24 de febrero de 1913
—¿De qué sirve una Cámara de Diputados que jamás responde a las necesidades del pueblo, sino que vela por los intereses de sus miembros y de los clubes políticos que los respaldan? Millonarios representantes de un pueblo que muere de hambre, los legisladores de este país son unos traidores a la patria, un grupo de oportunistas que se escudan en la nación para velar por sus mezquinos intereses. Poco les importa el país a esos levantadedos, poco les importan la opresión o la democracia mientras ellos no sean tocados. Todos los que callen ante esta situación son cómplices indolentes. Hay que hacer algo o aceptar nuestra culpa al colaborar con nuestro silencio.
Con esas palabras, el escritor José de Miurá y Zarazúa se presentó furibundo e indignado ante Bernardo Cólogan y Cólogan, embajador de España en México. El periodista arrojó un papel mecanografiado sobre el escritorio del ministro. En él se podían leer fragmentos del valiente discurso que el diputado Luis Manuel Rojas había pronunciado ante los pusilánimes diputados, acusando al embajador norteamericano del golpe de Estado perpetrado contra el gobierno legítimo del presidente Francisco I. Madero.
Bernardo Cólogan miró a Miurá de pies a cabeza, como desaprobando esa descortés irrupción, únicamente tolerada por la amistad que compartían desde cuatro años atrás, cuando José llegó a México como corresponsal. Poco menos de cuarenta años tenía el periodista, contra los sesenta y seis del embajador; pero minucias como la edad se olvidan cuando dos connacionales se encuentran a miles de kilómetros del hogar.
La mirada del escritor era penetrante y llena de pasión. Piel clara, ojos y cabello oscuros, alto, bien formado, vestía lo que a Cólogan le parecía el uniforme de periodista de su amigo. Si hubiera trabajado para algún periódico se habría visto obligado a un tanto más de formalidad, pero Miurá era un agente libre que vendía sus reportajes, y así conservaba una gran libertad de acción y de vestimenta. El embajador veía a su compatriota como un personaje de la revolución bohemia de finales del siglo XIX, un idealista en eterna lucha contra los convencionalismos sociales y tratando de defender su estilo de vida libre y personal contra todo y contra todos.
Así pues, más que un respetado corresponsal internacional, semejaba un artista parisino de Montmartre, más cercano a Baudelaire que a Víctor Hugo, y más bien parecido a Henri de Toulouse-Lautrec, aunque mucho más alto. Vestía pantalón oscuro pero informal, camisa fina y elegante pero usada con desenfado, un tanto desacomodada y cubierta a medias por un inseparable chaleco. El porte de intelectual bohemio se lo otorgaba un sombrero de tipo chambergo, recuerdo de la guerra de Cuba, y unas gafas redondas.
El periodista presionó al embajador con la mirada. Finalmente, Cólogan leyó el documento:
Yo acuso a Henry Lane Wilson, embajador de los Estados Unidos en México, como responsable moral de la muerte de los señores Francisco I. Madero y José María Pino Suárez, que fueron electos por el pueblo, presidente y vicepresidente de la República Mexicana, en 1911…
Yo acuso al embajador Wilson de haber echado en la balanza de los destinos de México todo el peso de su influencia como representante del gobierno de Washington, para inclinarla en el sentido de los gobiernos de la fuerza…
Yo acuso al embajador Wilson de haber esgrimido en contra de la legalidad, representada por el presidente Madero y por el vicepresidente Pino Suárez, la amenaza de una inminente intervención armada por el ejército de los Estados Unidos…
Yo acuso al embajador Wilson de haber mostrado parcialidad en favor de la reacción, desde la primera vez que don Félix Díaz se levantó en armas en Veracruz…
Yo acuso al embajador Wilson de haber presumido que los señores Madero y Pino Suárez podían ser sacrificados con el pretexto de una imperiosa necesidad política…
Yo acuso al embajador Wilson de no haber informado exactamente a su gobierno de lo que aconteció en México…
Yo acuso al embajador Wilson de haberse inmiscuido personalmente en la política de México, habiendo contribuido de manera poderosa a la caída de los gobiernos del presidente Díaz y del presidente Madero…
Luis Manuel Rojas
23 de febrero de 1913
Miurá y Zarazúa llevaba cuatro años de residir en el país; siempre había mantenido un contacto cordial con el señor embajador. Cólogan era un diplomático consumado; provenía de la más rancia nobleza española, situación que era considerada indispensable en su país para poder hacer carrera en el mundo de las relaciones internacionales. Había estudiado en Oxford, y por su gran dominio de las lenguas representó a España en varios países desde muy temprana edad.
