El camino a la muerte

1
San Cristóbal Ecatepec.
Viernes 22 de diciembre de 1815

El Generalísimo camina hacia la muerte. Todo está perdido. Aún no ha tocado el piso el cuerpo del Siervo, cuando ya agoniza su insurgencia; ya se arrojan entre ellos como buitres tras la carroña, ya pelean como lobos por los restos de lo que fue la zona de la libertad. La insurgencia no sobrevivió al virrey Félix María Calleja del Rey… quien más que disparar, sólo dejó que salieran los más bajos instintos y las ambiciones de esos léperos insurrectos y los dispuso a aniquilarse mutuamente como fieras.

Morelos iba a morir por la causa del pueblo, ahora convertido en multitud. La multitud que nunca ha tenido palabra de honor y se mueve hacia donde se mueven los vientos. Los individuos pueden tener ideales… pero una multitud, una turba iracunda de léperos sólo tiene pasiones, opiniones volátiles y efímeras. Las multitudes no hacen patria, pero tampoco los caudillos…

Entonces ¿cómo formar una nación?, ¿cómo lo habían logrado los colonos anglosajones del norte que habían construido un gran país? Incluso tuvo que enviar a esas tierras a su hijo Juan Nepomuceno Almonte, al que no volvería a ver. Todo esto cruzaba por la atormentada mente de José María Morelos en las últimas horas de su vida.

Era un hombre de Dios que había disfrutado derramando sangre, que se había regocijado ante la vista de miembros desprendidos de sus cuerpos, de sables hundidos en carne… Aunque siempre hubiera tenido el pretexto de la guerra… la verdad es que disfrutó la sangre. ¿Se arrepentía sinceramente, como había dicho llorando ante el tribunal inquisitorial, o estaba conforme con lo sucedido?

Él mismo no podía saberlo. Intentó no repetir los errores del cura Hidalgo y fue humildemente el Siervo de la Nación… Pero esa humildad lo enalteció, junto con el grado de Generalísimo. Dejó de ser un hombre para ser un ídolo. ¿Ése había sido su error?

El antiguo cura de Carácuaro no iba con el alma tranquila a su encuentro con la muerte. Se sentía traicionado, por su gente desde luego; pero antes que nada, por el pueblo al que quiso liberar… por la multitud que es gris y pusilánime. Tan gris y pusilánime como habían resultado todos aquellos que participaron en la insurgencia y decían buscar la libertad, o aquellos que juraron seguirlo hasta la muerte… la muerte frente a la que ahora estaba absolutamente solo.

Abandonado por el pueblo, por Dios y por los insurgentes. Por Ignacio López Rayón, quien con la necedad de desconocer su autoridad precipitó el fin; por Andrés Quintana Roo, quien como miembro del Congreso votó su destitución por una sola derrota, tras años de victorias… y por su mujer Leona, esa niña romántica, tan adicta a López Rayón, tan ciega que no supo ver que su ídolo sólo luchaba por el rey de España, aun cuando éste ya había vuelto al trono; por Juan Nepomuceno Rosains, el hombre que le dio todas las instrucciones equivocadas y lo abandonó a su suerte; por Nicolás Bravo, quien vio cómo era capturado y se alejó a galope; por el propio Vicente Guerrero refugiado en su sierra… y por esa gran esperanza que era Manuel Mier y Terán, amo y señor de Tehuacán, pero que no recibió al Congreso en sus dominios. Todos ausentes.

Él lo sabía… Matamoros y Galena, sus dos brazos, hubieran estado ahí para arriesgar sus vidas por él, pero ya lo habían hecho, y estaban muertos, por su causa y por su culpa. Ellos estarían ahí… si él mismo no hubiera sido pusilánime, si al final no hubiera cometido los errores de Hidalgo: endiosarse, creerse invencible, pensarse victorioso antes de la batalla, por el simple hecho de ser Morelos, perder el piso… creer en la turba y en los aduladores.

Morelos se acercaba a la muerte con poca esperanza ante la que fue su causa. El pueblo sólo es pueblo cuando alguien lo arenga; sólo un caudillo convierte a la multitud en pueblo, que cambia de amores y de cabecillas con mucha facilidad. Un día persiguen la libertad y al otro abrazan al monarca extranjero.

Esa multitud ahora gritaba: “¡Hereje, blasfemo, apóstata, ateo, Satanás!” Todas esas acusaciones caían sobre José María Morelos y Pavón el día que iba a morir. Las había escrito la Inquisición, recién restituida por Fernando VII, aunque nunca había dejado de funcionar en la Nueva España… Y las repetía a todo pulmón el pueblo al que intentó liberar alguna vez, el pueblo que lo aclamó y lo elevó, el pueblo que ahora escupía la tierra por la que iba a pisar ese inerme prisionero cargado de cadenas… el pueblo que desconocía el significado de lo que vociferaba.

¡Hereje, blasfemo, apóstata, ateo, Satanás!… Finalmente sabía que todo aquello eran simples acusaciones infundadas, las necesarias para que pudiera ser condenado a morir. Pero una carga y una acusación que nadie profería pesaba más en el corazón de Morelos: ¡Traidor! Trataba de consolarse a sí mismo pretextando que no existía alma humana que permaneciera incólume ante las torturas del Santo Oficio. Había sido golpeado, desarticulado por el potro, atormentado por la gota de agua; sus hombros descoyuntados por la garrucha, sus pulmones destruidos por la silla de agua.

Pero él lo sabía y le pesaba. Lo que lo venció no fue la fuerza bruta o el martirio; no, lo que lo doblegó fue el miedo, el peor enemigo del ignorante… a él, uno de los hombres más preparados de la Nueva España. Algo atormentaba su alma; había declarado sin problemas haber tenido tres mujeres a pesar de sus votos, reconoció a sus hijos, renegó de la insurgencia ante la tortura.

Nada de eso era grave; por lo menos fue más sincero que Miguel Hidalgo, que ni ante la muerte reconoció la pléyade de hijos que había regado por la Nueva España… Pero había más: dio los nombres y las posiciones claves de sus hombres con tal de salvar la vida. Ahora, camino al cadalso, sabía que no era su vida sino su alma lo que le preocupaba.

El miedo es el mejor aliado de los tiranos, el mejor general en la batalla, el orador más elocuente, el principal movilizador de masas. En la Inquisición, en el mismo calabozo que no hizo flaquear, años atrás, a Servando Mier, José María Morelos y Pavón vio su excomunión… y el hombre sabio tuvo miedo del infierno.

El liberal no podía evitar ser cura, si es que un cura, por ilustrado que fuera, podía ser realmente liberal. ¿Siervo de qué nación? Cuando la élite ilustrada de una sociedad es religiosa y sigue hundida en el fanatismo, no hay patria ni nación posible. La Nueva España era ignorante, supersticiosa y sometida por Dios; nunca podría ser libre en verdad… incluso aunque fuera independiente.

Los que no habían muerto abandonaron la causa; el Congreso por el que dio su vida estaba por desaparecer de cualquier manera, ante la impasibilidad y la ambición de Mier y Terán; el territorio tomado en nombre de la libertad ahora era botín a repartirse entre los sobrevivientes del movimiento, que aspiraban tan sólo a ser caciques de un terruño. Todo esto pasaba por la mente de Morelos mientras caminaba a la muerte con el alma desasosegada y las manos aniquiladas por el ácido con que lo degradaron de su condición sacerdotal.

Sabía… creía por lo menos, que ahora había una esperanza depositada en Miguel y Sofía de Montellano; le costaba acostumbrarse a eso… a ese apellido unido al de su querida Sofía. Pero qué podrían hacer ellos si los propios jefes insurgentes abandonaron las causas y los ideales por una matanza entre hermanos; de hecho hacía más de un año que no sabía de ellos. ¿Sería verdad todo aquello que encontraron en La Rodilla del Diablo y que hizo tambalear su propia fe?

No había mejor nombre para ese lugar, que guardaba un secreto que podía aniquilar la fe y la esperanza. Morelos, ese hombre de ideas e ideales, en aquellos últimos instantes de su vida, no sabía si una idea podía ser inmortal, y si en realidad podía ser más poderosa que un fusil.

A cualquiera de sus hombres hubiera esperado ver Morelos en ese aciago día, listo para salvarlo… por lo menos para seguirlo con la mirada hasta el paredón y hacerle saber que no moría en vano. Pero nadie estaba ahí.

Sólo había una persona a la que esperaba no encontrar ahí, no reconocerla entre la gente… y afortunadamente no estaba. El único hombre que en realidad comprendió la causa no podía arriesgarse a estar presente ahí cuando todos lo buscaban. Ciertamente Morelos jamás hubiera pensado que terminaría siendo él el único en quien al final podría confiar. Afortunadamente no estaba.

Morelos no dejaba de cavilar. Libertad… tal vez la idea abstracta por la que más personas han muerto a lo largo de la historia. ¿Podía ese pueblo ser libre? Morelos continuaba su lento paso a las afueras de la ciudad, cargando con su imponente cuerpo las cadenas que lo apresaban. En el fondo tenía esperanza; por lo menos sabía que no todo estaría muerto, por eso había enviado a Guadalupe Victoria al otro lado de la Nueva España tras la derrota de Valladolid: a Veracruz.

¡Victoria!… A lo lejos pudo vislumbrar el templo dedicado a la Virgen del Tepeyac… y el hombre de fe ya no supo qué pensar al respecto. Él, que siempre fue ferviente guadalupano, pero también un hombre de lógica, se había enfrentado a muchísima información que no podía creer, pero que era evidente… La multitud engañada, la Virgen, la Iglesia… él mismo derrotado por el miedo… ¡La Virgen de Guadalupe!

No, no esperaba verlo ahí; sabía que no debía estar ahí. Era la única persona por la que había suplicado a Dios no poder reconocer ahí. Pero de cualquier forma, tras dos años de no verlo, algo le preocupaba en sus últimos instantes: ¿dónde demonios estaba Guadalupe Victoria?

