París
Domingo 12 de agosto de 1945
El Museo del Louvre lamenta el sensible fallecimiento de madame Elizabeth Limantour, amiga del museo y benefactora de las artes, ocurrido el pasado día primero del mes de agosto de 1945.
La comunidad artística de París rinde homenaje de eterna gratitud a tan distinguida dama, quien durante más de veinte años fuera mecenas incondicional de este museo, promotora, corredora de arte y patrocinadora de aquellos que han decidido dedicar su vida a embellecer este mundo con un poco de creatividad.
Nuestro pésame, condolencias y apoyo total a su única descendiente y continuadora de su gran labor, su nieta mademoiselle Sophie Le Brun.
El anciano mostró la esquela funeraria a la joven que estaba sentada frente a él. Era la viva imagen de Liza Limantour cuando la conoció, casi medio siglo atrás, en un París muy diferente. Extendió el documento sobre la mesa que los dividía y donde estaban todos los reportajes de José de Miurá y los informes desencriptados del espía Johan Zimmermann.
—Así fue como me enteré de la muerte de tu abuela, Liza Limantour, y así es como está historia llega a su final. Por eso te busqué, Sofía; por eso te encontré en Le Deux Magots el pasado domingo, y por eso sabía lo que está escrito en el reverso de esa medalla del Sacré Cœur que llevas en el cuello.
La joven, de unos veinte años de edad, se llevó instintivamente la mano al cuello. Aquella medalla era la pertenencia más misteriosa que había tenido su abuela y el recuerdo más valioso que tenía de ella. No dejaba de ver con asombro a aquel hombre mayor, de unos setenta años, que había aparecido en su vida poco más de una semana atrás para decirle que conocía la historia de aquel objeto y de la leyenda que tenía grabada al reverso. Llevaba una semana visitando a diario a aquel hombre para escuchar la historia, quizá la semana más intensa de su vida, a pesar de haber presenciado la ocupación nazi durante la guerra.
—Pero así no acaba la historia —reclamó la mujer—. Es decir, hay mucho más que contar, hay mucho más que saber, muchos pendientes, tantas historias entrelazadas.
—En realidad ninguna historia tiene inicio ni fin, pues todo final es un nuevo principio, y cada instante de la vida puede ser ese momento. Conocer a tu abuela fue el inicio de una historia cuyo final bien podría establecerse cuando salí de México en 1914, pero que también puede finalizar justo ahora.
—Es curioso —agregó la joven—: siempre le pregunté a mi abuela por esa medalla, y siempre me dijo que encerraba una historia, una historia que nunca quiso contarme. Siempre me dijo que, si en realidad necesitaba conocerla, la historia vendría a mí tarde o temprano.
—Hace mucho tiempo dejé de creer en las casualidades —respondió el anciano—, cuando comprendí la gran interrelación e interdependencia que es la existencia. Finalmente, la historia ha llegado a ti, quizá porque ahora es cuando la necesitas.
—Ahora que los horrores del mundo y de la humanidad me dejan claro que dedicarse al arte, a tratar de plasmar lo hermoso de la vida, es absolutamente ingenuo —dijo la joven con una mueca que dejaba ver cierta tristeza—. Ahora que está claro que la vida no tiene ningún sentido. Mi abuela era lo único que me quedaba, y era feliz quizá porque vivía evadida de la realidad, esa en la que nos aniquilamos unos a otros, en la que mis padres murieron durante la ocupación de París por proteger a la población judía de los nazis.
En ese momento, en el rostro de aquel hombre hubo un gesto de tristeza y una lágrima surcando su mejilla. Sofía ya le había contado la historia de cómo Isabela y su esposo habían perecido durante la guerra por tratar de ayudar a sus semejantes. Lo había invadido la tristeza al enterarse de la muerte de su hija, pero también la dicha al saber que había dejado el mundo por aferrarse al amor, la compasión, la justicia, la parte divina del ser humano. Frente a él estaba su nieta, una mujer que, tras la pérdida de su abuela, se encontraba absolutamente sola en el mundo y decepcionada de la humanidad.
—Murieron como dioses, Sofía, entregando, compartiendo, poniendo primero a los demás. Y sí, quizá la historia llegó a ti cuando la necesitabas. Ya no creo en las casualidades, y casualmente yo pasaba por París esta semana, y casualmente compré el periódico por el que me enteré de la partida de Liza. Sólo esos aparentes azares nos tienen reunidos en este momento.
