El largo invierno de la espera

Precedido por un rígido secretario de andar torpe, avanzó Xu Jun por un pasillo abovedado y esculpido con dragones. El ministro prefería recibirlo en el aislamiento de su gabinete personal, lúcidamente decorado y con decenas de legajos sobresaliendo de los estantes. Olía a tinta y papel.

 

—El Maestro Imperial Xu Jun de Shantung, Excelencia —lo anunció el ayudante bajando la testa.

—Pasad —lo animó un viejo de dientes prominentes, trenza, bigotes y perilla lacios y nariz roma, donde reposaban unas antiparras europeas. Su piel arrugada se asemejaba a la de un lagarto. Tajante en el trato, estaba sentado en un diván damasquinado, tras una mesa baja llena de pinceles, receptáculos de plata, sellos y plumas de sandáraca.

Fan Shiyi era un viejo burócrata de figura atildada, seguidor de Confucio y amante de los placeres y el oro. Y como todos los funcionarios de alto rango, era corrupto, autosuficiente, fatuo, sutil y deshonesto. Y su mirada delataba altanería.

—Que el Augusto de Jade os preserve, Señoría —lo saludó Xu Jun, alzando los puños y con un inalterable optimismo.

Sin demasiada condescendencia le contestó:

—La mayoría de los Maestros Imperiales merecen el apelativo de sabios, pero solo algunos el de elegidos, como vos. Solo hay que ver la continencia de vuestros modales, el esmero en el atuendo, vuestra reservada tenacidad y reconocida sabiduría.

—Gracias, honorable Fan Shiyi —contestó Xu Jun, inclinando la cabeza en señal de respeto y gratitud.

—Aún recuerdo el semblante del Hijo del Cielo, Kangxi, cuando revisó vuestro examen. Quedó impresionado —recordó.

El funcionario saboreó con lentitud una noticia que estaba seguro sorprendería al Maestro Imperial, y prosiguió reservado:

—Excusad la tardanza en convocaros, pero ya sabéis que el palacio anda revuelto con el insospechado arresto del general Longkodo, jefe del Regimiento del Estandarte Dorado, y caballero de confianza de Su Majestad. El cielo vengador ha acertado esta vez con su víctima. ¡Ciertamente!

El rostro de Xu Jun era un clarín de asombro.

—Nada sabía, Excelencia. Os escucho con serenidad.

Al ministro se le veía gozoso. Detestaba a Longkodo.

—Se veía venir, y mi información no puede ser más fidedigna. Ayudó a nuestro Bixia a auparlo al trono, sobornó a las personas indicadas y en estos tres años ha intentado compensarse con una avariciosa desmesura y una tiranía abominable.

—Los generales solo son fieles a los reyes victoriosos.

El alto funcionario siguió poniéndolo al corriente:

—Indudablemente —replicó el ministro—. La amistad entre el Dragón Sagrado y ese taimado zorro no era posible. Cuán cierto es que el poder atrae como a la mariposa la llama de una vela.

—Y se ha acercado tanto al fuego que se ha quemado y el soberano está furioso por su conducta. Toda autoridad excesiva dura poco, señor —señaló Xu Jun, que no quiso revelarle el ordenamiento de los asesinatos perpetrados por el monje Lanzo.

Lleno de una gozosa serenidad que sorprendía, prosiguió:

—Longkodo se halla en arresto domiciliario y ya no podrá simular grandes gestos y desafíos inútiles. Y así estará unos meses para que recapacite sobre su desafío al emperador. Luego pasará a la Torre de los Tambores, donde penará su culpa entre cadenas y ahogado en su propia mierda, y finalmente será ajusticiado, como es costumbre, culpado de un delito de lesa majestad. No os diré que lo lamento, pues ha sembrado a su alrededor un odio irreconciliable.

Al maestro se le quedó el rostro como una máscara. Recordó a Xiaomei, y experimentó una satisfacción intensa. «Al fin es libre plenamente de las bellacas intenciones de ese bastardo.»

—«Aborrece a los tiranos y desenmascara a los embusteros», como nos enseña el maestro Confucio. El general era conocido porque ejercitaba ambas «virtudes». No era un consejero querido, sino temido —intervino Xu Jun con respeto.