2
Huatusco, Veracruz.
Viernes 22 de diciembre de 1815

Sofía Guillén de Montellano lloraba desconsolada entre los brazos de Inés. Ya había suplicado y gritado durante días. Su padre, el padre José María, iría irremediablemente hacia la muerte y no había nadie que quisiera evitarlo. En ese momento odiaba a todos los malditos insurgentes y no sabía en qué orden.

De nada valía el consuelo que intentaba darle su hermana adoptiva, a quien habían logrado llevarse de Uruapan, a donde la trasladó Morelos tiempo atrás, cuando huyeron de Michoacán a Veracruz, a los dominios de Rosains… cuando todo se estaba desmoronando, cuando el pasado de nuevo se volvió un presente lleno de mentiras, cuando el mar fue su único refugio y los piratas volvieron a aparecer en la historia.

En realidad, Inés sufría por igual; finalmente el padre Morelos había sido el padre de ambas; aunque ella no hubiera vivido con él las aventuras y las desventuras de la guerra, tuvo que enterarse a la distancia de la muerte de Mateo, y de hecho jamás había vuelto a ver a Morelos desde aquel octubre de 1810, cuando decidió lanzarse a la guerra… que él convirtió en la guerra de independencia. El único consuelo de las dos hermanas era estar juntas, pero sin posibilidad de hacer nada que no fuera sufrir y rezar… algo que ya sabían que no funcionaba. Dios no se mete en política… por lo menos nunca del lado del débil.

—Tienes que entenderlo —trataba de razonar Inés contra todos sus instintos—. En realidad no podemos hacer nada; no hubiera tenido caso intentar llegar a la Ciudad de México, hubiera sido un suicidio.

Los años habían hecho más combativo el espíritu de Sofía, pero ciertamente no más sabio ni reflexivo; para ella era todo o nada.

—Pudimos haberlo intentado, Inés; luchar hasta morir, demostrarle nuestra lealtad. Y en mi caso, y en tu caso, nuestro amor. Pero nadie quiso hacer nada. La verdad es que todos le tenían envidia y no les viene mal su muerte. Ahora cada uno es maldito cacique en su zona.

—Tienes que entender Sofi…

—Son unos hijos de puta, Inés —Sofía jamás había hablado en esos términos; Inés estaba sorprendida—. Eso es lo que son. A ninguno le interesa ni la independencia, ni esta nación, ni el futuro, ni nada… a ninguno de esos desgraciados que tienen el descaro de seguirse llamando insurgentes.

—¿Y tu marido, Sofía?... ¿No fue lo que él dijo siempre, lo que pensó desde que era capitán realista, lo que siempre te negaste a creer? Miguel siempre dijo que esto acabaría con Morelos. Y parte de lo que te duele es que tuviera razón.

Sofía se quedó en silencio; ya no sabía qué pensar sobre nada ni nadie. Era un hecho que Miguel nunca había sido un verdadero insurgente, que lo único que lo movió a seguir a ese ejército había sido ella y nunca fue una causa libertadora… Ciertamente aprendió a respetar a Morelos, a Galeana a Matamoros y a Victoria; pero no por sus victorias insurgentes, sino por su valor e integridad, por su congruencia. “Hombres así —había dicho Miguel alguna vez a su mujer— serían el mejor ingrediente de una nueva patria; lo malo es que sólo hay cuatro; los cuatro están en este movimiento, y probablemente los cuatro van a morir.”

Dos estaban muertos y uno moriría ese día. Así hablaba Miguel de Montellano, sin cortapisas, directo, duro, a veces despiadadamente. Muchas discusiones le había causado aquello con Sofía, quien mantenía una postura romántica sin fundamento. En dos años quizás discutieron más de lo que habían disfrutado, aunque cada uno había superado las expectativas íntimas del otro y se entregaban durante horas a una pasión sin freno.

Pero entre la guerra y las discusiones poco tiempo habían tenido de llevar una vida marital que trascendiera la pasión desenfrenada. En 1813 se habían fundido en un beso simbólico que unía lo criollo con lo mestizo, pero que poco los unió a ellos en realidad, más allá del terreno de la lujuria y de los deseos, al que ingresaron antes de que los insurgentes entraran de nuevo al terreno de batalla. Morelos y sus tropas cabalgaban hacia Valladolid mientras Miguel y Sofía se cabalgaban mutuamente.

Esa primera noche de libertad para ellos se olvidaron de todo y de todos; Sofía desdeñó sus prejuicios antiespañoles y Miguel la muerte de su padre. Tres años de tensiones se hicieron presentes en el lecho, desfogadas de la más pasional de las formas: a besos, a arrebatos, a mordidas, a jadeos y con ataques más fuertes que los de la batalla. Ahí fueron iguales el hombre y la mujer, el criollo y la mestiza; nadie dominaba a nadie, sino que se alternaban uno encima del otro por una eternidad, obedeciendo y mandando, con gritos y con ternura, con súplicas y con órdenes que finalmente, tras horas de encuentro, terminaron con la victoria conjunta de ambos; al mismo instante vieron la gloria en medio de gritos y de sueños. Su primera noche fue la gloria.

Pero la verdad es que no vivieron felices para siempre. Dos años recorriendo las provincias de la Nueva España en busca de claves de un supuesto misterio del pasado; dos años a salto de mata huyendo, tanto de los realistas como de otros insurgentes; dos años que no habían terminado de resolver el conflicto que Sofía Guillén mantenía en lo más profundo de su alma contra todo lo que considerara gachupín… como su adorado Miguel.

Con el tiempo, con la caída de Morelos y con el desastre de la insurgencia, Miguel de Montellano no podía dormir por las noches, cuando la imagen de un agujero, que manaba sangre en la frente de su padre, lo atormentaba en sueños. Lo había matado por Sofía Guillén. ¿Había valido la pena?

Sofía seguía derramando lágrimas con la mirada perdida, mientras pensaba en las cientos de pláticas y discusiones que había mantenido con Miguel. Todo en ella era confusión; en el fondo, en muchas ocasiones admitía, por lo menos internamente, que Miguel de Montellano tenía razón. Él siempre desconfió de la mayoría de los líderes y lo decía sin tapujos. Ahora, mientras el padre Morelos estaba a punto de morir y cada líder cuidaba su terruño conquistado, sabía que siempre había tenido razón. La voz de Inés la interrumpió:

—¿Estás bien, Sofía?

—¡Claro que no estoy bien! ¿No lo ves, Inés? El padre José María morirá… Toda esta estupidez por la que murió mi padre y mi madre. Y ahora el padre Morelos… Y miles de personas; nada tiene sentido. Todas esas tonterías de conspiraciones y misterios, de sociedades secretas… Todas esas estupideces sin sentido, todas esas mentiras que nadie con un poco de inteligencia hubiera creído.

Inés seguía siendo tímida ante Sofía; normalmente no se atrevía a discutir demasiado con ella… Eso sí no tenía sentido. Además, esos dos años las habían distanciado mucho. Inés vivió ese par de años como campesina en Carácuaro, mientras Sofía experimentó la guerra. Nada era igual. Aun así guardaba sus interrupciones para ocasiones especiales.

—¿No será que te molesta que Miguel tenga razón?

La mirada penetrante de Sofía pudo haber acuchillado a cualquiera.

—¿Qué quieres decir?

—Es simple, Sofi. Él siempre dijo que éste no era un movimiento organizado, sino la revuelta de un montón de alzados que sólo estaban unidos por la figura del padre José María.

—General Morelos, Inés —interrumpió Sofía—. Miguel siempre lo trató con ese respeto; siempre se refirió a él como el general Morelos y lo aceptó como su superior militar aunque él no luchara en la insurgencia.

—Ése es mi punto, señora Montellano —ironizó Inés—. Miguel siempre respetó al padre Morelos, pero bien sabes que desconfiaba de casi todos los demás, que nunca confió en el Congreso creado en Chilpancingo y que siempre desconfió terriblemente de Quintana Roo, a quien consideraba manipulable y voluble; de su mujer Leona, bienintencionada pero ingenua; de Rosains, y sobre todo, de Ignacio López Rayón, líder de un movimiento totalmente distinto.

—En eso tenía razón. Ese maldito señor López destruyó lo poco que se había logrado construir en este intento de país. Ni Andrés ni Leona supieron verlo y el propio padre Morelos cometió el error de darle demasiada importancia a ese seguidor del cura revoltoso.

Hacía tiempo que Sofía había decidido que no quería saber nada de Miguel Hidalgo ni de quienes tuvieran algo que ver con él. Hidalgo enfrentó una guerra personal, motivado por sus rencores personales; nada que ver con ideas y proyectos. El propio Morelos y sus grandes hombres, como Galeana, Matamoros y Victoria, siempre marcaron su distancia y dejaron claro que la lucha de Hidalgo y la de ellos era del todo distinta.

El cura y sus secuaces —ahora sus herederos— luchaban por el poder, por representar en la Nueva España a Fernando VII, a pesar de que el rey había depositado nuevamente su oronda figura en el trono; mientras ellos, la gente de Morelos, anhelaban una república con soberanía popular, con división de poderes, con igualdad de todas las castas, sin reyes. El sueño de un país libre y próspero, sin élites, donde sólo distinguiera a un hombre del otro el vicio o la virtud… Así lo escribió Morelos en los Sentimientos de la nación. ¿Ese ideal sería realidad algún día?

Por eso Hidalgo enfrentó una guerra que en realidad sólo duró cuatro meses pues no contó con el apoyo de la Ciudad de México; mientras que los Guadalupes, y otros grupos de criollos adinerados y cultos, la mayoría abogados, siempre apoyaron a Morelos… inclusive en su pretendido juicio.

Sofía misma había recibido un misterioso y anónimo mensaje cuando Morelos fue capturado:

Haremos lo que esté en nuestras manos. Tú no debes rendirte; siempre contarás con amigos leales.

