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Provincia de Veracruz.
Abril de 1820
En el mes de abril, el puerto de Veracruz comenzaba a ser, como cada año, la antesala del infierno; se iniciaba el mes y la temperatura rozaba apenas los treinta y cinco grados, pero el ambiente era tan húmedo que prácticamente se respiraba agua, al tiempo que la sal y la arena golpeaban los rostros a causa de la fuerza de los vientos que azotaban la costa desde el Golfo.
Ese ambiente tropical, aunado a las condiciones de pobreza predominante en el puerto, se sumaba a las aguas insalubres y hediondas que corrían en las amplias calles empedradas, empujando los desperdicios humanos y todo tipo de inmundicias, el pésimo estado de todo tipo de mercancía comestible expuesta al aire libre en los mercados, los pescados viejos pudriéndose en los barcos y cualquier otro tipo de productos perecederos fermentándose al sol en las anticuadas garitas de la aduana veracruzana, donde la burocracia colaboraba en lentificar los procesos para obtener una dádiva que agilizara la salida de su mercancía.
Eso era el puerto de Veracruz, la entrada y salida de toda la riqueza novohispana, la puerta por la que circulaban más oro y plata que en cualquier otro lugar del mundo y donde, sin embargo, nada de esa riqueza dejaba el menor rasgo de desarrollo.
Veracruz era un bullicio donde todas las clases sociales cohabitaban en un espacio muy reducido; los más pobres buscaban las morusas que se desprendieran de semejante abundancia para llevarse algún mendrugo a la boca, mientras que los aristócratas recibían y despedían barcos mercantes, cobraban alcabalas e impuestos, pagaban los jornales de miseria en los que sustentaban su fortuna y salían lo antes posible hacia Xalapa, donde podían refugiarse en sus haciendas bajo un clima un poco más amigable y alejados del vómito negro, el paludismo y la fiebre amarilla, que diezmaba año tras año a los habitantes del lugar.
No era el lugar propicio para criar a dos hijos, y por ello Inés y Sofía Guillén se preparaban para dejar la costa y adentrarse en la sierra con rumbo a Xalapa. Sofía no confiaba del todo en el tal Antonio López de Santa Anna; finalmente, hasta donde ella recordaba, era el realista que había sitiado a los últimos hombres de Victoria en Huatusco, y de pronto se había presentado ante las dos mujeres, vestido de militar virreinal, ofreciendo ayuda y asegurando que Victoria estaba vivo. Únicamente se decidió a depositar en él un poco de fe cuando pronunció una frase que le había señalado el propio general:
—Recuérdele que conozco el secreto.
Las dos mujeres, con los dos hijos de Sofía Guillén y algo de equipaje, iban en un carro cubierto, jalado por dos caballos y llevadas por un cochero hacia una hacienda en la sierra que Santa Anna había conseguido, con algo de servidumbre, para que se instalaran en ella. Las dos iban tranquilas y, dadas las circunstancias, se podría decir que hasta contentas. Por lo menos sonreían.
Hacía más de dos años que Sofía Guillén no sabía nada de Miguel de Montellano, y haberse convertido en madre era lo único que la motivaba a seguir adelante. Se veía alegre en ocasiones, pero en realidad vivía invadida por la nostalgia de un pasado cada vez más borroso y la frustración de no ver un solo rayo verdadero de esperanza para el futuro. Inés había tenido otra realidad y poseía también otro carácter. Ella se veía mejor que nunca. Parecía que en su vida las cosas nunca hubiesen estado mejor.
—No estoy muy segura, Inés, pero el capitán Santa Anna ha demostrado que sí tiene contacto con el general Victoria, y alguna razón tiene para mantener esta extraña relación con él. Además, todo sea por los niños. Es importante alejarlos de este ambiente de enfermedades.
—Pues a mí me parece encantador, muy zalamero, muy amable y coqueto. Y bueno, como que me miraba de forma interesante.
—No te ofendas, Inés —dijo Sofía con una sonrisa—, pero a mí me pareció más bien como mulatero; mujeriego en general, pero sobre todo mulatero, y tú, negrita, creo que desde que te encendió don Guadalupe no te has apagado. Un día vas a incendiar el puerto cuando camines por las calles.
Inés se había convertido en una hermosa mulata de piel oscura, nariz pequeña, cabello negro y enredado a media espalda, ojos de azabache y alegres, enormes y rematados por cejas amplias y pobladas, boca grande y, como el propio Santa Anna le dijo en sus coqueterías, de “cómeme a besos”. Tenía veintinueve años, alegría en el alma y fuego en la sangre; entre su herencia étnica y la vida laboriosa había adquirido un cuerpo que incitaba a medio puerto a violar el sexto mandamiento, lo cual aumentaba con su deliberado andar, coqueto e insinuante.