—Esa fue su equivocación, querido amigo. Era como un perro desquiciado que ladraba para asustar, pero no mordía más que a los débiles y miserables. No faltará tierra para cubrir su ataúd —aseguró el ministro, y con un gesto dio por concluida la referencia al militar caído en desgracia.

La sorpresa que había deparado en Xu Jun había sido colosal, y una desconocida excitación, pues abría para Shui y Xiaomei perspectivas insospechadas. En actitud pensativa aguardó la proposición del burócrata.

—En vuestra carta de presentación —prosiguió—, nos decíais que deseabais reintegraros en la administración del Estado, como os corresponde a vuestra estirpe y preparación.

—Así es, honorable Fan Shiyi —corroboró.

El ministro negó con la cabeza, y le lanzó una mirada torva. Sabía que procuraba hacerse el inaccesible, pero una fría y ostensible reserva lo envolvía.

—Pues en vuestra prefectura y en las limítrofes, y concretamente en la ciudad donde vuestro padre ejerce la inspección de la sal, no hay ningún puesto vacante. Lo lamento —le soltó sin mirarlo a la cara.

Xu Jun sabía esperar, ser paciente.

—Con el debido respeto, Señoría, os diré que desde hace un año me he establecido en la ciudad de Xian, donde ejerzo de mercader de té. Nada apetecible para mí e impropio de mi rango, aunque procure pingües dividendos —explicó Xu Jun, y manoseó una caja de taracea que portaba en la mano, y que a todas luces era un obsequio para el ministro, que la miró con golosa avidez.

Fan Shiyi era un administrador astuto e intuitivo, pero Xu Jun conocía la forma de ablandarlo. Se incorporó y con la cerviz inclinada colocó la caja repleta de monedas de plata encima del escritorio, manifestando como quien está obligado a hacerlo:

—Es una humilde dádiva que apenas si compensa el esfuerzo, la bondad y la dedicación de Vuestra Señoría hacia mi humilde persona —dijo en tono sugerente, viendo que el anzuelo que le había arrojado había caído en el lugar apropiado.

El ministro compuso un falso gesto de reflexión y de templada circunspección, sin tan siquiera mirar el cofre. Los nombramientos se hacían en el mandato manchú, como antes en la dinastía Ming, o la Han: siguiendo criterios estrictamente aristocráticos y de nobleza de sangre, aunque hubiera méritos añadidos como en el caso de Xu Jun.

Así que destiló unos segundos de espera, y como si Confucio en persona le hablara al oído, repuso triunfal:

—¡No obstante, me venís como caído del cielo, Xu Jun! Me ha venido a la memoria un problema que abruma al emperador. ¿Sabéis que desde hace dos años ningún alumno de Xian ha aprobado los exámenes de Maestro Imperial? Precisamos de una persona de saber profundo y acostumbrado a lidiar contra la ignorancia y la apatía, que reflote como director esa ociosa Academia de Filosofía, Arte y Matemáticas de esa ciudad. ¿Aceptáis?

Xu Jun hizo como que sopesaba el ofrecimiento, cuando lo deseaba con toda su alma. Al fin respondió:

—Si Su Excelencia y el divino Bixia así lo creen conveniente, pondré toda mi ciencia, mi saber y mi experiencia para que esa Academia Imperial recobre el lustre perdido. Lo acepto, Señoría.

Con la misma resonancia de orgullo y vanidad, dijo:

—Obráis con cordura, maestro Xu Jun. Nian Gengyao siempre me habló de vos con excelente opinión, y recuperaros para la administración imperial vendrá a resolver un problema grave.

—Os quedaré eternamente agradecido, Excelencia.

Como si le concediera el don de la indulgencia, repuso:

—En absoluto, Xu Jun. En breve enviaremos al gobernador de Shaanxi vuestro nombramiento, y en unas semanas ya podréis haceros cargo de la dirección de la Academia Imperial. Vuestros emolumentos y prebendas harán que despreciéis las ganancias de la mercadería, os lo aseguro —le vaticinó—. Los alumnos y sus familias patricias suelen ser muy dadivosas.