—¿Para que me contaras una historia de romance y espías?
—Para contarte la historia de tu abuela, que es parte de mi historia y parte de la tuya, una historia como todas, de seres humanos tratando de ser felices en un mundo basado en la infelicidad, de dos individuos buscando la paz en medio de la guerra. La historia, en fin, de cómo los seres humanos somos resultado de milenios de pasado que arrastramos desde la noche de los tiempos, pero de cómo cada uno tiene ante sí la posibilidad de transformarlo todo. Es la historia de cómo la razón puede conducir a la locura, de la guerra interna que todos libramos por aferrarnos excesivamente a la razón, por definirnos como seres racionales cuando la razón es una invención humana mientras el amor es la esencia de toda la existencia, una esencia más allá de la mente y sus razones, una esencia que es imposible descubrir a través de la lógica y el pensamiento, que es siempre egoísta y gira en torno a sí mismo.
Azorada, Sofía Le Brun, hija de Isabela, nieta de Elizabeth, no dejaba de ver a aquel hombre que, si toda la historia era cierta, resultaba ser su abuelo. Pero ella ya tenía un abuelo, aunque había muerto años atrás: se llamaba Luis Felipe de Calimaya, vivía en México, y aunque habían convivido poco —un esporádico intercambio de cartas y alguna visita de aquél a París—, no era fácil que de pronto se presentara un desconocido a contar una historia que cuestionaba su pasado y sus raíces.
—¿Y qué pretende al venir a contarme esta historia?, ¿desahogarse, contarme a mí la verdad que supuestamente siempre quiso contarle a mi abuela, llegar de pronto a ser mi abuelo?
—No pretendo nada —respondió el hombre con una expresión serena y llena de paz—. La historia ha llegado a ti cuando la necesitabas; la historia, y quizá yo. Eso sólo depende de ti, de tus decisiones.
—Se da cuenta de lo insensato y absurdo que resulta todo esto, ¿verdad? Un hombre se aparece frente a mí en un café diciendo que soy la viva imagen de mi abuela, me recita la frase grabada en el reverso de mi medallón y me asegura que tiene una historia que contarme, una que me revuelve toda la vida.
—Por eso nunca pude decirle a Liza mi realidad… No la necesitaba para ser feliz, y tu madre tampoco. Ella es a la que menos le hacía falta esta historia que quizá tú sí necesitas.
—No acabo de entender para qué podría necesitarla… Ni siquiera es una historia con final feliz.
El anciano no quitaba la vista de su nieta y no dejaba de esbozar una sonrisa. Un final feliz. Los seres humanos siempre dicen querer un final feliz aunque elijan caminos que no llevan a ese final. Un final feliz que esperan que surja de la nada para cambiar por sorpresa y arte de magia el rumbo de sus vidas. Un final feliz de corte romántico, de esos que acaban con un juntos por siempre, aunque el juntos por siempre pueda ser también el inicio de una historia de drama y miseria y no de amor.
—La historia tiene un final feliz, Sofía. Liza y yo nos sentíamos condenados a la miseria y el drama por una decisión del pasado, y nos aferrábamos a ese drama en lugar de comprender que una nueva decisión podía volver a cambiar por completo nuestras vidas. Los dos aprendimos lecciones, los dos tomamos las riendas de nuestra vida y volvimos a perseguir unos sueños que habíamos dejado guardados y olvidados. Liza y yo rechazamos la locura del amor por las razones del miedo, de la sensatez, del deber ser. Elegimos la razón cuando lo que este mundo necesita es un poco de locura, la locura de amar sin medir las consecuencias, la locura de ser libre, de vivir sin ataduras, de improvisar, de compartir, de crear, de ser sin identidades ni etiquetas. La locura, esa etiqueta que te impone la sociedad cuando decides vivir más allá de sus férreas estructuras y buscar por cuenta propia y sin senderos trazados la plenitud, que es nuestro derecho de nacimiento. Todo eso lo aprendimos.
—Todo suena muy lindo, muy hermoso… y muy ingenuo. Locura, pasión, amor, en un mundo que no deja de aferrarse a la guerra.
El anciano miró a la joven con ternura. Sofía era en gran medida el reflejo de Liza, su abuela. Un alma de artista llena de pasión, un espíritu sensible atrapado en un mundo de odio y violencia. Ciertamente, el mundo y sus circunstancias hacían difícil distinguir la luz más allá de la oscuridad, la humanidad misma hacía difícil ver un brillo de esperanza en los seres humanos.
