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Ciudad de México. Diciembre de 1821

Iturbide recibió a Miguel de Montellano en su casa de la calle de San Francisco, donde prefería tratar los asuntos que consideraba de particular importancia, un lugar más seguro que el palacio y mucho más seguro que el antiguo templo de San Pedro y San Pablo, convertido en recinto legislativo y donde las querellas y disputas estaban a la orden del día.

Miguel esperaba en una sala de visitas. Estaba nervioso. Hacía dos años y medio que no veía a Agustín de Iturbide. Ya entonces era un hombre imponente, y ahora la gente lo coreaba como libertador, como padre, y algunos abiertamente lo proclamaban en las calles como emperador. Oficialmente era el presidente de la regencia imperial, pero en realidad todos se referían a él como Su Majestad. Miguel de Montellano ignoraba completamente el protocolo a seguir. Ensimismado estaba en esas reflexiones cuando se abrió la puerta y, sin heraldo que lo anunciara, Agustín de Iturbide entró en la habitación, con franca sonrisa y los brazos abiertos. Antes de que pudiera reaccionar, Iturbide lo abrazaba efusivamente:

—¡Señor Montellano, en realidad no creí volver a tener la dicha de verlo!

—Eso esperaba yo… Eh… Lo siento, excelencia, ¿cómo debo tratarlo y referirme a usted?

Iturbide dio un paso atrás con la misma sonrisa y una mirada cándida. Recorrió a Miguel de arriba abajo. Era un vagabundo que nada tenía que ver con aquel joven al que conoció en la juventud, con el que se enfrentó en Valladolid en 1813 en el heroico rescate de Sofía Guillén, ni con aquel fugitivo enviado de Victoria con quien entabló conversaciones en 1816; el hombre al que venció en deportivo duelo de espadas; ni siquiera con el reo indultado a quien se encargó de sacar de San Juan de Ulúa en 1819.

—Como un amigo, Miguel, por favor, con esa sinceridad y esa confianza que se tienen los amigos, que es justo lo que necesito. Nada de títulos dentro de esta casa.

—Muy bien, don Agustín, hablemos como amigos.

Agustín de Iturbide invitó a Miguel a sentarse ante una mesa sobre la que depositó dos legajos de papeles.

—Vayamos en orden, Miguel —dijo Iturbide mientras tomaba uno de aquellos fajos de documentos—. Primero tus solicitudes. Aquí tienes una orden para liberar de la cárcel a ese tal Lucas que tanto te interesa. Tienes suerte: en 1820 las autoridades virreinales de Veracruz lo trasladaron a la prisión del puerto, de donde será redimido. Bajo los preceptos de la Constitución de Cádiz, con la que nos regimos provisionalmente, no es culpable, pues no hubo juicio justo y sí más bien muchas irregularidades. En el Imperio Mexicano no hay esclavitud, en virtud de lo cual es un hombre libre, pero también se estableció que los amos deben ser indemnizados.

—No se preocupe, don Agustín. Esto que ha hecho por mí es imposible de agradecer. Yo cubriré el monto de una justa indemnización.

Iturbide miró con curiosidad a Miguel, como si en realidad no creyese que aquel nómada tuviera la posibilidad de pagar la indemnización por liberar a un esclavo.

—Muy bien. En segundo lugar, tu indulto es válido ante la ley, además de que yo mismo proclamé una amnistía general para todos aquellos que lucharon en cualquier bando de esta guerra. Legalmente, no sólo eres libre, sino que todos tus derechos están restituidos. Eres dueño de tus propiedades y tu herencia, aunque el estado en que se encuentren puede ser terrible y el erario no tiene forma de…

—Ni lo mencione —interrumpió Miguel—. Jamás esperaría que el dinero público se usara para mis asuntos personales. Le agradezco mucho.

—No hay nada que agradecer. Todo está dentro del marco de la ley. Además, yo tengo deudas contigo. Continuemos… El palacio de Hernán Cortés en Cuernavaca era propiedad del virreinato y ahora lo es del imperio. De hecho ha funcionado como cárcel en los últimos años. Fue cárcel de insurgentes, y pues, como comprenderás, en la actual situación está prácticamente vacía, y cayéndose en pedazos. Aquí tienes un documento para que te autoricen el acceso y un salvoconducto para los caminos.

