La Casa de Té de las Cien Lámparas

Taiyuan, año de 1724, tras la fiesta de Año Nuevo.

Segundo del reinado de Yongzheng

 

 

 

El corazón de Shui se había convertido en un trozo de hielo y su candor había sido sepultado sin piedad y para siempre.

 

Con alivio vio aproximarse el fin del viaje, y animó a la aterrorizada jovencita LiYing a que aceptara su sino. Shui pudo comprobar lo que le había manifestado su maestro Sabio Errante, que bandas de malhechores infestaban los caminos y atacaban a los viajeros indefensos que cometían la imprudencia de ponerse en marcha sin escolta; y que los aldeanos, los más hambrientos, huían precipitadamente cuando veían la oriflama imperial y las cimeras de los soldados, pues pensaban que les quitarían hasta el último grano de arroz que poseían.

La caravana, sin haber sufrido ningún incidente, llegó al valle de Taiyuan, cubierto por un manto de escarcha azulada. A través de una rendija Shui, que tenía los labios pegados y la lengua viscosa por el polvo, divisó, esculpido en la montaña, el gigantesco Buda de Tutang, a quien se encomendó con fervor.

Brumas mustias y carámbanos relucientes se encaramaban en los aleros y cornisas de la ciudad amurallada. El carro se detuvo en una casa pintada enteramente de rojo, con ventanas cubiertas de celosías, decenas de lámparas multicolores, y cintas de seda a modo de cortina en la puerta, donde apareció una mujer, dama Gardenia, la dueña del prostíbulo, que estudió detenidamente a sus dos recientes adquisiciones y recibió las aclaraciones de los dos hombres sobre el viaje.

La luz exigua del sol iluminó el marbete que colgaba de la puerta: CASA DE TÉ DE LAS CIEN LÁMPARAS.

Dama Gardenia era una mujer entrada en años, de belleza fría, asexuada y de mucho carácter, a tenor de las órdenes conminatorias que impartía sin cesar. Vestía una túnica profusamente bordada, se tocaba con un peinado vulgar y se calzaba con unas babuchas turcas. Sus pupilas eran calientes y negras como la pez, tenía las cejas marcadas con bistre, y su rostro huesudo estaba desprovisto de cualquier huella de ternura.

La dama se comportó intencionadamente desdeñosa.

Shui la estudió, evaluando sus gestos e indagando sobre sus intenciones. No parecía pertenecer al género femenino, pues a pesar de sus afeites y joyeles, era hombruna, andrógina, de caderas escurridas, amplias espaldas, y desapegada de afecto hacia sus doce pupilas, que salieron al instante a recibirlas.

Shui, que desde su infancia se había ejercitado en ocultar sus sentimientos, compuso una máscara de impasibilidad para protegerse, y subió las escaleras con la cabeza gacha. Y a pesar de que le costaría trabajo salir de allí indemne, desde el primer instante se rodeó de un sentimiento de provisionalidad.

—Esta es una casa de diversión, pero no para vosotras, mis florecitas queridas. ¡Tú, «la distinguida»! —dijo la dama dirigiéndose a Shui—. Me has costado una fortuna y tendrás que resarcirme con creces, así que espabila. Y tú, niña, procura seguir siendo virgen o lo lamentarás.

—Lo soy, señora —masculló LiYing con turbación.

—¡Eh, palomitas! Aquí solo se recibe a parroquianos distinguidos y os ganaréis cada grano de arroz que os comáis —les advirtió, refunfuñando como una gata en celo—. Estaréis vigiladas constantemente por mis criados, y espero de vosotras que os dejéis de remilgos y os comportéis como unas zorras en el lecho.

—Sí, dama Gardenia —volvió a balbucir la niña.

—Tú, Peonía, enséñales sus cuartos, proporciónales vestidos y que se aseen. ¡Apestan a cabra! —exclamó desdeñosa.

Aquella era una afrenta intolerable y Shui notó una sensación de impotente inferioridad frente a aquella mujer dominadora y con aire de desafío, y fue incapaz de dominar los latidos de su corazón acelerado y su ilimitada angustia. ¿Qué sería de ella en aquel lugar de degradación, ruindad, bajeza y excesos? Y tomó conciencia de que se había convertido en una esclava sexual.

—¡Ah!, se me olvidaba. Olvidad vuestro nombre —gritó—. Tú, «la distinguida», te llamarás desde hoy Orquídea, y esa «niña», Magnolia. Aquí todas llevamos nombres de flores.