—La guerra y la paz son una decisión personal, Sofía. Cada uno puede vivir en paz en un mundo en guerra, y es precisamente esa paz individual lo único que puede traer paz a todo el mundo. La vida siempre nos da la oportunidad de volver a equivocarnos o aprender del pasado y transformar nuestra vida, terminar con nuestra guerra. Me llena de alegría saber que tanto Liza como yo tomamos la segunda opción, que Liza tomó su vida en sus manos y persiguió la libertad sin importar el costo, que volvió a París a vivir la vida que quería, a codearse con los artistas y a poner su felicidad como único baremo.
—¿Y usted? No me ha contado nada de su propia vida después de dejar México en medio de la Revolución. Hay muchas historias más.
—Puede haber muchas historias más, muchos finales pendientes, pero ninguno de ellos es necesario para comprender el mensaje. De los personajes secundarios se puede dejar de hablar cuando han cumplido su función. Ahora tú sabes la verdad que nunca pude contarle a Liza: que nací como Johan Zimmermann, pero que desde que la conocí ya trabajaba en el servicio secreto del Imperio alemán, y ya comenzaba a usar el disfraz del español José de Miurá, una coartada perfecta debido a mi dominio del español por tener una madre española.
—Precisamente eso, esa doble personalidad en la que se basa toda esta historia, es lo que menos sentido tiene para mí. Me resulta absolutamente inverosímil que alguien pueda vivir media vida con más de una personalidad.
—Lo cierto es que nunca quise ser un espía ni tener una doble personalidad. Sin embargo, mi historia no es muy diferente de la de todas las personas, obligadas por la sociedad del simulacro en que vivimos a tener más de una personalidad y, a causa de la locura de la mente y de nuestro apego al pasado, muchas voces en la cabeza.
—¿Y cómo puedo saber que todo esto es cierto?
—No puedes saberlo a ciencia cierta; sólo puedes sentir dentro de ti si lo crees o no. Liza Limantour estuvo contándome una vida doble, una vida falsa que sólo existió en su cabeza. Bueno, yo viví dos vidas en la vida real, o quizá no. Tal vez, al igual que Liza, sólo estoy contándote lo que hubiera querido que fuera mi vida. A lo mejor sólo soy un viejo que decidió contarte a ti sus delirios seniles.
La nieta de Liza Limantour se mantuvo en silencio, escrutando con la mirada a aquel hombre tan extraño, surgido de la nada para relatarle una serie de historias fantasiosas.
—Pongamos que es cierto, que mi abuela tuvo ese romance con usted en el París del cambio de siglo, que se codeó con los artistas bohemios de la época y que luego volvió a México para vivir en la represión de la aristocracia y su doble moral, que tuvo ese accidente, esa amnesia y esa locura, y que a causa de esos encuentros que tuvieron en plena Revolución decidió dejarlo todo y volver a vivir sus sueños. A usted ¿qué lo hizo abandonar sus ideales de aquel tiempo?
—Siempre quise ser como José de Miurá o lo que ese personaje representaba para mí, pero no tuve el valor. Ser artista, poeta, bohemio. Liza Limantour me hizo decidirme a dejar todo atrás, a soltar la férrea educación ultranacionalista de la aristocracia prusiana, a abandonar el supuesto deber hacia la patria y asumir el deber con mi ser original. Pero los dos tuvimos miedo; ella regresó a México y encerró a la artista dentro de una señora de sociedad, y a mí se me endureció el corazón y me aferré a la razón y la lógica. Fue cuando pensé que había sido una estupidez tratar de vivir en la revolución bohemia, y regresé a Berlín a encadenarme en la prisión del deber.
—Es decir, estaba usted siendo entrenado en el servicio secreto cuando conoció a mi abuela, que a su vez trataba de escapar a su destino; en ese París tuvo la tentación de dejarlo todo y ser un artista bohemio, y tras la partida de Liza reprimió usted sus sueños y se encadenó al deber. Conozco parte de la historia de mi abuela desde que se fue de México y finalmente llegó a París para dedicarse al arte. ¿Qué fue de usted?
