1 de febrero de 1914

 

Magdalena y Miurá sabían tocar el cielo cuando yacían juntos; eran capaces de llevarse al horizonte donde se juntan en las ilusiones los mares y la tierra. Cuando se fundían en uno iban al borde del abismo, a esa puerta de entrada al infinito en que el día y la noche son fusión eterna, a ese lugar donde se juntan los más grandes amantes, los de las historias épicas.

Sabían llegar juntos al lugar imaginario donde el sol se funde eróticamente con la mar, donde los cielos y la tierra se vuelven uno, donde la luz se hace una misma con la oscuridad. Se transportaban a la frontera de los mundos, al límite final de los sentidos, a la última barrera de toda la existencia, hasta un punto que para los demás no existe, a los límites naturales entre los astros y la tierra, a ese destino final de los ensueños, la frontera inalcanzable que se aleja, hasta esa dimensión oculta que es destino de los versos.

En el lecho viajaban juntos hasta ese fin del mundo que jamás se acerca; se elevaban hasta el horizonte donde empieza el cielo, al cual accedían a través de la puerta del infierno que se hallaba entre sus piernas. Alcanzaban lo inalcanzable y conocían lo incognoscible, experimentaban en el sexo la disolución de todas las esencias. Se unían en un solo ser para entender lo inexplicable y percibir con los sentidos lo que no es sensible. Viajaban al horizonte cada noche que pasaban juntos, disolvían las fronteras de lo eterno y volaban hacia el confín lejano donde se unen el ahora y el entonces. Hacían un solo ser de sus almas y sus cuerpos, un ser eterno y divino como al inicio de los tiempos.

Hacían del sexo un acto sagrado, un instante eterno sin pasado ni futuro, una experiencia en la eternidad del aquí y el ahora, pero, paradójicamente, esas sesiones divinas atormentaban el alma del poeta. No creía albergar sentimientos hacia Magdalena. Sólo tenían sexo, desahogaban sus instintos y pasiones; eso es lo que hacían desde aquel día en que el destino o el azar los encontrara, pero él siempre la vio como su lado oscuro y su pecado.

Con Magdalena tenía lo que según su mente y sus constructos debía tener con Liza, la mujer a la que lo unía una especie de vínculo más allá de todos los vínculos, la mujer que había rescatado su corazón de la prisión de la mente que él mismo había construido, a la que le debía su sensibilidad y con la que había experimentado por vez primera aquel sexo sagrado que ahora alcanzaba con Magdalena. Su mente siempre estaba partida en dos y se debatía entre su razón y su locura.

Desde el primer momento Miurá supo que él y Magdalena compartían la misma esencia, pero jamás había visto eso como algo bueno; él era el primero en despreciar su propia naturaleza, esa doble vida, esa pasión inflamada, esa voluptuosidad desbordante, esa lujuria, esa lasciva concupiscencia, esa libidinosa carnalidad que era el origen de su alma de poeta, pero también de sus tormentos.

José de Miurá era como todos los seres humanos: un prisionero de su propio pasado, de sus condicionamientos psicológicos, en este caso muy católicos, muy pudorosos, represivos y morales. Intelectualmente sabía que todo eso era una estupidez, pero no bastan las teorías contra una mente programada. Por más que intentaba no hacerlo, José de Miurá y Zarazúa aún se juzgaba, y lo hacía severamente.

Juzgar, esa estúpida manía transmitida de generación en generación y que tan sólo envenena el alma de la humanidad; esa obsesión humana atribuida a un dios que ama pero juzga, que otorga instintos y los prohíbe, que hace humanos débiles a los que pone trampas, e inventa un infierno eterno para los que caen en ellas. No creía en ese dios neurótico, ni en ése ni en ningún otro; aun así, no lograba encontrar la paz interna.

Pero todos los conflictos existen sólo en la mente. Cada quien lleva la guerra o la paz consigo mismo, cada ser humano es la causa de su guerra y de su paz, y por añadidura de la guerra y la paz de todo el mundo. Miurá no era la excepción. Su mente llena de teorías libraba constantes batallas contra la realidad, una realidad en la que yacía con Magdalena mientras su mente le decía que no era ella a quien debía amar. Qué difícil es escuchar al corazón cuando la mente no calla.

