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Ciudad de México. 13 de enero de 1822
El frío de la noche invernal se metía hasta los huesos, noche oscura y sin luna, noche silenciosa en la que casi nadie transitaba por las calles de la ciudad. Era el punto más oscuro, muy poco antes de que fuera a asomarse el primer rayo de sol y la ciudad despertara. La actividad comenzaba en la zona de los mercados y en los barrios bajos; en cambio, por aquellos rumbos no pasaba nada ni nadie. Sólo un hombre misterioso que se deslizaba envuelto en una capa y debajo de un sombrero, como imagen perdida de tiempos pasados. Una sombra.
Sofía dormía plácidamente en una habitación con comunicación a la de sus niños. Nada se escuchaba ya en la casa de la calle de San Francisco que habitaban aquellas tres disímbolas damas novohispanas transformadas en mexicanas. Silencio. De pronto un repiqueteo se escuchó en la ventana de Sofía. Nada. Otro repiqueteo. Silencio. Sofía dormía.
La sombra que lanzó tres piedras pequeñas a la ventana de Sofía comenzó a trepar por el muro que llegaba al balcón y las ventanas de la habitación. El sueño de Sofía se inquietó. El hombre de capa y sombrero alcanzó el pequeño balcón y tocó discretamente en la ventana. Sofía despertó.
El hombre tocó nuevamente en la ventana hasta que de pronto vio una flama que se encendía dentro de la habitación y una sombra que se acercaba a la ventana.
—Sofía —dijo la sombra en murmullos—. Sofía.
Sofía respondió con voz firme:
—¿Qué quiere, quién es? Tengo un arma.
—No, Sofía, no, soy yo.
Sofía se quedó muda. Reconoció la voz en ese mismo instante. ¡Era imposible! No podía creerlo, después de tanto tiempo. Sofía abrió la ventada de inmediato. El hombre oculto en las sombras, cubierto por su capa y su sombrero, se deslizó del balcón hacia el interior de la habitación.
Sofía dio un paso hacia atrás. Ahí estaba frente a él. Ambos sonrieron. Ella estaba como siempre y él estaba irreconocible. Se quitó la capa y el sombrero y la flama iluminó su rostro por completo, mientras la primera luz del sol se colaba por la ventana. Sofía se dejó caer en sus brazos:
—No creí volver a verte.
Ahí estaba frente a ella, con el cabello más largo y enredado y las barbas crecidas, más delgado, pero inconfundible. Sofía no podía contener la alegría y la correspondiente sonrisa. No sabía cómo expresar su emoción, así es que simplemente mencionó su nombre:
—¡Guadalupe Victoria!