Las salteadoras de Shaanxi
Una sensación de quietud, elegancia y refinamiento se percibía en el aposento de Miao cuando accedió a ella Xu Jun.
Un pequeño telar donde se bordaba un mantón ocupaba un rincón junto a un ventanal, por donde se filtraba la luz escasa del día. Muebles y arcones de ébano y cedro negro ocupaban los rincones, y de las paredes colgaban cuadros de cortesanas abanicándose entre sauces y cidros, pintados por Shui.
Sobre una mesa cuadrada destacaba un tablero de juego de ajedrez con estrías de ágatas y madera taraceada, donde se posaban las fichas blancas y bermellones. Sobre un diván cubierto de satenes lucían las imágenes de la diosa Mazu y un Buda tendido, a los que iluminaban dos lámparas de alabastro con aceite perfumado. En el centro de la habitación crujían las ascuas de un brasero que consumía ramas secas de morera.
Una mesita baja con tres cojines acogía a Miao, Shui y Xu Jun, que asistía imperturbable, aunque admirado, a las confesiones de las dos cortesanas que le relataron los amargos sucesos y avatares que habían vivido en sus dos últimos años, sin que por ni un momento las interrumpiera.
—Trágicas vuestras existencias, señoras mías, como no podía ser de otra manera, sabida la aversión que os profesaba el Gran Eunuco. Creo que a partir de ahora entre nosotros no deben levantarse fronteras de incomprensión y podremos entendernos mejor, pues la fatalidad ha regido nuestras vidas. De todas formas el azar ha hecho que se encuentren de nuevo y la fortuna os ha llenado de alegría, y también de bienes —dijo.
Miao hizo una reverencia con su cabeza, peinada elegantemente, y rogó al maestro que degustara una taza de vino de Qingxú, y comiera de un cuenco donde humeaba una sopa de calabaza con arroz y cerdo con soja y miel. Xu Jun se lo agradeció, y tras probar lo que le había ofrecido, se quedó como absorto, como si madurara lo que había acontecido tras ser cesado como agente imperial.
—Podéis hablar sin temor, Xu Jun —lo animó Miao.
—Te escuchamos. Deseo saber qué fue de tu vida —dijo Shui.
Con los brazos cruzados, las dos damas lo miraban expectantes. Deseaban saber por qué había aparecido tan extenuado y enflaquecido en La Casa Dorada, y qué suerte había corrido. Las dos mujeres lo observaban con incertidumbre e interés.
—Llegué la pasada primavera a la ciudad imperial, de regreso de mi viaje por tierras extranjeras y del imperio. Portaba varios informes para mi superior, el neige Nian, pero extrañamente se me prohibió la entrada en palacio, incluso cuando esgrimí mis títulos de Maestro Imperial, de funcionario del séptimo nivel, y de emisario de la Junta de Censores. Nian, pese a que había intentado restaurar la moralidad de nuestro reino con medidas anticorrupción, había sido obligado a quitarse la vida, como después supe, acusado de noventa y dos cargos de malversación de caudales públicos. ¡Qué injusticia!
—Nuestro impulsivo soberano, siempre obra así.
—Ciertamente, Shui. Prefiere escuchar los cantos de sirena de Yan Yan, Kumiko y de unos ministros leales como perros, aunque poco inteligentes. Hoy China es simplemente una nación sometida a perpetuas vejaciones, cuya libertad sigue vigilada. Penoso.
—¿Cómo obrasteis ante la negativa de abriros las puertas de la Ciudad Prohibida? —lo animó a hablar Miao.
—Pues, decepcionado y preocupado por mi futuro me dirigí al monasterio que se alza entre la calle del Pozo de los Cuatro Ojos, junto el mercado de las Flores, la sede secreta de nuestra organización, donde solíamos recibir las órdenes de Nian y también nuestras recompensas de alimentos y la paga anual. Como ninguno teníamos familias a las que alimentar, solíamos regalar parte al cenobio, pues los monjes que nos atendían eran pobres como ratas.
—¿Entonces sois o no monje budista? —se interesó Miao, que nunca había dudado de su misión religiosa.
—No —dijo sonriente—. Tan solo era un disfraz para pasar inadvertido, como también usaba otros, como el de chamarilero, el de escribano o el de mercader de lanas, e incluso recitador de salmos contra el mal de ojo y los demonios. Era mi forma de servir a mi país, señora. Yo soy Maestro Imperial de alto grado.
