Revolución francesa, originalmente pensada por los ilustrados, organizada por personajes como Danton y Robespierre, pero a fin de cuentas aprovechada por el propio Napoleón. La Bastilla cayó en manos del pueblo francés en 1789, la cabeza de Luis XVI rodó en 1793, los revolucionaros comenzaron a sucumbir unos en manos de otros a partir de ese momento, hasta que todos cayeron en manos de Napoleón en 1799.

En 1799 Napoleón se autonombró cónsul de Francia, en una época en que ya era dueño de Italia y de Austria, había detenido las invasiones a su país y había extendido los dominios de lo que vislumbraba como un gran imperio europeo… El sueño de muchos desde que cayera Roma.

El pequeño gigante le agregó a su consulado el calificativo de vitalicio en 1802 y se coronó emperador en presencia del papa en 1804. Hasta ese momento el poder emanaba de Dios, pero Pío VII entregó la corona, símbolo de aquel poder, a Luis Bonaparte, presidente de los diputados de Francia, es decir, representante del pueblo. Simbólicamente el representante de Dios en la tierra había abdicado el poder divino en manos del pueblo. Luis Bonaparte, en representación del pueblo, entregó la corona a Napoleón, quien la colocó sobre sus propias sienes. El poder de Dios emanaba del pueblo, y el pueblo lo depositaba en un soberano: el sueño de los ilustrados.

Entre 1800 y 1812, Napoleón conquistó gran parte de Europa; había invadido España en 1808 y destituido al monarca Fernando VII, acto que dio origen a los movimientos de independencia de la América hispana. En 1812 volvió aniquilado de Rusia, y fue presa fácil, a partir de 1813, año de sus grandes derrotas, hasta que su ejército fue aniquilado, en octubre.

Tras una serie de intentos por abdicar al poder en nombre de su hijo pequeño, como Napoleón II, fue políticamente aniquilado, y el 11 de abril de 1814 firmó su dimisión y su derrota definitiva. Ese día, el emperador de un continente pasó a ser el emperador de una isla de 20 kilómetros cuadrados: Elba.

Derrotado el gigante, las antiguas casas reales, vestigios del pasado, representantes de los restos del medioevo, procedieron a buscar acuerdos, no sólo para redibujar el mapa europeo, sino para borrar de la faz de la tierra las ideas liberales de los revolucionarios franceses… Pero las ideas nunca mueren, y la Revolución no murió con Napoleón.

Aun así, Europa intentó luchar contra las fuerzas de la historia y suprimir las ideas liberales, para lo cual los embajadores de las casas reales, desde mayo de 1814, fecha en que terminó oficialmente la guerra de todos contra Francia, convocaron a una reunión que se llevaría a cabo en Viena en octubre de aquel año.

El objetivo era fijar las nuevas fronteras, restablecer las monarquías aniquiladas por Bonaparte y, al estilo de Fernando VII, pretender que lo ocurrido no había ocurrido y que las ideas revolucionarias no habían existido, lo cual significaba restituir el absolutismo.

Evidentemente esas noticias tenían que cruzar el océano hacia la América, ya que de una u otra manera involucraban a todos los países del Nuevo Mundo. El Gran Inquisidor de España lo comunicó a los arzobispos e inquisidores de las colonias, por lo que Matías de Monteagudo, el Gran Inquisidor de la Nueva España, el hombre al que se sometía el propio Félix María Calleja, lo supo de inmediato, incluso antes que el virrey.

Pero en junio de aquel 1814 la noticia de la restauración de la monarquía absoluta en la persona de Fernando VII ya era de dominio público y los rumores de la convocatoria al Congreso en Viena corrían por diversos círculos. Una cosa era clara: todo liberal, lo cual incluía a aquel que buscara la libertad, o incluso que quisiera poner un freno al poder absoluto del rey, era un hereje que debía ser juzgado por la Inquisición.

Otra cosa también era evidente: cualquier movimiento fernandista, es decir, que pretendiera representar a Fernando VII o que intentara establecer un gobierno en su nombre, estaba fuera de la ley, ya que un rey absolutista no necesitaba a nadie que hablara en su nombre. Con aquellas nuevas el movimiento de López Rayón perdía todo sentido, no obstante que su causa ya estaba perdida desde hacía tiempo… En ese momento había algo que le interesaba mucho más que la patria: el poder; por eso siguió autodenominándose Jefe Supremo.

En aquellas circunstancias, en el lejano pueblo de Uruapan, en medio de la sierra occidental, en la meseta central de Michoacán, entre montañas, volcanes y bosques, adonde se llegaba por caminos laberínticos, José María Morelos recibió una breve nota:

Absolutismo total en Europa y España. La Pepa ha muerto, los diputados encarcelados. La única libertad posible es republicana, y para ello no hay recurso legal. Nuestro Congreso no puede ser fernandista.

GUADALUPES

Muchas personas, los propios Guadalupes, fueran quienes fueran, no aceptaban la autoridad del Congreso, el cual estaba formado por 17 miembros, ya que, aunque se decían representantes de las provincias de la Nueva España, habían sido electos de manera aleatoria y muchos de ellos no eran oriundos de la provincia a la que representaban. El propio Morelos, sin haberlo pedido, fue nombrado diputado del Nuevo Reino de León, un territorio desconocido para el cura de Carácuaro.

Desde la derrota de Valladolid el Congreso estaba dominado por gente de López Rayón, cuya postura fernandista ya era obsoleta. Los Guadalupes lo sabían y por lo tanto sólo podían apoyar la postura republicana de Morelos, no obstante que hubiese sido degradado. Además, había una noticia muy clara: “La Pepa ha muerto”… lo cual quería decir que ya no había Constitución en España, ni mucho menos una confederación de reinos hispanos en condiciones de igualdad.

Como miembro del Congreso, José María Morelos presentó las noticias a sus compañeros, que ya se daban desde entonces a la tarea de convertir los Sentimientos de la nación en una Constitución americana, originalmente proyectada con el propósito de reconocer a Fernando VII, pero dadas las novedades, y sin importar mucho que fueran seguidores de López Rayón, entendieron que sólo quedaba una opción: adaptar su trabajo a una Constitución nacional que se pronunciara por la absoluta independencia respecto de España y por la república como forma de gobierno.

Cosas de la historia: cuando Morelos, el gran luchador de la libertad republicana, fue derrotado políticamente por los fernandistas, ocurrió el retorno del rey Fernando VII, lo cual propició el triunfo de su república… El problema fue que ésta estaba muerta antes de nacer, ya que la insurgencia prácticamente había sido aniquilada gracias a sus divisiones internas y a que cada soldado español que desembarcaba en Veracruz echaba una palada de tierra más al sueño republicano.

El propio Morelos, más allá del entusiasmo que los documentos descubiertos por Miguel y Sofía provocaban en su faceta de profesor y erudito, tampoco encontraba ningún sentido en todo aquel misterio, que aparentemente tenía una escala más en La Rodilla del Diablo. Morelos entendía cada vez más que posiblemente aquel tesoro tenía que ver con las ideas… Pero ya nada podían hacer las ideas contra 60 000 soldados españoles apeados de los barcos procedentes de España.

Él ya no confiaba en el Congreso que había formado ni en su capacidad para elaborar una Constitución… independientemente de que el territorio de la libertad donde podría aplicarse se hacía más estrecho cada vez.

Habían perdido la guerra, y él tenía parte de la culpa. Y el Congreso, junto con López Rayón, otro tanto. José María Morelos no había sido capturado aún, pero ya estaba derrotado.

Aun así estaba convencido de que daría la vida si fuera necesario para proteger el Congreso soberano y sería leal hasta la muerte a su idea de institucionalizar el movimiento para evitar que dependiera de un caudillo. En aquellos momentos sólo existía una esperanza intermitente en su corazón: la costa oriental, Manuel Mier y Terán, y Guadalupe Victoria. En su mente permanecía fija y clara una idea: “Morir es nada si se muere por la patria”.

2
Uruapan.
Junio de 1814

El diablo estaba en medio del paraíso, por lo menos la huella de su rodilla. Sofía y Miguel iban rumbo al manantial que había sido propiedad de Manuel Guillén. El camino atravesaba las montañas en un bosque frío de oyameles y pletórico de una vegetación exuberante, en medio de la zona volcánica más activa de la Nueva España que había generado un paisaje realmente paradisiaco.

Después de andar por veredas, llegaron al arroyo que nacía precisamente en el manantial. A partir de ahí sólo debían seguir río arriba por una cuenca empedrada, que finalmente los condujo a una explanada donde se abrían los árboles para hasta formar un círculo en cuyo centro había un ojo de agua con un borbollón. Ahí nacía el río, un espejo de agua burbujeante rodeado de piedras y oyameles.

Miguel y Sofía miraron a su alrededor buscando sin estar conscientes de lo que buscaban, sin saber que mientras ellos observaban el manantial, alguien, oculto entre los árboles y la maleza, los espiaba, un sujeto que ya los esperaba, a ellos o a los medallones que portaban. El hábito café, amarrado a la cintura con un grueso cordel blanco, hubiese delatado su origen.

Sofía y Miguel escalaron unas piedras que rodeaban el manantial mientras cada uno de sus movimientos era seguido por aquel desconocido. Ese día, quizás como consecuencia de los placeres a los que se entregaron la noche anterior, parecían, efectivamente, una pareja. Los dos de la mano, Miguel ayudando a subir a Sofía, a quien protegía como lo había hecho durante los últimos años. Iba con traje de montar, chaqueta corta y sombrero ancho, como el terrateniente que debió de ser. Llevaba un cinto del que colgaba una espada y una pistola, y un pequeño cuchillo enfundado en una de sus botas. De su cuello pendía una medalla de oro que descansaba sobre el pecho, su herencia histórica: el Águila de Moctezuma.

