8 de febrero de 1914

 

Las palabras no brotaban de la mente ni de la pluma de Miurá. ¿Cómo podía despedirse del amor de su vida? Se supone que uno no lo hace. Pero frente a él había dos hojas de papel con algunos garabatos, frases aisladas y muchos tachones. Una tenía el nombre de Liza y la otra el de Beatriz. Había otro documento lleno de líneas deshilvanadas en el que Miurá intentaba hacer un reportaje, pero su mente dispersa no le permitía llevar a cabo su especialidad: conectar hechos que para los demás parecían inconexos.

Preparaba su huida, el adiós a dos mujeres que habían sido muy importantes para él y el plan para poder desaparecer sin dejar rastro. Tenía que cambiar de vida si quería sobrevivir, y eso suponía dejar de escribir esos artículos que tanto molestaban a tantas personas. Sin embargo, ésa era la parte de él que más le gustaba, quizá la única: el escritor libre y liberal, el denunciante, el que descubría conspiraciones, el que abría los ojos de una sociedad dormida.

Pero sabía que en el fondo lo hacía por diversión. Era el reto más que la justicia lo que motivaba sus denuncias. O quizá en lo profundo de su ser aún seguía tímidamente vivo su rostro original, aquel idealista romántico, aquel artista sensible y espiritual, el bohemio que libaba la savia de la vida. El niño inocente, el humano puro que somos al nacer, antes de que la política y la sociedad nos moldeen de acuerdo con sus mezquinos intereses.

Ése era tal vez el viaje que debía emprender, no uno por el mundo sino al interior de sí mismo, el viaje del héroe, ése que comienza cuando somos expulsados del paraíso en que nacemos, expulsados por nuestros instintos egoístas, nuestro miedo, nuestra obsesión de ser alguien cuando en lo más profundo siempre somos lo que somos. Ese viaje de vuelta al Edén, ese recorrido que nos enfrenta a nuestros demonios pero que nos ofrece la posibilidad de volver a nuestro cielo original. El viaje del héroe, ese viaje circular que termina en el punto de partida, cuando uno descubre que estaba bien antes de comenzar esa carrera neurótica y frenética hacia ningún lado. Miurá tenía que volver a su origen, pero en esa ocasión el viaje al interior tenía que hacerlo muy lejos de México y de todos los enemigos que había ganado como traficante de información.

Quería escribir otra pieza periodística sobre los intereses de los poderosos que llevarían al mundo a una guerra de proporciones apocalípticas: los ingleses intentando desmembrar el Imperio turco para dominar su petróleo y promoviendo el separatismo del Imperio austrohúngaro para adueñarse de los Balcanes; austriacos y rusos presionando por la misma península para obtener posiciones geoestratégicas, aunque ello implicara envenenar de odio a serbios y croatas, lo mismo que habían hecho un siglo atrás con la América Hispana; el sionismo tratando de inventar un Estado judío en un territorio donde no había judíos, con discursos llenos de mentiras históricas y religiosas, sólo para que los inversionistas no perdieran sus intereses en el Medio Oriente.

Quería escribir sobre las injusticias de ese capitalismo liberal que convertía a los hombres en engranes, y de ese comunismo que, con discursos libertarios y emancipadores, sólo pretendía que los engranes humanos tuvieran otro dueño. Quería hablar de los civilizados blancos, ingleses, neerlandeses y alemanes en este caso, matándose incivilizadamente por el sur de África para dominar la ruta del océano Índico y las minas de oro y diamantes; de la barbarie británica empeñada en llevar la supuesta civilización a Indostán; del salvajismo con que los norteamericanos trataban a los filipinos después de liberarlos del salvajismo de los españoles; del enfrentamiento de los imperios británico, francés y ruso, que no tardaban en chocar contra el alemán, y del inminente combate que Japón y Estados Unidos librarían algún día por el dominio del Pacífico.

Quería denunciar a los gobernantes detrás de los gobiernos, esos magnates como Weetman Pearson, J. P. Morgan o John Rockefeller, y cómo los intereses de unos cuantos empresarios insaciables y voraces podía romper el equilibrio mundial; la China destruida por los rebeldes nacionalistas que usaban armas norteamericanas, y la Corea prisionera entre los intereses de Japón, Rusia e Inglaterra. Sentía la necesidad de denunciar ese reparto del continente africano para hacer más poderosos a los poderosos europeos, y ese veneno llamado nacionalismo con el que las masas comenzaban a ser espoleadas para la futura guerra.

El mundo y la historia se presentaban de un solo golpe en su mente, como una gran telaraña donde no existía la ley de causa y efecto, sino que todo era una total, absoluta y delicada interrelación de sucesos, donde la guerra era la forma de vida de todos aquellos que hablaban de paz. Pero entonces veía su propia guerra y no podía evitar un sentimiento de culpa y vergüenza. De alguna forma él también vivía de la guerra y la había llevado consigo a todos los rincones del mundo por los que había pasado.