—Ella tuvo que dejar el pasado y yo tuve que escapar de él. Viví un tiempo en Nueva York tratando de poner fin a todas las historias para comenzar una nueva. Quise enterrar a Zimmermann y a Miurá y tomar para mí lo mejor de ellos: la racionalidad y la sangre fría del alemán y la pasión y la sangre caliente del español; la mente del estratega y la pasión del poeta. Mi primer trabajo fue recuperar mi mente, partida en dos, y aceptar la integridad de mi ser. Después recorrí parte del mundo y fui feliz. Es todo lo que importa.
—Los personajes secundarios pueden desaparecer de la historia cuando dejan de ser necesarios —repitió Sofía—. Dígame entonces qué fue de la tal Magdalena, que no me parece secundaria en absoluto, sino más bien quien lo hizo recapacitar y cambiarlo todo; es como si se hubieran redimido el uno al otro.
Una sonrisa iluminó el rostro del enigmático anciano. Redención. Tal vez ésa era la palabra, algo que jamás habría esperado de la mujer a la que durante años se empecinó en ver como su lado oscuro.
—Tienes razón: no es secundaria. Magdalena y yo éramos útiles herramientas, cada uno le servía al otro, éramos casi como cosas, como objetos. Pero con el tiempo fuimos dejando que la humanidad de cada uno penetrara en el otro, que nuestro ser oculto encontrara los recovecos para mostrarse.
—¿Y entonces se despidieron en Cuba y no volvieron a saber nada uno del otro?
—A los dos nos gustaba hacer planes —respondió el anciano con una sonrisa—, y los dos aprendimos que la vida puede tener planes distintos. Sólo te diré que las personas pasan por nuestras vidas para enseñarnos algo, y que ella y yo aún teníamos cosas que aprender el uno del otro; cosas que requirieron mucho tiempo y mucho mundo.
—Quiero saber más —reclamó la joven—. Hay mucha historia que contar.
—Con Magdalena hubo historias dignas de ser contadas, pero en otro momento. Lo que ocurrió a partir de 1914 es otra historia, con otras lecciones, otros personajes y otros aprendizajes. Me instalé un tiempo en Nueva York. Desde ahí pude conocer el final de tantos episodios que rodearon nuestra historia de razón y locura: supe de la muerte de don Porfirio en 1915 y de cómo el Imperio alemán prosiguió en su intento de controlar la Revolución mexicana y el petróleo, primero apoyando a Victoriano Huerta para que éste regresara a México a tomar el poder, después persuadiendo a Pancho Villa de atacar Estados Unidos, y finalmente invitando a Venustiano Carranza a invadir a su vecino del norte. Todos los intentos fueron fallidos: esa guerra la ganó Estados Unidos. Vi con tristeza cómo la humanidad, atrapada en la masa, sólo se dedica a repetir sus historias sin aprender nunca del pasado. Vi una revolución en Rusia que, con el pueblo como pretexto, se dedicó a la total opresión de ese mismo pueblo; presencié una paz de Versalles que lo único que logró fue sentar las bases de la nueva guerra, y la caída de grandes imperios como el ruso, el turco y el austrohúngaro, necesaria para que otros, como el británico, pudieran subsistir, y otros más, como el americano, terminaran de nacer.
—Pero por fortuna la guerra ha terminado.
—Ahora vemos lo que parece el final de la guerra, pero en la carrera industrial es sólo el inicio de una nueva contienda entre las nuevas potencias. Estados Unidos y la Unión Soviética ya están en desacuerdo por el reparto del mundo, lo cual se hace evidente en Corea y Alemania. La guerra continúa, pues es el combustible, el motor y la razón de ser del mundo moderno.
—Pero a fin de cuentas ésta fue una guerra contra los nazis, y éstos han sido derrotados.
—La guerra es mucho más compleja. Yo presencié el ascenso de Hitler al poder ante el aplauso de los poderosos, que veían en el Führer la contención del comunismo. Sé qué a partir de ahora se escribirá una historia en la que los ganadores de la guerra pretenderán haber sido eternos enemigos del nazismo, pero lo cierto es que casi todos simpatizaban con él. La causa inicial de esta gran guerra mundial de treinta años se atribuyó al asesinato del archiduque Francisco Fernando para esconder la realidad: que todos somos igual de culpables, que no hay buenos ni malos y que las guerras ocurren por la ambición de dominarlo todo. El nuevo culpable será Adolf Hitler y su invasión a Polonia, y la humanidad seguirá sin aprender del pasado, pues Hitler no fue un hecho aislado sino el resultado de quinientos años de historia europea. Hitler es consecuencia y resultado de toda Europa. Él no inventó el nacionalismo, la discriminación, el odio racial ni el antisemitismo; se limitó a recoger los discursos de odio que todos los europeos venían generando siglos atrás.