Y cuando Xu Jun se disponía a incorporarse del asiento y marcharse, esgrimiendo una radiante sonrisa, fijó su mirada en el ministro.

—Señoría, excusadme —manifestó cortés—. He rescatado este informe confidencial referente a la todopoderosa Maestra de Concubinas, la señora Kumiko, y al Gran Eunuco, Yan Yan, en el que se evidencian faltas impropias de unos servidores de Su Majestad. ¿Tendríais la amabilidad de entregárselo al honorable Qing Shilu, Supervisor de la Moralidad Pública? Según pruebas que se acompañan, salen con asiduidad de la Ciudad Púrpura, y también de Pekín, y cobran grandes cantidades por procurar cargos públicos, que se embolsan y que también envían a sus familias, convertidas en potentadas. Les agrada enfangarse en el lodo de la envidia y la crueldad con las mujeres.

—¡Dos personajes bastos y arteros —exclamó el jactancioso ministro—. Este medio hombre acumula un desmedido poder y merece un escarmiento, y la maestra posee demasiada influencia en el trono. Los Maestros Imperiales detestamos a esos dos fantoches que simulan ingenuidad y cortesía, cuando en verdad son dos alimañas. No solo se lo traspasaré a Qing Shilu, sino también al Registro Imperial de Eunucos y Cortesanos. De ser cierto lo que aquí se expone, no os quepa duda de que serán «apartados» de sus influyentes funciones, y en poco los veremos fregando las letrinas de la guardia imperial, o con el pescuezo cercenado.

—Debe de ser bochornoso y ofensivo para un ministro del Bixia verse oscurecido por semejantes personajillos, Señoría.

—Humillante, maestro Jun —respondió, bajando los ojos.

En Xu Jun no hubo ni una chispa de remordimiento.

—No soy vengativo, os lo aseguro, pero el castrado se ha comportado como una sabandija con personas íntegras de palacio a las que admiro. Es un mal bicho, un canalla que no contento con dañar a quien le hace sombra y perjudicar a inocentes, acaba de clausurar el monasterio que ocupábamos los agentes imperiales de Nian Gengyao, dejando en la más absoluta miseria a los pobres monjes limosneros que vagan por Pekín como mendigos. Y todo por venganza hacia la hermana de Nian, la favorita de nuestro emperador, que era su bienhechora —le reveló.

—Deleznable conducta que obtendrá un castigo ejemplar, os lo aseguro. El mismo Bixia se alegrará de conocer que convive con una serpiente venenosa. Bienvenido a la administración imperial, maestro Xu Jun, y que Buda y Confucio os iluminen en vuestra nueva labor —concluyó, esgrimiendo una falsa sonrisa.

—Quedad en la paz del Iluminado —contestó.

Xu Jun no cabía en sí de gozo cuando salió del palacio. La luz del mediodía le pareció infinita. La noticia de la detención del general Longkodo había corrido por la capital como un viento impetuoso. Pensó en la nueva función para la que había sido nombrado, y le cautivaba. Perseguiría la supremacía de la inteligencia sobre la superchería, sobre la religión paralizante y la obediencia ciega a unos preceptos insensatos.

Sostenía en su fuero interno que la realidad del mundo se hallaba en la observación y el descubrimiento de la naturaleza y el cosmos, los verdaderos maestros del hombre, y no en las fábulas sobre las deidades falsas a las que solo se acogen los rebaños de individuos lerdos y zafios.

Buscaría maestros entre los mejores científicos, filósofos, geógrafos, matemáticos y legistas de la provincia, y mostraría a sus alumnos un mundo nuevo sin medias verdades, sin monjes falaces o preceptores embaucadores que todo lo cifran en el capricho de unos dioses sedientos de sangre y ofrendas inútiles que los enriquezcan a ellos y amordacen a los crédulos.

Partiría en dos días hacia Xian, y pensó en la artera dama Kumiko, en Yan Yan y en el general Longkodo, tres corruptos farsantes y ávidos personajes de los que suelen brotar al olor del oro y el tufo del poder en los tronos de los reyes. Era el pecado más antiguo de la herencia humana, un mal que atacaba sobre todo a los poderosos: la codicia. Una enfermedad para la que no existía remedio alguno.