GUADALUPES

Nada de esas estupideces le servían ahora. Los sermones de Inés tampoco. La miró con rabia, con una furia que no iba destinada a ella, su querida hermana, sino a toda la realidad que la rodeaba.

—Viví un cuento iluso, querida Inés. ¿Qué podía unirnos a Miguel y a mí, si en realidad nunca habíamos convivido? Él tiene alma de protector, una especie de complejo de caballero andante; hermoso, es cierto, pero muy fuera de tiempo, y siempre quiso ver en mí a la doncella desvalida que tenía que ser salvada. Y yo, lo acepto, asumí el papel de su princesa rescatada. ¿Pero qué puede unirnos en realidad además de la lujuria y del hecho de tener la misma genealogía… de ser parientes?

Inés se quedó pasmada. En realidad habían podido hablar muy poco desde que volvieron a reunirse, unos meses antes, cuando en su camino a Veracruz pasaron a llevársela de Carácuaro antes de que llegaran las tropas realistas.

—¿Parientes?

—No te preocupes… lo suficientemente lejanos, de hace como tres siglos. Eso fue parte de lo que descubrimos en la casa de Diego de Montellano y en la antigua propiedad de mis padres en Uruapan, en La Rodilla del Diablo. Eso y muchas cosas de las que no sé qué pensar, pero que hicieron tambalear la fe del propio padre Morelos, que bien sabes que nunca fue mucha… Quiero decir que él siempre fue un hombre más cercano a la lógica que a la superstición.

Sofía miró a su hermana. A pesar del tiempo que ahora las hacía un poco distantes, siempre era necesario tener una confidente confiable; más aún en esos tiempos en que nadie sabía en quién confiar.

—Tienes razón, Inés; en el fondo me molesta que Miguel siempre haya acertado. Me molesta incluso, sabiendo que no es culpa suya, que su padre haya sido un traidor… Y no sé si eso se lleva en la sangre. Me molesta que sea español aunque ahora tenga que aceptar que yo lo soy en parte, como todo este reino. Me molesta que sean españoles todos los que dicen luchar por la independencia contra España.

—Y del padre Morelos, ¿no te molesta que sea español?

Sofía contuvo la rabia que solía experimentar cuando alguien evidenciaba sus propias contradicciones.

Según algunas personas, José María Morelos era mulato; negro, según otras. Quienes nunca lo habían visto afirmaban que era indio; no obstante, la mayoría aseguraba que era mestizo. De esta manera siempre lo quiso ver Sofía.

Pero el padre le había mostrado su fe de bautismo en la que claramente se asentaba el origen de sus padres y, por lo tanto, el suyo: hijo de don José Manuel Morelos y Robles, español, y de doña Juana María Guadalupe Pérez-Pavón y Estrada, española.

José María Teclo Morelos y Pérez-Pavón, por lo tanto, era español… criollo, pues, como Hidalgo, Allende, Galeana, Matamoros y el inefable López Rayón.

—El padre José María es diferente, Inés.

—No, Sofí; tú acomodas las cosas a tu conveniencia. Yo no soy española, sino una mulata tirando a negra que sólo vive bien gracias al padre José María, primero, y después gracias a ti, a Miguel y a Guadalupe Victoria. Pero el padre Morelos es tan español como Miguel y como tú; tan español como el Galeana al que idolatras y el Rayón al que odias; tan español como el Iturbide que los derrotó a todos en las afueras de Valladolid y precipitó el principio del fin. Todo esto lo sé por medio de las noticias que recorren el reino, porque tú nada me has contado.

—Lo sé, Inés; tengo dos años de experiencias que contarte; muchas cosas extrañas: derrotas y conjuras, y, desde luego, traiciones. Te lo contaré todo… pues necesitaré tu ayuda, negrita lista.

El hecho de que Sofía terminara la frase con una sonrisa, embromándola, y reconociendo su inteligencia, hizo que Inés se atreviera a preguntarle lo que tenía a flor de labio desde el principio de la conversación.

—¿Y Miguel?, ¿dónde está Miguel?

Sofía respondió con una mezcla de furia, nostalgia, cariño y frustración… todo contaminado por los celos y la incertidumbre:

—Está en la Ciudad de México, Inés, atestiguando cómo muere el padre Morelos; está presenciando impunemente cómo muere mi padre… No fue a salvarlo. Miguel ya no es mi caballero andante… o ya tiene más miedo al poder absoluto de Calleja, o ya que me obtuvo vuelve a ser el caballero andante de otras doncellas desvalidas… Siempre fue muy coqueto, ¿lo recuerdas? ¿Qué te hace pensar que una ceremonia simbólica en el campo lo haría cambiar?

Y es que en el fondo había una realidad ineludible que ahora era evidente para ambos; en realidad, Miguel y Sofía no eran marido y mujer. Nunca lo habían sido y quizás no podrían serlo. Como le explicó a su hermana, el propio padre José María les dio la bendición en una sencilla ceremonia atestiguada por Victoria… pero Morelos estaba excomulgado. No era un sacerdote católico cuando los unió y por lo tanto no pudo consumar su matrimonio ante Dios. El suyo era sólo un amasiato, un pecado… y, por qué negarlo, la lujuria galopante cuando la ocasión lo permitía.

Pero Miguel de Montellano tampoco había sido un insurgente, sino un peón del destino que por causas que él hubiera preferido evitar terminó en el bando en el que no deseaba estar, convertido en traidor a la Corona. ¿Lo traidor se lleva en la sangre?

En términos legales, no era esposo de Sofía Guillén, una mujer perseguida por la justicia; y a Morelos no le guardaba lealtad sino respeto. En ese instante estaba en la capital virreinal presenciando la inmolación del único hombre que podía mantener unidos a los insurrectos, a los que Miguel aún despreciaba. En la capital también se hallaba el virrey Calleja y su sobrina Alejandra… y muchas damas de la alta sociedad que bien hubieran querido echarle un lazo a Miguel, el hombre que había matado al padre de esta última, más en un arrebato que en una acción meditada.

La muerte de don Diego, desde luego, se le atribuyó a algún insurgente, y a Miguel no se le persiguió por fratricida… aunque lo era; pero ahora no sabía si había cometido aquel homicidio por una causa que valiera la pena. No se podía perdonar a sí mismo, y en el fondo tampoco podía perdonar a Sofía; sin embargo, y eso lo asumía con valor, había sido de él la maldita decisión de jalar aquel gatillo.

Miguel estaba en la capital virreinal, donde cientos de insurgentes se cambiaban de bando y se volvían realistas, donde los indultos a la gente con dinero se conseguían de una manera fácil… aunque Miguel, señalado como un traidor, sólo sería gente de dinero si obtenía un indulto y se le devolvían las riquezas y las propiedades que le habían sido incautadas: las propias y la herencia de su padre. Estaba en la misma situación que Andrés y Leona, con el dinero perdido no por obsequiarlo a la insurgencia, sino confiscado por las autoridades.

Miguel estaba en México, donde se tramitaban los perdones y los indultos; donde se recuperaban las fortunas incautadas y los títulos de nobleza; donde se borraba el pasado insurgente; donde se hallaba Alejandra; donde moría Morelos sin que nadie lo evitara; donde Calleja había destruido la insurrección, y donde se ocultaban más misterios del pasado.

Sofía e Inés estaban seguras en el pueblo de Huatusco, propiedad absoluta de Guadalupe Victoria, resguardadas por más de tres mil de sus “pintos”; vivían con las comodidades que les prodigaba el pueblo serrano, lleno de gente buena que se desvivía en atender a las protegidas del general.

—Bueno, Sofi, hay muchas razones para estar en México…

—Seguramente… pero no me las dijo, y hace semanas que se fue sin darme explicación alguna.

Inés quería confiar en Miguel, pero en realidad lo conocía menos que Sofía Guillén, quien a pesar de ser su “esposa” desconocía muchas cosas de él.

—¿Y el general? —preguntó la mulata.

—¡El general!… Ni siquiera sé por qué ahora es general. Tu pregunta, a la que nadie tiene respuesta, debe tener sin sueño a Calleja ahora que venció a José María Morelos. Yo tampoco sé la respuesta, Inés, pero créeme que me encantaría saber dónde demonios está metido Guadalupe Victoria en un momento como éste.

3
San Cristóbal Ecatepec/Ciudad de México.

Viernes 22 de diciembre de 1815

Los traidores de hoy pueden ser los héroes del mañana, y viceversa; sobre todo si toman el poder. No existen buenos ni malos; el villano de un reino puede ser el prócer de otro, y el que pelea por la libertad de su patria no siempre obtiene en su momento la recompensa. ¡Hay tantas cosas que dependen de los caprichos de la historia! José María Morelos y Pavón era traidor a su patria, a su rey, al papa y a su Dios; así lo catalogaban los españoles peninsulares de la Nueva España, e incluso muchos españoles criollos, por haber luchado en busca de la libertad.

Paradójicamente, los españoles de la Península hubieran clamado al cielo, no por cinco Morelos, como se decía que pedía Napoleón para conquistar el mundo, sino por uno solo, para derrotar a ese pequeño corso, emperador de Europa. Finalmente lo hicieron sin un Morelos, ya que España también estaba llena de héroes liberales dispuestos a recuperar su mancillado territorio; en 1814 España obtuvo la victoria en su guerra de independencia contra Francia.

Eran tiempos en que nadie sabía exactamente por qué luchaba y en que los valores eran absolutamente subjetivos. España había recuperado la libertad en su guerra contra Francia, y era en nombre de aquella España recién liberada, que la Inquisición, la Real Audiencia y el propio Félix María Calleja del Rey, condenaban a morir al Siervo de una nación inexistente que luchaba por la libertad.

