Los sentimientos de la nación
CHILPANCINGO (1813)
1
Andrés Quintana Roo era una joven promesa de las letras y el derecho. Criollo, nació en Mérida cuando Yucatán no era parte de la Nueva España sino una capitanía general, mismo estatus que tenían las provincias centroamericanas gobernadas desde Guatemala. No obstante siempre hubo en Yucatán pensadores liberales que abogaban por una separación de España o, por lo menos, por establecer una relación más equitativa y eliminar el servilismo entre la población maya. Uno de ellos fue Matías Quintana, padre de don Andrés, quien incluso estuvo recluido en San Juan de Ulúa por sus ideas subversivas. Fue don Matías la primera influencia liberal de su hijo Andrés.
Para 1813 contaba apenas con veintiséis años de edad; había estudiado en el seminario de Mérida y después en la ciudad de México, en la Real y Pontificia Universidad de la Nueva España. Algunos criollos liberales de la capitanía de Yucatán consideraban que el movimiento de Morelos era una buena oportunidad para separarse de España e integrar una sola nación. Cuando el general Morelos convocó a un Congreso Nacional Americano en Chilpancingo, don Andrés Quintana Roo fue enviado como representante de Yucatán. Su presencia fue vital para Morelos.
La realización del congreso era vista por las autoridades virreinales como una amenaza. Era la primera vez que veían real el peligro de la independencia. El arzobispo electo de Valladolid, monseñor Abad y Queipo, escribió una apremiante carta al virrey Félix María Calleja:
Excelentísimo señor virrey, don Félix María Calleja:
Si no se destruye lo principal de la insurrección, se consumirá hasta el último extremo la devastación del reino y en menos de diez años no quedará una cara blanca en él.
La idea de estos sucesos no entran en la conciencia de nuestros americanos, ni aun en la de los más sabios, porque todos están ignorantes de los efectos de una anarquía. Una gran masa de habitantes desconoce los bienes de la sociedad y los verdaderos principios de la religión y la moral. Nuestros americanos están deslumbrados con la ilusión de la independencia. Hemos visto que desde el suceso de Morelos, de la toma de Oaxaca, se han hecho insurgentes los que estaban indecisos.
Morelos es, sin disputa, el alma y el tronco de toda la insurrección, y en la junta que ha convocado para este mes en Chilpancingo, se va a elevar a Jefe Supremo, independiente de toda otra autoridad.
No se le debe dejar tiempo para que pueda organizar ejércitos respetables. Pues aunque él es un idiota, la envidia y la ambición han desplegado bastante sus talentos. Acabar con Morelos es acabar con la guerra, y la reunión en Chilpancingo ofrece la oportunidad de arrancar este mal desde su raíz.
Monseñor
MANUEL ABAD Y QUEIPO
El virrey Calleja efectivamente estaba preparando más ejércitos para destruir completamente la insurrección. De hecho, lentamente, sin que nadie en el movimiento lo notara, ya había comenzado a propiciar la debacle de José María Morelos.
La obsesión del Generalísimo por tomar el puerto de Acapulco fue el arma que Calleja utilizó en su contra. Aquella lejana misión fallida, la primera que le encomendara Hidalgo en 1810, seguía en la mente de Morelos, quien mantuvo sitiado Acapulco de abril a agosto de 1813. Finalmente, la bandera española fue arriada del fuerte de San Diego y el puerto donde atracaba la Nao de China quedó en poder de los insurgentes. Muchos, entre ellos el propio Generalísimo, consideraban aquella una victoria, pero en todos esos meses que invirtió Morelos en tomar un solo puerto, Félix María Calleja había logrado movilizar tropas y reorganizar el ejército virreinal.
Los conflictos entre los insurgentes aumentaban y se hacían cada vez más evidentes. La junta de gobierno de López Rayón no estaba de acuerdo con las acciones militares de Morelos, quien a su vez se distanciaba cada vez más de ésta. No obstante, sus victorias hablaban por él; en agosto de 1813, todo el territorio al sur de la ciudad de México desde Oaxaca hasta Michoacán, desde Tenancingo hasta Acapulco y de Orizaba a Zihuatanejo, eran territorio insurgente. En el norte habían surgido algunos movimientos y reconocían el liderazgo de Morelos y su proyecto de independencia.