Miró con su característica alegría a Sofía y respondió con una sonrisa:
—Pues yo creo que para algo me dio Dios lo que tengo, y en este lado del reino resulta que soy hermosa, y no como en Michoacán. Yo no sé cuándo vaya a ser libre este país, pero yo voy a serlo desde ahora.
—¡Ay, Inés! Y pensar que te educaron como monja en un país lleno de represiones.
Las dos mujeres rieron al unísono.
—Tal vez por eso sea, Sofi, tal vez por eso sea.
Frente a ellas los niños descansaban. José María y Mariana permanecían dormidos e indiferentes a los problemas que los rodeaban. Ellos habían vivido su corta vida en una casa de Veracruz, sin lujos ni limitaciones y con el cariño de su madre y su tía. Eran ajenos al hecho de que otros hacían pedazos el país en el que ellos deberían vivir su futuro.
Una violenta sacudida cimbró todo el carruaje, Sofía se abalanzo a proteger a los niños mientras Inés se asomaba para ver lo que sucedía. Los caballos iban a todo galope y desbocados, y por más que le gritaban, el cochero no respondía. La velocidad aumentaba y las ruedas comenzaban a sucumbir ante las piedras del camino. Todo se sacudía en el interior del carruaje, donde los dos niños gritaban y lloraban, asustados, mientras su madre trataba de tranquilizarlos, aunque ella misma tenía la cara lívida y una expresión de miedo que hacía por lo menos tres años que no sentía.
—El cochero está muerto —gritó Inés intempestivamente—, y nosotras moriremos también si no logramos detener esto.
Antes de que Sofía reaccionara, su hermana adoptiva ya estaba saliendo por la ventana del habitáculo.
—¿Estás loca? ¡Te vas a matar!
—Eso o nos morimos los cuatro —fue lo último que alcanzó a escuchar Sofía.
Inés estaba en la parte de arriba del carro. El pasado se abalanzó de nuevo sobre Sofía Guillén. Aquello no podía ser un accidente. Parecía que la tranquilidad nunca llegaría a su vida. En ese momento dependía de la pericia y valentía de Inés, por lo que ella hizo lo único que quedaba por hacer: abrazó con todas sus fuerzas a su pequeño José María y su pequeña Mariana, tratando de quitarles un poco del miedo, y esperó.
De pronto, sintió que la velocidad disminuía y el traqueteó se iba terminando poco a poco. Sintió un movimiento violento y vio cómo las ruedas de un lado se levantaban completamente del piso, al tiempo que se escuchaba el violento relinchar de los caballos. Después de algunos tumbos, todo se detuvo. Inés lo había logrado. Todo quedó en calma.
Sofía se relajó y acarició las mejillas de sus hijos. Tenían todos los rasgos de su madre en cada centímetro de su cara: los ojos, la nariz, el cabello, la boca. Sólo algo los distinguía a uno del otro: la pequeña Mariana era de tez blanca, mientras que el pequeño José María, con idénticos rasgos, tenía la piel ligeramente más tostada. Sonrió al verlos a los dos a salvo.
—¡Esconde a los niños, Sofía, rápido!
La voz de Inés reflejaba mando, determinación y miedo, y no dejaba espacio para ningún cuestionamiento. Sofía reaccionó de inmediato y levantó ambos asientos de la diligencia para esconder en cada uno de ellos a sus hijos. Ya escuchaba el ruido de varios cascos de caballo que se acercaban al galope. En ese momento entró Inés.
—Son bandoleros, Sofía. Seguramente ellos dispararon al cochero para asaltarnos. Ocultemos a los niños y disponte a perder todo lo que traemos. Reza por que no quieran nada más de nosotras dos.
No había terminado de hablar cuando seis jinetes rodearon el carro donde las dos mujeres aguardaban, nerviosas. Bandoleros. Seis hombres a caballo, con ropas manchadas por los caminos, completamente armados. Sofía tomó valor y decidió enfrentar la situación. Bajó del carruaje, se plantó en el piso y habló con todo el mando que pudo:
—¿Qué quieren de nosotras, cobardes? ¿Les parece fácil despojar de sus pocas propiedades a dos mujeres indefensas? ¿Son tan hombres como para golpearnos?
Los seis jinetes permanecían sobre sus caballos sin decir palabra. Los sombreros de ala ancha ocultaban a medias sus rostros. Ninguno dijo una palabra.
—Pues venga, hagan lo que tengan que hacer y lárguense. De poco valió su felonía, ya que muy poco tenemos con nosotras —en ese instante sacó una pequeña daga que llevaba con ella—. Y si algo más quieren de estas dos mujeres inocentes, espero que estén dispuestos a que alguno pague con su vida, que las dos nos sabemos defender.