Paradojas de la historia: España luchó por una libertad muy extraña, por la que derrocaron a un José Bonaparte liberal, para reinstaurar a un rey Fernando, que de inmediato les quitó sus derechos y sus libertades. En nombre de ese rey se combatía en América a un movimiento que buscaba una libertad republicana… pero conservadora, teniendo como máxima jerarquía a la que en realidad era la sometedora: la Iglesia. ¡Libertad con un rey absolutista!, ¡libertad con una república dominada por la Iglesia!

Ahora estaba claro lo que había decretado Galeana y Miguel de Montellano: nadie sabía por quién peleaba. Bien lo sentenció el virrey Calleja en 1812: “La insurgencia no sobrevivirá a Félix María Calleja del Rey”. El mejor militar del imperio español, el héroe de tres continentes, la “Espada de la Nueva España”, había cumplido su misión a cabalidad.

Con la captura de Morelos terminaba la guerra de independencia, el rey volvía al trono, los sobrevivientes del movimiento se aniquilaban entre sí y el virrey esperaba volver triunfante a España a recibir honores y a luchar contra los rebeldes a la Corona, que agitaban la propia Península Ibérica. Calleja había aniquilado la insurgencia, ¿era un villano? Calleja había cumplido una vez más con el rey al que debía fidelidad, ¿era un héroe?

Pero, ¿qué fuerzas en la historia precipitan los acontecimientos: el azar o el destino? Esa pregunta había sido parte de toda la historia de la Nueva España y probablemente seguiría siendo fundamental en su futuro… fuera éste el que fuera. A minutos de morir, también eso giraba en la mente del cura José María: ¿dónde había comenzado su derrota?

Tal vez su caída y su captura simplemente eran consecuencia de la última batalla, camino a Tehuacán, mientras protegía al Congreso; pero quizás sólo había sido el final inalterable de una serie de sucesos que se pusieron en marcha desde que fue derrotado en Valladolid, o tal vez desde antes, desde que cometió el error de ascender a general a Juan Nepomuceno Rosains y nombrarlo su secretario.

Pero nada de eso hubiera ocurrido en su vida si mucho tiempo atrás, aún en el siglo anterior, no hubiera tomado la decisión de estudiar en el Colegio de San Nicolás. Nunca hubiera conocido a Miguel Hidalgo; no habría sido cura, sino arriero, y en ese mismo momento de diciembre de 1815 estaría preparándose para celebrar la Navidad.

Morelos sabía que su antiguo rector había usado al pueblo como pretexto y escudo para cobrar sus antiguas vendettas contra los gachupines; pero de no haber sido por esa rabieta intempestiva del cura de Dolores, el propio Morelos no se habría convertido en la pieza clave de este juego… Y si no hubiese acudido en 1799 a la casa Guillén, cierta ignorancia le habría dado consuelo en sus últimos días. Más allá de lo que Morelos podía saber, desde aquel lejano año, el padre Mier ya había sido expulsado de la Nueva España, y era imposible saber que 15 años después ese fraile rebelde y nacionalista aún desempeñaría otro papel importantísimo.

A cada paso que daba rumbo al patíbulo, recordaba sus conversaciones con Matamoros, el licenciado, el culto: “Los héroes no saben que son héroes; es imposible saber su papel en la historia… el papel que la historia le otorgará en el futuro, cuando sea escrita”. De momento se es sólo un hombre. ¿Son los hombres los que van forjando la historia con sus actos libres? Este pensamiento era inherente a su calidad de cura católico que está obligado a creer en la libertad como don de Dios. ¿Es la historia la que forja a los hombres? Esta última idea parecía evidenciar la realidad, aunque hacía a un lado el concepto de libre albedrío en el que debía creer como católico.

Pero esa Nueva España a la que pretendía liberar en realidad no era católica, y ahora, a minutos de su muerte, lo sabía. Era una mezcla de cristianismo con idolatría pagana en la que las tradiciones populares pesaban más que los dictados del papa, en la que los dioses antiguos se habían transformado en santos y en vírgenes, pero seguían siendo adorados incluso por encima de Dios.

Era un pueblo católico que debía creer en la libertad y que no obstante encomendaba su destino a sus santitos, quienes en realidad eran sus dioses. Jesús no era el hijo del Dios cristiano, sino la nueva forma de venerar a Quetzalcóatl… Y por más que le pesara, la Guadalupana no era la Virgen madre de Dios, sino una manera de adorar a Tonantzin Cihuacóatl, tal como siglos atrás denunciara el fraile Sahagún. Idolatría pagana.

¿Era su destino ser el Siervo de la Nación?, ¿lo fue por los azares de la vida… o lo fue por su libre decisión? Quizás lo más terrible para un hombre es que todo en lo que ha creído se desmorone… Pero más terrible aún es que esto suceda durante sus últimos pasos camino a la muerte.

Todas las ideas de sus últimos años se arremolinaban en su mente: ¿las ideas nunca mueren?, ¿el pasado no debe marcar el futuro? Estos dos en apariencia grandes ideales, podían ser potencialmente destructivos si se juntaban. Un pueblo supersticioso e ignorante tiene ideas viejas, gastadas, anacrónicas e inútiles… Si es verdad que éstas no mueren, en definitiva el pasado marcará eternamente el futuro.

Ésa era la realidad de la América hispana: ideas anacrónicas que nunca mueren. Si las ideas que no mueren son absurdas, si son impuestas por una élite para controlar a un pueblo, si sirven para arraigar el pasado que impide ver hacia adelante… Si esas ideas mantienen a una patria en la oscura Edad Media en lugar de proyectarla hacia al futuro… si esas ideas no mueren, un pueblo estará destinado a cargar la pesada ancla que lo ata al pasado. Él estaba a punto de morir, ¿sus ideas eran las que necesitaba la América hispana?, ¿sobrevivirían en el proyecto de Guadalupe Victoria?

4

Faltaban escasos minutos para que el Generalísimo se enfrentara con el único adversario a quien un personaje de sus tamaños no podría derrotar: la muerte. José María Morelos estaba exhausto por el viacrucis que lo habían obligado a recorrer; salió de la cárcel de la Inquisición en la Ciudad de México, con grilletes en manos y pies, cargado de cadenas y obligado a caminar en ese estado hasta el sitio de su fusilamiento, el cercano pueblo de San Cristóbal. Había sido procesado en la capital, pero el virrey decidió que sería mejor ejecutarlo en las afueras de la ciudad, lejos de la multitud.

Sus rodillas ya no podían mantenerse en pie, y del mismo modo que Jesucristo, el Siervo de la Nación, vencido por su peso, sus cadenas, sus penas, sus cavilaciones y sus miedos, cayó de rodillas en el piso… Y al igual que Jesús, se preguntó por qué Dios lo había abandonado.

En ese instante, una ironía más de la vida pasó por su mente: así, de rodillas, hacía 18 años exactamente, un 22 de diciembre, llevó a cabo su primer acto como sacerdote después de haber sido ungido con los óleos que la Inquisición le arrebató simbólicamente durante su juicio.

Más aún, de rodillas, vencido por su peso y por el peso de sus cadenas, volteó a su derecha y se percató de que justo allí se encontraba el santuario guadalupano. Cerró los ojos y una lágrima escurrió por su mejilla… Quienes presenciaban el paso del insurgente a su patíbulo interpretaron esa acción como su último acto de fe y devoción guadalupana; pero en realidad el Siervo de la Nación había derramado su última lágrima conmovido por su pueblo, eternamente engañado.

Aun así, el templo no dejaba de ser un santuario mariano, es decir, dedicado a la madre del hijo de Dios; así que el Generalísimo, fiel creyente, y pese a todo, sacerdote, permaneció de rodillas, atormentado por todas sus dudas, y exclamó: “Señor, si he obrado bien, tú lo sabes; pero si he obrado mal, yo me acojo a tu infinita misericordia”. El hombre de fe recuperó toda su entereza, su fuerza física y moral, y se levantó para continuar con dignidad el camino a su cruz.

José María Morelos no lo sabía, pero desde el día anterior, durante todo su camino hacia la muerte, un admirador lo seguía de cerca, alguien que pudo haberlo salvado, o al menos conmutar su pena por prisión perpetua en un convento de algún sitio de la África española… Un admirador que a final de cuentas era su enemigo y cuya responsabilidad sagrada ante su Dios y ante su rey era terminar con la insurgencia, un admirador que firmó la sentencia de muerte del sacerdote con la mano temblorosa, porque a pesar de todo, como militar, sabía que un hombre de ese tamaño, un gigante con su valor y con su temeridad, no debería morir.

Félix María Calleja del Rey sabía reconocer a un gran hombre; más aún al hombre al que no pudo derrotar en cinco años. Honraba a su enemigo, pero debía cumplir con su obligación. Nunca, en cinco años de guerra, había visto a Morelos; no sabía cómo era físicamente, nunca lo tuvo frente a frente; pero de general a general, Morelos logró derrotarlo durante tres años y finalmente esquivarlo y escapar durante dos más.

El virrey de la Nueva España quería conocer a ese hombre, a ese monstruo imbatible que apenas levantaba poco más de un metro y medio del suelo, pero que no dejaba de parecer un coloso: ancho, de grandes brazos y piernas, con un torso musculoso y una mirada combativa como ninguna otra.

Evidentemente, Calleja pasó inadvertido en todo momento, pues no quería que Morelos lo reconociera, ni que la gente notara su presencia; vestido de inquisidor dominico, estuvo presente en su martirio y en su celda.

Así siguió a la caravana de la muerte en un carro jalado por caballos. Junto al virrey iba otro personaje que en cierto modo admiraba a Morelos, aunque también lo odiaba y, contra lo que fuera, lo quería muerto. Alguien que conocía secretos que ni el mismo Calleja imaginaba, la persona que presionó al virrey para que firmara una orden de ejecución, por traición y por herejía, cuando ninguna de esas dos causas pudo ser probada de manera cabal. Vestía de negro y portaba una capucha que le cubría su rostro. Así llegaron, más allá del mediodía, al lugar del fusilamiento.