Sólo el amor termina con las guerras, y su propia guerra interna lo había mantenido siempre apartado del amor. Era cómplice como todos, culpable como todos. Veía el pedazo de papel dirigido a Magdalena junto al que estaba destinado a Liza Limantour, cerca de otros tantos sobre Paul von Hintze, Weetman Pearson, Morgan, Rockefeller, Félix Summerfeld o Johan Zimmermann. Ahí estaba su guerra y su paz, su amor y su miedo, su razón y su locura.

El reportaje no fluía porque no debía ser escrito, y las cartas de despedida de pronto parecían absurdas. Finalmente había comprendido que la existencia es un total y constante fluir en el que uno no puede despedirse de nada, pues nunca se sabe la forma en que se enmarañará la existencia; además, nada puede ser poseído, lo cual vuelve a hacer inútiles las despedidas.

Quizá la realidad era que algo de él aún no se atrevía a despedirse de la que consideraba el amor de su vida ni de aquella extraña a la que no tendría que haber amado, pero en la que encontró una aceptación y una libertad que él asumía como componentes fundamentales del amor. Hubo un momento en que pensó que tendría que decidir entre ambas; ahora entendía, no sin dolor, que lo más sano para su mente era soltarlas a las dos.

El sonido de la puerta de su habitación lo sacó de sus cavilaciones. Temor fue su primera reacción. Era muy pronto, nadie podría saber que planeaba un escape; Magdalena jamás habría dicho nada, o eso quería pensar. Instintivamente tomó un arma que nunca solía llevar consigo. El miedo se acrecentaba por el hecho de que prácticamente nadie sabía dónde vivía, ni siquiera la misma Magdalena. Por seguridad, tanto profesional como emotiva, sus citas siempre se llevaban a cabo en un rincón que ella había dispuesto para los encuentros furtivos en que intercambiaban placer e información.

—¿Quién es? —preguntó con fuerza, para evitar que se notaran sus tribulaciones.

—Perdone que lo moleste, joven —dijo una voz débil y temerosa—. Soy Panchita.

¿Panchita? Todo hubiera esperado Miurá menos eso. Muy de prisa se colocó sus gafas y su eterno sombrero chambergo; abrió la puerta lenta y sigilosamente. Ahí estaba, en efecto, aquella mulata, eterna cómplice silenciosa de las conversaciones que sostuvo con Liza, la nana de la niña Liza. Aún con cierto recelo, Miurá abrió un poco más la puerta, sin que ello significara una bienvenida y sin mostrar su rostro del todo.

—Panchita, ¿en qué puede serle útil? Y, perdón que lo pregunte, ¿cómo es que me encontró?

—Lo seguí hasta aquí la última vez que se fue de la casa. Así me lo ordenó mi niña.

Miurá no pudo reprimir una sonrisa. De momento todo su miedo era infundado. Sin embargo, no dejaba de ser preocupante que un miembro de la servidumbre de una casa hubiera dado con él con tanta facilidad, cuando el secreto era parte fundamental de su trabajo.

—No te preocupes, Panchita. ¿Qué te trae por aquí? ¿Liza está bien?

—La niña Liza está bien, joven. Ha vuelto a ser ella; ya sabe quién es. Además está irreconocible, es como si de pronto hubiera tomado las riendas de todo; ahora es como el señor de la casa, y el patrón está muy desconcertado.

Miurá se sintió feliz. La felicidad de la mujer a la que amaba era el principal motivo de su propia felicidad. Esbozó una amplia sonrisa ante la idea de una Liza empoderada, retomando las riendas de su vida y dejándole claras las cosas a su esposo.

—¿Y qué puedo hacer por usted?

—La niña me pidió que le entregara esto —dijo la mulata mientras sacaba de un morral una carta y algo envuelto en un pañuelo. Entregó ambos objetos a Miurá.

José de Miurá desenvolvió el pañuelo. Ahí estaba nuevamente ese objeto frente a él, ése que no había visto en los últimos catorce años y que de pronto había vuelto a ver, ahora dos veces, en unas pocas semanas. Ahí estaba el medallón que le diera a Liza Limantour en París, en el cambio de siglo. Un medallón de oro con el grabado de una iglesia, la basílica del Sacré Cœur en la cima de Montmartre, y aquella frase grabada al reverso:

Amar más allá del tiempo y el espacio, más allá de la razón.

Amar hasta ir más allá de lo humano.

 

—¿Y esto? —preguntó Miurá con cierto desasosiego.