—No sé qué hacer, Beatriz. He vivido convencido de que ella es mi alma gemela, el amor de mi vida, mi destino. Ya sabes, mi amor eterno, con quien debo estar. Ella es la causa y el origen de mis versos, el ideal de mis sueños. Ella es…

—Justo eso —interrumpió Magdalena—, una mujer idealizada, no una mujer de carne y hueso. No convives con una realidad sino con un sueño. Te asusta su perfección, pero ella sólo es perfecta en tu mente.

—Mientras tú, Beatriz, mi querida Magdalena, eres una realidad carnal, con todos tus defectos y virtudes, con todas tus emociones defendidas con tu racionalidad, con todas tus pasiones tan expuestas, tan exquisitas, tan dispuestas.

—Así es, querido; a mí no me puedes idealizar. Sabes lo que soy desde el primer día; conoces desde el principio mi ser completo, eso que llamas tu lado oscuro pero que no es oscuro en absoluto.

—Es justamente así. No me saco de la cabeza la idea de que tú representas mi oscuridad y ella mi luz. Sin embargo, nos ocurre lo mismo: nadie conoce mis secretos, sólo tú. Eres la única ante quien no debo fingir, pues el destino dispuso que nos conociéramos precisamente a través de nuestro lado oculto, quizá no oscuro pero sí oculto, subrepticio, furtivo. Y ahora aparece ella nuevamente, dispuesta a volver a estar conmigo, como siempre he dicho que debería ser. Pero tú…

—No, querido; yo nada. Te lo he dicho y te lo repito: yo no soy un obstáculo entre ella y tú; no tienes que elegir. No quiero que dejes de estar con ella por estar conmigo; eso jamás te lo he pedido. Nos hemos entregado nuestros momentos presentes, sin expectativas, sin promesas ni contratos. Ésa es nuestra magia: ninguno espera nada del otro.

—La peor estupidez que pueden cometer los amantes es prometerse amor eterno…

Magdalena era quizá la única que conocía a la perfección la tormenta detrás de la paz de aquel poeta, los conflictos de su mente, su guerra contra sí mismo. Quizá por eso se negaba siempre a ser parte de aquel conflicto.

—…Cosa que nunca nos hemos prometido —dijo Magdalena—. La vida pone frente a ti una oportunidad: puedes volver con ella a Europa y que el viaje les ofrezca las respuestas que tanto necesitas.

—No sé si Europa sea mi solución. Dondequiera que vaya estaré conmigo mismo. Llevaré mi guerra a donde sea que me marche.

—Además de que si vas a Europa encontrarás una guerra de verdad; el estallido es inminente. Bien sabes que las potencias sólo están a la espera del pretexto que les permita desatar el infierno.

—Lo sé muy bien. México arde y arderá aún más, y Europa no tarda en incendiarse. La paz de Europa es la paz del mundo, Beatriz, y su guerra será igual de mundial que su paz. México ya es parte de esa guerra, y los mexicanos, tan proclives al conflicto, pelean unos contra otros en este enfrentamiento entre potencias que ellos llaman Revolución y que piensan que es suyo.

—¿Y ya has decidido lo que harás?

—Alguna vez me dijiste que tenía toda una vida por delante si así lo quería, que sólo Liza Limantour me ataba a este país. Me atan muchas cosas, Beatriz; toda una red de conspiraciones y complicidades. Pero, efectivamente, Liza era lo que más me ataba.

—¿Era?

—Sí, Beatriz, era. No será fácil, pero he decidido ser libre. Me voy. No sé adónde porque el mundo entero estará en llamas y hay muchos intereses que no me dejarán partir. Debo hacer algo con esa red de conspiraciones. Lo sabes tan bien como yo: no se puede simplemente renunciar a lo que tú y yo hacemos. Morir es la única forma de renunciar a nuestro trabajo, y por primera vez en muchos años no estoy dispuesto a morir.

—En ese caso, un mundo en guerra puede ser una gran oportunidad; todos tendrán algo mucho más importante que hacer que buscarte. Además, eres un maestro del disfraz, en todos los sentidos posibles.

—Eso es justo lo que estoy tramando: el disfraz, la estrategia, la personalidad y el lugar para huir.

—¿Cuándo comenzará la guerra?

—Muy pronto. Los Estados Unidos ya preparan la invasión a México; sólo esperan un pretexto, igual que los europeos. Así es esta sociedad del simulacro: todos quieren y necesitan la guerra, pero todos fingen repudiarla.

