París

Miércoles 8 de agosto de 1945

 

Todos tenemos miedo; es la emoción primaria de la humanidad y el método de control de todas las ideologías religiosas, económicas, políticas y sociales. El miedo nos mantiene atrapados en el pasado o preocupados por el futuro; nos lleva a la búsqueda de seguridad, la cual procuramos agrupándonos, pero al agruparnos nos separamos unos de otros, y entonces comenzamos a temer a los demás.

El miedo nos hace caer en la tentación de seguir a alguien, a cualquiera que pretenda tener respuestas, al que presuma conocer el camino. Pero cuando sigues a alguien te estás destruyendo a ti mismo, y siempre llegarás a un destino equivocado: el camino de otros nunca conduce a tu destino.

El miedo fue el origen de la religión como primera estructura política y primera forma de control social. De ahí surgieron la fe, la lealtad, las identidades; esos discursos doctrinales que convierten al individuo en parte de una masa. Sólo las masas hacen la guerra.

Con el tiempo, la lealtad hacia Dios fue sustituida por la lealtad hacia la patria, y el fanatismo religioso por el nacionalismo, que no es sino otro tipo de fanatismo, una religión que simplemente quitó al invisible y omnipotente creador y lo reemplazó por el invisible y omnipresente Estado. En ambos casos las masas se matan en su nombre. En ambos casos el individuo no existe. Nunca hay que actuar en nombre de la masa. Nuestro mundo es el resultado de las masas, de las ideologías que eliminan al individuo, de las personas usadas como armas por los poderosos.

El individuo siempre ha sido sacrificado, porque la verdadera individualidad es imposible de controlar. Ésa es la única libertad verdadera, la única que nunca promueven los libertarios, que finalmente aspiran al poder, ya que es imposible ejercer el poder sobre individuos libres y pensantes. Eso es lo que nunca hemos llegado a ser.

La lealtad hacia Dios sólo beneficia a sus ministros y representantes; la lealtad a la corona sólo favorece al rey, y la lealtad a la patria sólo favorece a los políticos que la tienen secuestrada en ese momento. Pero estamos tan perdidos, tan sumergidos en la oscuridad, tan necesitados de pertenecer a algo más grande, que nos despojamos de nuestro verdadero ser para integrarnos en una masa; sacrificamos nuestra individualidad para convertirnos en un engrane de una gran maquinaria.

Cuando los burgueses de Francia lucharon por la igualdad, hablaban de igualdad entre ellos y la nobleza; con libertad se referían a sus libertades económicas, y la fraternidad aludía a la connivencia entre burgueses hasta alcanzar el triunfo. Su democracia, desde luego, no estaba pensada para el pueblo. La burguesía nunca quiso comprender que todo su poder se sustentaba en su riqueza, y que ésta descansaba en el trabajo explotado de los desposeídos. Esos descamisados, el proletariado, eran millones, y también hicieron suyos los discursos de libertad, igualdad y fraternidad.

Dios sirvió para controlar al ser humano medieval, y el rey tuvo esa función con el burgués monárquico. Pero la naciente era industrial y la incipiente sociedad de masas necesitaron el control más que nunca. Si el proletariado iba a participar en la política, los políticos debían manejar la mente del proletariado. Para eso surgió el nacionalismo, una forma encubierta de racismo; un nuevo opio del pueblo sustituyó a la religión: la propaganda en los medios de comunicación. El nacionalismo nos condujo a la mayor de las locuras: la locura basada en la razón.

El nacionalismo consiste en exaltar a la nación. Todo nacionalismo lleva implícita la idea de la superioridad, por el simple hecho de haber nacido de un lado de la frontera, por tener cierto color de piel o ciertos rasgos físicos, resultado del azar geográfico, o de hablar una lengua y no otra, a causa del azar histórico. Ese sentimiento de superioridad evolucionó hasta convertirse en la idea de tener cierto derecho de aniquilar a los inferiores: todos los demás.

El nacionalismo es el cáncer que infectó a la humanidad a partir del siglo XIX, cuando apenas comenzaba a aliviarse de esa peste que es el fanatismo religioso. Las masas nunca se dieron cuenta de que seguían siendo usadas, aunque bajo un símbolo distinto. La locura que hoy puede aniquilar a millones de judíos en Europa, puede también exterminar a decenas de miles de japoneses en unos cuantos segundos. El culto nacionalista sólo podía conducir a esto: una masacre que los individuos jamás habrían permitido, pero que las masas ejecutaron con regocijo.

Cientos de miles se enfrentaron y asesinaron a otros cientos de miles. Millones murieron para que unos pocos se encumbraran. Franceses contra alemanes, alemanes contra rusos, germanos contra eslavos, arios contra judíos, republicanos contra monárquicos, comunistas contra republicanos, proletarios contra burgueses. Lo único que siempre han sabido hacer los líderes políticos es mandar a las masas a asesinarse con cualquier discurso ideológico como acicate. Nada ha cambiado desde que los cristianos lucharon contra los judíos o los católicos contra los protestantes.

Siempre hemos sido lo que los demás esperan de nosotros, lo que la sociedad y la cultura han dispuesto. Hemos dejado que los muertos de otras generaciones marquen nuestros destinos a través de la tradición. Siempre hemos sido esclavos del pasado, víctimas de la costumbre. De prisioneros de Dios y el rey pasamos a soldados de una república, pero nunca hemos pensado por nosotros mismos y siempre ha existido un discurso sometedor. Ése es el quid de la era de la sociedad de masas.

Liza cayó presa de la locura cuando yo llevaba varios años tiranizado por la razón. Ella quedó encadenada a la sociedad y yo a la patria. Los dos elegimos la certeza. Los dos fuimos víctimas del miedo. Ninguno se atrevió a probar el antídoto del amor. Ante las puertas de una libertad llena de incertidumbre, optamos por la seguridad de la esclavitud. Todos somos nuestros propios victimarios.

Tuvimos que elegir entre la razón y la locura, y todos nuestros condicionamientos sociales nos hicieron optar por la razón. Ésa fue nuestra peor locura.

Locura y razón
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