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Sevilla. Junio de 1820
Don Lucas Ignacio José Joaquín Pedro de Alcántara Juan Bautista Francisco de Paula Alamán y Escalada era considerado por algunos como el hombre más sabio de todo el virreinato de Nueva España, y quizá también con uno de los nombres más largos, casi tanto como sus credenciales académicas.
Era un diplomático, escritor, historiador y pensador en general, lo cual lo hacía uno de los personajes más respetables de la sociedad novohispana. Sin embargo, tenía un gran defecto que también despertaba suspicacias en torno a su persona, sobre todo dentro de la aristocracia conservadora, de la que él mismo era parte fundamental: era científico.
Don Lucas Alamán era religioso y conservador, pero también físico, químico, ingeniero de minas y botánico. Su mente era científica. Razonaba a través de la lógica y buscaba pruebas palpables de la realidad; un hombre difícil de apreciar en un país donde noventa por ciento de la población no leía y gran parte de los habitantes consideraba peligrosos a los científicos, misteriosos, como dueños de algún tipo de poder superior. Aun así, siempre fue bien apreciado por el gobierno virreinal, del que era ministro, y su fama de sabio le valió ser enviado como diputado de Nueva España a las Cortes imperiales de 1820.
Nació don Lucas en Guanajuato en el año de 1792, y desde niño demostró ser un prodigio. Con apenas dieciocho años fue testigo de la masacre que la turba iracunda de Miguel Hidalgo hizo en su querida ciudad natal. Vio al cura regocijarse en medio de un festín de sangre y fue desde entonces un decidido enemigo de la insurgencia, más no de la idea de la libertad, siempre y cuando ésta fuera ordenada; fue por ello que la idea de las Cortes de Cádiz le pareció un buen camino para hablar de emancipación de España, quizá sin abandonar la corona, pero sí evitando que los masones siguieran infiltrándose en la política del país que luchaba por nacer.
Caía plomo derretido sobre Sevilla, como en casi todos los veranos, cuando don Lucas llegó a la ciudad. Más de cuarenta grados que casi hacían borroso el ambiente, en el que ni una brisa tenía la piedad de soplar y aliviar el sopor. La vida, sin embargo, seguía su curso. Comerciantes y mercaderes de hecho trabajaban a marchas forzadas para terminar de sacar, ese mes, la ganancia correspondiente al de agosto, cuando los toldos bajaban y la gente huía a causa de una temperatura casi irrespirable. Por ello tenían que hacer su agosto en los meses anteriores.
Pero fue en medio de ese calor donde Miguel de Montellano consiguió entrevistarse con don Lucas Alamán, en una barra cerca del palacio que hospedaba el Archivo de Indias, cita previa del señor diputado Alamán. Ante la noticia del arribo de aquel representante de América, Miguel no pudo dejar pasar la oportunidad de verse con él, quien, para su sorpresa, no sólo accedió con mucho gusto, sino incluso mostrando un particular interés en el encuentro.
Gran sorpresa se llevó Montellano al encontrarse con un hombre ya entonces con fama de erudito, y que sin embargo era evidentemente menor que él, aunque sus modos y trato de cortesano bien podrían ser de alguien que lo doblara en años. Estaba entonces Miguel por cumplir los treinta y tres, mientras que don Lucas apenas llegaba a los veintiocho.
—Efectivamente, don Miguel, las Cortes están llenas de masones que difícilmente optarán por un plan como el que usted me comunica. He de confesarle que no me desagrada la idea de una monarquía en Nueva España, separada de la propia España. Finalmente, la monarquía es el único tipo de gobierno que se ha conocido allá por trescientos años. Coincido con la posibilidad de este imperio… ¿cómo lo llamó?
—Imperio Mexicano, don Lucas. La idea es formar el Imperio Mexicano, independiente de España pero con un Borbón sentado en el trono, un trono que, desde luego, deberá estar en la ciudad de México, y el gobierno también debe ser local, con Cortes locales, y claro, formarlo sin guerra, sino a través de un pacto con la corona española.