Esa medalla era de Liza, el único recuerdo que ella tendría de él; llegaba a sus manos cuando él estaba preparando la despedida, la huida, para ser más exactos.

—No sé. Me dijo mi niña Liza que se lo entregara, que al leer la carta lo comprendería.

—Gracias, Panchita. Pero no te vayas; quiero leer primero lo que me envía Liza y mandar contigo una respuesta. Pasa por favor.

El escritor se sentó frente a su escritorio. Ahí estaban todos sus papeles, sus intentos de hacer un reportaje, sus informaciones secretas y los borradores de su despedida. Todo hubiera sido más sencillo si Liza no hubiera vuelto a aparecer. Pensaba despedirse por escrito, volverla a invitar a cambiar una vida con la que no estaba conforme, pero nuevamente pensaba guardarse sus secretos, unos secretos que Liza no necesitaba conocer para ser feliz.

Desplegó frente a sí dos documentos enviados por Liza; uno era un papel evidentemente nuevo y el otro una hoja que se había tornado amarilla por los años. Había una indicación de comenzar por el mensaje nuevo. Miurá leyó:

Mi querido poeta:

No tengo palabras para agradecer lo que has hecho por mí, desde tu paciencia escuchando delirios fantasiosos hasta el empuje que me has dado para tratar de tomar las riendas de mi vida. Quiero cambiar mi vida, querido José, y voy a hacerlo, pero quisiera plantear la última oportunidad de que llevemos a cabo ese cambio juntos, pues resulta evidente que tú también debes y quieres cambiar la tuya. Pero antes debo contarte el porqué de mi adiós en París.

Tuve miedo, José, mucho miedo; estaba aterrorizada ante mis circunstancias. No quiero que pienses que no te amaba, pues lo hacía con locura. Tu amor me hizo despertar de la inconsciencia y ése siempre será el mejor regalo que hayas podido hacerme, sin importar lo que suceda. Te deseaba con todo mi ser, pero también sentía miedo, y tú fuiste gentil y dulce, mi cuerpo se fundió en el tuyo y nuestro palpitar se hizo uno: éramos dos corazones latiendo al unísono. Me robabas el aliento en cada beso y yo sólo quería que ese momento no pasara; quería que ese instante fuera eterno.

El sentir como cada beso encendía todo tu cuerpo, y la sensación de saber que eso lo provocaba yo, me hacía sentir mujer. Me daba miedo la necesidad que empecé a sentir por ti, la adicción que generabas en todo mí ser. Días después de tanta emoción tuvimos que tomar una decisión que marcaría mi vida para siempre. Dejarte ir fue lo peor que pude haber hecho, mi corazón se congeló, mi cuerpo temblaba sin parar, y mis ojos no paraban de verter lágrimas. En qué momento fui tan estúpida en pensar que ese amor se puede volver a encontrar en la vida.

Yo jugaba a la vida bohemia, mi querido poeta, a la aventura artística del arrabal, a ser como Toulouse. Y en cierta medida lo era: noble de cuna, rica por lo menos. Pero yo nunca tuve el valor de soltarlo todo como hizo él. Yo era una señorita de la alta sociedad de aquel México afrancesado; me enviaron a educarme como tal, pero yo descubrí la vida entre Montmartre y Montparnasse y me di cuenta de que ahí pertenecía mi espíritu. Claro, tenía una tía en París y un respaldo económico que venía desde México.

Era fácil jugar al artista bohemio cuando el dinero no constituía una preocupación. Pero abusé de la parranda y el destrampe, descuidando por completo la supuesta educación que debía recibir, y también fui olvidando lo importante que era mantener las apariencias ante mi tía, quien terminó por descubrir la verdad, mis viajes y amores contigo, las noches en el Moulin Rouge, las tertulias de absenta con láudano, el roce con todos esos artistas tan admirados como mal vistos.

Recuerdo muy bien el mes de octubre de 1900, cuando conocimos a Pablo Picasso y cuando Toulouse Lautrec estaba perdido en el delírium trémens. Entonces vi la realidad de ese ambiente. Al mismo tiempo, mi tía me dijo que lo sabía todo, que yo era incorregible, que en ese momento se terminaría el apoyo económico y que ya no sería bien recibida en su casa.

El sueño se esfumó frente a mis ojos, y cuando me propusiste quedarnos en aquel mundo, enfrentarnos a la verdadera bohemia, con todas sus penurias y carencias, me di cuenta de que no estaba lista para ello. El miedo me paralizó por completo. Tenía una vida asegurada en México, con todas las comodidades, y aunque tú me ofrecías aventura, la incertidumbre me llenó de pánico. Todo era una locura y decidí guiarme por la razón. Tuve miedo de la libertad; en cambio, en México tenía un destino todo seguridad y certezas.