Sofía se había vestido de una manera extraña, pues las prendas femeninas no eran las más adecuadas para aquella travesía; no obstante, no quiso prescindir del toque sensual. Así que se enfundó un pantalón de manta, blanco, cubierto por una camisola bordada que se ajustaba a su deliciosa cintura con una faja, y se protegía con una mantilla roja que resaltaba cada uno de sus rasgos mestizos, aquel color de piel que Miguel no dejaba de admirar, sus ojos oscuros, su mirada penetrante. Calzaba unas botas de montar, adecuadas para la caminata.

Sobre su pecho brillaba el oro del Águila de Cortés… Ya no podía negar su legado ni su origen. Paradójicamente, el gallardo criollo de noble cuna, de rasgos españoles, portaba la medalla de Moctezuma, su ancestro, y ella, la mestiza, la que repudiaba lo español, llevaba puesta la medalla de Cortés… le gustase o no, su ascendiente.

Aquel día los dos mestizos que aceptaban su origen iban en busca de… algo, algo que no fueran leyendas ni quimeras; en el caso de Sofía, algo más que papeles, historias y misterios.

Los dos se encontraban de pie sobre una roca, dos metros arriba del manantial, un oasis edénico de paradójico nombre: La Rodilla del Diablo. A la izquierda de Miguel había una roca más lisa que las otras, muy cerca del agua… y casi en el borde, a escasos centímetros del agua, como una gracia de la naturaleza que les permitía agacharse para beber el transparente líquido, una oquedad, un hueco redondo, capricho de la erosión. Con toda certeza ése era el lugar al que aludía la leyenda, donde el diablo se hincó para beber y dejó marcada su rodilla.

—Sofía, princesa… aquí —dijo Miguel al mismo tiempo que brincaba para llegar de un salto a la roca marcada por el Maligno—, éste debe ser el lugar.

Sofía había sido rescatada en múltiples ocasiones, pero era una mujer autosuficiente, de espíritu aventurero, que, gracias a haber bregado en medio de la guerra, sabía valerse por sí misma. Antes de que Montellano pudiera acercarse para ofrecerle su mano, de un salto Sofía cayó sobre la piedra, chocando contra el pecho de Miguel.

Ahí estaban los dos, la pareja que no era marido y mujer, los amantes en medio de la guerra, el criollo y la mestiza que se sintieron atraídos a la vorágine de manera irremediable, pero que estaban destinados a vivir en eterno conflicto por causa de su pasado.

—¿Y ahora qué? —preguntó Sofía mirando a los ojos a Miguel—. Ya estamos aquí. ¿Qué sigue?

—No lo sé, preciosa, pero lo descubriremos.

Sofía recordaba perfectamente la frase que los había conducido hasta ese lugar: “Si el Adversario se detuviera a descansar, ¿dónde apuntaría el dedo del diablo cuando su rodilla se hundiera en la roca?” ¿Qué significaban aquellas palabras? De pronto recordó la leyenda y tuvo una inspiración: el diablo se había hincado para beber agua del manantial y recargó su rodilla en la roca, por lo cual, según contaban, dejó su marca… Pero el agua estaba algunos centímetros más abajo, por lo que el diablo, o cualquiera que hubiese querido beber, tuvo que agacharse hasta alcanzar el líquido.

—Miguel, si te detuvieras a descansar en esta piedra; si te hincaras y te agacharas para beber, y extendieras el brazo, ¿a dónde apuntarías?

Miguel se quedó callado sin entender lo que significaban las preguntas de Sofía y simplemente la miró con un gesto de interrogación. Ella rió y dijo:

—Sí… no estoy diciendo que tú seas el diablo… aunque bien podrías serlo —se acercó a él y le dio un beso—. Es evidente que hay que buscar algo, y sin ser muy rebuscados, la frase contiene una pregunta directa: ¿adónde apuntaría el dedo del diablo, justo desde la posición en que estaría al arrodillarse? Justo aquí.

Miguel entendió de inmediato, la oquedad marcaba el sitio y la forma de la rodilla del diablo. Así pues, se colocó frente la huella en la roca y se hincó tratando de que su rodilla se acoplase de la forma más perfecta posible a aquel hueco. El diablo debía medir algo más que dos metros para tener una rodilla de ese tamaño.

—Ahora, agáchate como si fueras a tomar agua del manantial —ordenó Sofía, aún riendo.

—Me temo que soy más pequeño que el diablo —comentó Miguel con sorna—. Puedes estar tranquila… Y soy… no soy Satanás.

—Bueno, capitán Montellano, ahora haga gala de su fuerza; tal vez no sea más alto que el demonio, pero seguramente tiene más abdomen —Sofía estaba de un humor excelente y no dejaba de reír—. Así, arrodillado, haz como si fueras a beber, y en esa posición extiende el brazo y el dedo.

Miguel sabía perfectamente lo que pretendía Sofía, de manera que siguió sus instrucciones al pie de la letra. Arrodillado sobre la piedra, agachado como si tratase de alcanzar el agua, extendió completamente su brazo izquierdo y señaló. Su dedo apuntaba al extremo contrario del manantial, en el fondo del agua. Antes de que pudiera decir algo vio cómo Sofía se lanzó al agua, se sumergió y reapareció en la superficie, con el cabello mojado escurriéndole sobre la camisola.

Era la imagen misma de la belleza, una Eva en el paraíso… con un poco más de ropa. Miguel volteó a donde había estado Sofía antes de saltar y pudo ver sus botas y su mantilla, lo único que se había quitado antes de arrojarse al estanque.

—¡Anímese, capitán! ¿Dónde dejó su arrojo? Sea lo que sea que busquemos, tiene que estar aquí.

Miguel de Montellano se quitó las botas, se desabrochó el cinto donde llevaba sus armas y se despojó de la chaqueta y la camisa. Antes de saltar tomó el pequeño cuchillo que llevaba enfundado en las botas y, dos segundos después, estaba en el agua junto a Sofía.

—Usted es el soldado —dijo Sofía—; lo que sea que busquemos debe estar aquí, bajo el agua… No me extrañaría que se trate de algún arcón… aunque no creo que pudiese conservarse tantos años bajo el agua sin sufrir gran deterioro.

—Muy bien, espera aquí.

Miguel tomó aire y se sumergió. El agua era totalmente transparente, por lo que Sofía nunca lo perdió de vista…

El personaje del hábito café no dejaba de observarlos.

Miguel permaneció poco más de un minuto bajo el agua, escudriñando entre las piedras, volteando en todas direcciones. Era muy difícil buscar bajo el agua… Más aún si no sabía exactamente lo que buscaba. Salió a tomar aire.

—¿Viste algo? —preguntó Sofía.

—Vi muchas cosas, preciosa conspiradora, pero nada que no sea parte de un manantial…

—Si está bajo el agua debe estar protegido de alguna forma… No sé, entre las rocas, en una caverna debajo… Todo es posible, recuerda que esta historia está llena de piratas.

Miguel volteó a ver la piedra de La Rodilla del Diablo, para ubicar el lugar que había señalado desde allí. De ese lado la orilla estaba repleta de piedras, así que decidió buscar entre ellas. Se sumergió nuevamente tras tomar una bocanada de aire y bajó lo más que pudo pegado a la pared rocosa, palpando las piedras… De pronto, Sofía lo perdió de vista. Tras unos segundos, que le parecieron eternos, Sofía comenzó a ponerse nerviosa. No veía a Miguel por ningún lado; tomó aire y nadó bajo el agua por la misma ruta que había tomado Miguel. Nada.

Salió a tomar aire. Miguel no estaba por ningún lado. La angustia la carcomía, no sabía qué hacer; se sumergió de nuevo… y nada. Salió nuevamente para aspirar aire. Gritó. Buscó en todas las direcciones. De pronto ahí estaba Miguel, emergiendo del agua, con una sonrisa que denotaba triunfo:

—¡Lo encontré!

El hombre del hábito café y el cordón blanco en la cintura no perdió ni un detalle de lo que allí había ocurrido.

3

Hermenegildo Galeana siempre había sido un hombre leal y valiente. Jamás fue un traidor. Su retirada de las fuerzas insurgentes le pesaba en el alma. No obstante, recordaba perfectamente sus inicios, cuando se decidió a seguir a Morelos. Lo hizo porque el cura de Carácuaro le demostró que no era como el cura de Dolores. Él sí era un hombre con causa, que sabía escuchar, que demostró que no lo movía la sed de poder ni de la sangre…

Morelos había sido proclamado Alteza Serenísima pero él prefirió el título de Siervo de la Nación… Pero para Galeana estaba claro que lo de Alteza se le había quedado en la mente y lo de Siervo sólo era parte de su discurso. Don Hermenegildo nunca fue un traidor. Jamás huyó del campo de batalla, se lanzó a la masacre ordenada por Morelos, se arrojó a ese estúpido sacrificio de Puruarán, que habría sido innecesario si el Generalísimo hubiera actuado como el Siervo de siempre en las Lomas de Santa María y no lo hubiera hecho como el semidiós que se embriagó con las palabras de Rosains.

Pero Galeana no era cobarde ni traidor, por eso luchó hasta el límite de sus fuerzas y derramó su sangre… y la de decenas de españoles. Se retiró como general insurgente. Sus últimas palabras, dirigidas a Morelos, resonaban, con kilómetros de por medio, en la mente de ambos: “Si salimos con vida, señor Morelos, búsqueme cuando haya aclarado su mente. Yo ya no soy ningún general; sólo un hombre que lucha por su vida y la de los suyos. Por lo tanto, usted ya no es mi superior”.

José María Morelos aclaró su mente, ya que antes de llegar a Uruapan a reunirse con el Congreso, a principios de mayo de 1814, se había separado del resto del grupo y cabalgó solitario hacia el único lugar donde supuso que encontraría a Galeana, en Tecpan, donde comenzó todo. Ante un Galeana decepcionado se presentó un Morelos arrepentido:

—Señor Galeana, el cura de Carácuaro quisiera tener unas palabras con usted, si me lo permite.