En 1864, con apenas dieciocho años, fue parte de la legación española en Atenas, capital de una Grecia que aún luchaba por su total independencia del Imperio turco, en cuya gran capital, la eterna Constantinopla —por más que ellos la llamaran Estambul—, también estuvo años más tarde. Pekín y Caracas fueron otras dos capitales en las que Cólogan había residido antes de cumplir treinta años. Fue entonces cuando llegó a México por vez primera, como responsable de los negocios entre ambos países. Encontró el amor en el puerto de Veracruz, donde se casó con la señorita María de Sevilla y Mora, en el año de 1876.
Para 1894, don Bernardo Cólogan y Cólogan estaba de nuevo en la capital del decadente Imperio chino, donde, como decano del cuerpo diplomático, negoció los acuerdos que pusieron fin a la rebelión de los bóxers, una serie de motines de la población local en contra de los extranjeros y que estuvo cerca de generar una guerra de todas las potencias europeas contra China. Años más tarde fue representante ante el gobierno de Washington, y para culminar su carrera y proceder a retirarse, solicitó ser enviado a México, adonde llegó nuevamente en 1907 con el título de embajador.
Las medallas diplomáticas, premios y condecoraciones no cabían ya en el pecho del embajador: la Gran Cruz de la Orden del Águila Roja, por parte de Prusia; la Gran Cruz de la Orden de Santa Ana, otorgada por Nicolás II de Rusia; la Gran Cruz de la Orden de Cristo, obsequiada por Portugal; la Gran Cruz de la Orden de la Estrella Polar, entregada por el parlamento sueco; la Cruz de la Orden del Medjidié, concedida por el sultán turco, y la Cruz de la Orden del Libertador, conferida por el gobierno de Venezuela.
—Con todo respeto, Su Excelencia —dijo vigorosamente Miurá—, todas esas distinciones mundiales son símbolos vacíos si convierte al gobierno de Su Majestad, y con ello al pueblo español, en partícipe de un derrocamiento.
—Señor Miurá, los embajadores y enviados diplomáticos tenemos estrictamente prohibido inmiscuirnos en la política de los países donde estamos destacados. En este país hubo un golpe de Estado, y el gobierno español al que represento no tenía facultades para hacer nada, ni a favor ni en contra de los rebeldes.
—Muy bien, Su Excelencia. Entonces podrá usted explicarme a mí, al gobierno que representa, y a mis lectores, qué significa esto —al tiempo que hablaba, Miurá arrojó un papel al escritorio del embajador.
15 de febrero de 1913
Señor presidente:
El embajador Lane Wilson nos ha convocado esta madrugada a los ministros de Alemania, de Inglaterra y a mí; nos ha expuesto la inmensa gravedad, interior e internacional, y ha afirmado que no tiene usted otra solución que la renuncia…
Bernardo Cólogan y Cólogan
—No importa lo que Su Excelencia diga: con este simple mensaje usted fue partícipe de la caída del presidente Madero. Un golpe de Estado estaba en curso; los rebeldes estaban sitiados en el depósito de armas de La Ciudadela, como hoy sabemos, al cobijo del general Huerta, que en vez de combatirlos los abastecía. Hubo una serie de traiciones y ahora somos parte de ellas.
—Ese documento representa mi opinión personal, además de que fue sólo un consejo para el presidente.
—Un embajador no tiene opiniones personales. Representa usted a un rey y a un pueblo.
—España reconoció y apoyó siempre al gobierno del presidente Madero, señor Miurá, y usted lo sabe.