“No tienes elección —me dijo mi tía—; debes regresar ahora mismo a México o le digo a la familia lo que realmente has estado haciendo en París, que te has convertido en la puta de los artistas. Tu abuela y tu madre mandaron una carta en la que informan que, si tus estudios en la escuela para señoritas aquí han terminado, tu presencia en México es necesaria. Tú no eres una señorita sino una mujerzuela; pero, si te vas ahora mismo, por el cariño que le tengo a tu madre, y para ver si es posible que te regeneres al lado de un buen hombre, estoy dispuesta a mantener en secreto tus vulgaridades.”

Aquí está la carta original para que la leas, querido poeta.

 

En ese momento, José de Miurá desdobló el papel viejo y amarillento; era una nota breve y escueta:

Querida Rosa:

No hay palabras para describir el profundo agradecimiento que guardamos hacia ti y hacia Dios Nuestro Señor por haber permitido que Liza se educara en París bajo las más estrictas normas de la sociedad. Sabemos que es una niña necia y caprichosa, testaruda y con dejos de rebeldía, y sólo en París podía recibir la educación adecuada y las costumbres correctas para el México que la espera con los brazos abiertos.

Es momento de que Elizabeth regrese a cumplir con el destino que ya se le ha elegido, el mejor para ella.

Por favor haznos saber cuándo se embarcará.

Con todo nuestro cariño y eterna gratitud,

Ana María Isabela de Limantour

 

José de Miurá no tenía el menor derecho de juzgar a Liza; finalmente, él también había jugado al bohemio sólo porque tenía una fortuna de respaldo, la cual dependía de ese terrible secreto inconfesado que le impedía seguir en esa vida de artistas que tanto los había cautivado a ambos. Dos espíritus libres atrapados por la estructura social, por los intereses del pasado y, desde luego, por su propio miedo a liberarse. Continuó leyendo la carta de Liza:

Fue así como renuncié al sueño de París, de la libertad, del arte y de ese amor nuestro que parecía tan perfecto. Me despedí de ti aquel terrible noviembre de 1900, desistí de la ilusión de volver a encontrarte algún día o que tú volvieras a buscarme. Me despedí de nuestros amigos bohemios y me preparé para enfrentar mi destino. Pero, de pronto, algo cambió todo por completo, mi querido poeta, y decidí volver a buscarte. Ya no estabas: te habías ido de inmediato y nadie supo darme noticia alguna de ti.

Querido José, no me gusta mi vida y voy a cambiarla. Si te ocurre lo mismo, te propongo que juntos emprendamos esa aventura que quedó pendiente. Sólo hay una diferencia, además de los años, y es que tengo una hija a la que no dejaré por nada del mundo, pero con la que estoy segura de que no tardarás en encariñarte.

Quise enviarte la medalla del Sacré Cœur por dos razones. Si decides venir conmigo la conservaremos juntos; de lo contrario, deseo que, así como yo la tuve por años como recuerdo de nuestro amor, ahora la guardes tú.

Hoy es domingo, querido José. Estoy proponiéndote que huyamos el próximo domingo, 15 de febrero. Espero con todo mi corazón que estés dispuesto a que nos demos esta oportunidad; de ser así, te espero el domingo a mediodía, en la construcción inconclusa del Palacio Legislativo. De no ser así no te preocupes por mí; me has hecho comprender que mi vida está en mis manos. Sé que, juntos o separados, los dos podemos ser felices.

Liza, tu mexicana

 

José de Miurá y Zarazúa se desplomó, cerró los ojos y las lágrimas salieron de ellos a caudales. Todo hubiera esperado menos eso. Una nueva vida con Liza. Siempre lo había soñado, pero precisamente ahora había renunciado a ese sueño. Su hermosa mexicana había abierto su corazón, se había sincerado por completo, y él aún tenía un pasado de engaños que nunca fue capaz de confesarle, un pasado que lo perseguía y que bajo ninguna circunstancia podía permitir que pusiera en peligro a Elizabeth Limantour. No tuvo que pensarlo mucho. Miró a Panchita, que esperaba pacientemente.

—Toma, Panchita —dijo, al tiempo que le entregaba el medallón que simbolizaba aquel pasado—. Dáselo a Liza. Simplemente dile que no puedo.

Panchita lo recibió obedientemente y salió de la habitación sin decir palabra. De pronto, en el dintel de la puerta, volteó a ver una vez más a José de Miurá:

—Perdone, joven, pero hay una cosa más que usted debe saber.

—Dímelo, pues —respondió sin gana.

—Verá usted… Cuando mi niña Liza regresó de París, venía embarazada. Su abuela se dio cuenta de inmediato y le dijo con furia que o se casaba con don Luis Felipe o la metían en un convento.

Locura y razón
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