Miguel Salazar fue el sacerdote comisionado para atender a José María Morelos, acompañarlo en sus últimas horas y, si el reo lo deseaba, escuchar su confesión. A la una de la tarde, el Siervo de la Nación comió tranquilamente junto al sitio donde habrían de arrancarle la vida. Cinco años de batallas lo habían acostumbrado a la frugalidad; comió pan y vino, y platicó trivialidades con Salazar, como si se tratara de una comida más. Al final le habló de la guerra y de sus desgracias.

—Temamos a la historia, que ha de presentar al mundo el cuadro de nuestras acciones, padre Salazar.

—¿Se arrepiente, pues, de sus acciones, señor Morelos?

—Me arrepiento de haber mentido a la Inquisición, padre Salazar; de firmar una abjuración en la que no creo. Confío firmemente en la libertad y en que este pueblo no debe ser preso, ni de la Iglesia ni de España. Creo que la América septentrional española debe ser libre, y que España debe ser hermana y no dominadora de América.

—Pero se está condenando al infierno —atajó Salazar.

—Usted no conoce el infierno, padre; yo sí, yo lo desaté. No olvide que fui sacerdote, teólogo, filósofo. Y, con todo respeto, recuerde que de esto sé más que usted. Llevo cinco años en el infierno. Dios conoce mi corazón y sabe de lo que me arrepiento. Pero seré un fiel devoto hasta el fin, y sí, quiero confesarme y recibir su bendición. Sólo le advierto que no me arrepiento de haber comenzado esta lucha por la libertad… Me arrepiento tan sólo de que haya sido tan sangrienta; y en eso, las autoridades fueron tan culpables como yo.

El sacerdote José María Morelos y Pavón terminó de ingerir sus alimentos, se hincó ante Salazar y confesó sus interminables pecados, desde la violación de su castidad, hasta toda la sangre derramada de la que reconoció ser corresponsable. Así pues, no obstante la terrible excomunión dictada por Abad y Queipo, y ratificada por el doctor canónigo Matías de Monteagudo, Morelos se enfrentó a la muerte en el seno de la Iglesia.

El momento había llegado. Morelos rezó un salmo: “Ten piedad de mí, oh Dios, en tu bondad; por tu gran corazón borra mi falta, que mi alma quede limpia del mal, y purifícame tú de mí pecado…” Continuó hasta terminar de memoria el salmo 51 de la Biblia. Después se puso de pie, abrazó al padre Salazar, se dirigió a donde estaba Manuel de la Concha, el hombre que lo había derrotado y capturado en el camino a Tehuacán. Lo abrazó y lo perdonó.

De la Concha despojó a Morelos de todas sus cadenas y le permitió portar una levita negra… No había razón para morir como un andrajoso, decía el Generalísimo. Sabía que lo condenaban a morir por traidor, con los ojos vendados, de rodillas y de espaldas al pelotón, para que su cuerpo cayera de bruces y mordiera el polvo en un acto final de humillación.

El propio Morelos tomó la venda y se tapó los ojos, no sin antes mirar cara a cara a los integrantes del pelotón que le quitarían la vida… Todos mestizos, todos sometidos por España. Ya con los ojos vendados dio la espalda al regimiento y se puso de hinojos. Un silencio sepulcral invadió San Cristóbal. Calleja y su misterioso acompañante presenciaban todo desde su carroza. De la Concha dio la orden:

—¡Preparen!

Los soldados cargaron fusil; Calleja estaba nervioso… Una voz protegida por la multitud se atrevió a gritar que iban a asesinar a un santo, al mejor hombre del reino. La gente presente respondió con gritos. Era necesario terminar con eso.

—¡Apunten!

El Generalísimo, el Siervo de la Nación, se irguió completamente desde sus rodillas para mostrar entereza hasta el último minuto. Félix María Calleja quería atestiguar la inmolación de un hombre que no debía morir; se movió hacia adelante en su asiento para ver mejor. Su acompañante, vestido de blanco y con una capa negra que también le cubría el rostro, le puso una mano en el hombro y lo obligó a recargarse en el respaldo.

—Así debe ser, Su Excelencia.

Manuel de la Concha tomó aire para girar la instrucción que terminaría con Morelos.

—¡Fuego!

Doce fusiles tronaron al unísono y el cuerpo de Morelos se convulsionó… sin caer. De la Concha no quería sufrimiento. Sin pensarlo volvió a dar la orden fatal.

—¡Fuego!

Doce descargas más abatieron el cuerpo del Generalísimo José María Morelos y Pavón, quien en un último aliento de vida usó todas sus fuerzas para caer hacia atrás. El cuerpo del cura de Carácuaro se desplomó de espaldas a la tierra, con la cara al cielo, al mismo tiempo que la venda caía de sus ojos. Lo último que vio Morelos fue el cielo al que esperaba encaminarse.

La multitud calló y su silencio recorrió el pueblo a las cuatro de la tarde, al mismo tiempo que las campanas de la Ciudad de México, incluidas las del templo guadalupano, tañían a todo lo que daban. Esa había sido la orden, que a las cuatro de la tarde el sonar de las campanas anunciara con júbilo la muerte de la peor amenaza de la paz novohispana.

La multitud de indios y mestizos se lanzó a las calles al festejo… Los criollos callaron… Los insurgentes estaban ausentes. Con Morelos moría su guerra y su sueño. El año en que España volvía a ser libre, la Nueva España quedaba dominada por España.

En la carroza, el subrepticio virrey de Nueva España, Félix María Calleja del Rey, se persignó; se asomó por la ventana, y al ver el cuerpo de Morelos con la mirada al sol, como los grandes, y no clavada en la tierra, esbozó una leve sonrisa. Respetaba al general. Paradójicamente, el Siervo de la Nación moría mientras la multitud celebraba su inmolación, no obstante que aquél había intentado convertirse en su libertador.

Eran las cuatro de la tarde del viernes 22 de diciembre de 1815. López Rayón mandaba en Tlalpujahua; Andrés y Leona estaban escondidos; Guerrero vigilaba su sierra y sus dominios; Manuel Mier y Terán dominaba Tehuacán y preparaba la disolución del Congreso por el que Morelos arriesgó su vida; Nicolás Bravo enfrentaba sus tropas contra las de López Rayón; Sofía Guillén de Montellano lloraba en brazos de Inés, en Huatusco, pues ignoraba por completo el paradero y las acciones de Miguel, de quien sólo sabía que estaba en la capital, atendiendo asuntos que a ella le eran del todo desconocidos. Por recomendación del misterioso encapuchado, Calleja ordenó que el cuerpo de Morelos fuera retirado del terreno donde había sucumbido.

Las campanas del templo de Guadalupe repicaban con todas sus fuerzas celebrando la muerte del general que, en sus Sentimientos de la nación, había proclamado que se festejara como fiesta nacional el día de la Guadalupana, del militar apoyado por una congregación de criollos que firmaban como Los Guadalupes, del hombre que luchó tres años con una imagen de la Virgen Guadalupana junto a su corazón.

El arzobispo de la Ciudad de México ordenó que todos los templos de la capital virreinal entonaran un Te deum para celebrar y que se oficiaran misas en homenaje a Fernando VII. Quedaban grupos de guerrilleros, pero el movimiento insurgente había perecido junto con su más grande líder. La Nueva España nuevamente quedaba bajo control de la Corona española.

Aprovechando que las autoridades del virreinato y de la ciudad estaban concentradas en la ejecución de Morelos y en las subsecuentes celebraciones, un hombre aprovechó para burlar la escasa vigilancia del Palacio de la Inquisición y entrar a la celda que había alojado hasta esa mañana a José María Morelos, y que 20 años antes había mantenido prisionero a fray Servando Teresa de Mier.

El extraño hurgó en todas las esquinas del calabozo hasta encontrar una piedra floja, la que removió hasta encontrar un hueco entre el piso y la pared. El sitio era nauseabundo; salieron ratas y otras alimañas. El hombre se llevó un pañuelo a la boca para no percibir el olor y evitar las náuseas que casi lo obligaron a vomitar. Finalmente, venció su repulsión, metió la mano en un recoveco oculto, hasta que logró asir algo. Sacó un paquete de aquel escondite y salió a toda prisa de la cárcel de la Inquisición.

Mientras tanto, el virrey Calleja entraba a la ciudad y daba a una orden a uno de sus capitanes que recientemente se habían incorporado a su ejército.

—Con la muerte del general Morelos esta insurrección ha quedado prácticamente desarticulada. Los demás insurgentes luchan entre sí, su Congreso tiene las horas contadas y Vicente Guerrero se esconde en la sierra del sur como un animal herido en su madriguera. Su padre colabora con nosotros y espero que lo convenza de dejar las armas. Pero no hay que festejar antes de tiempo… Es de vital importancia encontrar al general Fernández Félix, ese que se hace llamar Guadalupe Victoria.

5

España. Era napoleónica

Del otro lado del mar océano, Francisco Xavier Mina cumplía con los requisitos para ser héroe y traidor; era un joven y valiente navarro nacido en el revolucionario año de 1789. El año de la revolución libertadora probablemente marcó su destino, ya que no luchaba a favor ni en contra de Napoleón o de Fernando VII, ni, en su momento, de la propia España. Xavier Mina luchaba por la libertad, y para él la libertad no tenía nacionalidad.

Con el océano de por medio, era imposible para José María Morelos y Pavón, ese desconsolado y derrotado siervo de una ilusa nación en camino a la muerte, saber que, al mismo tiempo que había comenzado su debacle y se marcaba su caída, del otro lado del mundo un desconocido para él —de hecho, un soldado que por simple azar no fue enviado a América a luchar contra su insurgencia— estaba por convertirse en el seguidor de su causa libertaria.