—Así es, y cuando ese gobierno se tambaleaba y necesitaba el apoyo internacional, usted se plegó a los intereses de Henry Lane Wilson. Usted; Paul von Hintze, del Imperio alemán, y sir Francis Stronge, del Imperio británico, no sólo fueron cómplices de la caída del presidente Madero, sino peones al servicio de los Estados Unidos, que ha puesto y quitado presidentes en México desde 1829, cuando los masones, sí, señor, los masones como usted, impusieron a Vicente Guerrero con el primer golpe de Estado de la historia de este país.
—Éste es un país muy extraño, señor Miurá —dijo el embajador—. El tal Guerrero dio un golpe de Estado contra un presidente electo democráticamente; lo hizo con el apoyo del embajador norteamericano y de los masones. Y ya ve, aquí lo tienen por héroe. No le extrañe que el general Victoriano Huerta sea tomado como gran prócer más tarde; a fin de cuentas hizo exactamente lo mismo.
—Las circunstancias no son las mismas —protestó Miurá.
—Son idénticas, caballero, idénticas —señaló el embajador—. En 1829 los masones yorkinos auparon a Guerrero a la presidencia en vez del candidato ganador, Manuel Gómez Pedraza, para controlar el gobierno y así lograr los objetivos de entonces, que eran arrebatar el territorio de Texas y California, lo que finalmente consiguieron. No hubo una embajada alemana presente en aquella época porque Alemania no existía; tampoco hubo una española, porque aún no se reconocía la independencia. Todo lo demás es igual que hace cien años.
José de Miurá y Zarazúa permaneció en un silencio reflexivo. Aquel periodista era un filósofo, escritor y poeta español que había recorrido la mitad del mundo como corresponsal de prensa, labor a la que tenía que dedicarse, pues la profesión de filósofo lo hubiera recluido en un aula universitaria sin libertad de cátedra, y la de poeta lo habría reducido a una vida de privaciones. En cambio, las corresponsalías le permitían viajar con los gastos siempre a cuenta de alguien más. Casi una docena de periódicos de Francia, Alemania, España, Estados Unidos y Cuba compraban información, artículos y fotografías a Miurá. Para bien o para mal, tenía otra buena historia que contar.
Español de origen vasco se había lanzado a recorrer el mundo desde muy joven. Pudo estudiar letras y filosofía en varios países de Europa, por lo que su dominio de los idiomas incluía, además del español, el alemán, el inglés y el francés. Su primer reportaje internacional de renombre lo publicó en 1895, con apenas veintiún años, cuando escribió acerca de ese imperio naciente al que poca atención ponían los europeos: los Estados Unidos, que en aquel año se apoderaron del reino de Hawái, y comenzaron lo que Miurá definió entonces como una silenciosa carrera imperial.
Palabras de profeta tuvo Miurá; como tales, no fueron escuchadas ni tomadas en cuenta hasta que los sucesos posteriores le dieron la razón. El 15 de febrero de 1898, el acorazado USS Maine, de la marina estadounidense, explotó en el puerto de La Habana, lo que sirvió como pretexto para la guerra hispano-estadounidense, en la que el Imperio español terminó de morir tras cien años de lenta agonía, y el imperio norteamericano levantó la mano en el mundo de las potencias.
Sólo quedaba un conflicto latente que estallaría en cualquier momento en el océano Pacífico, cuando esa expansión chocara con el otro imperio industrial naciente: Japón. Tarde o temprano, no sería sorpresa, habría una guerra por el dominio del Pacífico entre Japón y los Estados Unidos.
Miurá había sido corresponsal en esa guerra de independencia cubana, diseñada en los Estados Unidos y que culminó con los tratados de París, firmados en diciembre de 1898, con los que España cedió a la potencia americana las islas Guam, las Filipinas y Cuba. Miurá permaneció en Europa y en París para hacer reportajes en torno a los Juegos Olímpicos y a la exposición mundial de 1900, para luego retomar la línea de las revoluciones a la medida fabricadas por los norteamericanos, como aquella de 1903, en la que la provincia de Panamá se independizó de Colombia y otorgó al gobierno de Washington la concesión para construir un canal transoceánico, o aquella otra de 1909, en Nicaragua, que fue causa directa de la de México en 1910.