El sol declinaba tras las cimas que custodiaban el inmenso valle donde se alzaba Taiyuan, tiñendo de arrebol los tejados y las galerías de las dos fastuosas pagodas del santuario de Yongzuo, muy cercanas a la casa de citas. A Shui le pareció que, lejos de la humedad porosa de Pekín, allí oreaba una extraña luminosidad añil y un aire límpido, y lo aspiró para calmarse.

Luego en la soledad de su cuarto emitió un llanto desgarrador. Se sentía como un péndulo inerte al capricho del destino.

Los primeros fueron meses intensos, heroicos, demoledores, de agitada inquietud, humillaciones y entrega a individuos detestables, en los que bien pudo quitarse la vida, pues la desesperación se convirtió en la única dimensión de su existencia. El estado general de negligencia y la lentitud, descuido, mal gusto y torpeza con los que gobernaba dama Gardenia la casa de citas encendían a Shui. La ciudad era acogedora, pero invectivas tormentas batían las ventanas y saturaban de polvo seco la casa.

Y para la tos periódica de Shui resultaba muy intenso, por lo que su situación era cada vez más enojosa.

A Shui le costaba trabajo adaptarse a su nuevo cometido. Pero ella, que había sido educada para llevar a cabo placeres exquisitos, tuvo que acomodarse a una vida de deleites groseros, de depravación ruin, donde debía enardecer a sus soeces clientes con ungüentos, lubricantes y afrodisíacos, atarse de pies y manos a un dosel para ser forzada, yacer mirando dibujos eróticos y oliendo perfumes empalagosos, practicar el acto sexual en un columpio de flores, introducirse falos de marfil en su sexo, consumar felaciones mientras sorbía licor de sus miembros viriles y ombligos, o masturbar a algunos feligreses con panes blancos, en medio de la sempiterna luz roja de las habitaciones, que la aturdía. Era la vida de una vulgar coima de burdel.

Se esforzó en extraer lo bueno de su detestable vida, y a veces empleaba con comedimiento los métodos amatorios que había aprendido en el harén imperial. Utilizaba las eróticas bolas chinas, del tamaño de las avellanas, que con estudiados movimientos implantaba debajo de la piel del órgano masculino de sus parroquianos, con el fin de producirles más placer.

Los clientes se sorprendían por la dimensión de sus conocimientos eróticos. Shui no se comportaba rígida e impersonal como las otras, sino que el acto sexual lo convertía en algo palpitante, adquiriendo fama de cortesana que conocía su oficio.

A los asiduos que veía susceptibles de contagio les colocaba en su órgano viril un preservativo de piel de cordero no nato untado con jalea de agar. Los embaucaba asegurándoles que eran juguetes amatorios de los que manejaban las concubinas de la Ciudad Prohibida. Además, las prostitutas eran atendidas por un anciano y risueño médico de Taiyuan, que a Shui le recordaba a Sabio Errante. Era un cirujano militar retirado y solo sabía coser puñaladas, extraer puntas de flecha, componer huesos fracturados y trepanar cráneos, pero mantenía a raya las enfermedades infectas propias del oficio.

Puso en práctica todas sus artes eróticas y amatorias conocidas a fin de evitar el contacto directo con clientes indeseables, y su conocimiento hizo que salieran satisfechos y que le reportara por cada uno cinco monedas —o cash—, que guardaba en una larga media de seda, y dentro de su cofre personal, donde también conservaba el extraño jeroglífico del mercader Wuhang. Pero no era suficiente para conseguir su emancipación. Había calculado que tardaría cuatro años en juntar la cantidad necesaria para comprar su libertad:

«Excesivo tiempo, excesivo suplicio y excesivo riesgo.»

Bajo la luz traslúcida de las lámparas de papel, Shui ejercitaba su oficio de prostituta selecta con atenta pulcritud, aunque con repugnancia interna. Pero su exquisitez y el alto precio hacían que los encuentros con hombres fueran esporádicos y preferentemente con amantes aristócratas y adinerados, más educados y corteses.

Apretaba su cintura al cuerpo de los tipos más variopintos, a los que excitaba con un ardor furioso, a pesar de su aversión, que disimulaba con sus fingidas habilidades. Cosechó cierta ascendencia entre los ricos varones que visitaban la Casa de Té, que aseguraban al concluir que por sus venas corría un flujo de fuego, y que dama Orquídea era un demonio en la cama con cautivadores poderes y una entusiasta sensualidad.