Galeana tampoco había sido un hombre de falsos orgullos y estaba contento de ver a Morelos en su propia casa, como al principio.

—Sólo si el señor cura, si el padre José María, me permite darle un abrazo.

José María Morelos y Pavón y don Hermenegildo Galeana se dieron un fuerte y fraternal apretón. Se respetaban y se estimaban mucho; juntos habían vivido grandes aventuras. En ese momento eran tan sólo dos hombres, hermanos de sangre derramada, que se encontraban de nuevo.

—Tenía usted razón, señor Galeana, como siempre la ha tenido. Usted siempre ha sido el hombre sabio de esta mancuerna. Mi cerrazón y mi egoísmo me derrotaron de una manera que nunca hubiera logrado Calleja… Todo por dejar de escucharlo.

—Errar es de humanos, señor cura; sin embargo, reconocerlo y pedir disculpas es una virtud superior; y, desde luego, aceptar una disculpa sincera es lo menos que puede hacer un hombre cabal.

—En ese caso quiero pedirle que se una nuevamente al ejército insurgente.

—Eso que me pide es imposible, señor Morelos… Tal vez usted no lo haya notado, pero ya no existe un ejército insurgente. Fue aniquilado, no sólo por Iturbide en Valladolid, ni mucho menos por usted… Ha sido aniquilado por la falta de proyecto y de unidad. El Congreso fue un triunfo efímero; la herencia de Hidalgo sigue en ese obstinado López Rayón; lo que queda del Congreso es absolutamente abyecto y pusilánime, pues puso a la venta sus opiniones y sus votos, y sus intereses particulares están por encima de los proyectos nacionales. Tiene que aceptarlo, señor cura, nuestro Congreso es una pléyade de malos políticos, sin ideas claras, con la arrogancia de erigirse como diputados pero sin un solo mérito que les merezca dicho título.

—Por eso lo necesito, don Hermenegildo. Las cosas han cambiado en España y por lo tanto cambiarán aquí. El fernandismo de López Rayón no tiene sentido y la única opción posible es retomar la lucha por la república. Guadalupe Victoria debe estar ya del otro lado de la Nueva España estableciendo contacto con Estados Unidos. Todo puede renacer.

—No tenemos ejército, señor cura… Y lo peor de todo es que, por causa de ese Congreso al que se empecina en respetar, ya tampoco tenemos general. Haré mi parte, señor Morelos, seguiré luchando, pues no pienso morir como desertor ni como cobarde, mucho menos ante un hombre de su talla. Me reorganizaré en Tecpan, reuniré a mis hombres y defenderé el territorio de la tierra caliente y de la costa. Mientras yo viva, ésta siempre será tierra libre y territorio insurgente.

Aquélla había sido la última conversación entre aquellos gigantes. El padre José María no tuvo más opción que regresar solo a Uruapan… a defender el Congreso. Galeana, por su parte, vio alejarse al Generalísimo, decidido a cumplir su promesa.

De ese modo, Hermenegildo Galeana reorganizó a su gente. Resurgieron Los Negros de Galeana, que se dedicaron a mantener libre de soldados realistas todo su territorio. No obstante, en 1811 no había más de 8 000 soldados al servicio del virreinato, y para 1814 Calleja contaba con más de 60 000 militares moviéndose en los caminos de la Nueva España.

El teniente coronel realista, Fernández de Avilés, era el responsable de pacificar la zona de la costa donde mandaba Galeana. A lo largo de dos meses, un ejército de 10 000 hombres a su mando fue incapaz de derrotar a la guerrilla de 1 000 personas que seguían a “Tata Gildo”. No había combates frontales sino ataques por sorpresa en los que Galeana y su gente causaron por lo menos 2 000 bajas en las filas enemigas. Estaba dispuesto a defender su territorio y a cumplir la última promesa que le hiciera a Morelos.

Hermenegildo Galeana y sus “negros” se dedicaron a aniquilar a cuanto español hallaban a lo largo de la costa que se extendía de Zihuatanejo a Acapulco, y a mantener el control de la Roqueta, de la Laguna de Coyuca, de la de Mitla y de la de Tres Palos, para evitar cualquier intento realista de abastecerse en aquella zona y para tener puertos a disposición de Peter Ellis, si llegaba a ser necesario.

Un día de junio, cuando iba de Tecpan a Acapulco, fue sorprendido al estilo guerrillero por el teniente Fernández de Avilés, quien a fin de cuentas había aprendido sus técnicas. Galeana, con menos de 100 hombres, fue emboscado por 2 000 realistas. Comprendió que ése era su destino heroico y decidió no huir sino dar batalla… Su gente jamás lo abandonaría.

A caballo, Galeana disparó sus dos pistolas y dos gachupines cayeron muertos. No había tiempo de volver a cargar. Las dejó caer mientras seguía a todo galope con su sable desenvainado. Sus hombres lo seguían, unos a caballo y otros a pie; todos imitaron el ejemplo, dispararon. Varios realistas cayeron. Después, los insurgentes se lanzaron como fieras sobre el enemigo. Sus “negros” manejaban la espada, el machete, el cuchillo. Eran más grandes y fuertes que los españoles, que además se asustaban ante la vista de esos cuerpos oscuros semidesnudos.

Los 100 hombres de Galeana dieron cuenta de la mitad de la tropa que salió a su encuentro, pero la ventaja era demasiado grande y las fuerzas comenzaron a faltar. Cuando los realistas tuvieron tiempo de volver a cargar y disparar, Galeana dio la orden definitiva.

—¡Señores, ha sido un honor combatir junto a ustedes! ¡Nada me deben, nada los ata a esta derrota! ¡Retirada!

Algunos “negros” comenzaron la retirada a toda velocidad, hasta que se percataron de que la orden de su jefe sólo era para ellos, pues él pretendía seguir en la lucha. En ese momento decidieron volver al ataque aunque todos perdieran la vida. Corriendo desde donde estaban para volver a unirse a su “Tata” pudieron ver cómo Fernández de Avilés, a caballo y protegido a la distancia, daba órdenes de rodear a Hermenegildo Galeana para aislarlo de sus hombres. Éste aún destripó a dos españoles más antes de que su caballo fuera herido.

Desmontó de inmediato, y ahí, en medio del campo de Coyuca, absolutamente solo, rodeado de españoles, entregó su última gota de sudor y sangre. Sus “negros” arremetieron, pero el cerco sobre Galeana era muy grande; lo vieron convertirse en un gigante, salpicarse con la sangre enemiga, hundir su sable y su cuchillo en decenas de cuerpos… hasta que uno de los militares realistas lo encaró cuerpo a cuerpo, de quien logró detener cada una de sus estocadas; pero en un momento en que el exhausto Galeana tomó aire, el soldado Joaquín León le atravesó el vientre de lado a lado.

Don Hermenegildo Galeana cayó de rodillas al suelo, aún con vida pero sintiendo cómo la muerte se apoderaba de él, segundo a segundo. Trató de no morir sin antes aniquilar a otro gachupín, pero sus fuerzas lo habían abandonado; levantó el rostro para ver la cara de aquel que lo había vencido y alcanzó a ver un cuerpo que vigorosamente giraba su cintura con el brazo derecho levantado y empuñando un sable en dirección a su cuello.

El cuerpo sin vida de Hermenegildo Galeana cayó desplomado en la tierra de Coyuca, mientras su cabeza volaba cercenada por los aires hasta quedar ensartada en la espada del militar que terminó con sus días. El teniente realista ordenó la retirada ante la mirada impávida de Los Negros de Galeana. Joaquín León se llevó la cabeza como trofeo y para exponerla en Coyuca para escarmiento de los rebeldes. El resto del cuerpo del más leal de los insurgentes quedó manando sangre en el suelo. Con lágrimas en los ojos, sus negros recogieron el cuerpo de su jefe, “Tata Gildo”, y lo retiraron para rendirle los honores merecidos. Era el 27 de junio de 1814.

4
Ciudad de México.
28 de junio de 1814

Félix María Calleja del Rey tenía un poder casi absoluto y la satisfacción de ser el más grande héroe del imperio español. Había luchado y triunfado por España en la propia península, en África, en el Mediterráneo… Y ahora cumplía en América. Desde que era el mariscal encargado de abatir a la rebelión, hasta el momento de ser encumbrado como virrey, su misión era clara: mantener a toda costa el virreinato de la Nueva España. La muerte de Mariano Matamoros había sido un gran triunfo, y su correo personal acababa de entregarle la nota que le alegró el día:

Quien fuera el otro lugarteniente de Morelos, el rebelde Hermenegildo Galeana, ha sido abatido por mis tropas. Su cabeza descansa en una pica en Coyuca. Solicito a Su Excelencia se sirva remitir la recompensa ofrecida, para el soldado Joaquín León, el hombre que separó la cabeza de Galeana del resto de su cuerpo.

FERNÁNDEZ DE AVILÉS

Además, el virrey restableció el poder real de Fernando VII en la Nueva España, abolió la Constitución que nunca había sido aplicada, declaró enemigos de la Corona no sólo a los insurgentes, sino a cualquiera que simpatizara con ideas las liberales o tuviese en su haber libros franceses.

Para reafirmar su poder, disolvió el ayuntamiento de la Ciudad de México y puso bajo vigilancia del ejército los cabildos de las ciudades más importantes, envió altos mandos militares a todas las provincias del reino y declaró oficialmente restablecido el Tribunal del Santo Oficio, que nunca había dejado de funcionar. Nuevamente había tan sólo dos autoridades: Dios y el rey, representadas en la Nueva España por el Gran Inquisidor, Matías de Monteagudo, y Félix María Calleja del Rey.

Con Matamoros y Galeana liquidados, los infiltrados en las filas insurgentes, la división de los propios rebeldes y sus conflictos internos, Calleja estaba convencido de que Morelos ya no era nadie. Aun así, su prioridad era destruirlo a él y al Congreso. Con la restitución de la monarquía el poder de acción de Callaeja era absoluto, según carta del propio monarca, y nada podía atenuar su éxito y su felicidad… Ni siquiera la presencia del Gran Inquisidor, el doctor canónigo Matías de Monteagudo, quien se presentaba en ese momento.