Morelos llevaba casi tres años de aplastantes victorias, pero todo lo que había vivido le había enseñado que las ideas viven mucho más tiempo que los hombres. Lo decía Manuel Guillén: “No puedes matar una idea”. Era de vital importancia que la idea de la independencia no dependiera de la persona de Morelos. Además era fundamental dirimir los conflictos internos en los diversos grupos de insurgentes, particularmente el representado por Ignacio López Rayón y el encabezado por José María Morelos. Por todo eso se decidió convocar al congreso en Chilpancingo, ciudad bien retenida por los rebeldes.
Pocos días antes de la instalación del congreso, el general Morelos estaba nervioso. Quería redactar un documento que plasmara el ideal de nación por el que se luchaba; esas ideas inmortales que sobrevivirían a aquellos hombres que luchaban por ellas. Morelos conocía la fama de hombre letrado, justo e ilustrado, de Andrés Quintana Roo, y fue por eso que solicitó su ayuda para redactar el documento.
Ante un gran escritorio se sentó don Andrés y del otro lado el general Morelos.
—El movimiento es cada vez más grande pero no puede girar en torno a una sola persona. Por eso necesito que usted me ayude a formular las bases ideológicas de nuestro movimiento.
El joven Andrés estaba admirado y se sentía honrado de haber sido considerado por Morelos, a quien ni siquiera había conocido antes.
—Me honra con su solicitud, pero nadie mejor que usted para hacerlo. Nadie con su autoridad moral.
—Señor Quintana Roo, he recorrido gran parte del país, he vivido derrotas y victorias, he visto el carácter de la gente, las injusticias y las ideas. Por eso creo saber las bases sobre las que debe erigirse este nuevo país. Pero es usted el hombre de letras; si le parece, quisiera comunicarle mis ideas y que usted me haga el favor de ponerlas por escrito.
Andrés Quintana Roo tomó papel y pluma, listo para transformar en palabras escritas las vivencias de José María Morelos. Colocó frente a sí el pergamino y escribió:
SENTIMIENTOS DE LA NACIÓN
José María Morelos comenzó a hablar:
—Ante todo, que la América es libre…
2
Chilpancingo (13 de septiembre de 1813)
De todos los rincones de la Nueva España llegaron diputados para representar a sus provincias en el congreso y proclamar formalmente la independencia. Pero más allá de disputas por el liderazgo, protagonizadas por Ignacio López Rayón y su pugna con Morelos, el problema era mucho más de fondo. La junta de Zitácuaro, organizada por don Ignacio, pretendía legitimarse al reconocer como monarca a Fernando VII. El propio Miguel Hidalgo levantó en armas a la multitud arengándolos en nombre del rey de España. Había sido Morelos el que había exigido que se le quitara la máscara a la independencia y se dejara de mencionar a Fernando VII.
No obstante, para algunos de los representantes no había legitimidad que no viniera del rey, y ése era precisamente el que consideraban tópico central del congreso. A tres años de haber comenzado una guerra, aún no se sabía por qué se peleaba. Por eso Morelos tenía la urgencia de presentar ante ese supremo congreso Los sentimientos de la nación, que redactó con Andrés Quintana Roo y que dicho documento fuera aceptado como la base del movimiento de independencia. Morelos, héroe triunfador de mil batallas ante poderosos ejércitos, ahora debía librar y ganar una batalla ante los hombres políticos.
No sólo se dieron cita en Chilpancingo los diputados, sino que casi todos los insurgentes que habían luchado en distintos territorios estaban ahí: Mariano Matamoros y Hermenegildo Galeana, los dos grandes brazos de Morelos, se hicieron presentes, al igual que Vicente Guerrero, Nicolás Bravo y Guadalupe Victoria, quien llegó a la ciudad acompañado de Miguel de Montellano y de Sofía Guillén.
Morelos no había permitido que Miguel y Sofía lo siguieran al largo sitio de Acapulco, y Valladolid, su ciudad natal, estaba prohibida para ellos, ya que era fuertemente resguardada por las tropas realistas. Fue por ello que decidieron residir en la zona del Golfo, donde Miguel Fernández Félix, ahora don Guadalupe Victoria, era amo y señor, y habían residido en Orizaba durante aquel tiempo.