Y dama Gardenia aumentó sus beneficios notablemente.

Pero cada día que pasaba Shui estaba más menoscabada e intensamente apenada. Para animarse y darse valor a sí misma, examinaba el papel que le había entregado la emperatriz y pasaba largas horas intentando interpretarlo, aunque siempre en vano. «Jamás hallaré una evidencia de que Xiaomei vive», se repetía, cansada de cavilar.

Aborrecía su situación y disimulaba las ojeras con antimonio, y sus huesos, cada vez más acusados, con vaporosos tules. No aguantaría mucho tiempo con aquella degradación y únicamente el recuerdo de Xiaomei, de Miao, de la que no tenía noticias, y de Xu Jun, la rescataba de cometer un error irreparable.

«El destino contradice y desbarata los proyectos de los humanos. No desesperes si te envuelve la oscuridad, pues el cielo siempre abre una puerta a la esperanza», recordaba las palabras de Sabio Errante, su sencillo y paternal maestro, asesinado por la maldad de los poderosos.

Con dama Gardenia, una mujer superficial, orgullosa, egoísta y testaruda, mantenía un pulso feroz. Pero no se la debía infravalorar. Era difícil de soportar y era aún más incómoda que el calor húmedo que oreaba en la ciudad. La dueña del burdel poseía una capacidad selectiva muy desarrollada y un natural refinamiento a causa de su avaricia por el qián, el dinero fácil ganado con el sudor de sus pupilas, que la toleraban a su pesar y trabajaban como esclavas sin recibir más que desprecios de ella.

La niña LiYing, que pronto cumpliría los catorce años, fue acogida por Shui bajo su protección, observando el desdén con el que la trataba la dueña. Le impresionaba su dulzura y su asombrosa capacidad para sobrevivir.

LiYing era una exótica criatura, tímida e impresionable, que se ruborizaba por cualquier burla. No tenía conciencia de la ruindad del género humano, no poseía fingimiento alguno y de su mirada emanaba una cándida bondad. Sus padres, que pertenecían a la etnia inferior yao, la habían vendido a dama Gardenia por cien monedas de cobre, a pesar de poseer una belleza inocente, una piel tersa y pálida como la porcelana y una inteligencia estimable. Pero para su pesar, tenía conciencia de esclava.

Era la muchacha más transparente e incontaminada con la que jamás se había encontrado Shui, y la protegió desde el primer instante, dejándoles claro a las demás prostitutas y a dama Gardenia que no permitiría que la vejaran o maltrataran. Y entre ellas nació una amistad sin fisuras, que significó el apoyo que precisaban. La niña solía adivinar el futuro en las semillas de sandía, y más de una vez le pronosticó que de allí saldrían juntas y libres. Shui se reía y le acariciaba el pelo con ternura, para después tatuarle su conocida camelia en el dorso de sus manos.

Shui, que no participaba en los juegos con las demás, comprobó que las muchachas cambiaban de vez en cuando. O eran vendidas, o eran intercambiadas con las de otras casas de trato del territorio, sin que nadie percibiera el cambio, ni presenciara ninguna partida. Era la forma de proceder de la dama.

La compra y venta de aquellas desgraciadas le parecía a Shui detestable. Pero debía aceptarlo y dar gracias al cielo de que ella no fuera una esclava, sino una mujer pública sometida a contrato, con el que podía presentarse ante un juez, gracias a la intervención de la emperatriz madre.

En la clandestinidad de su soledad, Shui pensaba en su suerte, y también en Xu Jun, al que ya no vería en vida. Entonces su corazón sentía una tibia añoranza del falso monje, como si un maravilloso sueño se hubiera desvanecido antes de comenzar. En las tardes que estaba libre paseaba con Magnolia, una perla que el destino había depositado en su mano. Deambulaban por el campo, donde las peonías convertían el valle de Taiyuan en un estallido de colores rosa y blanco.

Era un clarín de luz y belleza que la confortaba.

Magnolia perdió su castidad con un alto funcionario de la capital por una cantidad exorbitada que cubrió los gastos de casi un año de la mancebía. No fue cuidadoso con la niña, pues la poseyó salvajemente en una mesa repleta de frutas, jarras de vino, cuencos y candelabros, según le narró. Y cuando la desfloró, soltó una carcajada bestial, de triunfo, que la sobrecogió.