Todos los documentos estaban en uno de los cuadernos de piel que Iturbide había dejado caer sobre la mesa; todo lo referente a la situación legal de Lucas y su excarcelación, las propiedades y situación legal de Miguel, y la autorización para entrar a la prisión de Cuernavaca. Iturbide extendió los papeles a Miguel y colocó al frente el otro legajo: las cartas que Miguel había enviado.

—Muy bien, ahora hablemos de política. Lo primero es ponerte al tanto de la situación, Miguel, que no es sencilla. Verás, don Juan de O’Donojú y yo firmamos un documento en Córdoba a través del cual se comprometía a reconocer la Independencia de Nueva España como Imperio Mexicano, con la corona ofrecida a Fernando VII. Los acuerdos fueron enviados a España junto con cartas que yo mismo escribí al rey y a los diputados de las Cortes.

—De eso me enteré, don Agustín. Las noticias fluían bien en Nueva Orleans, y me informé también llegando a Veracruz. Entiendo que sólo falta que Fernando VII responda.

Iturbide se puso de pie. Caminó en silencio por la habitación hacia una ventana que daba hacia la calle de San Francisco. Suspiró:

—¿Qué tanto puedo confiar en ti, Miguel?

Montellano quedó sorprendido por la pregunta:

—¿En qué sentido? Cuenta usted con mi lealtad personal, don Agustín. Por lo demás, no me interesa en lo absoluto la política. Yo sólo aspiro a vivir en paz, y por eso me convenció su plan de libertad.

—¿Qué sabes de Guadalupe Victoria?

Una vez más Miguel quedó sorprendido, pero ahora, además, quedó también mudo y frío. Sabía que Victoria podía ser una amenaza.

—Nada que usted no sepa, don Agustín. Sigo pensando que es un hombre leal y valioso, y que sería una fortuna que fuera su aliado. Por lo demás, sólo se lo que usted con certeza ya conoce: las proclamas que sigue colocando, ahora contra el imperio. No tengo idea de qué pueda ser de él.

—Victoria está en la cárcel, Miguel.

Montellano quedó pasmado mientras Iturbide trataba de medir su reacción. Miguel, que hasta entonces se había mantenido sentado, se levantó intempestivamente:

—Don Agustín, eso es una locura, es un ídolo de las multitudes, y es una buena persona.

—Y un enemigo del imperio. Traté de sumarlo a la causa como se sumaron Guerrero, Bravo, López Rayón, Mier y Terán, Quintana Roo, Juan Álvarez. Todos comprendieron que era la única vía para la libertad y la paz, todos menos el necio loco de Victoria. Nos encontramos en San Juan del Río, a principios de junio. Se mostró de acuerdo en casi todo el Plan de Iguala, pero insiste en que la forma de gobierno debe ser una república y no está dispuesto a transigir en nada. Es imposible negociar con alguien así.

—Sí, lo sé. Es muy aferrado a sus ideas.

—Sí, Miguel, tanto como para amenazar con la muerte a quien no esté de acuerdo con ellas. ¿Es eso lo que quieres, que todos tengamos que pensar lo mismo? Además, nadie en este país sabe lo que es una federación y todos aclamaron la idea de un imperio. Por heroico que sea, GuadalupeVictoria no representa la voluntad del pueblo y es una amenaza para la paz. Sinceramente espero que todo se calme y liberarlo pronto.

—Mucha gente podría levantarse en su nombre.

—Fue capturado junto con otros dieciséis conspiradores que de inmediato fueron liberados, incluido él. Nadie sabe que está en prisión, sólo los dos soldados que lo aprehendieron al día siguiente, a solas, y yo… y ahora tú. Espero mantenerlo en secreto y que salga antes de que la gente se comience a preguntar por él.

Miguel no sabía qué pensar. Por un lado respetaba y estimaba a Victoria, reconocía su lealtad y valor, pero también su obstinación y su alma rebelde. Sabía que, efectivamente, era un hombre capaz de mover al pueblo para reventar la paz, y lo suficientemente tozudo como para no medir consecuencias. Miguel miró firmemente a Iturbide:

—¿Por qué me cuenta esto, señor?