—El proyecto no deja de ser interesante, pero dudo que encuentre eco. Verá usted, la mente de este rey es medieval y simplemente no lo entenderá; por otro lado, la mayoría de los diputados en Cortes busca ahora, más que nunca, la sujeción a España, ya que el proyecto Constitucional es en realidad ambicioso y conveniente: definir como España todos los territorios, desde la península hasta América, y como españoles en igualdad de derechos a todos sus súbditos. Incluso se habla de establecer a diferentes infantes de la casa Borbón en cada virreinato y consolidar un Gran Imperio Hispano. De hecho eso no difiere mucho del plan de paz y libertad que su patrocinador propone.
—En eso tiene razón, don Lucas, pero ahí permítame dudar a mí tanto del rey como del alcance de miras de los diputados. Cada uno busca intereses regionales. Según sé, el objetivo del grupo que encabeza Ramos Arizpe es crear un nuevo virreinato en el norte de Nueva España, en las provincias internas.
—Así es. En efecto, mi amigo, esta Constitución puede ser el germen de un gran imperio español que abarque medio mundo y donde todos seamos iguales ante la ley, pero también puede ser el origen de una pulverización del poder. El problema es que la Constitución supera en mucho al rey y, si me permite decirlo, creo que también supera a todo el pueblo español de América. De California a Patagonia, dudo que más de unos cuántos, entre esos dieciocho millones de almas, puedan entenderlo.
—Ahí es donde este plan de paz y libertad funciona. La realidad es que, más allá de la lengua y la religión, no tenemos vínculo alguno con el sur de América, ni con Francisco de Miranda o Simón Bolívar.
—Aunque yo estuviera de acuerdo, caballero, los diputados americanos están conformes con lo que dispone la Constitución, muchos porque en realidad pretenden formar reinos hispanos independientes, pero en muchos de ellos, masones desde luego, éste es el inicio de una desintegración del imperio que les permitiría formar nuevas repúblicas.
—Ahí es, don Lucas, donde yo veo la mano no sólo de los masones, sino de Estados Unidos de América, y en mi muy particular opinión, no confío en ese tal Bolívar. Si uno lo analiza a fondo, es a todas luces un dictador enmascarado en la idea de la república.
—Bueno, don Miguel, como señalé al principio de nuestra conversación, puede usted contar con mi absoluta discreción al respecto.
Miguel de Montellano dio por terminada la conversación y se levantó de la mesa en la que conversaba con Lucas Alamán, listo para despedirse. Don Lucas se quedó sentado e hizo un ademán a Miguel para que no se retirara:
—Si me permite, don Miguel, tengo otro asunto completamente distinto que tratar con usted.
Miguel lo miró, extrañado, pero volvió a tomar asiento:
—Claro, don Lucas, usted dirá.
Lucas Alamán se quedó viendo fijamente a Miguel de Montellano y lo escrutó de arriba abajo, como si buscase descifrar algo en el interior de aquel hombre.
—Seré breve y conciso. Verá usted, he sido nombrado albacea en Nueva España de los bienes, propiedades y títulos —hizo una pausa y tomó aire como para darle más solemnidad a lo que estaba por decir— de don Hernán Cortés. Un noble que se hace llamar conde de Terranova, que tiene papeles del conquistador y dice ser descendiente en algún grado, me ha encargado ocuparme de los asuntos pendientes de don Hernán Cortés —Miguel permaneció en silencio. Esperaba todo menos eso. ¿Por qué se lo señalaría Lucas Alamán precisamente a él? No supo qué decir y, ante su silencio, don Lucas siguió hablando—: He estado revisando mucho material en el Archivo de Indias, recientemente conjuntado en este gran edificio que tenemos a nuestras espaldas, y como usted debe saber, guarda todos los documentos relacionados con los asuntos americanos, desde la colonización del Caribe hasta nuestros días. Evidentemente, contiene todos los archivos existentes sobre el conquistador.
—Algo así sabía, don Lucas, pero ¿qué tiene que ver esto conmigo? —Miguel decidió no poner ninguna carta sobre la mesa hasta saber por dónde iba la conversación del señor Alamán.
Don Lucas lo vio nuevamente en silencio por un rato. Era imposible saber si estaba catando la envergadura moral de su contertulio o si estaba preguntándose sobre la ignorancia que Miguel de Montellano podría tener sobre el tema.