Pero Shui la confortó como una madre. Acomodó dulcemente la cabeza de LiYing en su regazo y la consoló, enseñándole a procurar en los hombres estremecimientos perturbadores y despreciarlos al mismo tiempo. Si era imprescindible para la casa sería más querida y entonces sufriría menos.

Al final del verano, Shui se aisló física y emocionalmente, carente de voluntad propia. Se sentía extenuada, pero no dijo una palabra y ni un quejido salió de su boca. Estaba estigmatizada con las bajezas que soportaba. Aguantaba a ricos caravaneros achispados, a funcionarios y a tenderos opulentos, pero viciosos, únicos que podían pagar su elevado precio.

Una mañana del séptimo mes, cuando el otoño cubría los campos de tonos rojos, ocres y carmesíes, Magnolia se despertó con unos golpes de tos angustiosos que provenían del cuarto de Shui —Orquídea—. Abandonó su lecho preocupada y se acercó a su protectora. Tenía fiebre, un agudo deseo de vomitar y temblaba. Había sufrido desmayos en días anteriores y estaba pálida.

—No es nada. Es la «tos de los cien días», nada más. Con descanso, vapores y tisanas, mejoraré, LiYing.

Pero Shui entró en un sopor que la preocupó. Apenas si balbucía, cerró los párpados de color púrpura, se le agrietaron los labios, la fiebre la devoraba, no comía y perdía con frecuencia la conciencia. Dama Gardenia temió por su vida y ordenó a Magnolia, y a una sirvienta que velaran por su salud.

Era el principal reclamo del burdel. Y aunque ya había recuperado la mayor parte de lo que había pagado por ella, la necesitaba para el invierno, estación en la que llegaban las caravanas del sur con los clientes más adinerados.

Magnolia, cuando no la solicitaban, se echaba a sus pies y velaba sus sueños fragosos. Le llenó el cuarto de flores, y para evitar que muriera de inanición le introducía una cañita por la boca y la alimentaba con devoción filial día tras día. Y su fraterna atención la salvó. Pasadas cinco semanas de preocupación y desconsuelo, un amanecer, demacrada, ojerosa y extremadamente lívida, dama Orquídea se esforzó en incorporarse del lecho y llamó a su amiga con voz tenue.

—Tengo sed, mucha sed —musitó sin fuerzas.

Magnolia sollozó de alegría, y a los pocos días, con los cuidados de su compañera y del médico, recuperó el aliento y comenzó a ingerir té, infusiones de plantas curativas y sopas de mijo. Magnolia le preparaba con sus manos pastelillos de arroz envueltos en hojas tao, pato con jengibre y alubias rojas con miel, y la asistía para que recobrara las fuerzas.

—Sin tu ayuda, no hubiera vuelto a la vida, mi niña LiYing. Era mi alma la que se resistía a vivir —le confesó.

—Y en sueños rogabas al Augusto de Jade que te llevara junto al espíritu de Xiaomei, o te dejara salir de este mundo. ¿Quién es esa mujer? ¿Tu madre? La nombrabas mucho.

—Mi hermana, querida LiYing. Pero murió, y su recuerdo me atormenta como si aún estuviera viva, pues murió en unas circunstancias excepcionales y pasmosas, que un día te relataré, pues parecen una leyenda antigua —reconoció con apenas un hilo de voz y una sonrisa inconmensurable.

Cuando dama Orquídea recobró el brío, visitaron el Templo de las Diosas, donde ofrendaron a las divinidades flores, cera y sándalo, en reconocimiento a las Madres por su favor, y a su diosa protectora de la Misericordia, Kuan-yin. Paseaba cada tarde en un palanquín por las orillas del río Fenhe en la compañía amable de LiYing, y la convaleciente aspiraba el aire puro y perfumado que oreaba los lagos.

Uno de los ocasos, cuando regresaban en las sillas de manos a la Casa de Té, Shui percibió que un hombretón corpulento, picado de viruela, embozado en una capa y camuflado frente a la esquina del burdel, miraba en dirección a su habitación. De repente, volvió la cabeza, y al verla, escondió el rostro y desapareció entre la gente, camino de una posada del final de la calle.

Shui no le concedió trascendencia, pero no lo borró de su memoria, y meditó quién podía ser y por qué la espiaba.

Ya en franca mejoría, Shui le pidió a Magnolia que le procurara en secreto pinceles y tinturas de colores, con las que pintó en la clandestinidad de su habitación una larga estola de seda con los dibujos que la habían hecho única en palacio: un dragón risueño sentado sobre las nubes —un wolong de la suerte—, dos fénix gemelos y algunos murciélagos en tonos azabaches, animales sagrados de la mitología china.