«La justicia es dar a cada uno lo que merece. Nada más.»

Aquella noche, un firmamento amoratado se enseñoreó de Pekín, la capital dormida y silenciosa, y del enamorado impaciente; y mientras pensaba en Shui, una nube azabache, como un jirón sombrío, partió en dos el astro lunar. Así había sido la vida de los dos, una existencia fragmentada por el destino.

El viento soplaba inclemente en Xian y sus remolinos hacían aletear los copos de nieve. Un finísimo velo de niebla envolvía los tejados y las cumbres cercanas. Shui miraba desde el ventanal hechizada por la mágica atmósfera y cómo la urbe se desvanecía de forma fantasmagórica ante sus ojos. Un balsámico aroma a incienso flotaba en la cámara de Shui, donde reinaba un silencio pleno de misterio y sensualidad.

La vida, cómplice con sus deseos al fin, se le abría de par en par con todas sus satisfacciones y esperanzas consoladoras.

Xu Jun, que había regresado a Xian con tan valiosas y óptimas noticias, buscó la soledad con Shui, y juntos permanecieron un tiempo saboreando el silencio de sus miradas y deseos. El Maestro Imperial estaba amorosamente prendado de la joven, que lo miraba con tal afabilidad y naturalidad que a él le parecía un milagro. Shui, que lo consideraba el culpable de su transformación, le habló con dulzura:

—Ahora que eres una persona tan respetada en Xian, y has alcanzado la reputación y consideración que merecías, ¿por qué sigues con esta insignificante mujer de pasado tan despreciable?

—Porque ahora deseo alcanzar la felicidad contigo, Shui.

—Tú has llenado el vacío que gobernaba mi existencia, y la escarcha de mi pasado la has deshecho con tu fuego. Antes solo era una sombra en la pared y ahora un ser querido que ama.

—La verdad es que has cambiado como el invierno cambia los árboles, pero para criarlos más bellos en primavera, Shui.

Su voz grata y sus modales selectos le conferían una imagen de reina. Susurrante, le contestó:

—Porque bajo tantas cicatrices, aún sigo estando yo, Xu.

El deseo los agitó. Shui se desnudó en una indolencia desinhibida, y su aterciopelada suavidad, donde solo unos aretes de jade destacaban en sus rosados lóbulos, deslumbró a su amante.

Shui ungió el cuerpo de Xu Jun con agua de rosas y jazmines y lo atrajo hacia sí, lamiendo durante largo tiempo sus labios. Permanecieron un rato inmóviles, estudiándose con ternura, hasta que Xu Jun, con sus codiciosos dedos, acarició sus senos gráciles y sus oscuros pezones que palpitaban con el tacto. El amante la empujó con ternura hacia el lecho y la apretó con fuerza. Shui percibió relampagueantes sacudidas de placer.

El olor del acto de amarse era para ella el más afrodisíaco de los excitantes. La mirada y los movimientos denotaban el fuego interno que los invadía, y tras un largo rato de caricias, besos, mimos, empujes y gemidos penetraron en sus sexos, que quedaron deleitosamente desmadejados.

Después, silenciosos, desnudos y abrazados, contemplaron tras el ventanal la oscuridad de la noche; y titilando en el desmesurado firmamento, vieron cómo se esparcían entre las nubes miríadas de estrellas.

Hacía frío y la mañana estaba deslucida, mustia y umbrosa. El cielo mostraba una mezcla de plomizas tonalidades que anunciaban la posibilidad de lluvia y nieve; y a la niebla matinal le costaba trabajo disiparse.

Shui era un marjal de dudas. Conocida la detención y arresto del general Longkodo y la promesa de casamiento de Xu Jun, no se decidía a escribir a Xiaomei y alterar su vida de retiro. Pero lo precisaba, y al pasar las horas en su rostro menguó la duda y su expresión dubitativa se difuminó. Sabía que en la cámara de Xu Jun había una mesa de dibujo y escritura con un revoltijo de tintas de colores, tinteros de peltre, pinturas, recipientes de porcelana, papel de arroz y pinceles.