—El actual gobierno ha dado muchos pretextos para la invasión. El ministro del Exterior, Cándido Aguilar, ha entrado en conflicto con el almirante Fletcher en el puerto de Tampico; sabe que Estados Unidos sólo busca el control del petróleo y está dispuesto a incendiar los pozos petroleros. El gobierno norteamericano no se cansa de lanzar anzuelos, y el gobierno mexicano no tarda en morder uno de ellos.

—No dejas de sorprenderme, mi querida Magdalena; ese rostro inocente me hace olvidar que eres una espía.

—No me llames espía; sólo trafico con la información, como tú.

—Y hablando de información, los norteamericanos no sólo invadirán por el golfo de México; parece que han comprado a Pancho Villa.

—No pensé que ese hombre estuviera en venta.

—No lo está; se vendió sin saberlo. Acaba de firmar un contrato con un dudoso estudio cinematográfico americano, Mutual Films. Le dieron veinticinco mil dólares a cambio de derechos de exclusividad; a partir de ahora su revolución no será más que una producción cinematográfica. Además del dinero, el estudio le dará armas y pertrechos de guerra, con el pretexto de que es material de producción.

—Precisamente ahora que el gobierno americano prohibió el tránsito de armas a México —interrumpió Magdalena.

—Justo así. No cuentan como armas sino como material de producción. Villa ha comenzado a reclutar mercenarios al norte del río Bravo; les paga un peso al día por ser parte de su ejército, uno que está formando ahora y que es cinematográfico hasta en el nombre: los Dorados de Villa.

Magdalena no pudo evitar soltar una carcajada, aunque el asunto, que parecía broma, era demasiado serio. Ambos sabían que los norteamericanos estaban moviendo sus piezas en un tablero de ajedrez. El gobierno de Huerta estaba acorralado, se quedaba sin armas al tiempo que los rebeldes no cesaban de recibirlas; la invasión a puertos mexicanos era inminente; el ejército de Villa tendría el potencial de tomar todo el territorio, quizá hasta Centroamérica, donde los gobiernos eran títeres de Estados Unidos, desde Guatemala hasta Panamá, donde el canal transoceánico estaba completo, y aunque no lo habían inaugurado oficialmente, el primer barco de prueba ya había pasado exitosamente de lado a lado. El silencioso Imperio norteamericano del que tanto escribía José de Miurá se estaba convirtiendo en una realidad.

—¿En verdad los mexicanos no se dan cuenta de que luchan entre sí por los intereses de otros? —preguntó Magdalena.

—Evidentemente no. Lo han hecho durante todo un siglo desde su supuesta independencia. Toda la América Latina, bautizada así por Napoleón III, fue creada por masones ingleses, menos México, creado por masones americanos, arrebatado a Iturbide por masones americanos.

—¿Quizá también ha llegado mi momento de salir de México? —dijo Magdalena con tono de pregunta, quizá en busca de consejo.

—La guerra llegará a la capital, Beatriz. Sin importar lo que hagan el imperio alemán y sus espías, esta batalla está ganada por los americanos. Personas como tú no serán bien vistas.

—Tal vez debo marcharme a París.

—No. Acepta tus orígenes y vete a Berlín.

—Tú tienes muchos traumas con París y los franceses —respondió con una sonrisa.

—Quizá así sea —replicó Miurá—. Pero la guerra no será en Alemania; es mucho más probable que se libre en Rusia, en Austria, en Francia. En Berlín estarás a salvo.

—¿Y tú adónde irás?

—No lo sé. Quizá a España o quizá a Berlín; a donde la vida me lleve.

—¿Le dirás la verdad a Liza?

—Ya no es necesario. Ella está bien y no necesita esa verdad.

—¿Y qué harás con Johan Zimmermann?

José de Miurá y Zarazúa guardó silencio, cerró los ojos y se mantuvo así por un tiempo. Ése era precisamente el asunto que tenía que resolver, sin lo cual jamás sería verdaderamente libre. Reflexionó un momento. Tenía que enfrentarse a la situación más complicada de su vida.

—Creo que no me queda más remedio que acabar con él.

—¿Podrás hacerlo?

—No tengo opción, Magdalena. Si no acabo con él, será él quien termine conmigo. Es cuestión de vida o muerte.

Locura y razón
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