Los diputados tomaron asiento en torno a una gran mesa. Alrededor suyo se dispusieron sillas para que los demás interesados pudieran presenciar la sesión. Ahí estaban los representantes libertarios de las provincias de la Nueva España, de cuya presencia dejaron constancia firmando el acta que formalizaba el congreso:
Ignacio López Rayón,
diputado por la provincia de Nueva Galicia.
José Sixto Verduzco,
diputado por la provincia de Michoacán.
José María Liceaga,
diputado por la provincia de Guanajuato.
Andrés Quintana Roo,
diputado por la provincia de Puebla
y representante de la capitanía de Yucatán.
Carlos María Bustamante,
diputado por la provincia de México.
José María de Cos,
diputado por la provincia de Zacatecas.
Cornelio Ortiz Zárate,
diputado por la provincia de Tlaxcala.
José María Murguía,
diputado por la provincia de Oaxaca.
José Manuel Herrera,
diputado por la provincia de Tecpan.
Seguía habiendo entre ellos “fernandistas”, como llamaban a los que pretendían reconocer al monarca español, pero había también seguidores de Morelos y de sus ideas en torno de una patria totalmente independiente. Entre el público asistente también estaban presentes los compañeros de batalla del Generalísimo, así como Sofía y Miguel.
Cada diputado habló y lanzó diversas peroratas sobre la libertad y la importancia de respetar la opinión de las provincias. A Morelos le aburrían los discursos de los políticos, pero fue paciente. Sin embargo, definitivamente algo en lo más profundo de su ser lo impulsó a levantarse e interrumpir cuando el diputado Carlos María Bustamante iba a la mitad de su discurso:
—…Vamos a restablecer el imperio mexicano, vamos a preparar el asiento que debe ocupar nuestro príncipe Fernando VII, recobrado del cautiverio en que gime…
Fue en ese momento que Morelos no pudo más, interrumpió su discurso poniéndose de pie; ese solo hecho provocó los gritos y los aplausos de la multitud.
Ahí estaba su verdadero héroe, su gran libertador, el único al que querían escuchar, no obstante que ni siquiera era diputado en aquel congreso. Eso por decisión propia, ya que argumentó siempre que no se debía acumular poder, y que él, de momento, fungía como militar. Entre los gritos de la gente, Morelos hizo sonar su voz en todo el recinto:
—No vamos a restablecer el imperio mexicano, vamos a mejorar su gobierno; no a dárselo a un rey extranjero, vamos a hacer un país con soberanía del pueblo. Muchos se han levantado en armas en nombre de Fernando VII. Lo hizo el propio Hidalgo, el señor López Rayón y el señor Bustamante aquí presentes, y muchos de ustedes. Pero les digo que eso no es independencia. Sólo seremos libres si nosotros nos gobernamos.
Vivas y aplausos interrumpieron el discurso, la gente gritaba y aplaudía; entre la multitud se oyó que alguien exclamaba:
—Viva Morelos, su Alteza Serenísima.
La gente coreó aquel nombramiento:
—Viva su Alteza Serenísima.
Morelos aplacó los gritos y continuó con su discurso:
—No hay diferencia si el pueblo, en vez de ser sometido por Fernando VII, es sometido por mí.
Mientras decía eso volteó a ver a Hermenegildo Galeana, quien le correspondió con una sonrisa. Ésa era la razón por la que Tata Gildo lo había seguido; por no cambiar a un tirano en Madrid por uno en México. Morelos proseguía su discurso.
—Por eso hemos formado este congreso, para que represente a todos. No, señores, no soy Alteza Serenísima. Yo soy José María Morelos y Pavón, y soy, únicamente, el Siervo de la Nación.
La multitud ya estaba totalmente entregada a Morelos, y él sabía que eso movería a los políticos. Siguió hablando y lo que dijo a continuación lo hizo mirando a Sofía y a Miguel, en una muestra de reconocimiento:
—He aprendido que los hombres mueren, pero que nadie puede matar una idea; por eso esta lucha no debe estar sustentada en mi persona, sino en el congreso soberano; no en caudillos sino en ideales. Alguien me dijo una vez que un país no debe estar marcado por lo que fue, sino por lo que aspira a ser. Por esa razón he escrito un ideario para nuestra nueva patria independiente, mismo que someto a consideración de los representantes aquí presentes.