En ese momento los seis jinetes apuntaron sus armas hacia ella y hacia el interior del carromato, donde estaba Inés. Sofía vio el final de su vida y le pareció insulso y sin sentido. Todo lo que había vivido para terminar muerta al costado de un camino, en manos de unos delincuentes. Su corazón latió de forma apresurada y dedicó sus últimos pensamientos a sus dos hijos y a Miguel de Montellano. Los maleantes seguían apuntando sin decir palabra y sin moverse.
—Disparen de una vez si es que se atreven —les gritó Sofía.
Una risa sarcástica heló de pronto la sangre de Sofía. Un caballo blanco se abrió paso entre los bandoleros. Amazona con porte de aristócrata, montaba en silla femenina, con las piernas de lado, vestido de corte andaluz, sombrero y un parasol que cubría su rostro. La forma de montar y de bajarse del caballo evidenciaba su clase social. Un golpe de miedo paralizó a Sofía mientras se acercaba a ella y terminaba de quitarse el sombrero y descubrirse el rostro:
—Vaya, parece que los años no te han enseñado cuál es tu lugar en la sociedad, tonta rebelde —Alejandra de la Gándara volteó a ver hacia el interior del carro, donde distinguió a Inés—. ¡Una india con una esclava! Menos mal que su estúpida rebelión fue aplastada.
Sofía no podía creer lo que veía. Alejandra de la Gándara y Aramburu estaba de pie frente a ella. Habían pasado casi siete años desde que la vio por última vez, en Chilpancingo, cuando la insurgencia era victoriosa y Morelos era el generalísimo; cuando el padre José María derrotó a los enviados de Calleja; cuando Miguel de Montellano mató a su propio padre para salvarla, y cuando ella decidió que Alejandra de la Gándara debía vivir para presenciar el triunfo de la Independencia.
Diez años desde que la vio por vez primera en Valladolid y la odió desde el primer momento, para pasar, con el tiempo, a tenerle sólo lástima. Ahí estaba frente a ella, diez años después y prácticamente idéntica. El tiempo no había pasado por ella. Por más que le pesara aceptarlo, tenía porte de aristócrata. Era alta, delgada, de cabello negro, pero ojos claros y piel blanca, y ahora que se había descubierto el rostro y quitado los guantes, era evidente que el trabajo jamás había sido parte de su vida. Quizá por eso mantenía toda su jovialidad de una década atrás, mientras que la belleza de Sofía se mantenía y hasta había aumentado, pero era una belleza pasada por los años.
Inés permaneció en el interior del carro, intentando que los niños guardaran total silencio. Sofía no reaccionaba. Simplemente nada pasaba por su cabeza. Aquella sombra del ayer se acercó hasta quedar frente a frente con ella, y antes de que Sofía hiciera el menor movimiento, Alejandra de la Gándara dejó caer toda la furia del pasado sobre su rostro con una sonora bofetada que le sacudió todo el cuerpo:
—Ahora podemos poner la basura en su lugar, india engreída.
Sofía recuperó su porte y se plantó frente a frente con Alejandra, como hizo tiempo atrás en Valladolid:
—¿Qué quieres, Alejandra? Te perdoné la vida. Ustedes ganaron la guerra. Viví en las montañas hasta que conseguí el indulto. Perdí a Miguel, a quien no veo hace más de dos años y no sé nada de él. ¿Qué más quieres de mí?
—Claro que perdiste a Miguel, mocosa. Son especies distintas, y tu brujería no podía durar tanto tiempo. Pero aún tienes cosas que necesito.
—Nada tengo, Alejandra. Inés y yo vivimos juntas y nada tenemos. Ya no huimos de las autoridades, sólo de las pestes del puerto, y no hemos dejado la zona a la que nos limita nuestro indulto.
—Lo que hagas con los despojos de tu vida me tiene despreocupada, pero aún tienes cosas que yo necesito.
¿De qué podría estar hablando Alejandra? La insurgencia había quedado aniquilada, Miguel era un tema desconocido para Sofía, el misterio del águila había resultado ser, si no un fraude, por lo menos una quimera o un engaño o un idealismo estúpido. Por lo demás, datos históricos, documentos y mitos del pasado, revelaciones en torno a las apariciones guadalupanas. ¿Qué interés podría tener Alejandra en todo ello?
—No tengo nada que puedas necesitar, Alejandra. ¿Quieres esas estúpidas medallas? ¡Quédatelas! No valen más que su peso en oro, y a juzgar por tus compañías, tú lo necesitas más que yo.
Alejandra de la Gándara levantó una mano y los hombres armados avanzaron a caballo y rodearon el carruaje.
—Lo quiero todo, niña estúpida, todo lo de Miguel de Montellano que tú tengas. Todo.
Los bandoleros bajaron a Inés del carruaje. En medio de los dos asientos del interior estaba el cofre de madera, donde estaban guardados todos los documentos que conservaban sobre los misterios que habían ido descubriendo en los años anteriores. Esperaba que eso fuera lo que buscaran. Los dos niños seguían escondidos bajo los asientos.