Se acomodó y escribió con rasgos firmes:

Que el Iluminado te preserve, querida hermana.

Tengo novedosas confidencias que anunciarte y te pido indulgencia por quebrar tu quietud en el Manantial de las Lágrimas.

Mi alma destila gozo al conocer la noticia de que quien maquinó tu muerte y urdió tu desgracia, el pérfido general Longkodo, personaje propenso a la mentira a pesar de ser consejero principal del emperador Yongzheng, ha caído en desgracia y desaparecido de la escena política y de las decisiones de gobierno de la Ciudad Púrpura y del Reino del Centro.

Su nombre y sus viles acciones han sido empujadas por el viento, como hojas secas de otoño. El recelo a su perversa sombra no debería retenerte ya en las lejanas tierras de Kyzil. Y si es tu deseo que no vivamos separadas, ha llegado el momento de hacerlo realidad.

Xu Jun, al que amo cada día más, ha sido nombrado por el Ministro de Ritos y Nombramientos, rector de la Academia Imperial de Xian, ocupación que ya ejerce con su proverbial sabiduría y rectitud, que lo eleva a los de más prestigio y rango social de esta ciudad.

Has de saber que para encubrir para siempre mi pasado, en modo alguno infamante, pero sí incomprendido por mor de la naturaleza de quienes hemos conocido y del destino que ocupamos, he cambiado mi nombre, y ahora respondo al de LiTuan, «flor de loto», en deferencia a nuestra recordada abuela materna, aunque sí sigo presentándome como hija y descendiente de los Tang, de la vieja casta del valle de Chambi.

Espero que lo apruebes.

Para el próximo verano, después de las fiestas de la Brisa y los Pájaros, es deseo de Xu Jun que celebremos la boda según el antiguo rito en su ciudad natal de Shantung y ante su aristocrática familia. Sería mi deseo que tú, a quien más aprecio en esta tierra, me hicieras el honor de entregarme en la ceremonia nupcial y ocupar el puesto de nuestros padres. Eres lo único que me queda de mi sangre, y ahora que el gran rompecabezas de mi vida encontró la solución para todas sus piezas, te necesito.

El pesar y el miedo, esa patria común de todos los seres humanos, ya no reina en mi alma, antes atribulada. Los sueños incumplidos, la resignación y la angustia huyeron de ella.

Esperaré tus noticias con impaciencia, después de haber tomado este nuevo rumbo. Ya sabes que solo deseo que estés a mi lado, mi querida Taizhen, y que seas tan feliz como el Augusto de Jade decida en su celeste providencia.

Beso tus mejillas y rezo por ti.

Undécimo mes del año de la Cabra, tercero del emperador Yongzheng.

Luego la releyó con excitación, y se sosegó.

Se la entregó a Xu Jun, quien aprovechando el veloz y eficaz correo imperial, que diariamente partía para la frontera con comunicaciones de los ministerios y gobernaciones de la prefectura de Xian, la envió con carácter confidencial a la paiyou Taizhen en Kyzil. En tres semanas estaría en su poder.

El destino les había concedido el don de la indulgencia.

Se sucedieron las semanas gélidas y remisas al buen tiempo. El invierno se había instalado en Xian con toda su crudeza y la lluvia empapaba los prados y valles, hiriéndolos con sus cuchillas de hielo y escarcha. Aquella estación, desde que era pequeña, enjaulaba a Shui en el desánimo, la apatía y la confusión.

En ocasiones, efímeras brisas templadas hacían pensar en una primavera aún remota. Celebraron con la primera luna nueva la festividad de Año Nuevo, después de festejar la ceremonia de la Purificación y pasear a Miao en unahua-jiao, «una silla de flores», por los salones de La Casa Dorada. Era el regalo por su generosidad junto a un abanico que Shui había pintado con peces en un riachuelo azul y crisantemos entre tallos de lavanda.

Xu Jun obsequió a Miao y a Shui con plantas de la inmortalidad de las que crecían en las islas Penglai, y Shui a él un reloj europeo de bolsillo, que el maestro celebró, pues le dispensaba una gran distinción.