La nieta de Liza permaneció en silencio, cabizbaja, meditabunda. Finalmente agregó con voz melancólica:
—Es decir que no hay esperanza. El mundo siempre estará en guerra sin importar que algunos individuos decidan vivir sus historias de amor a pesar de las circunstancias.
—Las historias de amor son lo que puede salvar a la humanidad. Permíteme contarte una historia más, relacionada con esta misma guerra; una historia que muestra cómo siempre hay una luz de esperanza.
—Eso es justo lo que necesito.
—Pues bien. Recorrí parte del mundo y atestigüé la misma naturaleza egoísta en todo el mundo y en todos los seres humanos, pero también supe de historias que siguen siendo luz en medio de tanta oscuridad. La más emotiva de todas ellas ocurrió quizá en el campo de batalla, en la navidad de 1914, en las trincheras de Bélgica donde se enviaba a morir a ingleses y alemanes por los intereses de los amos del mundo.
”Era la víspera de navidad y los soldados permanecían en las trincheras. Jóvenes de veinte años en promedio, muchachos con hambre, frío y miedo, obligados a ser asesinos de otros muchachos de su edad, que hubieran preferido tener un futuro, estudiar, viajar, amar y ser amados, pero que tenían el deber patriótico de asesinarse.
”Sólo el veneno del odio nacionalista habría podido convencer a esos jóvenes de la necesidad de masacrarse. Para que las masas humanas se conviertan en asesinas es necesario convencerlas de que sus miembros son distintos unos de otros, de que deben temerse y odiarse. Pero en medio de todas las razones del odio surgió la locura de la música y los unió a todos por unas horas.
”Era de noche; alemanes y británicos estaban atrincherados a cuatrocientos metros unos de otros. Pasarían la navidad en una zanja enlodada y su cena sería una lata de alguna masa viscosa sin sabor, pero con los nutrientes necesarios para sobrevivir y seguir matando. Fue entonces cuando la música hizo el milagro.
”Los alemanes comenzaron a cantar villancicos para hacer más llevadero su dolor. Entonaron juntos Stille Nacht, y de pronto, entre la niebla y el olor de la muerte, descubrieron que las voces inglesas acompañaban su canto. Silent Night. Los ingleses no hablaban el idioma de sus enemigos, pero en pocos segundos reconocieron la melodía y comenzaron a cantarla en su propia lengua. De pronto la guerra era de pulmones y gargantas; de cada trinchera salía una canción de paz que cada bando intentaba cantar más fuerte.
”Fue entonces cuando el individuo se impuso ante la masa y el amor pudo surgir por encima del odio. Alguno de los jóvenes soldados, inglés o alemán, poco importa, decidió dejar su trinchera con los brazos abiertos y sosteniendo una bandera blanca. Así se fue internando en la zona de nadie, los cuatrocientos metros de terreno por los que debían aniquilarse. Seguramente lo hizo lleno de miedo: bastaba un disparo obediente y patriótico del otro lado para perder la vida.
”Sin embargo, un muchacho de la otra trinchera respondió con el mismo gesto. Se internó caminando despacio en el campo de batalla. Uno cantaba en alemán y el otro en inglés, pero el cántico era el mismo. Lentamente, otros soldados salieron de sus respectivas trincheras. Cada uno tenía delante de sí al enemigo, al desconocido al que debía matar; pero de pronto cada uno pudo ver tan sólo a otro ser humano, un hermano que cantaba lo mismo y que también tenía hambre, frío y miedo.
”Y así, de pronto, la compasión hizo la magia. Alemanes e ingleses se precipitaron al centro del campo de batalla y comenzaron a abrazarse, a desearse feliz navidad, a cantar juntos, a llorar, a rezar. Al poco tiempo se enseñaban retratos de sus novias o esposas, de sus padres o de sus hijos, y luego intercambiaron regalos: medio chocolate por unos cigarrillos, algo de alcohol por algo de comida, una prenda por otra. Poco importaba el regalo: lo importante era compartir.
”Cuentan algunos que hasta improvisaron un partido de futbol, nunca lo sabremos en realidad, y hasta dicen que lo ganó Alemania tres contra dos a los ingleses, poco importa. Pero los que fueron enviados a destruirse a disparos de pronto sólo peleaban por cantar más fuerte o por anotar un tanto en el nuevo campo de batalla, uno deportivo.
