Ciudad de México

10 de octubre de 1913

 

Se hacía llamar Magdalena, como la prostituta bíblica, y al igual que ella quizá era más bien una santa o, mejor aún, una mujer completa, de las que aceptan todas sus facetas y todo su ser con todo el disgusto que eso les causa a las falsas estructuras de las buenas conciencias. Todas las historias son siempre tergiversadas en favor de ciertos intereses. Ninguna versión de una historia es la verdadera, y quizá tampoco se encuentre la verdad con la conjunción de todas las versiones.

Se hacía llamar Magdalena, como la mujer de Jesús; como ella, era una pecadora declarada, como lo son todas las buenas personas. De los santos y los beatos es de quien uno debe desconfiar: nunca se sabe qué tipo de violencia puede esperarse de una persona que se ha pasado la vida reprimiendo su ser. Ellos son los que hacen las guerras, en los que germina la frustración, la ira y la violencia, los que demuestran que la causa de la violencia social es la sociedad misma.

Magdalena era una mezcla de cortesana, mujer fatal y mujer de mundo; por lo menos ésa era la máscara de quien tenía que inventar sus propias estrategias para ser libre en un mundo dominado por los hombres. Era una buena pecadora en todos los sentidos; una buena persona con caídas, como todos los humanos, y una diosa en el arte de pecar como Dios manda. Era un escándalo, una mujer libre, que es a lo que más temen los hombres; un individuo fuera de las estructuras, que es a lo que más teme la sociedad, y una mujer feliz e independiente, que es lo que más repudian las otras mujeres que no han sabido o querido darse esa libertad.

Era Magdalena para casi todos, pero José de Miurá sabía que en realidad se llamaba Beatriz, una mujer señalada por la sociedad por aceptar sin reparos y públicamente lo que todas las demás callaban: le gustaba el sexo, lo disfrutaba, sabía hacer de él una ciencia, un arte, una meditación, una conexión personal con la divinidad, que es lo que más castigan los burócratas de sotana que dicen representar a Dios.

Beatriz era una mezcla de México y Europa. Su piel morena clara ornamentada con ojos y cabello oscuros evidenciaba su herencia mexicana; la estatura de su cuerpo y de sus ideas revelaba su origen europeo, que ella pretendía francés, pero que por sus rasgos y apellido, desconocido para los demás, era alemán. La Beatriz de Miurá era definitivamente más terrenal que la de Dante, y por lo tanto su cielo era mucho más paradisiaco.

Algunas veces por diversión, otras por estrategia, algunas más por negocio, había sido de muchos hombres, pero nunca había pertenecido a ninguno. Sin embargo, ella y Miurá se entregaban frecuentemente el uno al otro sólo por placer, por algo que podría llamarse amor aunque nadie lo entendería, y que el propio Miurá temía llamar de esa forma pues se veía a sí mismo en su Magdalena. Era una versión femenina de él, que tanto se juzgaba a sí mismo y buscaba ansiosamente algún tipo de redención que se negaba a encontrar en una mujer tan pecadora como él mismo. La razón siempre busca trucos y discursos para evadirse del amor.

Pero se entregaban y se compartían el uno al otro ante todo por libertad. Libertad era el regalo mutuo que se daban José de Miurá y su Magdalena; la libertad de ser ellos mismos, la libertad de entregarse sin máscara alguna, sin pretensiones, sin expectativas ni promesas; la libertad de darse todo el universo en el momento presente y sin pensar en el mañana.

No podría decirse que Miurá conocía el lado oscuro de Magdalena porque precisamente Magdalena era el lado oscuro de Beatriz, y era bastante familiar para muchos. Él conocía su lado radiante, que es el que ella mantenía oculto. Pero ella, Beatriz o Magdalena, poco importa, era la única que conocía el inmenso lado oscuro de José de Miurá. Muy oscuro, muy profundo, muy grande, muy enredado y confuso, muy tenebroso, según el propio Miurá, por más que su Magdalena lo conminara a no juzgarse en un mundo que ha obligado a todos a dividir su realidad y vivir dobles vidas.

—Victoriano Huerta ha disuelto la Cámara de Diputados —comentó Miurá mientras yacía tumbado junto al cuerpo deleitoso y cansado de Magdalena—. A partir de ahora es oficialmente un dictador, pero un dictador ya condenado, pues el gobierno norteamericano le niega la venta de armas, mientras no deja de abastecer a Venustiano Carranza. Ése es su nuevo Madero.

