París
Noviembre de 1899
No todos estaban conformes con el nuevo mundo. En París lo llamaban la “Belle Époque”, pero esa bella época era el paraíso de muy pocos que descansaban sobre el infierno de las masas desposeídas. Sí, era muy buena época para ser burgués: auge económico, modas multicolores, nuevos entretenimientos, exposiciones mundiales y juegos olímpicos, artistas en cada rincón, vida nocturna, diversión, libertad… y la cómoda y silenciosa ignorancia en la que deliberadamente se sumergían los pocos que disfrutaban del esplendor del nuevo mundo industrial.
La civilización europea llegaba a todos los rincones del planeta para librar a los nativos de su maravillosa barbarie, de la que desde luego nunca pidieron ser liberados. Pero la expansión imperial del capitalismo necesita pretextos que adormezcan la conciencia, y Europa lanzó la maldición de la moderna civilización industrial sobre el resto del mundo. La ciencia y el progreso eran para muy pocos, unos cuantos beneficiados que se engañaban al pretender que toda la humanidad era la beneficiaria de la expansión occidental.
Rechazamos el mito en favor de la razón e hicimos de la ciencia la nueva religión. Eso nos dejó igual de ciegos que en la Edad Media; simplemente cambiamos de dios. El positivismo nos invitaba a rechazar todo aquello que no fuera tangible, y el amor fue una de las primeras víctimas. Nos llenamos de “ismos” que pretendían explicar la realidad: capitalismo, socialismo, cientificismo, positivismo, nacionalismo; todos igual de limitados. Todo discurso ideológico parte de la mentira de que la mente humana es capaz de captar la totalidad de la existencia. Todo discurso ideológico tiene un solo objetivo: movilizar masas.
Sin embargo, hay que decir que en el París del cambio de siglo se respiraba más libertad que en cualquier otro momento o lugar. La incipiente libertad en la política comenzaba a reflejarse en las ideas, en las letras, en el arte y en la vida nocturna de Montmartre, donde los grandes señores daban rienda suelta a los instintos que fingían no tener en el resto de Francia.
Por primera vez el arte era completamente libre, pues ya no dependía del mecenazgo de la Iglesia o la corona, sino del libre mercado. Así es que París fue el lugar donde muchos de los más destacados pintores decidieron vivir su desempleo, lo que dio origen a una serie de comunas artístico-intelectuales donde la libertad se tornó en libertinaje y la creatividad en desenfreno. ¡Qué buen lugar para vivir fue aquel París!
Los mejores artistas del impresionismo estaban listos para recibir el nuevo siglo en la capital francesa: Monet, Pissarro, Degas, Cézanne, Renoir, aunque todos pasaban ya de los sesenta. Pero de entre todos ellos, el verdadero espíritu de la revolución bohemia estaba encarnado en Henri Marie Raymond, conde de Toulouse-Lautrec, el hombre que renunció a su nobleza de cuna para vivir el sueño artístico de París, y el pintor que usó su arte para retratar los nuevos vicios del nuevo mundo, en los hombres de siempre.
El centro del mundo bohemio era Montmartre, una pequeña colina parisiense de poco más de cien metros de altura en la orilla derecha del río Sena, y su contraparte del lado izquierdo, Montparnasse. En torno a esos dos montes, y con la complicidad de la noche, se crearon las más excitantes y maravillosas historias adentro de dos molinos: el Moulin de la Galette y el Moulin Rouge.
En la mitología griega, el monte Parnaso era el hogar de las nueve hijas de Apolo, las nueve musas de las artes y las ciencias; así, repleto de musas modernas, estaba el barrio parisino, con musas tormentosas que inspiraron un arte desenfrenado y colmado de pasiones. Las musas de Toulouse-Lautrec fueron las mujeres de la vida galante, y el Moulin Rouge fue su principal fuente de inspiración y de ingresos, el paraíso de sus más grandes creaciones y el averno sulfuroso de su más terrible y seductora decadencia.