”Fueron necesarios años de adoctrinamiento nacionalista para llenar a esos jóvenes de odio contra sus semejantes. Fue preciso decirles que eran de otra raza, recordarles que hablaban diferentes lenguas, que tenían diferentes historias, valores e intereses. Pero bastó una canción para olvidarlo todo y cantar juntos. Ninguno hablaba el idioma del otro, pero bastó reconocer la misma melodía para que se percataran de que eran iguales los unos a los otros. Bastó una canción para terminar momentáneamente con la guerra.”
El anciano guardó silencio. Había contado la misma historia muchas veces a quien quiso oírla; le parecía una gran historia de amor, mucho más heroica que las hazañas en el campo de batalla. Siempre la usaba como ejemplo de cómo, incluso en las situaciones más adversas, podía verse la luz del amor y la esperanza que yacen debajo del egoísmo de la humanidad.
—Bastó una canción para terminar momentáneamente con la guerra. —Sofía repitió la última frase del anciano— sería maravilloso si fuera verdad.
—Lo fue, Sofía; lo fue. Los poderosos siguieron con su guerra, cierto, pero basta un individuo consciente para que los conflictos terminen. Presencié muchas historias y me enteré de otras tantas; en todas pude ver los abismos y los cielos de la especie humana, nuestra peor oscuridad y nuestra luz más resplandeciente. En cada historia pude constatar cómo sólo la masa es asesina, cómo el individuo consciente es incapaz de dañar a su hermano. La masa odia; los individuos descubren a su hermano en cada rostro humano. Un hermano que también llora, también sufre y también ama. Un hermano que también necesita compasión.
—Y entonces así finaliza la historia: sin final.
—Así termina la historia que comenzó con el cambio de siglo. Una historia como todas, donde la existencia de los individuos se ve alterada por la trama urdida por los poderosos. Una historia de la que aprendí que puedes tratar de cambiar a los demás y el mundo seguirá siendo un infierno, pero que puedes transformarte a ti mismo y vivir en el paraíso. Aprendí que la paz siempre depende de ti, que tú llevas la guerra o la paz contigo, que tú eres la causa de la guerra o de la paz. Tu guerra y tu paz son la guerra y la paz del mundo.
”Pero también aprendí que todos somos esclavos del pasado y parte de la marea de un océano sin agua. Desde niños nos inculcan el miedo y el odio; nos enseñan a ser competitivos y violentos, brutales el uno con el otro. Nos enseñan el control, los celos, la propiedad, el dominio, y que sobrevivir es algo que se logra a costa de los demás. Nos enfrentamos con miedo a una vida caótica, así que inventamos sistemas de creencias que le den sentido. Somos el resultado de propaganda repetida. Ésa es la causa de todas las guerras.
”Existe sin embargo la posibilidad de abrir los ojos, despertar y comenzar a vivir sin más patria que el mundo ni más frontera que lo inconmensurable; ningún dios más que la existencia misma, ninguna escritura sagrada que no sea la conciencia, y ninguna religión fuera del amor sin ideología, sin premio ni castigo, sin lugar para la culpa, sin la codicia del paraíso y el miedo del infierno. Ésa es la solución de todos los conflictos.”
El anciano cerró los ojos y todo su pasado pasó por su mente en una fracción de segundo. Muchas vidas vividas en una sola, una gran forma de vivir considerando que sólo tenemos una existencia humana. El espía y el poeta habían quedado atrás, y ése había sido sólo el inicio de muchas otras vidas, historias para ser contadas en otro momento.
Muchas vidas, y con ello muchas oportunidades para aprender y evolucionar hacia algo más allá de lo humano. Las personas entran y salen de nuestras vidas y cada una puede convertirse en un maestro, alguien de quien podemos aprender. Cada ser humano llega a nuestras vidas cuando tiene que hacerlo, y se va y sigue su camino en el momento preciso. Al final sólo hay una cosa por aprender, la más elemental y la más difícil: amar. Amar más allá de la razón, más allá del tiempo y el espacio, amar hasta perder el aliento. Amar, porque mientras la razón nos hace humanos, sólo el amor puede llevarnos a experimentar la divinidad. Somos dioses dormidos por la razón; la locura del amor es lo único que puede hacernos despertar.