—Señor embajador —prosiguió Miurá—, desde 1895 los Estados Unidos están construyendo un imperio mundial. Comenzaron por Hawái y continuaron, como bien sabe, con Cuba y las Filipinas. España ha sido víctima de la expansión norteamericana, de su imperialismo. Sólo por eso quizá debería sentir antipatía por esas revoluciones creadas ex profeso en Washington, como la que aquí mismo derrocó a Porfirio Díaz.
—Señor Miurá, el general Díaz se mantuvo en el poder gracias al apoyo norteamericano; cuando perdió ese apoyo, cayó. Como pasó con Santa Anna, y como hubiera pasado con Juárez, si no hubiera tenido el buen tino de morir a tiempo, tras sólo quince años de dictadura. A usted que le gustan las conspiraciones, investigue los negocios turbios de los norteamericanos con la familia Madero.
—Es evidente que Francisco Madero contó con el apoyo norteamericano y que luego lo perdió, pero no creo que debamos compararlo con don Porfirio Díaz, con Guerrero o con Santa Anna.
—¿Ah, no? Mire usted. Francisco Madero dio un golpe de Estado, caballero, ni más ni menos. Finalmente se levantó en armas contra el gobierno, sólo para tomar el poder. No juzgue usted por las buenas intenciones sino por los hechos: un rico terrateniente, cuya familia tiene negocios turbios con los americanos, convoca a una revolución a la que suma a bandoleros y asesinos con tal de hacerse con el poder y llenar el gobierno con su parentela; pelea con armas que entran de contrabando por la frontera, cuenta con el apoyo de magnates norteamericanos. Vaya, hablamos de una persona que se vendió a los estadounidenses con tal de apoderarse del gobierno; en cualquier otro país sería un traidor, y aquí resulta ser una víctima inocente.
José de Miurá y Zarazúa se mantuvo pensativo un buen rato. Vaya que tendría una buena historia que contar. Pero no era sólo eso, no se trataba únicamente de contar y vender una historia. ¿Dónde estaba la solidaridad entre los pueblos; dónde, la hermandad entre México y España; dónde, la búsqueda de la libertad?
—Nada de lo que me ha contado explica por qué usted secundó a ese organizador de revueltas que es Henry Lane Wilson. El embajador cubano, Márquez Sterling, fue el único que mantuvo una postura digna ante la crisis política y las maniobras americanas.
—Márquez Sterling es un idealista, un jugador de ajedrez que quién sabe cómo terminó de diplomático. Y el embajador Wilson es sólo un peón, señor Miurá; él no vende las armas. Panamá se separó de Colombia para que los norteamericanos hicieran un canal transoceánico, y todas las armas Remington las vendió Samuel Bush, el mercader de la muerte. Porfirio Díaz planeaba algo similar en el istmo de Tehuantepec, un proyecto que competiría con el americano y que estaría a cargo de los ingleses, en la persona de sir Weetman Pearson, también llamado lord Cowdray… Entonces las Remington de Samuel Bush comenzaron a inundar México.
La historia era fascinante, aunque José de Miurá conocía ya muchos de sus detalles. En efecto, desde 1895 los norteamericanos organizaban revoluciones a conveniencia para quitar y poner gobiernos. Incluso Maximiliano de Habsburgo había muerto por órdenes norteamericanas. ¿Pero qué interés podía tener España en todo eso? La pobre España apenas se las arreglaba para seguir existiendo. Cólogan y Cólogan pareció leer la mente del escritor.
—Debemos tomar partido, aunque de forma encubierta, en la guerra que se avecina, señor Miurá.
—Disculpe, Excelencia… ¿Guerra? ¿Cuál guerra?
—La guerra de la industria y el petróleo, señor Miurá; la guerra por los recursos en la que medio mundo, desde Mesopotamia hasta Japón, pasando por Europa y América, se hundirá próximamente. La guerra que prepara ese petulante lord del almirantazgo del Imperio británico. La guerra que el año pasado comenzó Winston Churchill.