—Que pase de inmediato —ordenó Calleja, quien esperó sentado detrás de su gran mesa.

No dio la orden de limpiar el suelo por el que caminaría Su Ilustrísima, lo cual notó el criado y desde luego el propio inquisidor, quien se percató de que no había sido recibido por un virrey temeroso al centro del salón, sino por un hombre empoderado detrás de una mesa. Desde luego, Calleja cumplió los protocolos y se puso de pie en cuanto entró Matías de Monteagudo con su hábito dominico y la cruz de oro en el pecho, que contrastaba con el voto de pobreza de los clérigos.

El virrey hizo una reverencia, pero no besó el anillo del inquisidor.

—Su Ilustrísima, siempre es un placer recibirlo, pero más aún cuando le tengo buenas noticias —el inquisidor esperó en silencio; Calleja prosiguió—: ayer fue aniquilado el rebelde Hermenegildo Galeana. Con su muerte y la del licenciado Mariano Matamoros ha comenzado la desintegración total de la rebelión. El poder absoluto ha vuelto a España, y por lo tanto a sus colonias; he ordenado disolver el cabildo de esta ciudad y vigilar de cerca a los otros. Y con mi suprema autoridad, emanada de Su Majestad Fernando VII, desde luego, y por lo tanto de Dios, he restablecido oficialmente el Tribunal de la Inquisición que Su Ilustrísima preside… la cual nunca estuvo sin funcionar.

El Gran Inquisidor de la Nueva España entendió a cabalidad el trasfondo de aquel discurso. Calleja no estaba atemorizado ante su presencia. El restablecimiento del poder absoluto de la Corona le había dado nuevos bríos, pues de nuevo se había colocado por encima de la autoridad clerical, que sólo existía, según el virrey, gracias a él y a Su Majestad el rey.

—Bien, Su Excelencia, debo admitir que tiene la situación bajo control. No se podía esperar menos de quien aseguran que es el mejor militar del imperio. Bien, muy bien.

El inquisidor permaneció de pie y en silencio, lo cual significaba que había más que decir, pero que esperaba recibir las cortesías pertinentes a su alta investidura. Calleja lo notó y de inmediato lo invitó a sentarse en una pequeña sala; ordenó que les llevaran jerez. Acto seguido se sentó en el sillón adyacente al que había ocupado el doctor Monteagudo.

—Bien —continuó el inquisidor—, la situación amerita que seamos directos. Ambos sabemos que desde el siglo pasado, la Iglesia y la Corona española, aparentemente aliadas, mantienen una pugna de poder por el control de la Nueva España… En realidad, por el control de toda la América hispana, pero con interés particular en éste, su reino más rico y más habitado.

Efectivamente, España y la Iglesia eran aliados incómodos desde tiempos de la conquista; incluso, desde tiempos de los Reyes Católicos, Fernando e Isabel. En aquel lejano siglo XV, la reina de Castilla —a la sazón España— patrocinó los viajes del almirante Cristóbal Colón al Nuevo Mundo, con el propósito de que lo que descubriera pasara a ser propiedad de la Corona.

Sin embargo, había un problema con Portugal, que desde antes que Castilla ya navegaba los mares del sur, e incluso es probable que sus hombres de mar ya hubiesen tocado suelo americano antes que el propio Colón. En vista de ese conflicto se recurrió al árbitro mundial, esto es, el papa, que, para mala suerte de los portugueses, era el valenciano Rodrigo de Borja, conocido por su alias pontificio como Alejandro VI, quien, como valenciano, era aragonés, y Fernando de Aragón era esposo de Isabel de Castilla.

De ese modo, la Iglesia del siglo XV, a través de la bula alejandrina, obsequió América a la Corona de Castilla, heredada por el nieto de los Reyes Católicos, Carlos de Gante, sacro emperador germánico y rey de Castilla y Aragón, tronos unidos en 1556 cuando fueron asumidos por su hijo, Felipe II.

Pero esa España también heredó una facultad otorgada por Alejandro VI: el llamado Regio Patronato, mediante el cual los reyes de España podían nombrar a las autoridades religiosas de América, desde el párroco de pueblo hasta el arzobispo primado.

La conquista no la llevó a cabo Hernán Cortés. Él sólo sometió a los aztecas. Fue la Iglesia la que impuso las nuevas creencias que unieron a los pueblos de aquella América, donde los religiosos tenían más autoridad que el poder virreinal; no obstante que España imponía a los religiosos.

Y más allá de la Iglesia, América y la Nueva España se convirtieron en un terreno que de inmediato provocó la disputa y fue la manzana de la discordia de las órdenes religiosas; primero los franciscanos, llevados por Cortés, tomaron posesión de los mejores lugares; después llegaron los dominicos y los agustinos a competir por el resto del territorio.

Pero las órdenes, una vez aprobadas por la Iglesia, a final de cuentas comenzaban a mandarse solas… por lo que, entre España con su Regio Patronato y una Nueva España evangelizada por órdenes mendicantes, la Iglesia como estructura de poder quedaba fuera, por más que el pretexto para llevar a cabo la conquista fuera la evangelización. No obstante, en 1572 llegaron a la Nueva España los jesuitas, una orden religiosa al servicio del papado y con un voto de obediencia total al Santo Padre… aunque éste resultara no ser tan santo.

—Efectivamente —señaló Calleja—, la Iglesia siempre ha intentado socavar el poder de la Corona en América… Y a veces lo ha logrado. Algunos arzobispos han sido virreyes y son más leales a Roma que a España; siempre han luchado por convertirse en un Estado dentro del Estado… Pero en estos momentos el poder de la Iglesia depende del poder de la Corona.

—No debemos olvidar —agregó el inquisidor— que la Nueva España sólo pudo consolidarse gracias a la conquista espiritual y a la colaboración de la Iglesia, que permitió una evangelización muy torcida con tal de lograr el dominio. Toda la jerarquía social descansa en los pilares de la Iglesia. La única razón por la que millones de indios no se rebelen, es su devoción. Pero no discutamos, señor virrey. En estos momentos, España y la Iglesia se necesitan para aniquilar la rebelión… lo cual nos conviene a ambos; después podremos solucionar nuestros conflictos.

—Bien, Su Ilustrísima; estamos siendo sensatos. Pero parece que no se da cuenta de que la insurgencia ha sido aniquilada por mis tropas.

—Comandadas por un criollo… un tal Iturbide —acotó el inquisidor—. Tan criollo como los insurgentes a los que combate. Necesitamos que nuestro poder no dependa de los criollos, sino del sometimiento voluntario, ése que proporciona la Iglesia con sus dogmas… En ese sentido, usted sabe tan bien como yo que hay cosas del pasado que es mejor dejar enterradas.

—Eso es cierto, aunque dudo que los engaños de siglos anteriores puedan hacer mella en la fe de hoy. Aun así, usted se iba a hacer cargo de los herejes. ¿Ha logrado controlarlos?

—Los tengo vigilados; los seguimos de cerca hasta que encuentren lo que tienen que encontrar.

—¿Y estarán bajo control?

—Son vigilados y seguidos muy de cerca. Pero es importante que primero encuentren lo que buscan. Es necesario saber dónde está escondida la información que nos interesa y qué tanto conocen de ella. Además… ¿quién podría sospechar de un franciscano?

5
Uruapan.
Junio de 1814

Lo que encontró Miguel era la entrada a una cueva a seis metros de profundidad; había que nadar después hacia arriba, de nuevo sobre el nivel del agua, lo que permitía el acceso a una caverna, o mejor dicho, a la parte interna de la superficie rocosa, en un lugar donde se formaba una burbuja de aire, un espacio húmedo pero sin agua, en el que la porosidad del suelo permitía la entrada de oxígeno, aunque el ambiente estaba viciado y se respiraba con mucha dificultad.

Ahí, en esa caverna oculta en las profundidades de La Rodilla del Diablo, efectivamente había algo… A Sofía no le iba a gustar: era un arcón reforzado con hierro forjado y muy bien cerrado. Miguel necesitaba la ayuda de su compañera para sacarlo de ahí; así que los dos se sumergieron juntos y emergieron en la caverna, para contemplar aquel cofre de madera y metal.

Sofía estaba decepcionada, aunque, claro, faltaba descubrir el contenido de aquel baúl… aunque ella ya no esperaba mucho. No obstante, algo llamó su atención y le arrancó una sonrisa: en la parte de enfrente, al centro, el cofre tenía el mecanismo que lo mantenía cerrado, pero a ambos lados había dos círculos de hierro empotrados en la madera, cada uno de los cuales tenía la forma de las dos medallas que ellos poseían. Parecía que iban en el camino correcto.

Bajo el agua no era difícil manejar el arcón, pero era necesario sacarlo de la oquedad en donde estaba y sacarlo del agua al salir al manantial. Entre los dos tomaron el armatoste y nadaron hacia abajo, hasta la entrada de la cueva… Los segundos parecían eternos; el nado era más lento con aquella carga… pero al final vieron la luz del sol. Se desplazaron hacia arriba y con sus últimos alientos lograron salir a la superficie. Con la poca fuerza que les quedaba pudieron empujar la caja fuera del agua y depositarla en tierra firme, mientras ellos permanecieron unos instantes en el manantial.

Estaban exhaustos pero contentos. Aquélla había sido toda una aventura, independientemente de lo que pudieran hallar en aquel baúl. Los dos estaban empapados, Miguel con el torso desnudo y Sofía con la camisola pegada al cuerpo, que destacaba su figura casi perfecta… Perfecta a los ojos de Miguel. Se sonrieron. Estaban a escasos centímetros el uno del otro. Los venció el deseo y se besaron apasionadamente.