—Lleva usted dos de los apellidos del conquistador en su nombre, mi buen amigo. Eso supongo que lo sabe. Estuve revisando genealogías y tratando de llenar algunos huecos, y bueno, tengo razones para pensar que, por vía materna, usted está en línea directa de la descendencia de Luis Altamirano, tercer hijo del conquistador.
Miguel estaba atónito, pero desde luego tenía sentido pensar que en semejante archivo, y con la mente de Lucas Alamán, se pudiese obtener esa información.
—Algunos papeles familiares revisé, don Lucas, y es posible que tenga usted razón, pero no le he dado importancia.
—Mire, la persona que me contrató tiene una descendencia dudosa, mientras que el actual marqués del Valle, don Héctor María, es un hombre que ninguna relación tiene con Hernán Cortés. Usted tiene más derechos que cualquiera de ellos dos sobre cualquier tipo de reclamación.
Miguel soltó una carcajada para tratar de liberar tensión.
—¿Está usted pretendiendo representarme, don Lucas? —dijo Miguel con sorna—. En verdad no es un tema que me haya interesado. Además, no creo que haya mucho que representar de don Hernán Cortés. Hasta me parece extraño que le hayan hecho semejante encargo.
—En un principio me resultó igual de extraño, mi buen amigo, pero además de muchas posesiones en México, que incluyen asilos e iglesias, están el título y las posesiones del marquesado del Valle y ese antiguo palacio de Cuernavaca que, créame, vale mucho más de lo que aparenta.
—Pero, don Lucas —añadió Miguel, ciertamente extrañado—, para bien o para mal, en descendientes o en desconocidos, el título existe y tiene dueño.
—Así es, don Miguel, pero parece ser que el testamento de Hernán Cortés dejaba voluntades muy precisas al respecto, y una de ellas es que sólo quien llevase sus apellidos podría ostentar el título y, por lo tanto, acreditar las posesiones… Alguien como usted.
—¿No le parece una locura?
—Todo depende, don Miguel. Parece que el testamento de Cortés, por lo menos el que aquí se encuentra, está incompleto.
—¿Cómo que el que aquí se encuentra?
—Estos documentos siempre se hacen con copias certificadas, mi amigo. Se conoce la que está en este archivo, incompleta precisamente en lo que se refiere a la exigencia de portar los apellidos del conquistador para ostentar el título, pero debe de existir la copia original de este documento, y es muy posible que esté en el Palacio de Cortés en Cuernavaca. Los hijos del conquistador debieron de llevarlo consigo en su regreso a Nueva España a encabezar la revuelta de 1566.
No le extrañaba en lo más mínimo a Miguel que don Lucas tuviera esos conocimientos. Precisamente su fama era la de un erudito, entre otros temas, en historia, y, para más, había dedicado sus estudios en los últimos meses al de la descendencia de Cortés.
La mente de Miguel en realidad simplemente se negaba a recibir y asimilar esa información, justo cuando quería dejar totalmente atrás ese pasado. No quería saber de la historia de Hernán Cortés ni de sus propiedades o sus descendientes o las probabilidades de ser el heredero de aquello.
—Verá usted —proseguía don Lucas—, en 1566, los tres hijos de Cortés estaban en España, y en ese año lograron finalmente la autorización real para exhumar los restos de su padre y llevarlos con ellos de regreso a Nueva España. Con ellos debieron de traer esa copia en aquel viaje. Los restos de Hernán Cortés serían una bandera de batalla. Con ellos como símbolo pensaban los hijos encabezar una revuelta contra el gobierno virreinal, algunos dicen que incluso buscando la independencia. Bien había hecho Carlos V en mantenerlos en España. Ese hombre seguía siendo peligroso incluso muerto. Algo así como la leyenda del Cid.
—En todo caso —interrumpió Miguel—, ¿cuál era la necesidad de traer oculta una copia certificada del testamento?
—El propio Cortés y sus descendientes siempre tuvieron conflictos con la corona, que veía con recelo el gran poder que les daba el marquesado del Valle. En el momento de la muerte de Cortés, e incluso cuando sus restos viajaron hacia América, todos los escritos de Hernán Cortes, sus Cartas de relación e incluso una biografía que hicieron de él estaban prohibidos. No creo que sus hijos confiaran en el rey, menos aún si iban a organizar una revuelta de independencia.
