Ciudad de México
5 de abril de 1914
Magdalena tenía todo listo para la huida. Cada día en México era seguir en peligro: la guerra se acercaba cada vez más a la capital, los poderes cambiaban lentamente de manos y sus propios protectores ya habían comenzado a abandonar el país. Además, varios agentes alemanes le seguían la pista y los acorazados norteamericanos no tardarían en arribar a aguas mexicanas.
La guerra entre potencias llegaba a México. El sistema de inteligencia y espionaje del presidente Woodrow Wilson descubrió que el barco alemán Ypiranga, aquél que llevó a Porfirio Díaz a su destierro, llegaría a Veracruz el 21 de abril, cargado de armas para apoyar a Victoriano Huerta. La guerra tenía ya una causa; encontrar el pretexto sería muy fácil.
Magdalena viajaba ligera, como corresponde a una espía, alguien sin patria ni hogar. Un nómada nunca tiene pertenencias. Llevaba la ropa puesta, de campesina, algunos artilugios del arte del disfraz y una colección de identificaciones falsas. En una serie de bolsas escondidas debajo de sus ropas y pegadas al cuerpo llevaba las monedas de oro y los dólares americanos de José de Miurá.
—Ya es hora, querido —dijo Magdalena asomándose a la habitación en la que reposaba el que había sido su amigo y su amante, y ahora era su paciente.
José de Miurá se levantó con dificultad. Caminaba despacio y un tanto doblado a causa de una herida aún infectada en el vientre y una pierna izquierda que nunca volvería a ser la misma. Pero había escapado de la muerte, y eso era lo importante. En realidad no había sido un escape sino un milagro, un milagroso rescate a última hora, como esos de las novelas baratas.
—Gracias, Beatriz —dijo el español con una sonrisa de las que hacía tiempo no aparecían en su rostro—. Nunca podré terminar de agradecer lo que hiciste por mí.
—Es lo que tú hubieras hecho, querido. En realidad tuviste suerte de que no enviaran a un profesional a matarte; bastó un tiro errado de mi parte para que subiera al auto y saliera huyendo.
—Pero tú te niegas a decirme quién lo hizo —reclamó Miurá.
—Ya te lo he dicho: alguien que tenía el derecho. Nos vamos ya del país, así que no necesitas saber más. Siempre es bueno que los amantes se guarden algún secreto.
—¿Es eso lo que somos: amantes?
—Esa manía tuya de poner etiquetas, querido. Amantes es lo que somos cuando nos amamos, ni antes ni después. Ya lo sabes, sin promesas ni contratos, sin futuro ni expectativas. Pero ahora no somos amantes, querido; en este momento lo que hacemos es escapar, así que somos fugitivos. Somos lo que hacemos, lo que estamos siendo, ni más ni menos.
José de Miurá había estado inconsciente dos semanas, recostado en la cama de Magdalena, y casi todo ese tiempo estuvo al borde de la muerte. La bala en su pierna había destrozado tejido muscular pero no había atravesado la arteria femoral, por lo que la herida no fue fatal pero sí muy dañina. La batalla contra la muerte se debió a la herida en el vientre, una bala alojada en el estómago que Magdalena debió sacar con instrumentos caseros.
Definitivamente el ataque no había sido ejecutado por un profesional. No podían haber sido espías alemanes, de eso Miurá estaba muy seguro; había calculado todo muy bien y aún tenía tiempo de huir de ellos, al igual que de todos los agentes norteamericanos que alentaban la revolución. Siempre podría haber sido el gobierno mexicano, un gobierno que en plena modernidad tenía resabios de la Santa Inquisición y encontraba todas las formas posibles de hacer callar o desaparecer a los disidentes y a los que pensaban distinto. Pero si en algo era profesional el gobierno de México era en ser mafioso y asesino, y su atacante había sido claramente un novato.
La huida sería a paso lento, pero los dos iban disfrazados de campesinos, pobres y sin importancia alguna para cualquiera de los bandos en guerra; una muleta de madera y vendajes en el vientre eran comunes en México en esos momentos, por lo que en realidad no sólo no llamaban la atención de nadie, sino que el hombre herido era buena parte de la charada.
—Sigo sin comprender cómo es que estabas ahí en el momento preciso para poder salvarme.
—Es muy simple, querido. Sabía que intentarían asesinarte. No olvides que mi trabajo es obtener información, y casualmente me enteré de quién, cómo y dónde intentaría acabar con tu vida.
—¿Casualmente?