Pero de manera intempestiva Miguel se hizo a un lado y tomó el cuchillo que había conservado con él. Sofía tardó unos segundos en reaccionar, pero finalmente volteó al mismo lugar hacia donde veía Miguel. Ahí, fuera del agua, de pie sobre la roca donde estaba marcada la rodilla del diablo, se encontraba un hombre cubierto con un hábito café, atado a la cintura por un grueso cordón blanco. La cabeza cubierta por la capucha del hábito no les permitió ver su rostro.

Estaba firme, quieto, evidentemente mirándolos aunque ellos no pudieran ver sus ojos. Nadie hablaba. Miguel no soltaba el cuchillo, que mantenía en su puño bajo el agua mientras intentaba nadar hacia el sitio donde había dejado sus armas. El franciscano habló:

—No es necesario que tome sus armas, señor Montellano. Tampoco necesita el cuchillo que esconde bajo el agua. No habrá ningún tipo de violencia. Soy un religioso de la orden de San Francisco y vengo solo —volteó su rostro cubierto hacia Sofía—. Y usted debe ser la hija de Manuel Guillén, ¿no es cierto?

—Soy Sofía. ¿Quién es usted?

El franciscano bajó la capucha que lo cubría y dejó ver su rostro. Nada extraño. Era un hombre de unos 50 años bien llevados, de piel morena clara, mestiza; llevaba el cabello cortado al estilo monacal, los ojos verdes; su cabello aún tenía color aunque ya surcado con trazos blancos, y usaba una barba perfectamente bien rasurada. Parecía que se había arreglado y aseado esa misma mañana.

Pero al echarse hacia atrás la capucha también pudieron ver una medalla que colgaba de su cuello y caía sobre su pecho. Contra todo pronóstico, portaba una gran insignia redonda, dorada, formada por dos círculos concéntricos. En el círculo más pequeño se apreciaban claramente tres letras: IHS, y en el círculo externo se veía una inscripción en latín, que aunque no se distinguía a la perfección, resultó obvia: Iesus Habemus Socium. Un símbolo jesuita en el pecho de un hombre que vestía como franciscano.

—Soy Gabriel —dijo el desconocido—, como el arcángel. Al igual que él, sólo soy un mensajero.

Se acercó hacia el manantial y Sofía vio que llevaba con él su mantilla, que le ofreció para que pudiera taparse cuando saliera del agua.

—Salgan por favor. Tenemos que hablar.

Diez minutos después Sofía y Miguel estaban secos por el sol y gracias a una manta que el religioso les había proporcionado. Ya vestidos y calzados, se sentaron sobre una piedra, con el cofre junto a ellos. Miguel había tomado sus armas, aunque pudo confirmar que el religioso venía solo y no representaba ningún peligro.

—Supongo que tienen las dos águilas —sin decir palabras, Sofía y Miguel tomaron sus respectivas medallas y las mostraron al religioso—. Bien, entonces el cofre y su contenido les pertenecen; y supongo que ya saben cómo abrirlo: sólo tienen que colocar cada medalla en los huecos correspondientes y girar los goznes; el cofre se abrirá sin problemas.

Los dos lo miraban atónitos, sin saber qué decir o cómo reaccionar.

Alguien más, aparte de ellos, sabía la ubicación de aquel misterioso objeto y no lo había sacado. Seguramente no le habría faltado quien lo hiciera; era obvio que sin las medallas no podía ser abierto, pero con toda certeza hubiera sido posible forzarlo o romperlo. Miguel volvió a su estado de alerta.

—Puede estar tranquilo, señor Montellano. En verdad estamos solos. E insisto, ese cofre les pertenece.

—¿Quién es usted? —exigió Sofía con firmeza—. ¿Quién es usted, Gabriel? ¿Por qué sabe todo esto y por qué usa un hábito franciscano con un símbolo jesuita? ¿Es usted un religioso?

—Los jesuitas fueron expulsados de la Nueva España, y de todo dominio español, en 1767, hace casi 50 años. Yo entonces tenía 20 años, y era un religioso jesuita.

Miguel y Sofía lo miraron de arriba abajo y luego buscaron sus miradas entre sí, interrogantes. Ese hombre aseguraba haber nacido en 1747, por lo cual debía de tener poco menos de 70 años, pero aparentaba cincuenta.

—En un solo día, y sin avisar, todos los colegios, las casas, los retiros y los conventos jesuitas fueron allanados. Nos dieron 48 horas para salir del reino… sin muchas opciones para dónde ir. Desde luego que algunos dejaron los hábitos y se hicieron pasar por gente común; otros cambiamos de hábito y pudimos quedarnos; desde luego, en secreto. Nunca nos fuimos; ahora debe haber unos 15 hermanos míos en todo el reino.

Sofía sintió que estaba frente a alguien que podía resolver sus dudas… Tantas tonterías de una sociedad secreta y de jesuitas rebeldes metidos en una conspiración para liberar a la Nueva España le parecían una fantasía… De pronto, tenían frente a ellos a un jesuita… alguien que decía serlo y que llevaba ocultos sus símbolos religiosos.

—Fray Gabriel… ¿es correcto llamarlo así? —el fraile asintió con la cabeza—. Bien, fray Gabriel. Necesito respuestas, sinceras, rápidas y directas, y si no las tengo ya verá que sí habrá necesidad de utilizar las armas.

El religioso sonrió.

—Digna hija de tus padres… Tranquila, Sofía. Te diré lo que quieras saber si yo tengo las respuestas.

—Muy bien —reaccionó Sofía dijo un poco apenada por la amenaza—. ¿Qué es la Sociedad del Águila? ¿Existe o existió? ¿Se remonta a la conquista? ¿Está conformada por los Guadalupes de hoy? ¿Mi padre fue su líder? ¿La historia de Guillén de Lampart es verdadera?… Y, antes que todo, ¿hubo una conspiración jesuita para independizar a la Nueva España?… ¿Una conspiración con “jesuitas rebeldes”, como afirman los papeles de Lampart?

El religioso sonrió nuevamente ante aquella lluvia de preguntas. Se arremangó el hábito y por primera vez tomó asiento en una piedra frente a Sofía y Miguel.

—Comenzaré por el final… Hubo, durante mucho tiempo, una conjura jesuita para liberar a la Nueva España, pero no para independizarla.

—Ah, por favor —agregó Sofía—, que las respuestas no sean acertijos.

—No lo son, pequeña. La Nueva España y toda la América hispana eran, son, propiedad de la Corona… En el siglo XVI la Iglesia estuvo de acuerdo con ese hecho: España pagaba los gastos de la conquista, los administraba y traía a religiosos para la tarea evangelizadora. Pero en el siglo XVII la riqueza de este reino era inmensa y todo el mundo lo sabía, y dado que el pretexto para legitimar la conquista precisamente fue la evangelización, la Iglesia pensó que lo justo era administrar de manera directa los asuntos de América, para lo cual debía independizarla de España y someterla a la Iglesia.

—¿Está usted asegurando que mi padre luchaba para entregar este reino a la Iglesia?

—No, Sofía; tu padre, como muchos, fue engañado. A la gente le gustaban las historias de conspiraciones y sociedades secretas… sociedades secretas de las cuales todos saben algo, o aseguran saberlo… lo cual hace evidente que no son secretas y, en muchos casos, que ni siquiera existen.

—Eso nos lleva a la Sociedad del Águila y a la historia de Leonor Cortés de Moctezuma.

—Sucede con esta historia lo que ocurre con muchas otras, que presuntas sociedades secretas o grupos conspiradores del presente pretenden ser herederos de algún grupo del pasado, pero que en realidad no tienen ninguna relación directa. Efectivamente, los hijos de Hernán Cortés, y yo diría que el propio Cortés, lucharon por la independencia. El conquistador nunca quiso un gobierno español en el reino que él había creado, pero sus hijos… Bueno, los hijos no tenían los arrestos de su padre, aunque alguien llegara a proponer a Martín Cortés como rey de la Nueva España.

La pareja escuchaba con interés la narración de aquel misterioso, pues todo lo que decía coincidía con lo que ellos habían descubierto hasta ese momento, y, por más que Sofía no quisiera aceptarlo, la explicación del religioso era más sensata que aceptar la existencia de un grupo secreto a lo largo de 300 años.

—¿Y Leonor Cortés? —preguntó.

—Fue la más valiente, pero al fin y al cabo una mujer en una sociedad de hombres. Y, en efecto, tú eres su descendiente. Bueno, como saben, el escudo de armas de Cortés tiene dos águilas, o un águila bicéfala, tomada del escudo Habsburgo. Y recuerden que el águila también era un símbolo de los guerreros mexicas. No es extraño que esos elementos hayan sido tomados por un irlandés brillante, pero un poco desquiciado.

—¿Guillén de Lampart…? ¿Existió?

—Vaya que sí existió. Y vivió tres vidas en un periodo muy corto. Fue un irlandés, convertido en masón, que estaba en contra de la monarquía en general y de la británica en particular. Viajó a España, fue espadachín del conde duque de Olivares, primer ministro del rey Felipe IV. Estando en España se enteró de las leyendas que corrían en este reino, y como masón que era, y medio loco que estaba, decidió liberarlo. ¿Me siguen?

Ambos asintieron con la cabeza. Miguel no había dicho una sola palabra, pero estaba tan extasiado como Sofía. O tal vez más.

—Bien, Lampart se embarcó a América en un navío llamado El Águila. Quizás de ahí provenga su obsesión por esa ave. En la Nueva España trató de hacerse pasar por un hijo ilegítimo del rey y presentó cartas falsas que lo acreditaban como virrey. Fue descubierto pero logró escapar al arresto. Era un genio, un hombre brillante que hablaba seis idiomas y que poseía una memoria privilegiada, lo cual le atrajo admiradores y detractores, que lo acusaban de tener pacto con el demonio.

—¿El Dedo del Diablo? —pregunto Sofía—. ¿Por eso le decían así?