—¿Y por qué era tan importante esa herencia?
—Algo muy simple, amigo. Aunque el título de Cortés era el de marqués del Valle de Oaxaca, la verdad es que sus propiedades y rentas se extendían desde el pueblo de Coyoacán, cerca de la capital, seguían hasta incluir toda la zona de Cuernavaca, y de ahí hasta las costas oaxaqueñas y al ismo de Tehuantepec. Eso era lo estipulado como “valle de Oaxaca”, tan extenso que por eso el propio Hernán Cortés se hacía llamar simplemente marqués del Valle.
—¿Es decir que, aunque ya no fuera gobernante de Nueva España, su propio señorío ocupaba más de la mitad del territorio entonces conquistado?
—Básicamente así es, mi amigo, un Estado dentro del Estado, una espina en el real zapato del rey. En fin. El punto, caballero, es que en esa época de la revuelta los hijos de Cortés habitaron ese palacio, y es muy posible que lo hayan traído de España: probablemente el testamento de Cortés esté en algún sitio de esa construcción. También se rumoró mucho, en 1566, que Martín Cortés conocía de boca de su padre el destino del tesoro azteca perdido en la llamada Noche Triste.
La mente de Miguel se quedó en blanco. Ya había perdido el interés en volver a América y mucho menos quedarse en esa convulsionada Nueva España, pero a pesar de eso, y por poca ambición que anidara en su corazón, esa supuesta herencia de Cortés era algo inimaginable y seductor.
—Don Miguel, usted quedó involucrado de una forma o de otra. No estoy seguro de la legalidad de la unión con Sofía Guillén de Ramírez y Arellano. No creo en las casualidades, y resulta que esa mujer también lleva dos apellidos directos del conquistador. Ignoro sus pretensiones, señor, pero no creo que sea usted un ingenuo que no está buscando nada para sí mismo. Insisto en mi incredibilidad en las casualidades, y la posibilidad de que dos descendientes de Cortés se conozcan y “se enamoren”, suponiendo eso sin concederlo, y hasta se casen, es casi imposible.
—También tendría sentido que dos familias así de emparentadas tuvieran contacto continuo, ¿no lo cree?
—Lo admito —asintió don Lucas—, pero hay otra casualidad interesante: en 1793, cuando los padres de Sofía Guillén contrajeron matrimonio, el gobernador del territorio del marquesado del Valle, nombrado como tal por el propio marqués, para entonces un tal Pignatelli, se llamaba Joaquín de Ramírez y Arellano, hermano de la madre de Sofía Guillén e, igual que ella, descendiente en línea directa de Martín Cortés: Martín, el marqués.
—¿Y a dónde quiere llegar con este razonamiento, don Lucas?
—A que usted, descendiente de Cortés por la vía de su tercer hijo, don Luis Altamirano, quedó unido a una mujer que es descendiente de Cortés por la vía de su hijo el marqués, el heredero legítimo, y que, para colmo, cuando los padres de su mujer se casaron, un hermano de la madre era gobernador del marquesado.
En otros tiempos Miguel hubiera creído en que se diese esa casualidad, por improbable que fuera, pero ya no lo creía. Mejor dicho, ya sabía que no era cierto. Se había enamorado de forma honesta de Sofía, sin saber nada de su pasado, pero había sido porque su padre, enterado de todo, lo había puesto a seguirla. Definitivamente no eran temas que quisiera tratar con Lucas Alamán.
—Pues no sé qué decirle, caballero, salvo reiterarle que no me interesa la política ni los asuntos de Nueva España —sentenció Miguel mientras se ponía de pie para indicar que terminaba la conversación—. No tengo ningún interés en una herencia de Cortés que me parece bastante mítica, menos aún en la leyenda de un tesoro.
Así concluyó Miguel la plática y se retiró del lugar… pero el palacio de Cortés y esa supuesta herencia no se retiraron tan fácilmente de su mente, al tiempo que una pieza más se sumaba al antiguo rompecabezas. Tal vez la pieza que faltaba para armarlo.