13 de febrero de 1914
Magdalena quedó paralizada momentáneamente al encontrar a Johan Zimmermann en la puerta de su casa. No es que tuviera miedo del alemán como tal, pues su red de complicidades mantenía a salvo a un amante del otro. Dos cosas la preocupaban. La primera, que Zimmermann nunca se había presentado en su casa, donde ella no recibía a nadie; era su lugar secreto, su refugio, el rincón donde Magdalena podía ser sólo Beatriz y vivir en paz. De hecho, estaba segura de que nadie conocía la ubicación de su refugio. Ésa fue la primera razón para temer la presencia de Zimmermann. Era evidente que el espía conocía el único recoveco donde ella podía sentirse totalmente a salvo.
No temía al alemán, a su compatriota, mucho menos al espía. Él lo sabía todo de ella; sabía que era Beatriz, que se hacía pasar por francesa, que obtenía información con sus encantos. Ella sabía todo sobre él: que era espía, doble o triple agente, que no tenía lealtad alguna, no tanto por ser traidor sino por una romántica pretensión de ser libre, de no tener dueño, de no tener identidad ni más patria que el mundo. Y lo más importante: conocía su identidad secreta, el personaje creado por él para vivir y convivir en el mundo.
La segunda razón de sus temores, por lo menos de sus suspicacias, era que jamás se había encontrado con Johan Zimmermann; no con él, siempre con sus personalidades. Zimmermann era un hombre muy secreto del que casi nadie conocía su verdadera personalidad y verdadero rostro. Era siempre su personalidad secreta la que vagaba libremente por las calles, su personaje, su ser encubierto. Era el álter ego de Zimmermann con quien siempre se encontraba Magdalena.
Pero ahí estaba Johan Zimmermann sin disfraz frente a ella, lo cual en realidad sólo podía traer malas noticias. Eso sólo podía significar que el espía de pronto estaba más protegido siendo él. Ahí estaba ante ella con su traje impecable y su mirada fría, su ser de hielo con el corazón congelado. Con la levita ajustada a la cintura, zapatos lujosos y caros, corbata y camisa de seda y el inseparable sombrero de jipijapa, con ala ancha que ocultaba su mirada de los demás.
—¿Qué haces aquí? —preguntó Magdalena sin dejar ver su turbación—. Quiero decir, aquí, en mi casa, cómo sabes dónde vivo.
—Soy espía.
—Yo también. Pensé que estaba protegida.
—Lo estás. No tienes nada que temer de mí, siempre lo has sabido.
—Lo sé perfectamente. Es sólo que resulta extraño verte aquí, y verte así. ¿Qué ocurre, querido?
—Me voy a Cuba. Dejo México.
—Lo sé muy bien.
—Ven conmigo, Beatriz.
Magdalena jamás habría esperado esa propuesta, no de Johan Zimmermann. ¿Qué significaba? Se suponía que no había lazos sentimentales entre ellos. Tenían sexo, compartían pasiones e información, eran cómplices en un trabajo sucio pero necesario. No había una sola razón profesional para que fuera a Cuba o a cualquier otro sitio con él.
—No puedo, querido; lo sabes bien.
—Sí, lo sé. Entonces vete de cualquier forma. Tuve que involucrarte, Beatriz. No dije tu nombre ni di seña alguna, pero será cosa de tiempo para que te identifiquen. Lo siento en verdad, pero era cuestión de vida o muerte.
—Todo en lo nuestro es cuestión de vida o muerte, querido; siempre lo he sabido, así que no te preocupes.
—¿Te irás de México?
—Me iré.
—¿Adónde?
—Donde nunca puedas encontrarme.
—Entonces es la despedida.
—Todas las historias deben terminar en algún momento. La nuestra ha terminado, querido. Así debe ser. Si no volvemos a vernos será señal de que todo está bien.
—El día después de mañana será determinante, querida Magdalena; se decidirán muchas cosas.