—Para que nos tengamos confianza, Miguel. Ahora tú sabes algo que nadie más sabe, y será fácil para mí saber si guardas mi secreto —los dos hombres quedaron en silencio—. Mira, Miguel, yo confío en ti, pero sé que conoces personalmente a Victoria, que tuviste buena relación con él y que es un hombre al que respetas.

—Así es, al igual que a usted. Por cuestiones del destino estoy en situación de ser leal a ambos, tanto a usted como a Victoria. ¿Cómo es posible eso si son enemigos? Jamás le diré a Victoria nada sobre usted, pero tampoco le informaré a usted sobre Victoria. No estoy dispuesto a estar en medio de un juego de lealtades y que mi honradez sea puesta en duda.

—Mi gobierno tiene quién me informe, Miguel. Jamás esperaré que traiciones a alguien, porque no quiero tener cerca de mí a un traidor, y cerca de mí te necesito.

Ante un ademán del regente imperial, los dos hombres se sentaron nuevamente a la mesa donde estaban los papeles.

—Sigamos hablando en confianza entonces, Miguel. O’Donojú se comprometió a reconocer la Independencia, recibió a mi ejército triunfante el 27 de septiembre y me entregó el mando. Pero al día siguiente nos reunimos a redactar y firmar el Acta de Independencia. Mi firma, la de Matías de Monteagudo y las de otros caballeros miembros de la junta provisional avalan el documento… Pero el espacio para la firma de O’Donojú quedó vacío. No se presentó ese día a la sesión. Supimos después que estaba indispuesto en su casa… y murió a los pocos días, el 8 de octubre. ¿Sabes lo que eso significa?

—¿Cree usted que fue asesinado?

—Dicen los médicos que murió de algún tipo de fiebre pulmonar. Cuando lo vi en Córdoba estaba fuerte como un roble. Aquí en la ciudad lo vi cansado, por la altura, supuse. Nunca manifestó estar enfermo, pero su muerte sin firmar el acta es muy oportuna para los enemigos del imperio.

—En realidad, más allá de la pérdida, don Agustín, no pienso que esto merme su autoridad.

—Miguel, él era la única autoridad española con poderes otorgados por las Cortes y el rey. Sin su firma de aceptación de la Independencia, ese papel no es más que una declaración sin valor. Por lo tanto, la autoridad de mi gobierno puede ser cuestionada, y ahí es donde aparece Victoria, aliado en sus conspiraciones con Miguel Domínguez, proclamando un poder del pueblo a través de la república.

—Con todo respeto, señor, y con el respeto que me merece Victoria, pienso que usted tiene toda la autoridad como gobernante en tanto libertador. Es usted padre de la patria. El pueblo lo aclama como no han aclamado a nadie. Tiene usted la autoridad que se ganó en batallas, la que se ganó en negociaciones, la que le otorgó O’Donojú antes de morir, que dejó por escrito en Córdoba… y además tiene usted la autoridad del pueblo, que hasta lo proclama ya emperador.

—Así lo quiero ver yo, Miguel, probablemente así lo vea el pueblo. Quizá así sea, pero es el pretexto de los conspiradores rebeldes para seguir en sus conjuras contra este gobierno. ¡Querían Independencia, Miguel! Se las di, sin derramar más sangre. Uní a los estratos sociales, a la Iglesia, a los guerrilleros. Conseguí libertad y paz. ¿No pueden estar tranquilos con eso? ¿Por qué tenemos que seguir peleando y matándonos mientras cada quién tenga un proyecto distinto? No, Miguel, cualquier pretexto es bueno para los que sólo quieren revolución. Necesitábamos la firma de O’Donojú en el acta… y ahí está.

—No lo comprendo, señor. ¿Firmó o no firmó antes de morir el señor O’Donojú?

—No lo hizo. Yo tengo el Acta de Independencia original, que todos firmamos por vez primera. Dejamos el espacio para la firma restante, que nunca llegó. Sólo yo tengo acceso a esa acta. En las copias que enviamos a las provincias, y en la que se guardará en el Congreso, aparece la firma de O’Donojú… lo decidimos en la junta. Teníamos que ponerla, falsificarla. Bien me lo dijiste: hay muchas fuerzas tratando de golpearme.