Se hizo el silencio y José María Morelos, el Generalísimo, procedió a leer el documento que el propio don Andrés había titulado Los sentimientos de la nación.
—Que la América es libre e independiente de España y de toda otra nación.
Aquella proclama de independencia total, sin rey, español o cualquier otro, movió a todos los presentes. Ignacio López Rayón y Carlos María Bustamante sabían que su causa había sido derrotada. Se unieron al aplauso mientras Morelos seguía con la lectura.
—Que la soberanía dimana directamente del pueblo, el que sólo quiere depositarla en este supremo Congreso Nacional Americano.
Aquella proclama fue más aplaudida por los propios diputados que por el pueblo presente, pero sabía Morelos, asesorado por Quintana Roo, que debía darle su crédito a los políticos si quería tenerlos de su lado.
En uno de los extremos del salón, Miguel y Sofía hablaban mientras escuchaban las palabras de Morelos.
—Viene lo más difícil, querida Sofía, mantener el orden, construir juntos esta nueva patria. Hay muchos rencores sociales y demasiados intereses.
—Tú y yo somos prueba de que es posible superarlos.
Sabedor de su total victoria, Morelos continuaba la lectura de su documento.
—Que la patria no será del todo libre y nuestra mientras no se reforme el gobierno, abatiendo el tiránico, y echando fuera de nuestro suelo al enemigo español, que tanto se ha declarado contra esta nación.
Algunos gritos entre la multitud respondieron con un nostálgico “¡Viva el padre Hidalgo!”
—Que la esclavitud se proscriba para siempre, y lo mismo la distinción de castas, quedando todos iguales, y sólo distinguirá a un americano de otro el vicio y la virtud.
Aquella nueva proclama volvió a encender el salón. No sólo se hablaba de libertad, sino de algo más insólito aún en la Nueva España: igualdad. Que el color de la piel no fuera motivo de distinción alguna. Morelos no pudo evitar recordar en ese momento a Mateo y tuvo que contener una furtiva lágrima. Volteó a ver a sus dos brazos; ahí estaban, tan leales como siempre, don Hermenegildo Galeana y don Mariano Matamoros.
—Que en la nueva legislación no se admita la tortura.
El general dirigió una mirada de admiración a don Nicolás Bravo, el caudillo magnánimo, a quien tanto había reprimido por perdonar la vida de aquellos prisioneros. Ahora lo entendía.
—Que como la buena ley es superior a todo hombre, las que dicte nuestro congreso deben ser tales que obliguen a constancia y patriotismo, moderen la opulencia y la indigencia, y de tal suerte se aumente el jornal del pobre, que mejore sus costumbres, alejándolo de la ignorancia, la rapiña y el hurto.
Ignorancia. Ése era uno de los grandes retos y todos lo sabían. Más que España, había sido la Iglesia la gran sometedora. El congreso estaba proclamando la libertad de un pueblo en el que noventa por ciento de sus integrantes no sabía leer ni escribir y que definitivamente no hubiera entendido nada de lo que ahí se estaba planteando.
—Que a cada uno se le guarden sus propiedades y respete en su casa como en un asilo sagrado.
Recordó las palabras que le había dirigido el propio Miguel de Montellano cuando eran enemigos: algunos tenían miedo de perder todo si el movimiento triunfaba. Antes de leer el siguiente sentimiento, que sabía arrancaría el júbilo popular, volteó a ver a don Guadalupe Victoria.
—Que se establezca por ley constitucional la celebración del día 12 de diciembre en todos los pueblos, dedicado a la patrona de nuestra libertad, María Santísima de Guadalupe.
Los gritos y los aplausos, en efecto, no se hicieron esperar. No sólo era una cuestión de fe. La Virgen de Guadalupe había sido un símbolo de la rebelión criolla desde el siglo anterior.
—Finalmente, en honor al padre Hidalgo, que se solemnice el día 16 de septiembre todos los años, como el día en que se levantó la voz de la independencia y nuestra santa libertad comenzó.