Hay años que parecen nudos históricos, como 1789, la fecha simbólica en que el mundo antiguo comenzó a revolucionarse en Francia. El mismo año en que Morelos comenzó a estudiar en el Colegio de San Nicolás, y también el mismo año en que Calleja arribó a la Nueva España como militar. En 1789 nació una niña a la que bautizaron con una sucesión interminable de nombres, pero a la que llamaban tan sólo Leona, y del otro lado del mundo, también nació durante ese año un joven navarro que, por azares del destino y gracias a las argucias del padre Servando Mier, terminaría por luchar a favor de la libertad de la Nueva España.

En 1815, el año en que Morelos caminaba al patíbulo, ese navarro estaba listo para combatir en América la tiranía de su rey Fernando VII. Al mismo tiempo que moría Morelos comenzaba a nacer Francisco Xavier Mina.

Xavier Mina era un héroe español. Desde febrero de 1808, cuando los primeros contingentes franceses comenzaron a hollar el suelo navarro, organizó una escuadra de guerrilleros para atacar al enemigo. No era cuestión de considerar o no una tiranía a la monarquía española, que entonces ni siquiera contaba con una cabeza que detentara la corona, dado que padre e hijo, Carlos y Fernando, peleaban como fieras por un poder del que ninguno era digno.

Para Mina no era cuestión de si Napoleón y su hermano José representaban las ideas liberales ilustradas de Europa, con las que coincidía. Más bien era una cuestión de algo que les sobraba en la sangre a vascos y navarros: un asunto de patriotismo y honor.

El muchacho de 19 años se hizo hombre defendiendo el norte de España de la invasión francesa; vio caer Pamplona, San Sebastián, y hasta lo que parecía increíble que cayera: la férrea e imbatible Barcelona. En 1809 organizó una resistencia conocida como el “Corso Terrestre de Navarra”, formada por su tío y por varios campesinos de la montaña… una fuerza incapacitada para detener a los franceses, a quienes detuvo durante varios meses por medio de una guerra de guerrillas con la que 300 valientes españoles tuvieron en jaque a miles de franceses.

Aquél fue un año confuso. España luchaba por su independencia contra Francia, mientras en la Nueva España continuaban las conspiraciones de criollos, quienes en realidad no sabían bien a bien lo que buscaban: independencia o autonomía. Y tampoco estaba claro contra quien luchaban: contra Francia, contra España o contra el gobierno virreinal de la Nueva España, que, dadas las circunstancias del otro lado del océano, se manejaba solo y en manos de la Iglesia.

En 1810 Mina comenzó siendo un dolor, uno más, en el costado de Napoleón. Ese rapaz montañés había iniciado una resistencia insulsa con pocos campesinos, quienes en ese año sumaban más de 1 200 guerreros. Ese año, la Nueva España no tenía un verdadero dueño, no había rey en España, nadie reconocía a José Bonaparte y se discutía en América si la Junta de Sevilla tenía o no autoridad en el Nuevo Mundo.

Mientras Morelos comenzaba a luchar por la independencia de la Nueva España, Mina luchaba por la emancipación de España, contra Francia, en el norte del país, y un desterrado de la Nueva España, Servando Mier, también luchaba contra Francia por la independencia de la Península Ibérica, en Valencia, desde donde —igual que Xavier Mina— vio caer Barcelona.

El último virrey nombrado por la monarquía, José de Iturrigaray, había sido depuesto mediante un golpe de Estado por apoyar las conspiraciones criollas. Su relevo provisional, Pedro de Garibay, nunca gozó de legitimidad. Para 1810 la Iglesia gobernaba, a través del arzobispo Francisco Javier de Lizana… quien coronó su carrera como un pésimo virrey.

Así pues, a mediados de 1810 la Iglesia gobernaba América, nadie gobernaba España y Napoleón gobernaba casi toda Europa. Nadie, desde luego, regía el espíritu de Napoleón; ni siquiera él mismo. Finalmente, los imbatibles ejércitos franceses tomaron el norte de España, ayudados por catalanes, vascos, navarros y asturianos que veían en los Bonaparte su paso a la modernidad.

Xavier Mina fue hecho prisionero por sus propios compatriotas en abril y llevado a Francia, donde fue recluido con otros prisioneros españoles, con quienes permaneció encerrado hasta mediados de 1814, cuando la derrota de Napoleón dejó libres a los enemigos.

Pero resultó que Mina no había peleado por la libertad, pues Fernando VII volvió a sentarse en el trono español a ejercer un despotismo nunca antes visto, de tal magnitud que, en 1815, en la misma época en que Calleja dictaba la muerte de Morelos, el valiente navarro ya había huido de España, pasando por Francia, y se había instalado en Inglaterra.

Ahí el azar hizo su parte, y el valiente navarro que luchó por España y contra Francia, conoció al hereje sacerdote novohispano, Servando Mier, quien fue expulsado de la Nueva España en 1794 con motivo de dos discursos, uno muy famoso en contra del guadalupanismo, y otro menos popular, exaltando la figura de don Hernán Cortés.

¡Curiosa situación: un fraile dominico, de la orden inquisitorial, guardián de la fe, expulsado del reino por exaltar la figura del conquistador y por denunciar la idolatría guadalupana! En Londres, el viejo fraile de 52 años convenció al ingenuo e idealista guerrillero de 26 para que se lanzara a la fallida aventura americana. Cuando todo moría en la Nueva España, comenzaba a renacer en la Vieja España.

6
Huatusco, Veracruz.

Febrero de 1816

Huatusco era un poblado enclavado en la sierra de la intendencia de Veracruz, que por sus características geográficas era el lugar perfecto que se convertiría en el centro de operaciones de Guadalupe Victoria. La costa veracruzana era estratégica, pues dominarla implicaba someter a ciertos puertos. Por sus lecturas y su experiencia, Victoria sabía que, en las guerras modernas, quien es dueño del mar es dueño de la tierra.

No obstante, las costas veracruzanas también significaban una sentencia de muerte para quienes no habían nacido ahí: la fiebre amarilla, las diversas pestes y el famoso vómito negro atacaban a cualquiera que se atreviera a permanecer mucho tiempo en sus puertos.

Por eso Victoria eligió Huatusco. Su altura de poco más de mil metros del nivel del mar alejaba las enfermedades; su complicada geografía lo volvía inexpugnable para los realistas, y sus caminos boscosos ayudaban a que la guerrilla de pintos de Victoria aniquilara a quien osara penetrar el territorio.

Además, Huatusco era estratégicamente perfecto; el pueblo estaba ubicado prácticamente en el centro de Veracruz, en zona serrana, a tiro de piedra de Xalapa, Córdoba y Orizaba; cerca de Oaxaca y de Puebla… Y, lo más importante, cerca del puerto de Veracruz y de su fuerte de San Juan de Ulúa, único rincón que mantenían las tropas realistas y que significaba su único punto de contacto con Cuba y con Europa; pero mientras Victoria mantuviera en su poder todo lo demás, era un puerto sitiado. Por si fuera poco, desde Huatusco dominaba don Guadalupe dos puertos vitales: Nautla y Boquilla de Piedras.

Mucho había aprendido Guadalupe Victoria de la historia, de la experiencia y de la guerra, y hasta de Guillén de Lampart, cuyos documentos custodiaba ahora. Desde sus puertos, el general Victoria otorgaba patentes de corso, es decir, permisos para ejercer la piratería; eso sí, sólo contra navíos españoles.

Victoria comprendía cada vez mejor las guerras europeas y se había convertido en un excelente pirata: cuando todos lo buscaban por tierra, a nadie se le ocurría que el general se hallara en medio del océano.

Desde sus dos puertos, además de controlar los barcos piratas y atracar las naves españolas —las cuales, según Victoria, con base en lo que aseguraba Lampart, se estaban llevando la riqueza americana, y por lo tanto era completamente lícito y legal recuperarla—, se dedicaba a mantener contacto con Estados Unidos, específicamente a través de Nueva Orleáns, donde, tiempo atrás, le seguía la pista a las noticias del inminente regreso de Servando Mier, quien con su lengua de plata y su excelente verborrea había convencido a un valiente joven navarro de luchar por la libertad americana, y no conforme con eso, había conseguido préstamos por millones de pesos con empresarios ingleses y estadounidenses. Para Victoria, encontrarse con Servando Mier, Xavier Mina y sus mercenarios era la única forma de rehabilitar el movimiento y ganar la guerra.

¡Qué más hubiera querido Victoria que salvar la vida de su mentor, su maestro y su general! Pero era hombre sabio y sensato, y no necesitaba haber hablado con Morelos los últimos dos años para entender que no podía arriesgarse; sabía que Morelos consideraba más importante la causa que su propia vida… Por eso se había sacrificado para salvar al Congreso. Y Victoria no debía inmolarse en el intento de realizar un rescate imposible. La mejor forma de honrar a Morelos era continuar al frente de su causa, la que muchos habían abandonado o simplemente no comprendieron.

El general sabía que estaba rodeado de traidores como López Rayón, Mier y Terán y, sobre todo, del desgraciado Juan Nepomuceno Rosains, ese malparido al que hubiera querido ver muerto retorciéndose en el infierno. Por lo tanto, estaba convencido de que no podía confiar en nadie, y que tras la desbandada general de la insurgencia, los berrinches del señor López —a quien restaba importancia omitiendo su segundo apellido—, y con Guerrero encerrado y rodeado en su sierra del sur, los esfuerzos del poder virreinal se concentrarían en buscarlo a él. Por eso permaneció un tiempo en el mar, que muy mal le vino, por cierto; a él, que evidentemente resultó ser un hombre de tierra.

Pero finalmente todos estaban en Huatusco, en una austera casa atendidos como reyes por una población que idolatraba al general… Y su trabajo le había costado ganarse a los jarochos, quienes cuando vieron que, no obstante sus títulos y su piel blanca de criollo, podía ser más mal hablado que ellos, más enjundioso, y que manejaba el doble sentido mejor que la espada, le prodigaron su respeto.