—Puede confiar en que es otro secreto que guardaré, pero le reitero que no pienso que sea importante. Usted tiene el Poder Ejecutivo, es presidente de la Regencia, y algunos aliados tendrá en el Congreso. En realidad, sólo tiene que esperar la respuesta de España.

Iturbide se mostró perturbado y preocupado nuevamente.

—Ésa es otra situación, Miguel. Por lo que me dicen mis informantes, todo indica que el rey rechazará la invitación a gobernar, y que de hecho no reconocerá el Tratado de Córdoba ni el Plan de Iguala ni la Independencia; de hecho, por recomendación de los diputados americanos en las Cortes.

—¿Los propios representantes americanos rechazarán la Independencia?

—A ti debería extrañarte menos que a nadie. Tú me advertiste de esta posibilidad en tus cartas.

—¿Y qué sucederá cuando la negativa oficial de Fernando VII llegué a México?

—Sucederá, Miguel, que muchos aprovecharán para desconocer mi gobierno, y veremos todo tipo de propuestas: volver a los brazos de España, traer a otro monarca europeo, incluso coronarme a mí… Otros, como Victoria, comenzarán la cantaleta de la república, y los más radicales de los masones querrán que nos incorporemos a Estados Unidos, cuando de hecho las provincias centroamericanas ya se han unido a este imperio. Guerra es lo último que necesitamos y es lo que aparentemente todos quieren.

—Encerrar a Victoria puede ser causa de guerra para muchos, don Agustín.

—¡Es más necio que una mula vieja! Cuando le presenté el Plan de Iguala dijo que estaba de acuerdo en todo menos en que hubiera un emperador, y que, de haber uno, éste debía ser antiguo insurgente, nunca indultado, y además soltero para que se casase con una princesa guatemalteca y así unir las naciones. ¡Claro, él es el único que reúne esos requisitos! Y creo que su estancia solitaria en la selva le quitó un poco el juicio.

Miguel no pudo evitar que se le escapara una sonrisa que molestó bastante a Iturbide, quien se limitó a mirar desaprobatoriamente.

—Disculpe, señor, pero Victoria es raro en su léxico y no creo que hablara en serio. Él jamás aceptaría ser rey o nada parecido. Ésa fue su forma peculiar de decirle que no acepta un imperio.

—Bueno, pues Victoria está encerrado, y mientras las cosas se calman, así seguirá. Y ya que estamos en esto, háblame de todas tus teorías de masones y conspiraciones por territorio.

Miguel tomó el cuaderno de piel donde estaban sus cartas y después sacó otra serie de documentos que llevaba con él.

—Como le dije, señor, Estados Unidos es la principal amenaza. Específicamente los estados del sur de aquella nación buscan la expansión hacia el oeste y el sur, para ampliar las zonas en que sus leyes permiten la esclavitud. Algunos hablan de llegar hasta Mazatlán; otros a Sonora; algunos se bastan con Texas, pero otros hablan también de Panamá.

—¿Pero qué tan importante será ese discurso a nivel de su gobierno central?

—Ése es el problema, señor, es un proyecto de gobierno que viene desde que los masones crearon ese país. Traigo para usted algunos documentos, transcripciones en realidad, que yo mismo hice, nada que no sea público en Norteamérica, pero que nos debe poner en alerta. Mire, por ejemplo, esto que envió Thomas Jefferson a George Washington en 1786, tan sólo diez años después de haber proclamado su Independencia, y antes de que cualquiera de los dos fuera presidente.

Miguel presentó un documento a Iturbide:

DE THOMAS JEFFERSON A GEORGE WASHINGTON. 1786

Nuestra Confederación debe ser considerada como el nido desde el cual toda América, así la del Norte como la del Sur, habrá de ser poblada. Mas cuidémonos de creer que interesa a este gran continente expulsar a los españoles, desde luego.

Por el momento aquellas regiones se encuentran en las mejores manos (las españolas), y sólo temo que éstas resulten débiles en demasía para mantenerlos sujetos hasta que nuestra población progrese lo suficiente para ir arrebatándoselos, pedazo a pedazo.

Iturbide leía y releía el documento mientras Miguel seguía removiendo apuntes que llevaba consigo mismo.