—¿Y el tal Pancho Villa? —preguntó Magdalena con los ojos cerrados, siempre interesada en las historias de Miurá, pero siempre exhausta cuando estaba con él.

—Ese hombre es un enigma y creo que lo será siempre. Es imposible no sentir simpatía por él; es el arquetipo del bandido bueno.

—¿Como Robin Hood?

—Justo así. Parece no tener ningún interés personal y preocuparse verdaderamente por el bienestar de la gente. Tiene su propio concepto de justicia social, que nada tiene que ver con teorías académicas o discursos marxistas, sino con vivir una realidad de injusticias. No obstante, al mismo tiempo es un asesino despiadado cuando considera que su causa lo justifica. Ama a los niños, y ni qué decir de las mujeres; ríe estruendosamente y pasa de inmediato al llanto. Digamos que es un tanto veleidoso en sus emociones. Pero, en efecto, no toma para él sino para los demás.

—Es justamente la mentalidad que necesita este país y este mundo, ¿no crees?

—Sí, pero es un hombre peligroso, muy inestable. Carranza es peón de los norteamericanos, y lo sabe; Villa es peón de norteamericanos y alemanes por igual, pero definitivamente lo ignora. Tiene armas y asesores alemanes, pero cientos de mercenarios gringos. Woodrow Wilson apuesta por Carranza, pero no deja de estar detrás de Pancho Villa, quien acaba de tomar la ciudad de Torreón, aparentemente del lado de los carrancistas; pero esos dos no terminarán ni juntos ni bien.

—Y tú prefieres que este conflicto lo ganen los alemanes…

—Creo que México debería aprender a alejarse de Estados Unidos, como trató de hacer don Porfirio hasta que lo quitaron, y no hay país más civilizado y desarrollado en Europa que el Imperio alemán. Pero, al igual que los norteamericanos, los alemanes tienen intereses imperiales. Hay una guerra, Beatriz, una guerra entre ingleses, americanos y alemanes por dominar México y su petróleo. A esas personas les tiene sin cuidado que México explote, y a los propios políticos mexicanos, tan ambiciosos, tampoco les importará ver a su país en llamas con tal de mandar sobre las cenizas y los escombros. No, querida; siento simpatía por este buen pueblo que vive tan engañado. La verdad es que poco me importa cuál sea el país que logre someterlo.

—Pero es evidente tu antipatía por los americanos y tu fascinación por los alemanes.

—Johan Zimmermann está encantado con los alemanes, finalmente es un agente alemán; yo me limito a hacer reportajes con toda la información que él obtiene. Somos dos caras de la misma moneda: los dos nos dedicamos, de diferentes formas, a vender información, él en secreto y yo en público.

—Juegas un juego muy peligroso —dijo Magdalena, ahora sí con los ojos abiertos y mirando fijamente al español—. Me preocupa que te descubran.

Ése era el máximo placer que Magdalena daba al escritor español: un ser humano y un espacio donde no existían los secretos. Un lugar donde podía ser un individuo completo, sin ocultar nada de su ser a otra persona que se deleitaba exactamente en lo mismo, en la libertad de ser quien era sin mayor pretensión. Eran dos exiliados de la sociedad del simulacro disfrutando de su exilio entre cuatro paredes que eran un mundo de libertad. Había ciertas cosas de Miurá que sólo sabía Magdalena, y sólo Miurá conocía a la Beatriz oculta tras aquel nombre.

—Todos tenemos que morir de alguna forma, y poco me importa si es por órdenes de un político que me censure a balazos o de espías alemanes que protegen sus secretos.

—Mi querido amigo, la vida tiene tanto para ti y tú te niegas a verlo. Tú que te dices tan libre vives tan prisionero. Tienes el mundo a tu disposición, nada te ata a este país y esta vida.

José de Miurá y Zarazúa permaneció en silencio. Todo sufrimiento es opcional, toda lucha puede ser abandonada, todas las ataduras están en la mente, en nuestros apegos, en nuestras obsesiones y necedades, en nuestros sueños frustrados. Lo sabía. Era un gran teórico de la libertad que no lograba ser libre.

—Sólo ella, querido, sólo Elizabeth Limantour te mantiene aquí. Ella es tu cárcel. Por más que te empecines en ver en ella al amor de tu vida, es tu prisión.

—No creas que no lo sé.