Conforme las nubes se decidieron a desplazarse hacia el mar, límpidos cielos azules dejaron ver un sol asustadizo, caprichoso y tibio. Se oyeron los primeros revoloteos de los vencejos y calandrias, los limones luneros colgaban de las ramas y los narcisos, mimosas y peonías comenzaban a florecer. La primavera se aproximaba, pero no tenían noticias de Taizhen, y la joven prometida sufría en silencio.

A veces cuidaba a los sobrinos de Miao, y se sentía pagada con su inocente y alegre compañía.

Shui y Xu Jun preparaban y adecentaban la mansión en la que vivirían en el futuro, adquirida gracias al propicio negocio que había supuesto la venta de las sacas de té, a las que habían quintuplicado su valor, y dado paso a convertirse en negociantes muy reclamados del preciado producto. Era un inmueble de color pálido, hogareño y alegre, situado en el barrio alto de la ciudad, y abrigado por la muralla y los viejos palacios imperiales. Una delicada decoración se mezclaba en armónica mezcolanza con las maderas de roble, los aleros de estuco y los muebles de caoba.

Un jardín umbrío y melancólico donde crecían las moreras, los blancos almendros y los sauces olía a peonías, orquídeas, camelias y lotos, y las hiedras cabalgaban sobre los muros de porosa piedra. Pero a veces, Shui sacudía tristemente la cabeza, envuelta en una nostálgica impaciencia, como si quisiera acelerar el tiempo que transcurría con torturante lentitud.

Cierta mañana en la que se hallaba sola, decidió deshacerse de los objetos personales que la vinculaban con el pasado. Se veía como una mujer nueva. Avivó el fuego del hogar y fue arrojando en él sus pertenencias más queridas que aún guardaba de la Ciudad Prohibida: algunos escritos, unas estolas de seda que había pintado en el harén, el cinturón dorado y la túnica violeta bordada en jade de pintora real, la credencial de Dama Guifei, la sentencia del tribunal imperial y el certero «mapa del dragón» que había significado el encuentro con Xiaomei. También quemó el contrato de la casa de té comprado por Miao. Era otra persona, y así ofició la ruptura con lo acontecido antes en su vida.

Derramó algunas lágrimas, pero no lo lamentó.

Sin embargo, su hermana no respondía a sus apremiantes deseos expuestos en la carta enviada hacía ya meses. Dotada de ese fino tacto para comprender a sus seres queridos, entendía que Xiaomei no deseara abandonar su vida de quietud y adoración de sus devotos. Pero aguardó impaciente. Contestaría.

En el círculo de sus amistades se hablaba del nuevo y próximo matrimonio, y Shui se entristecía pues no llegaban las noticias que esperaba. La presencia de su hermana era capital para ella. Permanecía a veces abstraída y cabizbaja como si la abrumara un sentimiento de pérdida, y su recuerdo de Xiaomei le resultaba más agrio que dulce.

Aquella misma tarde, cuando ya no esperaba contestación de Xiaomei, se volvió a mirar alertada por un ruido. Unos pasos sobre las hojas secas lo habían delatado. Expectante vio llegar hasta la puerta a un monje de túnica azafranada que preguntaba por el Maestro Imperial Xu Jun. Dejó la carta a un sirviente y recibió una limosna que agradeció. El viento gélido había cesado y la luz era deslumbrante, y el aire, húmedo y espeso, estaba impregnado de los olores de la floración.

El mensaje de Xiaomei no podía haber llegado en momento más necesario para el ánimo de la joven. Shui esperó la llegada de Xu Jun, y mientras tomaban una olorosa taza de té, la leyó.

Ruego a Xuanwu, el espíritu del Cielo del Norte, sea con vosotros y os otorgue todo tipo de bendiciones.

Ignoro cuándo llegará la carta, querida Shui, pues los caminos están intransitables, aunque espero que no demasiado tarde. He dudado lo indecible en tomar una decisión, y aunque las noticias recibidas han alegrado mi corazón de forma inexpresable, mi deber para con mis semejantes me obliga de por vida.