—Nada en nuestro oficio es casualidad. En realidad decidí dejar el país y necesitaba tu ayuda. Ya sabes, tus artimañas, tu dinero… y tu compañía. Una mujer sola en estos campos de batalla llamaría mucho la atención; además, siempre podremos diseñar mejores disfraces y estrategias en pareja. No olvides que por tu causa ahora también me buscan a mí.
—Ya te lo dije, Beatriz, en verdad lamento haberte involucrado.
—Y ya te dije que no te preocupes, así es nuestro oficio; pero ahora me ayudarás a huir.
—Así que finalmente irás a Cuba conmigo —dijo Miurá.
—Te llevaré a Cuba, querido, sólo eso. Es la única vía para dejar este país, así que debo ir de cualquier forma; pero en cuanto puedas valerte por ti mismo, cada quien seguirá su propio viaje.
—Es de vital importancia estar en la isla antes de que los acorazados americanos dominen las costas mexicanas. En Cuba podremos adoptar un disfraz más aristocrático y viajar a Nueva York. Estando ahí todo el mundo nos quedará cerca y será muy fácil seguir…
—No quiero saber adónde vas —interrumpió Magdalena—. No sabré adónde vas y tú nunca sabrás cuál fue mi destino.
—Lo sé y lo entiendo. Si no volvemos a vernos será señal de que todo está bien.
Los dos traficantes de información disfrazados de campesinos salieron de la casa de Magdalena y comenzaron su lento peregrinar. No le hacía bien a Miurá caminar demasiado, pero la salida de la ciudad debía ser a pie. Una vez pasadas las garitas de Tacubaya podrían viajar en carreta y llegar a algún sitio donde pudieran cambiar de disfraz. A partir de ahí deberían buscar el modo de abordar sigilosamente algún tren y llegar a Veracruz para zarpar rumbo a Cuba. Tenían prisa: una vez que llegara la marina americana la huida sería imposible.
Después de dos semanas luchando entre la vida y la muerte, Miurá había abierto los ojos en el lecho de Magdalena. Tardó varios días en recuperar la conciencia y comprender su situación. Había sido atacado. Dos balas se habían alojado en su cuerpo y un tercer disparo había sonado en medio de la oscuridad de la muerte en la que comenzó a sumergirse. Afortunadamente para él, aquel disparo había sido hecho por Magdalena contra el misterioso atacante.
Una vez consciente, Miurá seguía muy débil. Quería contarle muchas cosas a Magdalena y preguntar otras tantas, pero ella no lo había dejado hablar. El reposo absoluto era indispensable para su rápida recuperación. En realidad tendría que haber guardado cama por más tiempo, pero en cuanto Magdalena supo de la próxima invasión, el escape debió acelerarse. Ahora tenían un largo viaje por delante en el que podrían encontrar más preguntas y más respuestas.
—¿Así que finalmente decidiste huir con Liza Limantour?
—No, Magdalena. Lo que decidí fue soltar el pasado y buscar un nuevo futuro.
—Pero no comprendo. Te dirigías a su encuentro, al lugar y la hora en que te citó para escapar juntos.
José de Miurá miró a Magdalena con suspicacia.
—No me veas así —dijo ella con una sonrisa—. No hay que ser un genio o una espía, querido; te desvestí para atender tus heridas y encontré la carta que te envió. Finalmente ella te dijo toda la verdad.
—No lo hizo, Beatriz. Liza me envió aquella carta para proponerme una huida, pero la verdad me la tuvo que decir Panchita, su nana. Una verdad que no sé si ella pensaba revelarme.
—¿Y cuál es esa verdad tan terrible?
—Que ella volvió de París embarazada… ¿Lo entiendes, Magdalena? Esa niña, Isabela, no es hija de Luis Felipe de Calimaya, sino mía. Por eso Liza volvió a buscarme después; descubrió que estaba embarazada y al no encontrarme no tuvo más opción que volver a México. Si yo no hubiera salido con tanta prisa a Berlín me hubiera encontrado y nuestra vida hubiera sido otra.
Magdalena guardó silencio.
—Pero el hubiera no existe —agregó Miurá.
—Así es, querido. Pero no comprendo: si ya sabías que esa niña es hija tuya, ¿por qué no ibas a marcharte con Liza?