—Lo sabes pero no lo cambias. Además, querido, no entiendo tu obsesión con esa niña mimada carente de toda gracia; es como un fantasma, como un espíritu errante. No me extraña. Conozco bien a su marido, a él y a los de su tipo. Mantiene la fachada de una familia perfecta que en realidad es un infierno, y es de los machos de este país que no tocan a su esposa pero que una vez por semana se les puede ver en el tugurio de la “Madame Porfiria”, quien no es sino un hombre vestido de mujer y que tan burlonamente llama a su tugurio “La Modernidad”, quizá porque todos sus clientes son los científicos del porfiriato y toda esa rancia aristocracia que habla de modernidad mientras vive en el pasado. Ya sabes, los santos públicos pecando a escondidas.

—¿Así que Calimaya tiene sus amantes?

—No; eso es lo extraño. Tiene sólo una. Mucho más joven que su mujer, pero no más bonita, y desde luego no tan fina y elegante. Es siempre la misma; ya parece más una relación que una transacción comercial. Pero quizá para engañar a su conciencia él sigue manteniendo el protocolo del negocio: dinero por cuerpo… Aunque, según ella misma, la mayoría de las veces sólo conversan.

—No me sorprende: es un buen hombre que se siente solo, muy reprimido, muy atado, muy sometido por la moral y las buenas costumbres.

—Sí, sí, sí, eso ya me lo sé. Pero evades el tema. Nada te ata a México más que la niña mimada Limantour; la señora Calimaya, como se le conoce en sociedad.

—Es que no la conoces en realidad. Bien lo dijiste: es como un espíritu errante; es un fantasma, una pálida sombra de la mujer a la que conocí. Era imposible no quedar prendado de aquella Liza. Una mujer altiva, de modales elegantes, como la señorita de sociedad que estaba destinada a ser. Pero parecía un corcel pura sangre sin domesticar, sin resignarse a ese destino de ser sólo el ornamento de un hombre rico. Tenía un espíritu tan libre, una gran pasión por vivir, y algo que tú entenderías muy bien: una gran inconformidad por verse sometida por el simple hecho de ser mujer.

—Pues en verdad no logro imaginarlo. ¿No será que tu mente te juega esa tan gastada broma de hacer una imagen perfecta de alguien que en realidad no lo es? Es fácil que trates de imaginar perfecta a una mujer con su belleza, pero quizá es sólo eso.

—Yo mismo no lo creería si no fuera porque fui yo quien la conoció en París, el que la acompañó en sus lances, el que vivió una aventura con ella todo un año. Sí que era hermosa. Tez bronceada, ojos color miel, largo cabello castaño que le caía por los hombros y a la mitad de la espalda. Cuerpo esbelto, curvas muy bien definidas, labios carnosos y delineados. Un andar cadencioso y natural que derrochaba sensualidad.

—A eso me refiero, querido —dijo Magdalena con una sonrisa—. La describes como una diosa, y aún ahora se le nota esa belleza de la que hablas; pero parece ser todo lo que hay: un empaque perfecto pero muy vacío.

—Porque lo vaciaron, Beatriz. A Liza la vaciaron. Yo conocí a una mujer radiante, llena de pasión y vida. No era sólo su belleza física sino la de su espíritu libre, la de su alma impredecible. Tenía una sonrisa tan pícara que nunca sabías qué locura nueva pasaba por su mente. Era tan irreverente sin dejar de ser refinada, y con esos deseos de vivir en libertad, con esa curiosidad por conocer y ese afán de transgredir a la sociedad, pero con una belleza inocente por la que se le perdonaban todas sus transgresiones. Su naturaleza coqueta y seductora era un imán; poseía esa chispa en la mirada que invitaba a tratar de desnudar su alma, y yo me presté a hacerlo, quería saber todo de ella. Lo que al principio parecía una casualidad nunca lo fue: era el universo confabulando con el destino, porque es evidente que las almas gemelas tienden a encontrarse. Por eso nos encontramos en Europa con el fin de siglo; por eso nos encontramos de nuevo en Nueva York años después, y por eso nos encontramos en México a mi llegada, y en esta ocasión en que la encontré andrajosa y desorientada frente a la construcción de la Ópera. Nos une el destino.

—Puede ser el destino, querido; pero también puede ser tu obsesión por haber dejado ese ciclo abierto. Puede ser que el universo confabule, o que confabules tú; bien sabías que era posible encontrarla en Nueva York aquella vez. No finjas conmigo: si algo manejas perfectamente es la información, y ésa era una información que poseías.