—Efectivamente… Bien, Lampart conoció la historia de los hijos de Cortés y de Leonor, y organizó, o al menos lo intentó, una logia masónica que pretendía ser heredera de aquellos ideales… La llamó la Logia del Águila. Eso fue su primera gran invención. Y como el escudo de armas de Cortés posee un águila bicéfala, decidió utilizar como su símbolo las dos medallas que conocen ustedes. Después, Lampart fue encerrado por la Inquisición, de la que logró escapar, pero fue arrestado de nuevo cuando comenzó a propagar la idea de que ningún rey, ni el papa, tenían derecho de ceder este continente a España, y por lo tanto, que América debía ser independiente… Su caso se agravó cuando comenzó a afirmar que también en Irlanda sometían a los nativos con la religión. Lanzó feroces críticas al guadalupanismo, específicamente al primer libro guadalupano de la historia, escrito por el jesuita Miguel Sánchez en 1649.

Sofía interrumpió de nuevo. Ese dato le parecía anacrónico. Las primeras apariciones de la Virgen de Guadalupe estaban registradas en 1531. Y según el fraile el primer libro guadalupano databa de 1649.

Los franciscanos, orden a la que pertenezco en la actualidad, fueron grandes enemigos del culto guadalupano en el siglo XVI; pero en esa época no se hablaba de apariciones ni había nada escrito sobre el tema. La leyenda la inventó el jesuita Miguel Sánchez en 1649… Pero ya habrá tiempo para aclarar ese punto. Lo trascendental es que Lampart fue condenado a morir por hereje en la hoguera… Y no fue el primero que murió en este reino por pronunciarse en contra del guadalupanismo.

—¿Qué está diciendo? —inquirió Sofía, con cierta alarma.

—Esas respuestas no las conozaco, pequeña. Lampart dejó un grupo de masones que no terminó de formarse y la dos medallas que ustedes poseen. En aquella época los jesuitas intentaron emancipar a la Nueva España del dominio de España… pero por órdenes del papa. Recuerden que los jesuitas le deben obediencia absoluta al Santo Padre. No sólo el guadalupanismo, sino el nacionalismo criollo, al igual que algunos grupos de conspiradores, fueron alentados por esta orden religiosa para que lucharan contra España… y a favor de Roma, es decir, a favor de la Iglesia. La Nueva España era un jugoso botín que había que repartir.

—¿Era? —exclamó Sofía—. Lo sigue siendo. Y tal parece que el destino de este reino, de este país, o lo que sea, es ser un botín… Pero, ¿qué hay con la Sociedad del Águila?

Fray Gabriel mostraba una paciencia absoluta ante la irreverencia de Sofía. Por su parte, Miguel simplemente escuchaba sin hablar, tratando de discernir qué partes de aquella historia eran verdad. El religioso prosiguió su relato:

—En 1789 llegó a la Nueva España el virrey Güemes de Pacheco con la encomienda de apaciguar los movimientos criollos, para lo cual trajo con él a un héroe de mil batallas, el actual virrey Félix María Calleja. Pero con la corte de Güemes venían algunos franceses, médicos y científicos, que pretendían modernizar el reino; los franceses resultaron ser masones, y al enterarse de las hazañas de Lampart, decidieron ser sus continuadores… Ellos también se engancharon a los mitos del pasado. Comenzaron a reunirse en la casa del Jorobado Larouche y establecieron el Rito Nacional Mexicano Antiguo y Aceptado… que utilizó como su símbolo a dos águilas… las dos águilas de Lampart.

Miguel y Sofía se voltearon a ver en silencio. La historia tenía sentido; coincidía con los detalles que ellos habían descubierto, incluso con nombres como el de Larouche. Finalmente parecía que había respuestas… aunque no sirvieran de mucha ayuda en la situación actual. Sofía estaba un poco desesperada.

—¿Y la sociedad? —preguntó.

—Es difícil saber cuándo o quién la comenzó. Como les he dicho, grupos de diversas épocas retoman los mitos del pasado para inventarse una prosapia. Guillén de Lampart afirmó ser el sucesor de los movimientos libertadores de los hijos de Cortés y creó un grupo de masones que fracasó en su intento por emancipar a la Nueva España. Larouche y su gente aseveraron que eran herederos de Lampart… Los masones fueron capturados por la Inquisición y quemados en la hoguera en 1791.

El religioso, franciscano o jesuita, o lo que fuera, se quedó en silencio, como si hubiera terminado. Sofía se mostraba desesperada, pues fray Gabriel no continuaba su narración.

—¿Qué más? La historia no puede terminar así.

—Pensé que podrías deducirlo. Pero está bien… Antes de morir, los masones de Larouche, es decir, la Logia del Águila, se volvieron grandes investigadores, compilaron muchos documentos e información con la idea de que aquella verdad ayudaría a liberar a la Nueva España. Tuvieron contacto con mucha gente. Pero para el caso sólo nos importan tres personas —una vez más, el religioso hizo una pausa que a Sofía le pareció eterna; fue un silencio dramático, que preludiaba el final de la historia—. Verás, pequeña. Larouche logró establecer contacto con un gran nacionalista, muy erudito, un fraile dominico que hoy vive en el exilio: fray Servando Mier. También contactó con un gran idealista… tu padre… y con un aristócrata que aparentemente apoyaba la causa pero que al final resultó ser un infiltrado —fray Gabriel volteó a ver a Miguel de Montellano, quien ya había levantado el rostro previniendo lo que seguía—. Ése fue tu padre, Miguel… Diego de Montellano tuvo contacto con los masones franceses del Jorobado Larouche, formó parte del grupo, en el cual estuvo infiltrado desde entonces; tuvo acceso a su documentación… y es muy probable que haya sido él quien los delató.

Paulatinamente, Miguel de Montellano se iba dando cuenta de lo poco que había conocido a su padre… Y no podía culpar a Sofía por odiarlo, ni porque aquel odio se hubiese transformado en la desconfianza que le profesaba a él. Estaba seguro de que Sofía deseaba entregarle toda su confianza, pero algo se lo impedía… Y cada vez había más anclas del pasado que evitaban que su relación avanzara. No pudo disimular su tristeza y su decepción cuando exclamó discretamente:

—Todo un traidor, ¿eh?

El religioso se acercó comprensivamente a Miguel de Montellano:

—Eso depende de la perspectiva desde la que se vea. El padre de tu padre fue un español que vino a trabajar a la Nueva España para un virrey. Tu familia siempre estuvo bajo la férula de la Corona española. Diego de Montellano era un militar, que fungía como una especie de espía y cuyo trabajo era precisamente conjurar las conspiraciones.

Sofía tenía sentimientos encontrados hacia Miguel. En el fondo de su ser trataba de separarlo de las acciones que había cometido su padre, pero no dejaba de corroerle las entrañas cada nuevo episodio que conocía de la vida de don Diego… quien, a final de cuentas, había educado a Miguel. Se había prometido confiar completamente en él pero, ¿si la traición se llevaba en la sangre?

—Lo demás lo pueden entender por sus propios medios —agregó fray Gabriel—. Si existió Sociedad del Águila, fue creada por Diego de Montellano, quien retomó las historias anteriores con el objeto de tender una trampa para descubrir las conspiraciones.

—Así que aquella lista de personalidades que han liderado la Sociedad del Águila…

—Son un invento de Diego de Montellano, en el que tu padre creyó inocentemente… O un invento del que intentó aprovecharse.

Aquello era mucho más de lo que Sofía podía soportar. Cada vez que descubría algo nuevo acerca de su vida, su existencia se volvía más confusa y sus creencias se desmoronaban.

Sofía se colocó al lado del cofre de La Rodilla del Diablo.

—¿Y esto qué contiene?

Fray Gabriel también se puso de pie y acto seguido Miguel lo imitó. El religioso habló:

—El más grande de los tesoros en un país ignorante: conocimiento, información, la verdad. Pero la verdad puede ser peligrosa, pues muchas veces la gente cree que busca la verdad, cuando en realidad quiere encontrar consuelo. Ahí hay verdades que pueden ser desconsoladoras. Desconozco si servirán de algo… Pero es información valiosa y muy peligrosa, por la que ha muerto mucha gente a lo largo de los siglos.

Miguel se llevó la mano a la empuñadura de su espada.

—Perdón que lo pregunte de nuevo —dijo con energía—, pero ¿quién es usted… fray Gabriel? ¿Por qué sabe tanto? ¿Quién lo envía? ¿Tiene el encargo de eliminarnos?

El religioso los miró de pies a cabeza antes de contestar:

—Así es, ésa fue la misión que me encomendaron… Pero eso nos lleva a otra de tus preguntas, Sofía, acerca de los jesuitas rebeldes.

—Claro —respondió Sofía—, pero eso ya es evidente: los jesuitas rebeldes que cita Lampart, que supuestamente pugnaban la independencia, en realidad querían poner el reino bajo el dominio directo de la Iglesia.

Fray Gabriel sonrió.

—No, pequeña; ésa era la misión de los jesuitas que no eran rebeldes —anto Sofía como Miguel quedaron desconcertados; ante su silencio el fraile continuó—. ¿Quién es la única persona a la que, por votos, le deben obediencia total los jesuitas?

—El papa —respondió de inmediato Sofía.

—Exacto. Así pues, parece obvio que un jesuita rebelde contra quien se rebela… sólo puede ser el papa. Los jesuitas son los malos de esta historia, si los queremos ver de ese modo: los que conspiraban, fieles al papa, para separar a la Nueva España de la Corona española y someterla a la Iglesia. Algunos eran… éramos rebeldes y nunca estuvimos de acuerdo con aquel propósito… Por eso cambiamos el hábito jesuita por el franciscano.

—Entonces, ¿no viene a detenernos? —se apresuró a decir Miguel.

—¿Y cómo podría detenerlo a usted, señor Montellano?

—La Iglesia tiene muchos medios; lo he aprendido recientemente.