—¡Sois toda una sorpresa! —señaló Miao estupefacta.
—Sin embargo, he de decir a mis señoras, que el tiempo que permanecí bajo la disciplina de Sabio Errante, sí me cultivaba en los dogmas del Iluminado, y estaba decidido a seguir la vida célibe y mística que tanto apaciguaba mi alma. Es la verdad.
—¿Os dolió su infamante fin? —preguntó Miao.
—Fue una muerte sucia, indigna, brutal e incomprensible.
A Xu Jun le había conmovido su recuerdo, pero continuó, aunque en su memoria había un poso de desazón.
—En el monasterio nadie se atrevía a hablar por no incomodar al nuevo niege. En Pekín las paredes oyen. Así que me fui a la taberna de Bianyifang, en la calle del Agua Dulce, la que suelen frecuentar los conspiradores, proscritos, espías, matones, asesinos a sueldo, funcionarios venales y sobre todo los viejos sirvientes de la casa real, a los que les gusta trasegar con cerveza y con vino de Xinhuacchu. Y de inmediato se fueron de la lengua, contándome cuanto deseaba saber.
—Conocemos a esa caterva de chismosos y malhablados.
—Y algo más, señora Miao —dijo mordaz—. Por un cuenco de vino son capaces de contarte hasta cómo vinieron al mundo. Y claro, como traía conmigo vuestra carta para Shui, y no podía acceder a palacio, le solicité a uno de ellos, un viejo conocido mío con cara de pera e inclinado a empinar el codo, que entregara a la señora Shui una carta de la casa real de Shan.
—Se extrañaría el servidor, ¿no? —terció Shui.
—Más que eso. Se tapó la boca con su mano, como si la cubriera con un velo, y me susurró temeroso: «¿No lo sabéis, maestro?, dama Shui fue juzgada, condenada y vendida a un burdel, por conducta inadecuada y lujuriosa. La marcaron como a una perdida.» Y después me narró con detalle tu contacto con el hijo del boticario, el juicio, la intervención de la emperatriz madre, y la transacción realizada por Kumiko, que se quedó con la mitad de la venta, hurtándome el lugar donde habías sido ofrecida. Estaba claro que para seguir hablando precisaba del estímulo del dinero, o de un regalo sustancioso.
—Son como mujerzuelas de mercado —dijo Shui.
—Quedamos al día siguiente, pero se hizo el remolón, y me evitó durante unos días. Parecía arrepentido de haber soltado la lengua. Pero una bolsa bien abastecida de monedas de cobre, con las que tendría para beber un mes, le hizo hablar por los codos. «Si llega a oídos de Yan Yan o de Kumiko que os doy esta información, me despelleja vivo. Sed cauteloso. La siji», así te llamó, «ha sido vendida al prostíbulo de Las Cien Lámparas de Taiyuan. Es carne de cloaca y no durará mucho, acostumbrada a las exquisiteces y mimos de palacio», me reveló el bastardo, al que estuve a punto de ahogar con mis manos.
—Kumiko quiso que muriera de forma lenta. Me detestaba porque la emperatriz madre me admiraba y porque el emperador había valorado mis pinturas públicamente en presencia de toda la corte —recordó Shui, que entró en un raro mutismo.
—¿Por qué nos aborrece tanto esa Kumiko? —dijo la dueña.
—Porque nos envidia, Miao. Tanto ella como Yan Yan, que desea ser como nosotras, con su instinto casi femenino. Medio mujer, medio hombre.
Xu Jun se detuvo y bajó el tono de su vozarrón.
—Pues habréis de saber que mi superior Nian, que el Augusto de Jade cubra con la quietud eterna, poseía un informe secreto y comprometido sobre ellos. En él se prueba la venta de cargos públicos por parte del Gran Eunuco, ganancias, que iban a parar a su bolsa personal, y sus salidas fuera de la Ciudad Púrpura, que están prohibidas a los eunucos. Sé dónde se halla ese documento confidencial y cómo depositarlo en las manos idóneas. El escándalo podría convertirse en el fin de ese depravado malnacido. A su tiempo veremos qué determinación tomo al respecto.
Miao se sonrió. Nadie como ella y Shui deseaban que Kumiko fuera señalada con el dedo acusador de la corrupción. Significaría su fin y su ruina, y quién sabe si su ejecución sumarísima.
—¿Y qué determinación tomaste, conocido mi degradante paradero? —le preguntó Shui.
No era afecto, era una profunda admiración la que sentía por Shui, y la miró con ojos de embeleso.