—Esa niña tiene un padre, Beatriz, y es Luis Felipe de Calimaya. Eso es lo que sabe y no creo que lo mejor para ella sea que, a sus trece años, un desconocido llegue a decirle que su vida es una mentira. La vida es más importante que la verdad. Ahora comprendo por qué Liza me dijo que tenía hacia Calimaya una gratitud que yo nunca entendería. Ese hombre se convirtió en el padre de una niña que no era suya, y no le importó. Él fue quien la vio crecer y se ocupó de ella. Con sus modos extraños y todas sus represiones, Beatriz, él se prestó a ser el padre de aquella niña, a no decir nada a la sociedad, a asumir la paternidad y darle un apellido. Él quiere a Liza a su modo, con sus restricciones, y esa paternidad fue una de sus principales formas de demostrarlo.
—Ya veo.
—¿No estás de acuerdo con mi decisión?
—Eso no importa, querido. Es tu decisión y yo no soy nadie para juzgarla. Pero entonces, ¿para qué ibas a encontrarte con Liza?
—Iba a decirle que no iría con ella, Beatriz. Quería decírselo en persona, decirle que los dos podíamos tener un futuro, y explicarle por qué no podía ir con ellas, por qué no podía ser el padre de esa niña inocente. Quería decirle la verdad que nunca pude confesarle desde hace quince años.
—Y que nuevamente no pudiste decirle.
—Y que nuevamente no pude decirle… Seguramente fue lo mejor. Varias veces intenté decirle la verdad sobre mí y siempre ocurrió algo que me lo impidió. Ahora comprendo que es una verdad que no necesita. Estoy tranquilo, Beatriz.
—Ahora entiendo el encargo que me hiciste.
Miurá se había olvidado por completo de eso. Las últimas semanas habían pasado en medio de dolores y delirios, de un silencio casi sepulcral en el que sólo una cosa había pedido a Magdalena.
—¿Pudiste hacerlo?
—Lo hice, querido. Puedes estar tranquilo. Liza recibió la carta, un representante de Johan Zimmermann le ofreció comprar la hacienda henequenera en una cantidad exorbitante. Lo demás dependerá de ti.
—Ésa es otra de las razones para viajar a Nueva York. Todo se maneja desde ahí, y como bien sabes, hay muchos asuntos que cerrar.
—Así es —respondió Magdalena con ironía—, tienes muchos asuntos que cerrar.
Las lágrimas salieron discretamente de los ojos del escritor.
—¿Y sabes algo de ella?
—Claro que sí; mi trabajo es saber cosas. Tomó los documentos de propiedad de la hacienda y a su hija, a tu hija, y se fue a Yucatán, donde al parecer firmó todos los papeles necesarios para liberar a los siervos de sus deudas y de su virtual esclavitud.
—No hubiera esperado otra cosa de alguien que también acaba de liberarse. Ha retomado las riendas de su vida, Beatriz. Ésa es la mujer de la que me enamoré perdidamente en el pasado.
Una gran sonrisa se mezcló con las lágrimas. Eran lágrimas de felicidad. Él también había retomado el cauce de su vida y estaba tratando de hacer las cosas bien. Había terminado su propia guerra y sólo quedaba disfrutar de la libertad que da la paz y de la paz que da la libertad.
—Así que no huyó conmigo pero de cualquier forma se fue y dejó a Calimaya.
—Así lo hizo.
—Pobre hombre… Es una buena persona, Beatriz. Cuando le devolví la hacienda a nombre de su mujer, también lo hice pensando en él.
—Como dices, Liza le tiene gratitud; estoy segura de que no lo abandonará a su suerte y que algo hará por él. Sin embargo, pienso que, en efecto, debía dejarlo y marcharse a vivir la vida con la que no ha dejado de soñar. No hay peor enfermedad que no vivir tus sueños; al final ése era su único mal.
—Pero no sé si ese hombre será capaz de recibir ayuda de una mujer.
—Eso ya no es problema de nadie más que de él, querido. La vida siempre da lecciones. Liza y tú aprendieron la suya, y sólo depende de Calimaya aprender la que le corresponde. Tienes razón, amaba a Liza muy a su manera, estaba desesperado ante la idea de perderla, de que huyera contigo.
—¿Y eso cómo lo sabes?
—Él se enteró de todo, querido; de la carta y la propuesta. Obligó a Panchita a hablar, y yo me enteré de eso. Por eso pude estar en el lugar adecuado para ayudarte.
El escritor y filósofo, el traficante de información y espía, el erudito y el hombre de negocios, el español y alemán, esbozó una sonrisa.
—La última vez que lo vi le dije que nunca había hecho nada por sí mismo, que no era capaz de hacerlo. Quién lo diría; resulta que sí tiene el coraje y el valor dentro de sí mismo. Tenías razón, Beatriz: el que me atacó tenía derecho a hacerlo, y efectivamente no fue un profesional.