—Yo viajaba en el barco de los doctores Freud y Jung para entrevistarlos y luego seguir su ciclo de conferencias; por eso llegué a aquella ciudad. Mi encuentro con Liza en el Museo Metropolitano fue en verdad propiciado por el azar.

—¿Ah, sí? ¿Y qué me dices de Johan Zimmermann, que evidentemente también estaba en Nueva York y que casualmente terminó de inversionista con el esposo y el amante de tu querida Liza, que también estaban ahí?

—Federico Molina nunca fue su amante; sólo aspiró a serlo y nunca lo logró. Hizo lo que yo me he negado a hacer: aprovechar sus momentos de debilidad y vulnerabilidad.

—Mira qué malos momentos eliges para sacar tu ética.

Miurá sólo pudo guardar silencio. Qué razón tenía Magdalena… Su vida completa era una mentira, una estrategia, una fachada de falsedades. La ética era un lujo que no podía permitirse aunque sus entrevistas y reportajes lo aparentaran. Mentir era su especialidad profesional, se podría decir, y de pronto, cuando la mujer de sus sueños estaba sola, desorientada y vulnerable frente a él, cuando pudo haber hecho cualquier cosa con ella, cuando pudo incluso sacarla de la ciudad y hasta del país, cuando pudo raptarla de haberlo querido, su propio discurso de honor y ética, valores que no se podía permitir tener, se lo impidió.

Pero a Elizabeth Limantour no podía mentirle. No a ella, con quien vivió sus últimos momentos de sinceridad ante la existencia y por quien estuvo cerca de dejar su vida de simulaciones. Liza era un hito en su vida: todo en él era un antes y después de Liza. Siempre se había dicho a sí mismo que aquel fatídico 30 de noviembre de 1900, en ese París al que amaba y odiaba, había sido su gran encrucijada, su punto sin retorno, el día que perdió para siempre la oportunidad de vivir la vida que hubiera querido y comenzó la de engaños y falsedades.

—A ella no podía mentirle, Beatriz… No a ella —dijo Miurá con una lágrima.

—Querido mío —respondió Magdalena besando esa lágrima furtiva—. Tú sabes mejor que nadie que todo con ella fue mentira desde el principio. No había forma de que aquello resultara bien. Puedes tratar de engañarte a ti mismo todo lo que quieras, pero no a mí. Tú y yo sabemos la verdad que tanto te niegas.

Pocas veces lloraba José de Miurá, y siempre era con Magdalena, con su pequeño resquicio de verdad y libertad, con la única mujer capaz de calmar sus ansias, templar sus iras y contener sus miedos. El periodista lloró una vez más en el único lugar permitido para ello.

—Además, tú sabes muy bien que Liza no es lo único que me ata a este país —agregó Miurá a modo de pretexto o consuelo.

—Y tú sabes muy bien que si quisieras podrías dejar todas las demás ataduras. Sabes muy bien cómo hacerlo. Lo único que de momento te mantiene en México son esas visitas y pláticas tan insanas con la señora Calimaya.

—Tengo que sacarla del mundo de fantasías en el que está, tengo que traerla de regreso. Se lo debo.

—Tú no le debes nada. Los dos tomaron decisiones en el pasado. El resto de su vida es resultado de eso, de las decisiones de ambos, y más de ella que tuyas. Lo sabes bien, querido. Además, hay dos cosas que no estás considerando. La primera es que quizá está más feliz en ese mundo de fantasías, donde puede vivir la vida que no tiene pero siempre quiso. La segunda es que, si lograras regresarla…

—Sería para don Luis Felipe de Calimaya —atajó Miurá cerrando los ojos y moviendo la cabeza con resignación—. Lo sé muy bien. Tienes razón. No sé por qué hago todo esto.

—¿Y qué es del señor Calimaya? —preguntó Magdalena.

—Sabes tan bien como yo que Johan Zimmermann lo mantiene en Mérida para hablar de los negocios sucios de todos.

Magdalena lo sabía. Era una mujer llena de secretos que conocía los secretos de casi todos los hombres. Ella lo sabía todo sobre el agente Zimmermann; a cambio, el espía alemán sabía que ella no era Magdalena sino Beatriz, con todo lo que eso significaba.

Locura y razón
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