—Como puede ver, don Agustín, desde el principio tenían claras intenciones de apoderarse de todo aquello que haya sido España, pero preferían luchar contra débiles países recién nacidos que contra España. Por eso han apoyado veladamente a todos los movimientos liberadores. Mire este otro.

Montellano presentó otra transcripción a Iturbide:

DE THOMAS JEFFERSON A JAMES MONROE. 1801

Aunque nuestros actuales intereses nos restrinjan dentro de nuestros límites, es imposible dejar de prever lo que vendrá cuando nuestra rápida multiplicación se extienda más allá de dichos límites, hasta cubrir por entero el continente del Norte, si no es que también el del Sur.

Creo que es evidente, señor: los planes de gobierno son muy claros; su población crece a ritmo agigantado, migrantes de todo el mundo llegan, su industria se revoluciona. Muy pronto tendrán ese poder. Por eso le escribí que no confiara en nadie, y que tuviera precaución con cualquier enviado del gobierno norteamericano, sea el que se encuentra ahora, el tal Taylor, o este otro del que ya hay informes.

Miguel presentó otra transcripción a Iturbide:

Me informa el señor Luis de Onís, en carta del 1º de enero de este año, de los movimientos hostiles que se observan en Filadelfia. Me expone que, en su concepto, se dirigen a fomentar la revolución del reino de Nueva España con el objetivo de unirlo a aquella Confederación, y que sabe de positivo que reside ahí en Filadelfia un agente de aquel gobierno, llamado Poinsett.

Francisco Javier Venegas,
virrey de Nueva España, abril de 1812

Apunte personal: fray Servando se encuentra en Filadelfia, sede de logias masónicas. Todos los masones tienen encuentros con el tal Poinsett, quien ya ha viajado a países del sur de América. Luis de Onís, ministro español, fue quien avisó de la presencia de Servando Mier y Xavier Mina en América, y es quien firmó los acuerdos fronterizos de España con Estados Unidos.

Miguel de Montellano permaneció en silencio, observando las reacciones de Iturbide. Evidentemente, liberar a una patria era mucho más sencillo que tomar sus riendas.

—Es necesario tener muchas precauciones con ese tal Poinsett, que, estoy seguro, vendrá tarde o temprano. Hay una cosa más, don Agustín: el conde de Survilliers.

—Recuerdo el nombre, tal y como me indicaste, y es un nombre que efectivamente he escuchado más de una vez. ¿Qué me puedes decir del dicho conde?

—El conde no existe, señor —Iturbide lo miró con extrañeza e interrogación—: El hombre que se hace llamar conde de Survilliers… es José Bonaparte, don Agustín, el hermano mayor del recientemente fallecido emperador francés. Huyó de España en 1813 y, ante la situación de Francia, se dirigió a Estados Unidos, con las joyas de la corona española en su poder. Con la riqueza obtenida por la venta del tesoro español, José Bonaparte ha tomado esta personalidad y se dedica a promover la causa de las independencias de América, un poco como desquite contra España. Pero apoya las independencias a través de logias masónicas, que, como hemos conversado, están al servicio de Estados Unidos.

—Los Bonaparte siempre ambicionaron América, Miguel. Así comenzó toda esta historia. Gracias a Dios que no tuvieron más tiempo.

Iturbide tenía el alma inquieta y eso era evidente. No quitaba la mirada de aquellos papeles que leía y releía. No como quien se entera de lo desconocido, sino como quien corrobora los rumores.

—Arme las piezas, señor. Servando Mier era masón desde antes de ser expulsado de Nueva España, en 1794; en Londres siguió en contacto con diversas logias; de ellas obtuvo el dinero para viajar a América con Xavier Mina, en 1816. Recorrió la costa de Norteamérica y consiguió un millón de dólares para pagar barcos y mercenarios; probablemente también fue con dinero de los masones, probablemente de Survilliers, del propio Bonaparte. Mier estuvo oculto en Filadelfia y, según entiendo, ya está de regreso aquí. Ese hombre se dedicará a impulsar ideas que él cree que son libertadoras, pero en realidad estará generando caos al servicio de Estados Unidos. El tal Poinsett es agente norteamericano y está detrás de todos estos grupos rebeldes que se forman en nuestro territorio y, como ve, desde 1812 el gobierno sabía de sus actividades.