Alejandra se acercó al carro y Sofía corrió tras ella, tratando de ocultar su nerviosismo. Que Alejandra se llevara todos los malditos papeles y medallas que quisiera, pero que no se metiera con sus hijos. ¿Sabría lo de sus hijos?
—Llévate todo ese maldito cofre, Alejandra. Ahí está todo lo que encontré con las medallas, y todo es inútil. Llévatelo todo y déjame en paz para siempre.
Alejandra sonrió maliciosamente:
—En eso tienes razón. Después de esto estarás en paz… y para siempre.
—¡A ver, ustedes! —dijo Alejandra a los jinetes—. Bajen ese cofre.
Los bandoleros sacaron el cofre de la diligencia y Alejandra se acercó al interior, se asomó de forma arrogante por los ventanales y lo vio vacío.
—Tienes otra cosa de Miguel que yo necesito.
Sofía sentía un pánico como el que nunca había sentido: el de una madre que ve amenazada la vida de su hijo. Sintió cómo el frío recorría su cuerpo y trató de endurecer su rostro para no mostrar el menor indicio de preocupación.
—No sé de qué me estás hablando, Alejandra. No tengo ni necesito nada más de Miguel de Montellano. Si tanto te interesas aún en él, mejor espíalo y persíguelo a él. Nosotros ya no tenemos nada que nos una.
Alejandra soltó una carcajada.
—Niña estúpida. Soy una mujer casada con uno de los hombres más ricos del reino y no tengo el menor sentimiento por Miguel de Montellano, y para que te lo sepas, nunca lo he tenido. Era necesario, es todo. Pero ahora que la insurgencia ha muerto y que la corona no tardará en volver a enviar a mi tío, el conde de Calderón, mariscal Calleja para ti, a pacificar este rincón de España, los planes continúan y Miguel ya no es necesario.
Sofía seguía paralizada por el miedo. ¿Volvería Calleja? Eso significaba perder cualquier mínima esperanza que aún existiera en la causa de la Independencia. ¿Y cuál sería el plan del que hablaba Alejandra? ¿Para qué necesitaba esos documentos del pasado?
Alejandra seguía mirando el interior del carruaje maliciosamente. Sonrió y levantó una mano, señalando a Inés, al tiempo que gritaba a uno de sus hombres, quien acto seguido apuntó con su arma al rostro de la mulata.
—Mira, niña, sé que pariste al hijo de Miguel de Montellano y ya te dije que necesito todo lo suyo. Así es: habla y tal vez tu esclava y tú vivan.
—¡No digas nada! —gritó Inés—. No les digas dónde lo dejaste. Que no te importe nada más.
—Buen intento, pero no creo que te hayas aventurado a este viaje sin él —señaló Alejandra—. ¡Registren!
No fue necesario mucho registro. Lo primero que hizo uno de los hombres de Alejandra fue levantar el asiento que tenía más cercano. Ahí estaba, conteniendo el llanto y muerto de miedo, el pequeño José María. Sofía gritó, desesperada, mientras pataleaba y trataba de salirse de los brazos del bandolero que la había sujetado.
—¡Por favor, Alejandra, pídeme lo que quieras, pero no te lleves a mi hijo!
—Ingenua. Pero si tu hijo es justo lo que quiero, hijo tuyo y de Miguel, el heredero de todo. Pobre tonta ignorante.
A una orden de Alejandra los hombres amordazaron y maniataron a las dos mujeres y las ataron a distintas ruedas del carro. El rostro de las dos estaba lleno de lágrimas y de desesperación. Los bandoleros tomaron el cofre y al pequeño José María de Montellano y Guillén, quien no dejaba de gritar, y se dispusieron a irse de ahí. Alejandra se paró justo en medio de las dos mujeres que yacían amarradas en el piso a las ruedas de la carreta.
—Ahora sí te dejaré descansar en paz. Éste es un camino muy poco transitado y dudo que alguien pase por aquí. En menos de dos días habrán muerto de sed, si no es que algún animal del bosque se encarga de ustedes primero o algún viajero decide saciar sus instintos con ustedes. Si hace años te hubieras quedado en tu posición, nada te hubiera pasado. Ahora eres libre para morir.
Alejandra de la Gándara y Aramburu subió a su caballo y se fue a galope. Tras ella, los bandoleros se llevaban el cofre y al hijo de Sofía Guillén. Las dos mujeres estaban desesperadas en el piso, pero Sofía no podía simplemente esperar la muerte. Tres ideas pasaban por su mente: la de vivir para recuperar a su hijo, salvar a la pequeña Mariana, que había quedado en el otro asiento, y algo que dijo Alejandra: el heredero de todo.