—Ya que has conocido mis sentimientos hacia ti, querida Shui, lo que hice fue partir hacia Taiyuan y tratar de rescatarte, o quién sabe si raptarte del burdel. Estaba dispuesto a todo. Así que regresé al monasterio, reuní cuanto poseía, cerca de cuatro taels de plata, y oculto bajo la personalidad de un escribano ambulante, me uní a una cuadrilla armada de peleteros con destino a Lanzhou —las informó.
La dueña de La Casa Dorada valoró la meritoria acción de Xu Jun. El amor era capaz del más señalado de los sacrificios, porque, o se hace todo por él, o no se hace nada. Y Xu Jun había obrado como una persona comprometida con quien amaba.
—Mi corazón se llena de alegría, Xu Jun. Nadie, salvo Miao, había hecho tanto por mí como tú —respondió Shui, y una lágrima se escurrió por su faz—. Gracias.
—Agradezco tus palabras, pero no hice nada, pues la señora Miao se había adelantado a mis propósitos. Pero os narraré qué me aconteció en Taiyuan.
Xu Jun sorbió del tazón del vino y siguió sereno.
—Una vez en Taiyuan, que me recibió con una tormenta de polvo y granizo, me instalé cerca del burdel Las Cien Lámparas, en una respetable posada de la misma calle. Nada más llegar dispuse el recado de tinta y papel en la puerta, y en el primer día recolecté quince monedas de agujero, alguna de plata. Pero fue a los seis días, y cuando ya me disponía a visitar el burdel en calidad de cliente para husmear, cuando me visitó una sirvienta del prostíbulo, una muchacha cojitranca y feúcha, que deseaba enviar una carta a sus padres de Guangdong.
Shui sonrió. Su nombre le traía gratos recuerdos.
—Se llama Xiu-Mei, «Ciruela.» Es una esclava adorable que sufría las iras de Gardenia en silencio.
—Pues Xiu-Mei, cuya confianza me gané con facilidad, fue la que en su pusilanimidad y con la promesa de no cobrarle nada mientras me diera conversación, me puso al día de quién era quién en la Casa de Té. Al fin me habló de Orquídea. «Concubina adiestrada en la Ciudad Prohibida en las artes amatorias y en la música», me dijo con orgullo. Creía haberte encontrado, y estaba firmemente decidido a sacarte de aquel pozo como fuera.
—Pero ya había pasado por allí mi ángel salvador —dijo Shui.
—Claro está, pues se refirió a ti en pasado. Primero divagó sobre tu enfermedad, de cómo socorrías a las demás coimas, y de tu espectacular venta a la dueña de La Casa Dorada de Xian, que yo, ni en mis sueños más febriles, podía imaginar que poseyera dama Miao. Y se fue muy agradecida.
—Ya veis, Xu Jun, el azar rige nuestras vidas —recordó Miao.
El Maestro Imperial fue alargando su narración con palabras generosas, algunas observaciones que hicieron sonreír a las cortesanas y una dispersión de pequeñas anécdotas vividas en aquellos días de búsqueda en la ciudad de Taiyuan.
—Y la cándida niña, Xiu-Mei, hasta me instó a visitar el burdel donde se servía un saqe excelente y se oían las más atrevidas canciones eróticas de China.
—Digamos que chabacanas trovas —aseguró Shui.
—Pero decliné su invitación, pues yo ya organizaba en mi mente el viaje a Xian, ciudad a la que podía haber llegado en dos semanas, pero no cinco meses después. Ardía en deseos de partir, y eso constituyó mi perdición, que ahora os narraré.
—¿Y qué te ocurrió para dilatar tanto tu llegada?
—Digamos que sería mejor decir cómo pude salir con vida de la celada que me tejió la fatalidad. Estoy vivo de milagro y puedo aseguraros que visité el infierno con todos sus tormentos, pues padecí los más lacerantes suplicios.
—Os escuchamos, Xu Jun —dijo Miao interesada, mientras Shui fruncía el ceño. Fuera lo que fuese no iba a gustarle lo que iba a oír, pero estaba deseosa de conocer la veracidad de los hechos que habían estado a punto de rematarlo. No deseaba malograr su confesión, y lo animó a proseguir.