Iturbide se puso de pie nuevamente y caminó por la habitación hasta llegar a un fino armario, del que extrajo una botella de coñac. Hizo un ademán a Miguel para ofrecerle, pero éste lo rechazó. Don Agustín se sirvió una copa y siguió caminando por la habitación:

—Me escribiste que no confiara en nadie, Miguel. ¿Por qué en ti sí?

—Porque no tengo nada que ganar. No me interesa nada de usted ni del imperio, porque espero arreglar rápido algunos asuntos y desaparecer de aquí. No me interesan América y sus guerras.

Iturbide le dio un sorbo a su copa.

—Muy bien, ¿qué más tienes que decirme? ¿Cuál es tu análisis general de la situación?

—Es muy largo, señor, pero intentaré ser breve. Verá usted, los llamados liberales americanos en las Cortes de Cádiz siguen siendo partidarios de conformar el Gran Imperio Hispano que se esconde tras el primer artículo de la Constitución, reconociendo, como usted propone, la soberanía de Fernando VII, pero siendo realmente una parte más de España. Algunos de esos liberales de provincia están en busca de autonomías o independencias de sus propias demarcaciones, como podría ser el caso de las capitanías de Yucatán y Guatemala, o provincias como la Nueva Galicia, la Nueva Vizcaya o la Nueva Santander.

—Pero el Imperio Mexicano nos libera a todos. Incluso Yucatán y todas las provincias de Centroamérica pidieron ser anexados. Tengo al militar de mi mayor confianza, Vicenzo Filisola, con tropas que pacifican aquellas tierras.

—En el caso de Yucatán debe tener también mucho cuidado. Es una península que los norteamericanos ambicionan tanto como Cuba, y también tienen planes al respecto. En ese sentido, tenga usted cuidado con Lorenzo de Zavala. Ese terrateniente yucatanense ya está negociando una unión con Estados Unidos o con una posible república texana.

—¡Todos independientes por separado! Deberían entender que eso sólo nos debilitará. Por eso hay que formar un gran país que abarque todos los territorios españoles de esta América Septentrional.

—Ambiciones, señor Iturbide, ambiciones. Cada quien prefiere ser libre en su pequeño territorio, ser amos de algo pequeño en vez de ser subordinados en un gran imperio. Además, si todos esos pueblos quisieran ser anexados, no sería necesario tener tropas allá.

—Es igual que aquí, Miguel, siempre hay rebeldes que no saben más que pelear. Pero, por favor, sígueme dando tus impresiones.

—Bueno, señor, eso es en relación con los diputados de las Cortes. Vayamos con los masones. Muchos liberales aquí son masones más moderados del rito escocés, quizá por sus vínculos con Europa, pero es proyecto del gobierno de Estados Unidos crear clubes masónicos afiliados al rito de York, aparentemente más liberal, pero que en realidad responde simplemente a los intereses norteamericanos. En ambos casos tienden a ser republicanos, con la diferencia de que los primeros buscan un gobierno central fuerte, mientras que los segundos se decantan por la opción federalista, emulando precisamente a Norteamérica.

—Precisamente en eso tenemos a Victoria, en levantar en armas al pueblo para defender algo que no saben lo que es y que seguramente no saben ni pronunciar.

—Es posible, don Agustín. Dicho sistema federal se amolda perfectamente a las necesidades de aquel país, pero dudo que en las actuales condiciones funcione en éste, ya que muchos federalistas, so pretexto de la soberanía local, esconden en realidad más afanes separatistas.

—Bueno, ¿y qué me puedes decir del asunto de la Gran Colombia y de Simón Bolívar?

—También son cabos sueltos, pero creo que efectivos. Vera usted, tuve la oportunidad de conocer en La Habana a un antiguo fraile betlemita, de origen cubano. Dicho fraile, de nombre Simón de Chávez, es ahora un masón consumado, afiliado al rito de York, liberal y republicano, que ha viajado por América y las islas del mar del Caribe promoviendo la causa de la república. Es un hombre afable y cordial, posiblemente bienintencionado como muchos de los liberales, que en muchos casos no conocen los verdaderos intereses para los que trabajan: los de Estados Unidos, o en este caso los de un imperio que intenta nacer en el Sur: precisamente la idea de Bolívar de unir toda América.