En una habitación, con una gran mesa llena de frutas y tasajo, el general Guadalupe Victoria presidía una reunión. Estaba acompañado por Sofía, Miguel, Inés y Tarsicio. A Sofía y a Miguel prácticamente no los había visto desde que se presentaron ante él, pocos meses atrás, cuando fueron a buscarlo por órdenes expresas de un Morelos que ya adivinaba su derrota y su muerte; a Inés la conoció aquella ocasión y no había vuelto a verla, pero la devoción que la mulata sentía por Morelos, y el cariño que Sofía sentía por ella, eran para el general más que suficientes para tenerlas en su afecto.

Miguel y Sofía no se habían visto desde noviembre del año anterior, cuando aquél desapareció misteriosamente. Y ahora que se habían vuelto a reunir se negaba a dar explicaciones de su paradero durante aquellos meses, argumentando que tenía asuntos que atender, que mejor sería para ella no conocerlos.

La rabia de Sofía hizo que hablaran poco; pero no evitó que, sin decir palabras, dieran rienda suelta a sus pasiones en la intimidad. Guadalupe Victoria parecía confiar en Miguel. Por su parte, más allá de sus cavilaciones infundadas, Sofía estaba convencida de que en realidad ella tampoco tenía un verdadero motivo para desconfiar de él.

Tarsicio era desconocido por todos, así que fue presentado por Victoria. Era su gran hombre de confianza, el capitán de su ejército, los pintos de Victoria, el hombre que lo acompañaba a todos lados desde hacía casi dos años, desde que Morelos lo envió a los dominios de Rosains; el hombre que lo acompañó mientras permanecía oculto y en quien depositaba la seguridad de Huatusco y de toda su gente.

Había muchos sucesos qué recordar y muchas noticias qué comunicar… Victoria tomó la palabra.

—Ustedes —dijo, dirigiéndose a Sofía, a Inés y a Miguel— fueron enviados por el Generalísimo a Veracruz, a los dominios del general Rosains, el hombre que me otorgó el grado de teniente coronel. Pido a las damas que disculpen mi florido léxico, pero es el lenguaje local; Juan Nepomuceno Rosains es un verdadero hijo de puta, un desgraciado malparido y pocoshuevos, al que espero ver en el infierno, aunque yo mismo tenga que estar ahí con él para ver cómo se pudre a fuego lento.

La mirada de todos denotó estupefacción. Tarsicio estaba al tanto de lo que había ocurrido y se había acostumbrado al lenguaje que el general había aprendido en Veracruz, que por lo demás era muy adecuado para referirse a escorias como Juan Nepomuceno Rosains. Inés y Sofía no daban crédito a lo que escuchaban.

El propio Morelos había nombrado general, y su secretario particular, al señor Rosains, en 1813, en el Congreso de Chilpancingo. Fue el hombre que comandó los ejércitos durante la batalla de Valladolid… Vaya, incluso se había lanzado de avanzada a la ciudad a ofrecerle la rendición a Iturbide, a riesgo de su propia vida. Tras la derrota el propio Victoria se sumó a sus tropas para ir a Veracruz. ¿Sería el general Victoria otro de esos remedos de insurgentes que ya se dedicaban a luchar entre sí? Miguel permaneció impasible. Victoria prosiguió:

—Ese maldito lameculos se merece un espacio junto a Judas en el último círculo del infierno. Es, y siempre fue de hecho a mi entender, un pinche traidor, un cabrón de pies a cabeza; otro más de los desgraciados que, entre el maldito Calleja y el infeliz Diego Montellano —disculpa, Miguel—, infiltraron en nuestras filas.

La sala quedó en silencio. La mirada de Sofía se clavó en Miguel, quien mantuvo sus ojos firmes, puestos sobre la figura del general Victoria, sin moverse y sin denotar emoción alguna. Sofía trataba de escrutarlo, de indagar si lo traidor se llevaba en la sangre. Al mismo tiempo, se preguntaba por qué, entonces, lo había citado don Guadalupe.

¿Para apresarlo de una buena vez? ¿Para interrogarlo sobre su paradero de los últimos meses? ¿Para ajusticiarlo sin más? Algo la atormentó con mayor persistencia: ¿Miguel sabía que Rosains era un traidor, otro lacayo de su padre? Miguel no volteó jamás a ver a Sofía, quien en realidad no era su mujer. Simplemente, con la mirada fija en Victoria, pronunció una oración:

—Prosiga, general. Yo no soy mi padre. Espero que usted lo sepa.

Victoria continuó:

—Ese maldito Judas todo el año pasado se dedicó a luchar contra Ignacio López Rayón y contra Nicolás Bravo. Yo pienso que López es un cabrón y Bravo un imbécil manipulable, pero de cualquier forma no son traidores. Aunque no compartamos ideas; incluso aunque la necedad y la obcecación de López hayan precipitado la caída del Generalísimo, ambos son enemigos del virrey y por lo tanto es nuestro deber ayudarlos. No como ese hijo de puta de Rosains, al que llamaban Palma del Terror, que se olvidó de quién es el enemigo en esta guerra y se lanzó contra ellos. Pero ese pinche traidor no pudo conmigo, lo capturé y está encerrado en Nautla, en espera de ser juzgado… Si no fuera por mi formación de abogado, y de canonista eclesiástico, le hubiera atravesado su asqueroso y despreciable cogote en el mismo instante en que lo capturé.

Las mujeres seguían boquiabiertas, un poco por la información revelada y otro tanto por el léxico que había utilizado Guadalupe Victoria. Sofía recordaba al hombre culto y afable, de lenguaje pulcro. El ambiente costeño y serrano lo había convertido en un hombre lépero… Los galones de general, sacados de quién sabe dónde, le habían caído muy mal en el ego. Miguel volteó a ver a Sofía, hasta que ella se dio cuenta de que era escrutada por su amado y evadió su mirada. No podía actuar de otro modo hasta estar segura del papel que jugaba Miguel de Montellano en aquel embrollo.

Por fin Sofía se puso de pie dispuesta a pedir explicaciones. A estas alturas de su vida, con 22 años, curtida en la batalla y probada en los amores, su belleza era simplemente insultante y su presencia arrasadora… Y aunque no utilizara el rudo vocabulario de don Guadalupe, todos temían a sus malos humores. Así pues, habló sin que nadie, ni el propio general, pudieran evitarlo:

—Aceptado, nunca confié en Rosains desde que lo encontré en Oaxaca; pero este movimiento es un caos: los que eran hermanos de la causa hace un año hoy se están matando entre sí. Usted, Miguel Fernández… Guadalupe… o como prefiera llamarse, está irreconocible…

Tarsicio se levantó de su asiento como impulsado por un resorte. No había hablado durante toda la reunión; pero ahora no podía tolerar que nadie, fuera quien fuera, y sin importar la belleza que derramara, le faltara al respeto a su general al referirse a él con tanta confianza y omitiendo su título.

Antes de que pronunciara sus palabras, que el general sabía que serían más altisonantes que las suyas, Victoria lo detuvo con la mano asiéndole el hombro y animó a Sofía a continuar.

—La última vez que lo vi, era usted un educado teniente, erudito y heroico. Dice que fue ascendido a teniente coronel por el hombre que usted mismo aprehendió y a quien casi mata. Ahora pretende ser general. ¿Le robó el título a su superior, o simplemente se lo adjudicó al puro estilo de déspotas como Hidalgo o López Rayón, quienes se hacen llamar capitán general, jefe supremo… o algo parecido?

Guadalupe Victoria sonrió y caminó hacia Sofía Guillén; la tomó delicadamente de los hombros, acercándose a pocos centímetros de ella; más allá de la distancia que Miguel consideró necesaria. Se quedó viendo a la hermosa mestiza en silencio, durante varios segundos… más de los que también Miguel estimó inexcusables. Victoria acarició el cabello de Sofía y la tranquilizó con la mirada.

—Hace tres años pediste mi ayuda, niña, y entonces te dije que siempre podrías confiar en mí. Eso no ha cambiado. Ahora te digo que yo sólo puedo confiar en ustedes, los que están presentes aquí… Y en el general Guerrero, de quien lamentablemente estoy aislado. Él quizá sea más valiente que yo, pero no siempre es tan listo. Las explicaciones que pides son muy válidas. Pero recuerda esto que te voy a decir: por mi cuenta corre que la muerte del Generalísimo Morelos, de tu padre José María, no haya sido en vano. Él proclamó una república. Yo te juro que mi batalla no terminará hasta que tengamos una república donde todos seamos iguales. De esta manera José María Morelos tampoco habrá muerto.

Victoria se separó de Sofía, Miguel respiró aliviado, Inés no quitaba sus ojos del general y Tarsicio se mantenía en su posición defensiva. Sofía tomó asiento y Victoria hizo lo propio.

—Antes que nada —dijo el general— tenemos que ponernos al día, ya que lamentablemente casi no he tenido tiempo de atenderlos como es debido desde que llegaron. Inés no sabe nada de mí ni yo de ella, nadie conoce a Tarsicio, noto a Sofía muy distante de Miguel y a Miguel muy distante de todos. Desconozco lo que pasó con ustedes desde que nos vimos por última vez, cerca de Valladolid, tras aquella terrible derrota. Guardo los papeles que alguna vez me dio a leer Sofía y he investigado sobre el particular. Ustedes recorrieron gran parte de Michoacán en busca de respuestas, y ahora estamos aquí, con la noticia de que yo mismo he tomado preso a Rosains y de que soy el general Guadalupe Victoria. Así pues, les pido que nos sentemos y hagamos un recuento sereno de los últimos dos años. Sólo entonces podremos tomar decisiones.

Sofía se tranquilizó, Inés se sintió aliviada, Miguel parecía incómodo… En contraste, Guadalupe Victoria parecía de un ánimo excelente. Dio unas palmadas y algunos de sus pintos entraron al salón con platos y vasos, Victoria se sirvió un buen pedazo de tasajo y convidó a todos a servirse lo que quisieran. Y como no se pueden contar historias con la garganta seca, mandó traer vinos de frutas y aguardiente, no obstante que él casi no bebía alcohol.