Como en el caso de tantos bohemios, los excesos, las mujeres, las noches, los vicios y el alcohol fueron el entorno del conde pintor y de sus amigos, como ocurrió con todos los artistas que decidieron vivir como ellos querían y no como dictaba la sociedad. Ellos tomaron la libertad como su única patria, la verdad como su único dogma, la belleza como su única diosa y el amor como su única religión. Sin más escrituras que su propia conciencia, sin más paraíso que el aquí y el ahora, sin lugar para la culpa o el inferno.
Ésa era la vida bohemia cuando cambió el siglo, y ése fue el mundo en el que se encontraron por vez primera Liza Limantour y José de Miurá, rodeados de esos grandes personajes que marcaron el cambio de centuria, en una casa que se convirtió en símbolo de aquellos tiempos, ubicada en la calle Pasteur número 26 y en cuyas tertulias se congregaban los mejores artistas y bohemios: la casa del polémico fotógrafo y escritor Émile Zola.
Representante del naturalismo literario, que buscaba reproducir la realidad social tal cual era, con sus cumbres más sublimes y sus cloacas más envilecidas, Zola rondaba los sesenta años a finales del siglo y había escrito decenas de novelas, varios ensayos, pocas poesías y demasiadas ideas, acompañadas de una retórica contundente que lo hacía socialmente famoso pero políticamente incorrecto e indeseable.
Las tertulias en casa de Zola eran legendarias; en sus mejores tiempos coincidieron ahí personajes como Guy de Maupassant, Gustave Flaubert y Paul Cézanne. Sin embargo, al final del siglo los dos escritores habían muerto, y el pintor tuvo una desavenencia con Zola después de que éste se basó en él para representar en una de sus novelas al artista típico de aquellos días.
José de Miurá conoció a Zola en Londres, en 1899, cuando regresaba de América, donde reportaba sobre la guerra de Cuba. Por entonces el novelista vivía un exilio político en la capital inglesa, por haber defendido públicamente a un militar judío francés falsamente acusado de espionaje. Zola era un escritor incómodo, y Miurá, de veinticinco años, aspiraba a serlo. Eso, sumado al buen dominio que el periodista tenía del idioma francés, hizo surgir la camaradería.
Una tarde fría y nostálgica de 1899, José de Miurá entró en la casa de la calle Luis Pasteur a departir con Zola y otros amigos; la dulce y melancólica melodía del vals Sobre las olas lo embelesó de inmediato. Liza Limantour tenía apenas diecinueve años de edad y una imagen extraída del paraíso. Nadie osaba proferir el menor ruido. José de Miurá quedó de pie detrás de ella, sin llamar su atención, y en cuanto terminó la melodía se acercó a su oído y murmuró en francés:
—No es fácil encontrar en Europa a alguien que interprete un vals mexicano.
—Tampoco es fácil encontrar a alguien que lo reconozca —contestó de inmediato Liza, sin permitir que ese atrevimiento la turbara. Se volvió para ver a su interlocutor, y continuó—: Alguien tiene que enseñarles a los europeos la música de mi país.
—¡Mexicana! —Miurá guardó silencio unos instantes, como sopesando la situación—. Entonces no deberíamos hablarnos en francés —dijo en español—. Permítame presentarme. Soy José de Miurá y Zarazúa; soy escritor y soy español. Sugiero que conversemos en el idioma que tenemos en común, y que espero que no sea lo único que compartamos.
Liza Limantour se levantó del banquillo del piano y quedó cara a cara con el escritor español.
—¿Ah, sí? —dijo con sonrisa coqueta—. ¿Y qué tipo de cosas quiere usted que compartamos?
—No lo sé —respondió Miurá—. Viajes, aventuras, creaciones, una vida. Improvisemos.
—¿Una vida? Seguro es usted como todos los hombres, y ya está buscando una linda mujer para meterla en su casa como un bonito adorno.
—Mi casa es el mundo, mademoiselle, y usted es el mejor adorno que este planeta podría tener. Como verá, no tengo necesidad de meterla en ningún lado.
—Ya veremos, señor Miurá —dijo Liza sonriendo mientras se separaba del escritor y se acercaba a los demás comensales—. Ya que compartimos las mismas tertulias, es posible que algún día nos volvamos a encontrar.