—Bolívar es un idealista, Miguel. Su idea de la hermandad hispanoamericana es una quimera. Nunca ha habido lazos directos entre los virreinatos. Cada uno tenía más contacto con la propia España.

—Quizá, señor, me he vuelto en extremo desconfiado, pero lo invito a mirar con recelo a don Simón Bolívar, masón como otros tantos y con quien también ha tenido contacto el betlemita Simón de Chávez. Tiene como proyecto republicano Bolívar, en efecto, una quimera, la unión política de toda la América española, pero bajo su mando, desde luego. Para él, eso incluye a Nueva España, y es por eso que no le conviene el fortalecimiento de este imperio. Le aseguro que no vio con agrado la anexión de Centroamérica.

Iturbide terminó de beber el coñac que había estado paladeando:

—Puede ser que tengas razón en varias cosas, Miguel. Por eso debemos fortalecernos internamente y defender el territorio.

—Ése es otro punto, don Agustín. Desconozco las pretensiones territoriales que tenga usted para el Imperio Mexicano, pero es interés de Estados Unidos que ese territorio no exceda los límites estrictos y exclusivos de lo que fue el reino de México de la Nueva España, sin los reinos de provincia; entiéndase por eso de Tehuantepec a las planicies del Bajío. Aquel país ambiciona Yucatán y también el territorio desde Sonora.

—Pero el Imperio Mexicano es el heredero de todo lo que fue territorio español, y precisamente con Luis de Onís, mencionado en uno de tus apuntes, firmó el gobierno de Estados Unidos un acuerdo de fronteras con España. Eso nos hace propietarios de toda esa extensión.

—Me temo que no es así como ellos lo ven. Para el gobierno de Estados Unidos el acuerdo Adams-Onís quedó invalidado con la Independencia, pues ellos firmaron con España… y esto ya no es España. Ellos lo ven como un territorio despoblado que está en disputa. Finalmente, la población de Texas no pasa de cinco mil habitantes y casi todos son de origen inglés; sucede igual con Sonora, Santa Fe y las dos Californias.

—Pues habrá que estar listos para volver a negociar las fronteras como estaban marcadas en aquel acuerdo, o listos para luchar por defender lo que nos pertenece, pero jamás me verás ceder un palmo de territorio.

—Don Agustín, al igual que usted, ellos no están listos para una guerra. Por eso se valdrán de las intrigas para crear conflictos internos. Debe andarse con mucho cuidado.

Agustín de Iturbide se acercó a Miguel de Montellano y lo abrazó de nuevo, cordialmente y en gesto de despedida:

—Valoro mucho todo lo que has hecho, Miguel. Ojalá que decidas quedarte aquí para que aceptes los galones y entorchados de brigadier.

—Que me valore para eso es suficiente recompensa. Pero en verdad no es mi interés permanecer en este territorio. No por ahora.

Después de una amistosa despedida, Miguel se encaminó a la puerta de salida, hasta que lo detuvo la potente voz de Iturbide:

—¡Miguel! —Montellano se volvió—: ¿No necesitas nada más de mí?

—No lo creo, señor. Si usted requiere de mí, no dude en hacerme llamar.

Miguel se quedó firme y de pie, esperando a que Iturbide dejara claro que no quedaban asuntos pendientes.

—Me extraña mucho que no hayas preguntado por otra cosa. Otro tema que supuse que te interesaba —Miguel quedó en silencio, sin estar seguro de qué podría ser aquello a lo que se refería el libertador. Iturbide lo miraba extrañado por no haber tocado aquel tema—. Sofía Guillén, Miguel. ¿Recuerdas? La mujer por la que me retaste hace once años. La que te envolvió en todo esto, por la que tanto preguntabas en las cartas —Agustín de Iturbide se acercó a Miguel de Montellano y le extendió un pequeño pedazo de papel—: Vive en la calle de San Francisco, es decir, en esta misma, a tan sólo unas calles de este palacio. Aquí tienes apuntado su domicilio.

Trilogía de la independencia
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