Mi corazón se liberó al fin de sus angustias, porque el tiempo es el juez más implacable de la vida. El suplicio de entonces, aquel que hemos padecido las dos por nuestra separación, era parte de la felicidad que ahora gozaremos.

Está claro que el poder es el mundo de los hombres y en modo alguno se halla en los labios de una mujer, por muy inteligente que esta sea. Prefieren a las que ríen y no a las que recapacitan. Por eso he elegido una vida de retiro y soledad.

Cuando nos separamos en el Templo de Dafosi, dentro de mí se produjo un sentimiento que me sacudió física y espiritualmente con intensidad. Fue una terrible violencia para nuestros espíritus, que dentro de poco se sosegarán para siempre.

Pero te explicaré. Expuse mis incertidumbres y deseos al prior Lanzo de mi monasterio de Kyzil, un ministro de dios compasivo, quien se puso en contacto con el superior del Templo Adoratorio de la Gracia Maternal de Xian. La respuesta fue inmediata: necesistan una pan-hoei, una actriz de teatro sagrado, y una paiyou, una mujer sagrada, por lo que me acogerían con los brazos abiertos en su cenobio, donde también conviven religiosas tao de la diosa Shao Lin y monjas budistas que cantan a la deidad de la Comprensión.

Con ellos viviré ejerciendo mi ministerio.

Él sabe que con las paiyou su santuario adquirirá una notoriedad sobrada y cuantiosas limosnas. De modo que para el festival de los Barcos Dragón, en primavera, perteneceré a ese santuario, donde interpretaré las danzas sagradas y el teatro ancestral. Y ya solo la muerte nos separará, querida niña. Nada me hará más dichosa que entregarte a la familia del juicioso Xu Jun, un tesoro de experiencia y voz de la prudencia, un semejante de virtudes señaladas que te hará feliz.

Aunque ninguna cosa es para siempre en esta vida y en ella prevalecen las amarguras a la feliciad, muy pronto seremos una única persona y permaneceremos lejos de tiránicas maestras como Kumiko, cuyo recuerdo me produce repugnancia, como también de amos caprichosos.

Espérame. Llegaré con el vuelo de las cigüeñas.

Tu hermana, que te ama hasta el infinito.

—El futuro está en nuestras manos, Xu Jun.

Ellos sabían que del pasado solo les quedaba la memoria, un paño de seda blanca empapado de dichas y pesares en el que quedarían impresos unos años insustituibles. A Shui el cariño la dominó y selló con la sonrisa de sus labios, de su mirada y todo su cuerpo la unión con Xu Jun. Después se mantuvieron durante un rato hablando con gesticulaciones imprecisamente secretas.

Un sol rojo, como una inmensa bola púrpura, cubría de destellos las profundidades de Xian a la claudicante hora del crepúsculo. Los dos habían contemplado juntos muchos anocheceres en diferentes lugares y en diversos momentos, pero aquel abismo carmesí les infundió el valor que precisaban.

Acudieron a la mente de Shui imágenes de su tierra natal del Tíbet: los pasos suaves de su madre y de Xiaomei por la casa, el valle inundado de luminosidad, el acogedor cuarto donde su madre la alumbró, los tibios días del verano y el murmullo de los arroyos que nacían en las montañas de nieves perpetuas.

Evocó el suave perfume de los rosales de la casa de su abuela y el aroma de los almendros en flor. Parecía hechizada y sumida en un silente embeleso. Su cuerpo se hallaba abierto a los murmullos, a los aromas y a las sensaciones que la rodeaban. La cortina de seda cayó sobre la ventana y salió de su absorbente recuerdo. Ahora sí se veía dueña única de su vida y libre para tomar sus propias decisiones.

—Mis deseos son el reverso de los tuyos, Xu Jun —le confesó.

Las ascuas del hogar se habían consumido y comenzó a adormecerse, ingresando en ese estado ingrávido de somnolencia en el que los sentidos perciben destellos no percibidos durante el día, agudizándose hasta lo ilimitado. Su espíritu se colmó de calma, esa calma que todo lo esclarece.

La tenue luz dibujó su silueta, incitantemente hermosa.