—Y bien —dijo con una gran sonrisa el general—, como los veo poco entusiasmados, comenzaré yo por ofrecerles algunas explicaciones, para que mi querida Sofía esté tranquila. Espero ganar su confianza y que también ustedes me cuenten su historia.

Miguel reaccionaba con cierto recelo siempre que el general Victoria se acercaba a Sofía, o la tocaba, o clavaba su mirada en ella; incluso cuando se refería a ella con dulzura. Cierto que su relación no era buena, pues legal y religiosamente ni siquiera eran marido y mujer, que los prejuicios y los rencores seguían minando esa tentativa de relación, que sólo se reactivaba durante algunas horas, de vez en vez, cuando los instintos de ambos coincidían en tiempo y lugar… Pero Miguel de Montellano no dejaba de pensar que poseía algún privilegio de exclusividad sobre la mujer por quien asesinó a su propio padre.

En el fondo sabía que sus reticencias eran injustificadas, pues confiaba en Guadalupe Victoria. Ante el silencio de todos, el general continuó:

—Seré breve: el Generalísimo Morelos otorgó al desgraciado de Rosains el título de general en Chilpancingo, porque se dejó endulzar el oído por la lengua viperina de ese infame lamebotas. Pero Rosains siempre fue un traidor, que condujo al mejor ejército que había tenido la insurgencia a la peor de sus derrotas; dio al Generalísimo los peores consejos, y precipitó la muerte de Matamoros y de Galeana… porque era un pinche infiltrado de Calleja.

El general hizo una pausa para evaluar reacciones: Miguel permanecía con la mirada perdida sin denotar ningún tipo de emoción, mientras Sofía mostraba interés en el discurso de Victoria y escrutaba su rostro intentando entender con qué hombre estaba tratando… Un traidor más como todos los malditos insurgentes o el hombre íntegro que recordaba. No sabía qué pensar, ni cómo reaccionar, ni si debía otorgar el beneficio de la duda al hombre que, no podía negarlo, la había ayudado incondicionalmente años atrás.

Inés no quitaba la mirada de los ojos del general, a quien conocía muy poco; pero parecía que las ideas del guerrillero eran lo último que le interesaba. Victoria continuó su relato:

—Rosains guió equivocadamente al Generalísimo, y luego lo obligó a abandonar a su suerte a Galeana y a Matamoros. Tras la derrota lo envió, a petición suya —porque el cerdo quería huir de la escena del crimen—, a Veracruz, y yo recibí la orden de sumarme a sus tropas para vigilarlo de cerca. En efecto, Sofía preciosa, él me concedió el grado de teniente coronel, con la intención de mantenerme al margen mientras el muy cabrón atacaba a Bravo y a Rayón, y con su asquerosa labia llenaba de ambición al imbécil de Manuel Mier y Terán.

Sofía lo interrumpió, mucho más tranquila, pero siempre con su actitud retadora, fiel a su carácter, para tratar de entender si a don Guadalupe Victoria lo movía la aparente lealtad al proyecto del padre José María, o sus rencores personales, conocidos por todos, hacia algunos insurgentes.

—Señor Victoria, Manuel Mier y Terán siempre fue hombre de confianza del padre José María, se ganó a pulso sus galones de general, dominaba la zona de Puebla. Por eso el padre Morelos decidió llevar el Congreso a Tehuacán, para que lo protegiera Mier y Terán… quien, por otro lado, tiene conflictos personales con usted desde hace tiempo.

Victoria sonrió y miró tiernamente a Sofía.

—Mira, mi niña; Mier y Terán ganó en batalla todos sus grados, no lo niego. Pero ese maldito niño arrogante fue el que lapidó las ideas del Generalísimo. Y no, no me mueve contra él el hecho de que el muy imbécil se burle de que yo haya cambiado mi nombre a Guadalupe Victoria, ni tampoco el hecho de que el muy ignorante se mofe diciendo que él se llamará Américo Triunfo… Allá él y sus pendejadas… No sabe nada. No sabe cuál fue la intención de cambiarme el nombre; no entiende el significado simbólico de mi nuevo apelativo, que nada tiene que ver con la Virgen…

El general calló súbitamente. Su declaración sorprendió a Sofía. La fe guadalupana de Morelos había flaqueado tras los descubrimientos en La Rodilla del Diablo; pero la devoción de quien se llamara Miguel Fernández y Félix era conocida por todos, al igual que el episodio en la toma de Oaxaca, cuando el guerrillero decidió cambiar su nombre.

Por el silencio y la mirada de Sofía, Victoria comprendió que había hablado de más al decir eso último, así que no perdió el tiempo y continuó su discurso antes de que alguien lo cuestionara.

—Ya habrá tiempo para hablar de eso más tarde. El punto principal de este asunto es que mis conflictos con Mier y Terán no son personales. Él pudo salvar al Generalísimo, pero permaneció como si nada en Tehuacán, coludido con ese malnacido de Rosains. No sólo no ayudó a Morelos, sino que además, en cuanto el maltrecho Congreso llegó a Tehuacán, escoltado por Nicolás Bravo, dispuso su disolución. Tal vez no sea un traidor… pero sí fue lo suficientemente imbécil como para dejarse engañar por un traidor como el infeliz de Rosains.

Sofía no pudo evitar voltear a mirar a Miguel de Montellano, quien sintió los ojos escrutadores de su amante, pero se mantuvo con la vista fija en el general Victoria. Sofía Guillén no sabía qué pensar y dejó escapar una furtiva lágrima de duda. ¿Había sido tan tonta como para dejarse engañar por un traidor?

El general Victoria se acercó a ella, se inclinó y con ternura limpió la lágrima que ya rodaba por su mejilla. Nuevamente Miguel se sintió incómodo cuando Victoria se acercó tanto al rostro de Sofía, a su oído, en el que le susurró algo que aquél fue incapaz de escuchar.

Victoria volteó a ver a Miguel y le dijo:

—No sufras en vano echando a volar tu imaginación.

Acto seguido se puso de pie y mientras caminaba hacia su lugar de honor en la mesa se apresuró a concluir su relato:

—Cuando el hijo de puta de Rosains comenzó a atacar a otros insurgentes con más saña que a las tropas realistas, mis sospechas quedaron disipadas: era un maldito traidor. Por eso desconocí toda su autoridad, al igual que lo hicieron sus tropas y las mías, que de inmediato me dieron el título de general por aclamación popular.

Volteó en seguida a ver a Sofía, adivinando lo que efectivamente estaba por suceder. Vio su cara de duda y la impugnación a su relato a punto de salir de su boca. Pero la detuvo con la mano y se apresuró a continuar con la historia de su ascenso.

—No lo digas, pequeña Sofía. Sé muy bien que un título ofrecido por una multitud enardecida es absolutamente inválido. Y ése era el caso de mis tropas. En noviembre del año pasado, después de la captura del Generalísimo, me dirigí a Tehuacán para aplastar al maldito Rosains, a quien tengo lo más aislado que puedo, y para exigir al timorato de Mier y Terán que saliéramos en defensa de Morelos. Pero el muy cabrón, envenenado de ambición por Rosains, ya estaba planeando cómo eliminar al Congreso y asumir el mando que dejaría la ausencia del Generalísimo. Esa maldita rata ya saboreaba la muerte del Siervo de la Nación para asumir su lugar y por eso ordenó arrestar a los diputados del Congreso. Yo traté de ayudarlos pero fue inútil. Los diputados del Congreso por el que José María Morelos dio la vida, fueron encarcelados en Tehuacán por el propio Manuel Mier y Terán… quien al final de cuentas es otro hijo de puta que sólo busca su beneficio.

Sofía, Inés y Miguel no dejaban de ver a Guadalupe Victoria. No daban crédito a todo lo que escuchaban. Cinco años del movimiento de Morelos se habían desmoronado en unos días, no por causa de Calleja o de las autoridades, sino por las traiciones y la ambición de poder en el seno de la insurgencia. Lo que siempre sostuvo Miguel, lo que siempre temió el propio Morelos.

Sofía estaba desconsolada. Por lo visto era estúpido ser idealista en un país lleno de traidores; por lo visto sus dos padres, el real y el adoptivo, habían sacrificado sus vidas por un pueblo que no lo merecía, y por una causa imposible.

—Nicolás Bravo tiene dos mil hombres —continuó Victoria— y los utiliza para defenderse de los ataques de los tres mil hombres que ha logrado juntar López Rayón, quien se autodenomina Jefe Máximo y de nuevo lucha en nombre de Fernando VII. El general Vicente Guerrero está ocupado en el sur tundiendo a los gachupines en Acapulco, con unos dos mil hombres y sin posibilidades de salir de la sierra; Rosains resultó una rata rastrera; Andrés Quintana Roo está perdido con su mujer, buscando el indulto, sin duda alguna, y el cabrón de Mier y Terán destruyó el Congreso Americano creado y defendido por Morelos. La última acción de ese Congreso, Sofía, en quien el Generalísimo depositó la soberanía y el liderazgo del movimiento, fue ratificarme con el rango de general que me concedieron las tropas. Soy, pues, con todas las de la ley, el general Guadalupe Victoria.

Guadalupe Victoria no era un hombre corpulento ni de gran tamaño, pero así como estaba, vestido de militar, con su sable al cinto, sus galones obtenidos en batalla, pero ante todo con aquella actitud de seguridad absoluta, de quien es capaz de profetizar un final que conoce de antemano, con ese aplomo mezclado con arrogancia y con un tono de voz lleno de sinceridad, parecía un gigante. El general levantó la mano hacia el cielo y acto seguido golpeó la mesa.

—Por esa razón, frente a la traición y a la mentira, juro ante ustedes que vencerán nuestros ideales. No me importa ser el único hombre que luche para que esta historia no termine hasta que los ideales de José María Morelos se hagan realidad. Ésta es la palabra de Guadalupe Victoria.

Trilogía de la independencia
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