—Pues ocurrió que cuatro de los peleteros con los que había llegado a Taiyuan, tras unas ventas provechosas habían abandonado la caravana con objeto de dirigirse a Xian. Paraban en mi misma posada y me invitaron a acompañarlos. Mala decisión, pues había pensado esperar a una caravana de Samarcanda, mejor guardada, que partía dos o tres días después. Me pudo la inquietud por verte cuanto antes, Shui. El caso es que accedí, y los cuatro, en nuestras cabalgaduras, iniciamos el camino, pensando que cuatro hombres armados disuadirían a cualquier ladrón.
—Esa calzada suele estar muy concurrida, Xu Yun —dijo Miao.
—Y lo estaba. Pero a la cuarta noche de camino, uno de los peleteros, por el temor de que le robaran las pieles, nos persuadió de no tomar posada pues no le gustaban los clientes que allí se hospedaban. La verdad es que eran de la más baja hez. Así que descansamos en un calvero próximo, fuera de la vista de los viandantes, pero no de los «habitantes de las espesuras».
—¿A qué habitantes te refieres? ¿A bestias salvajes? —se interesó Shui, muy preocupada.
—Más que eso, querida Shui, y peor aún. ¡Mujeres!
Las cortesanas, que se habían dejado arrastrar por su atractiva narración, saltaron casi al unísono. Les costaba creerlo.
—¡¿Mujeres?! —exclamaron.
—Hembras asilvestradas, y tan crueles como hermosas. Surgieron como espectros cuando el primer rayo de sol se filtraba por las copas de los árboles. Se trataba de la famosa y temible banda de la Mujer Esmeralda, una amazona que maneja con maestría una lanza tres veces mayor que ella. Cayeron sobre nosotros como panteras desde las ramas de los árboles. Eran al menos veinte, y después supimos que en aquella partida de bandoleras se había integrado la de la Mujer Jade, así llamada porque se cubre con una coraza de cuero de escamas de ese color. Maneja la espada como un capitán del ejército.
Parecía que Xu Jun buceaba en su mente y se dejaba arrastrar por un río de palabras que le concedían gran veracidad.
—Yo he hecho ese camino ajena a ese peligro. Es más, creía que era una leyenda inventada por campesinos ignorantes, una de esas historias que cuentan los viejos junto al fuego —dijo Miao.
Xu Jun advirtió en un tono reprobatorio:
—Pues no, señora. Son tan reales como que ahora nos hallamos los tres sentados aquí. Saltan sobre los árboles como monos, dominan el tiro de la ballesta y las armas de fuego a la perfección. Aparecen y desaparecen en las espesuras como si fueran apariciones y cabalgan a lomo de sus caballos con velocidad silbante. Y todo eso lo vi con mis propios ojos.
—¿Y qué las habrá conducido a convertirse en bandoleras y colocarse al otro lado de la ley? Cuesta creer que lleven esa vida siendo mujeres y, francamente, no veo nada inocente en sus acciones —opinó Shui—. ¿No tienen en cuenta la moral y la piedad?
—La maldad nunca marcha sola y atrae a otras formas de perversidad —opinó Miao.
Xu Jun compuso un gesto indefinible, como si estuviera sumido en un dilema o en un recuerdo infame.
—No las justifico, pues después de robarme, martirizarme y vejarme, pensaban quitarme la vida cuando ya no les sirviera. Pero en su favor he de decir que sus tierras les fueron arrebatadas, sus hijos, vendidos como esclavos, y sus familias padecían hambre y desesperación. Hace tres años dejaron sus aldeas abandonadas y se internaron en los bosques para poder sobrevivir, y de camino sembrar el terror sin mirar a quién.
—Eso es perversidad por perversidad.
—Claro —dijo el maestro—. Y hoy son un peligro a lo largo de las selvas del río Amarillo y el Shaanxi occidental. Atacan a pobres, ricos, caravaneros y desvalidos, y a todo aquel a quien puedan robar un mendrugo de pan. Los vigilantes las persiguen y les tienden celadas, pero no consiguen apresarlas, a pesar de la recompensa que han puesto por las dos capitanas.
—¿Y cómo son, Xu Jun? —se interesó Shui intrigada.
El maestro le mantuvo la mirada y agregó con fruición:
—Muy desdeñosas con los machos, muy masculinas, y poseen una destreza marcial que me impresionó. Carecen de gestos femeninos, y son nervudas, decididas, de tez oscura, y visten y se conducen como hombres. Poco deben envidiar a cualquier soldado real, y son tan crueles como ellos.
—¿Y qué os hicieron al apresaros? —preguntó Miao.