Morelos dejó la carpeta que leía en la mesa y guardó silencio. Uno a uno los diputados se pusieron de pie para honrar al gran general de la independencia; uno a uno se unieron a los aplausos. Con mucho pesar, don Ignacio López Rayón se sumó al festejo. Había luchado por el liderazgo del movimiento de independencia y era claro que había sido derrotado. Ganó el mejor.
Entre la multitud siguieron los gritos, los vivas, los aplausos, y dos gritos que se distinguían por encima de los demás, y a los que se sumaron Galeana, Matamoros, Guerrero, Bravo y Victoria:
—¡Que viva Morelos! ¡Que viva el Siervo de la Nación!
3
Chilpancingo (octubre de 1813)
El día era perfecto para una ceremonia, por simple y austera que fuera. El campo en las cercanías de Chilpancingo mostraba un paisaje esplendoroso: verdes montañas, cielo azul, sol radiante y, en el horizonte, esperanza. José María Morelos no podía considerarse ya a sí mismo un sacerdote; sus manos estaban manchadas de sangre y una excomunión pesaba sobre él como terrible condena. Pero poco importaba eso a quienes se amaban y querían dejarlo de manifiesto ante la gente y ante Dios.
Sofía Guillén y Miguel de Montellano, ambos descendientes de Hernán Cortés y de Moctezuma, símbolo perfecto de la nueva patria, eran ahora uno mismo. La ceremonia fue en medio de la naturaleza. Duró pocos minutos, pues en guerra el tiempo no debe perderse. Pocos pudieron presenciarla, ya que los esperaba el combate. Don Guadalupe Victoria, don Hermenegildo Galeana y don Nicolás Bravo no habían terminado de expresar sus congratulaciones a Sofía y a Miguel, cuando ya estaban a caballo y a todo galope. Morelos estaba de pie junto a su corcel; se uniría a ellos en breves momentos. Pero antes quería decir adiós a Miguel y a Sofía, que intentaban convencerlo de no seguir en el campo de batalla.
—Pero, padre, ya no tiene que arriesgar su vida. Le han ofrecido un cargo de jefe máximo. Otros pueden luchar.
—Lucho yo para que otros no tengan que hacerlo.
—¿Qué va a hacer entonces, general? —preguntó Miguel.
Morelos subió a su caballo.
—Seguir en el combate, ganar más ciudades, ampliar la zona de la libertad. Y morir si es necesario por defender el Congreso Soberano.
Morelos ya estaba sobre su caballo, listo para alcanzar a sus compañeros. Sofía se acercó:
—No quiero perderlo.
Morelos sonrió a su pupila, a su hija adoptiva, a su salvadora. Acarició su frente.
—Recuerda bien, Sofía. Morir es nada cuando por la patria se muere.
Dicho esto Morelos arreó su caballo y salió a todo galope. Sofía y Miguel se quedaron mirándolo, tomados de la mano, hasta perderlo en el horizonte. Sabían que aún no tenían un país libre; no todavía. Aún quedaba mucho combate por delante. Tal vez faltaba lo peor.
Sofía tomó su medalla dorada, el águila de Cortés.
—Tu padre seguramente poseía el otro medallón, el águila de Moctezuma, del que logró despojar a sus legítimos custodios. Debemos unir estas dos medallas y tratar de entender el misterio. Ahora sabes que no es sólo mi pasado, sino también el tuyo, y puede ser el futuro de toda una nueva patria.
Miguel asintió en silencio; sabía efectivamente que ahora él era parte de todo eso, del Misterio del Águila. A lo lejos se perdió de su vista el Siervo de la Nación. Sofía guardó bien en la mente sus últimas palabras: “Morir es nada cuando por la patria se muere”.
El futuro seguía siendo oscuro. Calleja continuaba siendo virrey y soltaría toda su furia contra el movimiento insurgente. Por otro lado, cada vez más personas entendían aquello de construir un nuevo país. Ellos dos sabían que tendrían responsabilidad en esa misión, que la libertad conlleva responsabilidad. Pero era momento de disfrutar la felicidad. Habían vencido todos los obstáculos y habían descubierto su identidad.
Miguel y Sofía, criollo y mestiza, se fundieron en un beso.