—Es cierto, si hubiera querido, habría acabado con ustedes en cuanto hallaron el baúl. Pero no, ustedes son los legítimos herederos de la información que han encontrado… Incluidos los secretos de ese arcón. Yo sólo vine a advertirles que la verdad es peligrosa, que no siempre es lo que se busca… Y que la verdad que contienen esos papeles les ha costado la vida a muchas personas. Deben pensar bien lo que harán con esa información.

Fray Gabriel, el jesuita rebelde convertido en franciscano, se cubrió el rostro y se dio la media vuelta sin decir palabra. Comenzó a caminar y a alejarse hasta que Sofía lo detuvo con un grito:

—¿Por qué nos ayuda? ¿Por qué no cumple las órdenes que le dieron?

El fraile Gabriel se detuvo y volteó para mirar de frente a Sofía y a Miguel, quienes a través de la capucha del hábito pudieron sentir una mirada y hasta percibir una sonrisa.

—Aún tienen que buscar muchas respuestas para entender este reino. Ustedes dos son descendientes de don Hernán Cortés, uno de los hombres más valientes y más audaces que hayan existido y uno de los personajes que ha recibido los tratos más injustos por parte de la historia. Si luchan por la libertad, deberían conocer mucho mejor la historia de su ancestro… el conquistador.

Sofía dio un paso adelante con curiosidad e incredulidad:

—¿Pretende decir que Cortés no conquistó ni sometió a este país?

—¿País? Primero deberías preguntarte si en 1519 existía aquí un país, si Cortés llegó a un país… o si construyó uno, a partir de 1521. Teníamos un proyecto hermoso, don Hernán y los franciscanos, pero fue destruido por la ambición de Carlos V y de su hijo Felipe. Tu espíritu es inquieto, Sofía Guillén; por esa razón puedes llegar a adquirir mucha sabiduría, pero debes superar los prejuicios que has arrastrado durante muchos años, como los ha arrastrado este pueblo durante tantos siglos.

Miguel de Montellano había permanecido en silencio, reflexionando en cada una de las palabras del fraile. “Descendiente de Hernán Cortés”, ya lo había leído pero no lo había reflexionado. “¿Acaso los que habitaban este reino de religión católica, habla hispana, arte barroco y cultura mestiza, no eran también descendientes de Cortés?” Por primera vez desde que lo descubrió, estuvo consciente de su situación. Se colocó junto a Sofía y la abrazó mientras el religioso y seguía su camino. Aún Miguel lo detuvo con un grito:

—¿Quién lo envió? ¿Fue el virrey Calleja?

El religioso se detuvo y respondió sin voltear para después proseguir su camino:

—Ojalá hubiera sido Calleja, caballero. Pero no, fue el Gran Inquisidor.

La sola mención del canónigo Matías de Monteagudo paralizaba a cualquiera y fue precisamente el efecto que provocó en Sofía y en Miguel. ¿Qué tenía que ver la Inquisición con ese asunto? Los dos seguían mudos del asombro hasta que Sofía rompió el silencio, titubeante, mientras fray Gabriel seguía alejándose muy despacio:

—Entonces, ¿por qué nos ayudó?

El franciscano no se detuvo. Prosiguió su andar por el bosque, sereno, como si nada de lo que habían platicado tuviera importancia. Así, siguió hasta desaparecer, al tiempo que profería una de esas respuestas que sólo generan muchas preguntas:

—Aún les falta mucho por saber. Resuelvan el misterio de la serpiente y la diosa que tanto enfrentó a los franciscanos con los dominicos y los jesuitas. El Gran Inquisidor tal vez ignora el pasado, pero los franciscanos aún recordamos.

La figura del misterioso franciscano se perdió entre los árboles. La mente de Sofía se naufragaba en un mar de dudas. Después de tantas respuestas directas el fraile se había ido sembrando un acertijo. Dos ideas quedaron clavadas en la mente de ambos: la serpiente y la diosa… y el Gran Inquisidor.

6
Huatusco.
Febrero de 1816

Sofía concluyó el relato:

La información era muy confusa, extraña, rebuscada, difícil… oscura; relacionada de alguna forma con asuntos religiosos de la historia de la Nueva España. Había textos en castellano, pero también en latín y en náhuatl. Por eso que era fundamental revisarla junto con el padre José María.

De haber sabido el estado de letargo y melancolía en que iba a sumergirse, jamás lo hubiese hecho… Peor aún, jamás hubiera deseado que en tan aciagos momentos de su vida, en plena debacle de su movimiento, derrotado y sitiado, condenado a esconderse y huir, limitado por la gente de López Rayón… cuando más fortaleza necesitaba… su fe, lo único que quizás lo mantenía firme, se tambaleara como lo hizo.

Era imposible saber que en ese estado tan lamentable aún iba a recibir la peor de las noticias. Jamás había visto llorar al padre Morelos… Y no sólo lo vi llorar, sino caer, derrumbarse, rendirse por completo. A ese hombre que fue mi padre, mi tutor, mi amigo, mi confidente, mi apoyo; al hombre más fuerte, leal, noble y valiente que he conocido, tuve que verlo sucumbir. Así, aniquilado, fue como lo contemplé por última vez. Quizás en ese estado se enfrentó a la muerte… y no puedo evitar sentirme en parte culpable.

El fraile Gabriel nos había advertido que la verdad no es siempre lo que se busca y mucho menos es lo que uno quiere encontrar. La Rodilla del Diablo guardaba información que desmoronó a José María Morelos, pero era necesario revisarla con él. Mucha información, documentos, códices… Historias fantasiosas y hasta apocalípticas, todas relacionadas con la Virgen de Guadalupe, con dioses antiguos y paganos, con muertes misteriosas. Todos nos quedamos pasmados… pero el padre… el padre era un hombre de fe, y temo que la haya perdido.

Lo peor vino después. Los documentos estaban desperdigados en una mesa ante la cual el padre Morelos permanecía de pie, con la mirada extraviada, incrédulo. Y así, en ese estado, su última esperanza de recomponer su movimiento libertario se vino abajo de la manera más terrible.

Entró un soldado insurgente, pálido, con el miedo en el rostro, evidentemente portador de malas noticias. No pudo terminar de hablar, sólo alcanzó a señalar hacia el exterior de la habitación con lágrimas en los ojos. El padre salió corriendo y los demás detrás de él.

Fue espantoso. Como en un séquito macabro desfilaban unos 20 mulatos, negros como el carbón, mal vestidos y sin emoción alguna en la mirada. Caminaban despacio; los últimos seis, tres de cada lado, cargaban una red de palma, evidentemente pesada… aunque el peso lo llevaban en el espíritu.

La depositaron justo frente a Morelos; sólo entonces pudimos verlo. Ahí estaba en el suelo, amortajado y lavado, portando pulcramente su uniforme de militar el cuerpo, sin cabeza pero inconfundible, de don Hermenegildo Galeana.

Los Negros de Galeana lo habían recogido del campo donde un soldado español le atravesó el vientre y le cercenó la cabeza de un solo tajo. Lo lavaron, lo vistieron, lo lloraron y lo honraron; después decidieron que su general fuese enterrado por su amigo José María Morelos, como él lo habría deseado

El padre José María se quedó helado, de pie, firme como un roble, como el gigante que es. Su rostro no se inmutó, sus ojos no pestañearon. Pero de pronto, intempestivamente y ante la mirada incrédula de quienes estábamos ahí, soltó el lamento más terrible que jamás haya escuchado; lloró como un niño y cayó de hinojos junto al cuerpo degollado de Galeana. Se dejó caer al suelo, sobre el cadáver. Lo abrazó, vertió sus lágrimas sobre él, le pidió perdón.

Todas sus esperanzas habían sido destruidas; en ese momento ya estaba derrotado. Los que estuvieron cerca alcanzaron a escuchar cómo, entre sollozos y suspiros, el vencido Siervo de la Nación alcanzó a suspirar en voz baja: “Me han quitado mis dos brazos, ya nada soy”. Después de exclamar aquellas palabras se dejó caer de nuevo sobre el cuerpo inerte de su amigo “Tata Gildo”; cinco años de guerra acumulados en su espíritu lo doblegaron en ese instante. Matamoros y Galeana habían muerto en un periodo de seis meses. Y él se sentía culpable.

De la misma forma intempestiva, se puso rápidamente de pie y volteó la mirada al cielo. En sus ojos se veía la furia y el coraje. Sin decir nada entró a su habitación y salió con su chaqueta militar, el sable al cinto y dos pistolas. No le dijo nada a nadie. De un salto subió a su caballo y salió de ahí a todo galope. Sólo quedaba esperar. ¿A dónde habría ido?… Quizás a matar cuanto gachupín se cruzara en su camino para saciar su sed de venganza y calmar su furia.

Esperamos. Pasaron dos días, cuatro… una semana. El padre Morelos apareció de vuelta en Uruapan al amanecer. Si mató o no españoles es imposible saberlo… pero venía a caballo con dos personas; corrí a abrazar a mi hermana Inés, quien bajó del caballo a toda prisa para lanzarse a mis brazos. El padre, nunca mejor usada esa palabra, ayudó a apearse del caballo a la otra persona que montaba: su hijo Juan Nepomuceno, de unos 10 u 11 años de edad, desconcertado y asustado.

Morelos se convirtió de nuevo en el general. Comenzó a dar órdenes y nadie se atrevió a cuestionarlas. Informó que las tropas de Iturbide estaban por toda la zona y no tardarían en llegar a Uruapan. Ordenó a los diputados del Congreso que empacaran lo que pudieran y que estuvieran listos a partir en dos horas. Nos iríamos todos rumbo a Apatzingán, huyendo de nuevo.