La niña rio de alegría al regalárselo para la fiesta del Rey Pan. Jamás la habían obsequiado con prenda tan suntuosa.

—Eres prodigiosa, Orquídea, gracias de corazón.

—Y tú, mi niña, una luz generosa en mi oscuridad —dijo Shui.

Shui adoptó un tono serio, pues no deseaba que Gardenia supiera de aquella habilidad suya.

—No reveles a nadie que lo he pintado yo. Dile a dama Gardenia que es un regalo de un admirador.

—Haré lo que tú me digas —dijo, besándole la frente.

La dueña del burdel, una mujer interesada que le gustaba enfondarse en el lado más obsceno de la avaricia, humillar a sus pupilas y moverse en el cieno de la maldad, ponderó no obstante la situación. Había llegado el momento de preservar a su joya más valiosa y aprovecharse del talento y la procedencia de Shui.

Tenía que recuperar lo que había pagado y sacarle rendimiento. Después podía morirse, y en paz, y satisfaría su bolsa y a su proveedora y amiga Kumiko. Dama Gardenia no era estúpida y Shui era una provechosa inversión. La había comprado porque sabía que las concubinas imperiales eran virtuosas con los instrumentos musicales, y sabían cantar y bailar las atávicas danzas han, que tanto agradaban a los hombres.

Así que decidió preservarla un tiempo del contacto directo con los clientes y extraerle otro beneficio, tanto o más fructífero que el anterior. Ya llegaría el momento en el que volviera a los cuartos de placer y cumplir el deseo de la maestra Kumiko: saberla muerta. Sabía que no había en el territorio una Casa de Té que contara con cortesanas cantoras de su calidad. Y su decisión supuso la salvación de Orquídea, que abandonó por un tiempo su lecho de citas, para dedicarse a amenizar las veladas del prostíbulo, recuperando así su precaria salud.

Por las noches ocupaba un estrado donde había cuatro instrumentos comprados por la dueña: una cítara de Cheng, un kung-hou de cuerdas, el ti, una flauta de caña de bambú, y un violín chin, que tanto gustaba Shui tañer. Al poco, la recuperada dama Orquídea, se sintió otra mujer. Y no había una noche que el local no estuviera a rebosar para escuchar a dama Orquídea tocar y cantar. Era la sensación de Taiyuan.

En Shui, que cumplía un año en la Casa de Té, se experimentó una súbita transformación. Se había propuesto evitar sucumbir ante la adversidad y a un trabajo que abominaba. Orquídea precisaba saber que lo hacía por alguien o por algo, y que debía seguir con obstinación su sueño de saber de Xiaomei. Había vivido las últimas semanas de una forma febril y agitada, pero ahora estaba tranquila y hasta había recuperado su libido.

«Soy consciente de que pertenezco a una clase inferior. Pero recuperaré la libertad que nunca he tenido.»

Shui comprendió que su voluntad personal, más fuerte que el mismo instinto, triunfaría, y que aunque su vida no fuera nada gratificante, su destino cambiaría. Tras la enfermedad en la que había creído morir, se notaba como una tigresa de uñas afiladas, dispuesta incluso a matar por seguir conservando la vida. Había descubierto un tesoro inagotable: su tesón, con el que conseguiría subsistir y llegar a ser libre.

Y eso le infundía confianza. Estaba decidida a que su futuro fuera grandioso. Desbordaba fe, y se reforzaba pensando en su quimera personal: saber si su hermana estaba viva.

Una de las noches en la que abandonó su estrado de canto, Shui, cansada pero satisfecha de su trabajo con el que era mejor remunerada, subió a su habitación al final de la galería; y antes de cerrar los postigos miró a la calle, desierta a aquella hora. Y cuál no fue su sorpresa al distinguir entre las sombras al mismo individuo robusto que viera el día del paseo. Y como la otra vez, tenía su mirada fija en su ventanal, a pesar de la lobreguez de la noche. Le resultó fastidioso.

Pronto, al verla, volvió a desaparecer como un trasgo.

¿Era un cliente o un admirador que la espiaba deslumbrado por sus encantos? ¿Obedecía aquel fisgoneo a la misma vigilancia a la que había sido sometida en la Ciudad Prohibida? ¿Era un eslabón más de los ya olvidados asesinatos de palacio?

No quiso darle importancia, pero se intranquilizó.

—Puerco mirón —musitó entre dientes.