El maestro calló y pensó durante unos instantes. Parecía que odiaba recordar aquel oneroso episodio. Congeló su mueca jovial y amistosa y se sumió en un recuerdo enojoso.
—Pues en menos de un suspiro nos rodearon, nos paralizaron y nos maniataron, sin proferir un grito. Nos apuntaron con las flechas de sus ballestas, pero solo fue para intimidarnos. Nos robaron cuanto poseíamos, a mí mis trestaels y el asno, y a los peleteros, sus pieles, pertenencias, cabalgaduras y dinero de las ventas. Se reían, nos tildaban de ingenuas presas y decían que la pesca había sido magnífica, y que con las ganancias vivirían medio año las familias. ¡Malditas sean! —recordó enojado.
—Es raro que no os hubieran matado.
—Y lo hubieran hecho, señora Miao, si no nos tuvieran preparado otro destino más truculento y brutal.
Cauta y receptiva Shui se interesó acongojada:
—¿Cuál, Xu Jun?
Unos segundos más de duda. Le costaba hablar.
—Convertirnos en esclavos hasta que no resistiéramos en pie. Ese era su objetivo, señoras —explicó doliente y con mucha brusquedad—. Después nos matarían.
Xu Jun hizo otra pausa. Le costaba trabajo hablar.
—El caso es que caminamos durante un día entero, en dirección norte. Tres bandidas de edad más madura, pero de sentimientos viles, tiraban de un dogal que nos habían atado al cuello. Aún tengo la señal bajo la garganta. Las demás parecían haber desaparecido, momento en el que uno de los peleteros, el más joven, dio un tirón y se soltó de la soga. Corrió como un gamo por el sendero, pero de repente silbó una flecha desde las alturas que le entró por la parte blanda del cuello y le salió por el ojo. Cayó fulminado.
—Una advertencia pavorosa —dijo Shui.
—Así es. Estaríamos vigilados constantemente y moriríamos sin intentábamos escapar. Desolador. Éramos sus víctimas propiciatorias, y cuando lo desearan nos eliminarían.
Tras una ligera vacilación, el maestro recordó:
—Y al llegar a un oscuro recodo del río, lejos de toda civilización y de cualquier poblado habitado, con los pies en carne viva y los brazos y piernas magulladas, se montó el campamento de la errabunda banda de malhechoras. Entonces pude ver la cara a Mujer Esmeralda y Mujer Jade. Son hijas de tankas —campesinos— y apenas si poseen rasgos femeninos, salvo Mujer Jade, cuyo rostro es agraciado y su figura, agradable. Era una hembra hecha de ambición, maldad, insolencia y lujuria, y de una agilidad para desaparecer elástica y vertiginosa.
—O sea, que os gustó —terció sonriente Miao.
—No, la odié con toda mi alma, pues era inhumana y déspota. Me amenazó varias veces con castrarme y colgarme por los pulgares de los pies, si no era más diligente en mis obligaciones. ¡Perversa mujer!
Shui suspiró con brusquedad. Sentía lo ocurrido.
—¿Y cuáles eran esas servidumbres, Xu Jun?
—Terribles, desde que salía el sol, hasta que se ponía. Nos levantaban al amanecer y debíamos acarrear del río los baldes de agua, cortar hojas y cañas de bambú para renovar las covachas donde dormían, desgranar las vainas de arroz, calentar comida, disponer los fuegos y servir de bestias de carga. Y todo ello con los pies trabados, para evitar que huyéramos. Cuando íbamos de un sitio a otro llevaban a sus niños colgados de las espaldas y se movían como la niebla: invisibles y fugaces.
—Detestables mujeres. ¡Cuánto debiste de sufrir!
—Siempre he envidiado la capacidad para sobrevivir y entender la vida de las mujeres, pero en aquellas ladronas todo era perversión. Inconcebible el suplicio al que éramos sometidos a diario. Y una noche nos avocaron a una humillación que solo podría calificar de degradante e incalificable. Fue un horror, os lo aseguro.
La cortesana lo miró a los ojos y estuvo así un rato hasta que lloró levemente. Al Maestro Imperial parecía que le costaba trabajo seguir con su narración, y como si recitase una sentida plegaria, tapó su rostro con las manos.
Luego alzó la cabeza y las dos cortesanas vieron que tenía los ojos inundados de lágrimas. Y se preguntaron qué había trasladado a su memoria tan oneroso que lloraba tan amargamente, pues lo que brotaba del cenagal de sus recuerdos, rezumaba sufrimiento por todos sus poros.