A Miguel y a mí nos encargó que cuidáramos de Inés y de su pequeño Juan Nepomuceno, y que en cuanto pudiera llevarnos a la costa, nos embarcaríamos con Peter Ellis Bean, pues era imposible llegar a Veracruz por tierra. Todo el centro del reino había sido tomado por decenas de miles de tropas realistas; era preciso hacer el viaje por mar. ¡Por mar! Eso significaba viajar hasta el centro de América, a la provincia de Panamá, trasladarse por tierra hasta llegar al otro mar y embarcar de nuevo.

Nos dio mucho dinero en oro. El destino de Juan Nepomuceno era Nueva Orleáns. A mí personalmente me encargó que lo cuidara y lo dejara a salvo en el que sería su nuevo hogar. Nosotros debíamos venir al puerto de Nautla. No debíamos de temer, pues Peter Ellis era un buen navegante y una persona leal. Pasó mucho tiempo antes de que pudiéramos emprender el viaje.

Llegamos a Apatzingán. Peter Ellis aún no estaba listo para navegar; mejor dicho, el mar no era navegable, según el pirata. En su experiencia, el Océano Pacífico podía ser una fiera antes del mes de octubre. Lo mejor era navegarlo a finales del otoño, sin tormentas o, mejor aún, en invierno.

Por esos días fuimos testigos de cómo los diputados habían promulgado en Apatzingán un documento que pretendían que fuera la primera Constitución de la América libre. Burlesco, una Constitución para una nación independiente, lista justo a tiempo para ver cómo la independencia moría sin haber nacido. Aun así promulgaron ese “Decreto Constitucional para la Libertad de la América”… No se preocupe, traje una copia para usted, al igual que toda la información que hemos recopilado.

En diciembre Peter Ellis decidió que era oportuno zarpar, pero no fue sino hasta enero de 1815 cuando pudimos hacerlo. El padre Morelos dejó una gran cantidad de dinero a su hijo y otra igual para el pirata; además del que nos había dejado a nosotros, y aparte del que Inés nunca gastó del que yo le había dejado cinco años atrás, y aún lo cargaba con ella.

No pude evitar preguntarme de dónde obtenía tanto dinero un insurgente fugitivo… Pero era evidente que, por la causa que fuera, la guerra también termina por ser un buen negocio.

Jamás me hubiera imaginado viajando en un barco, rodeando la América septentrional. Sin embargo, lo hicimos. Era menester surcar los mares con cuidado, pues abundaban los barcos españoles e ingleses, y otras naves piratas provenientes del sur de América. Casi un mes tardamos en llegar a la provincia de Panamá.

Efectivamente Ellis es todo un pirata, en el mejor sentido de la palabra. Sabe sortear todas las situaciones, se comporta como si conociera a todos, sabe esconderse, disfrazarse, comprar cosas y sobornar a las personas cuando es el momento oportuno. Jamás hubiera sido posible realizar aquel viaje sin él y sin sus contactos. El Pacífico lo navegamos en un barco que no era suyo, sino de un conocido. Él tenía su barco en el Mar Océano —me gusta seguir llamando así al que hoy llaman el Océano Atlántico—, esperando por nosotros.

Pudimos ver que el virreinato de la Nueva Granada también está convulsionado por la guerra; los libertadores se inspiran en el sueño unificador de un tal Francisco Miranda y le llaman la Gran Colombia. Habíamos recorrido apenas la mitad del camino; faltaba un mes para llegar a La Habana; era imprescindible parar en dicho puerto para abastecer la nave, aunque fuera un puerto peligroso. Cuba es totalmente española.

Lo demás ya lo sabe. Miguel e Inés llegaron a Nautla antes que yo, pues navegaron directamente desde La Habana hasta aquí. Querían que yo fuera con ellos pero me negué de manera contundente, pues el padre José María me había encargado personalmente el cuidado de su hijo, y pensaba dejarlo hasta Nueva Orleáns, tardara lo que tardara. Ellis me aseguró que no era demasiado lejos.

Tanto Miguel como Inés insistieron en acompañarme, pero tampoco se los permití. Lo mejor es que llegaran lo antes posible a buscar al general Rosains… Bueno, ésa era la idea. No sabíamos que encontraríamos al general Victoria… y tantas novedades desesperanzadoras.

Por eso Inés y Miguel llegaron primero. Yo permanecí una semana en Cuba, disfrazada y protegida por Ellis hasta que me notificó que era momento de seguir rumbo a Estados Unidos. Para mi sorpresa, también me notificó que seguiría el viaje en otro barco y con otro pirata.

Peter Ellis Bean era el encargado de entregar una carta del general Morelos al gobierno del presidente norteamericano James Madison, lo cual hizo por conducto de unos embajadores en Cuba. Tenía que volver a la Nueva España con noticias. Curiosamente se hizo a la mar en un barco llamado El Águila.

El resto del trayecto lo hicimos con un francés que, según supe, era el hombre más famoso y temido de esa parte del océano. Lo conocían los ingleses como el Terror del Golfo, pero los norteamericanos lo llamaban el Héroe de Nueva Orleáns, por su participación en la última gran batalla naval que los norteamericanos pelearon contra sus antiguos opresores ingleses. Para mí fue simplemente Jean Lafitte.

Él fue el responsable de dejar al pequeño Juan Nepomuceno en buenas manos, con un comerciante que se encargaría de invertir su dinero, darle empleo y enseñarle el inglés… Pobre niño asustado, me parece que conoció a su padre incluso menos que yo, por lo que aproveché todo el tiempo a su lado para hablarle del gran hombre que, pese a sus defectos, fue José María Morelos.

No voy a negar lo tentadora que era la idea de quedarse en aquel país donde ya respiran libertad y tienen orden. El puerto era hermoso y el pueblo se veía lindo, por lo menos desde el barco. Es evidente que a esos anglosajones les vino bien la independencia y la han sabido usar para progresar; no pude evitar preguntarme si nosotros seremos capaces de eso.

Pero regresé… por Inés, por Miguel, por la ilusión de volver a ver a José María Morelos, por un compromiso que siento con mis padres… y porque a pesar de tantos conflictos, no puedo evitar amar la tierra en la que nací. Así pues, aquí termina la historia. Así llegamos a Nautla a encontrarnos con usted, que casi no ha estado presente hasta ahora.

Guadalupe Victoria permaneció callado durante el relato de Sofía Guillén. Había escuchado una historia increíble, que parecía inventada, como un relato fantasioso… Sin embargo él había vivido suficientes aventuras y desventuras como para saber que la realidad supera a la ficción y que las historias de la vida real pueden superar a las historias fantasiosas. Él mismo jamás se hubiera imaginado actuando como guerrillero, como espía, tratando con piratas, escondido en altamar cuando todos lo buscaban en tierra. Y sin embargo ésa era la verdad.

Todos se quedaron mirándose unos a otros. Estaban al día. Morelos había muerto, la insurgencia agonizaba, los insurgentes peleaban entre sí, Félix María Calleja había triunfado. Y ahora pensaban que aún había cosas por hacer, pues tal vez la información y el conocimiento podían superar el poder de los fusiles.

También había suspicacias. Sólo hasta ese momento, al repasar la historia, Sofía cayó en la cuenta de que Miguel de Montellano había llegado al encuentro de Guadalupe Victoria muchas semanas antes que ella, que ya le llamaba general desde antes… que parecían tenerse confianza cuando en realidad casi nunca se habían tratado.

Aún había cosas por decir y todos lo sabían, aunque todos lo callasen. Sofía no le había contado al general Victoria lo que contenía aquel cofre, que desmoralizó tanto a Morelos. Miguel no decía nada de sus ausencias y a Victoria no parecía importarle. De pronto parecía que todos confiaban en Miguel más de lo que ella se fiaba de él. Y el general —ahora lo sabía con certeza— también le había ocultado muchas cosas y había dejado algunos pendientes en su relato.

Ahí estaban todos, a salvo, pero aislados en Huatusco. Sólo podían confiar en sí mismos y seguir luchando, aunque parecía que todo había perdido sentido. Sin embargo, Victoria se veía seguro, satisfecho, como si creyera que aquel movimiento podía resurgir de sus cenizas.

El general y Sofía aún tenían muchas conversaciones pendientes; sobre Peter Ellis, sobre los masones, sobre el fraile hereje Servando Mier, sobre las supuestas sociedades secretas, sobre diversas leyendas y mitos… sobre el pasado… Sobre su pasado, su vida en la Ciudad de México, su experiencia en las conspiraciones, sus razones para unirse a José María Morelos… Y la verdadera razón por la que decidió cambiar su nombre a Guadalupe Victoria.

Parecía que la historia llegaba a su fin. En 1789, cuando Morelos entró a estudiar a San Nicolás y conoció a Hidalgo, y cuando los franceses comenzaron a derrumbar la más antigua de las monarquías europeas, un militar, héroe de dos continentes, llegó al Nuevo Mundo a intentar ser héroe en el tercero.

En América, el principal trabajo de Félix María Calleja del Rey era poner orden en el virreinato y a eso dedicó todo su esfuerzo. El mejor militar del imperio español llegó a ser conocido como La Espada de la Nueva España.

Como mariscal del ejército derrotó a los 100 000 hombres de Miguel Hidalgo con sólo 7 000 soldados y mucha estrategia. Como virrey de la Nueva España se había hecho una promesa a sí mismo: la insurgencia no sobreviviría a Félix María Calleja del Rey. En 1816 esa promesa estaba cumplida y la rebelión aniquilada.

La herramienta principal, el arma mortífera, el puño que dio el golpe fatal a la insurrección, fue un criollo de gran valor, tenacidad, bravura, inteligencia y con una dosis de crueldad. Teniente coronel de los Dragones de la Hierra, por su fiereza y su fortaleza, Agustín de Iturbide y Aramburu era conocido como el Dragón de Hierro.

Entre la Espada y el Dragón extinguieron la llama de la libertad. La Espada cortó la cabeza, el Dragón la convirtió en cenizas… Tal vez cenizas de las que el ave fénix podría resurgir y alzar el vuelo, remontar las alturas y alcanzar la victoria.

Trilogía de la independencia
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