El asesino de las nueve agujas
La oscuridad se desplomó sobre los contornos de los templos dorados y los aromáticos jardines de Dafosi. Y destacando sobre el opaco firmamento, aún despuntaba el perfil de la majestuosa Pagoda del Buda Gigante.
Debido a la brevedad del tiempo del que disponía, Xu Jun, pasada la medianoche, salió con sigilo de su celda, contigua a la que ocupaban las hermanas. Pudo oír sus respiraciones templadas. Oscuro silencio. Respiraba de forma entrecortada para tranquilizarse, y notó que el aire y los árboles estaban impregnados de miríadas de gotas de agua en suspensión.
Era una noche de luna llena, ideal para sus propósitos.
Pensó que bien podía tratarse de una idea desatinada, pero no le importaba quedar en ridículo o como un necio si se equivocaba. Pero Xiaomei y Shui sentían agobio en sus corazones, esa ansiedad inquietante hacia algo amenazador y de naturaleza desconocida que suele consumir el alma de quien lo siente.
Xu Jun se dirigió a la biblioteca del cenobio que se hallaba en un recodo del pasillo, y prestó atención a los susurros de la noche. No se oía nada. El aire cargado de la habitación de los libros exhalaba un vaho a incienso volatilizado, papel y pergamino viejo que le agradaba, cosquilleándole la nariz.
No deseaba perder un solo instante. Tomó una de las lamparillas de cristal, la vació de aceite y la envolvió en un paño. Cogió después uno de los tinteros de granito y la golpeó con fuerza y secamente, destrozándola en decenas de pequeños trozos. Luego salió sin ser visto.
Regresó a los dormitorios apresuradamente. Rumoreaba el agua de una fuente del jardín y una sinfonía de murmullos de mantras tao resonaban en la lejanía. Llegó a las celdas, se detuvo, se acuclilló y derramó el contenido del paño en el suelo cercano a su habitáculo y al de las mujeres. Si alguien oculto entre las sombras transitaba por allí a partir de aquel momento, él lo advertiría de inmediato.
Se echó sobre la yacija, aplastó el pábilo de la lámpara y esperó impaciente. Pero conforme transcurrían las horas, comenzó a intranquilizarse, e inquieto se restregó los párpados. Permaneció con los ojos cerrados y el oído alerta. La difusa luz del candil envolvía la celda en una blanda semioscuridad.
Se consumía impaciente y tenso.
En esa hora indefinida entre la medianoche y el inicio de la madrugada, cuando los cuerpos descansan en un profundo sopor y somnolencia, una figura surgió de las sombras del monasterio y se encaminó cautelosa hacia el cuarto que ocupaban la paiyou y su hermana. Nadie lo había visto, nadie oía sus pisadas imperceptibles.
De su hombro colgaba una bolsa de piel de cabritillo donde resaltaba grabado un sol y unas llamas de fuego, símbolos inequívocos de la Medicina Tradicional de la Acupuntura, ideada hacía más de dos mil años por el sabio Ling Shu, del que él era un alumno aventajado. Con las yemas de los dedos fue palpando cada una de las nueve agujas protocolares de oro puro, mientras elegía la más adecuada para la ejecución de aquella noche.
Acarició delicadamente la de punta de flecha o Chan, luego la afilada en forma de espada, y después la circular y cortante Pi. Meditó, y asió entre los dedos dos de sus preferidas, la de «punta de trigo» y la prismática o Feng. Finalmente palpó la ancha y redondeada Yuan-li, la filiforme o Hao, la puntiaguda Chang y la redondeada Da, su preferida.
Dudó unos instantes sobre cuál emplear. Por último se decidió por la prismática o Feng, por si debía traspasar la copiosa melena de la mujer. Siguió deslizándose por el pasillo del ala de los huéspedes furtivo como un fantasma.
De repente percibió que sus pies pisaban algo frío, duro y cortante y que en el silencio de la noche crujían unos trozos de lo que le pareció cristal. Se detuvo y se retiró dos fragmentos que se le habían quedado adheridos. Pensó en darse la vuelta, pero creyó que algún torpe criado habría roto un vaso. Esperó y no oyó nada. El enigmático personaje advirtió un sudor frío en la espalda. El semblante del asesino se contrajo con un temblor perceptible, pero debía proseguir. No podía fallar.
Se limpió el rostro con la bocamanga donde ocultaba la aguja prismática Feng, con la que pensaba traspasar la nuca de Xiaomei sin que esta ni su acompañante se dieran cuenta. Era un maestro en su manejo.
Xu Jun escuchó el chasquido y dispuso sus músculos en alarma. «Ahí está», se dijo. Se incorporó del lecho monástico, tomó la linterna y colocó su cuchillo tártaro en el cinturón. Se había disipado la rigidez de su semblante y sus movimientos se hicieron más ágiles, perdiendo el carácter apremiante que lo tenía atenazado.
Como todas las puertas del albergue de peregrinos, la de la celda de las hermanas estaba desprovista de cerrojo y pestillo, y solo le cerraba el paso un viejo picaporte. Se escuchó una levísima presión y la pesada puerta se abrió sin ruido.
El homicida estaba dentro.
Xu Jun pensó que debía convertirse en su sombra. Perder un segundo tan solo podía ser fatal. Abrió cuidadoso la puerta de su aposento, como si no desease perturbar las intenciones del criminal y delatarse. Se aproximó a la celda de Shui y Xiaomei saltando sobre los añicos del cristal; y como si hubiera intervenido la mano de un espectro, la puerta volvió a abrirse. Con los sentidos en tensión, Xu Jun entró en la celda lámpara en mano.
Xiaomei y Shui estaban profundamente dormidas y se escuchaban sus respiraciones pausadas. Dirigió hacia la oscuridad la luz del candil, que inundó de fulgor azafranado las terrosas paredes. Quería descubrirlo. Con un movimiento brusco alumbró el rincón donde se hallaba el intruso, entre un juego tenebroso de resplandor y tinieblas. Inmediatamente la luz de la linterna iluminó la figura del oscuro homicida, que parecía un escorzo negro en medio de la penumbra. El sayón se detuvo en seco, como petrificado. No lo esperaba. Estaba inmóvil, sudoroso, con un mohín desencajado en el rostro y la mirada vacua.
Ante la visión del Maestro Imperial apareció la hierática figura de un monje Lanzo ciego, que intentaba acercarse al cabecero de la cama de Xiaomei. Sus pupilas vidriosas perdidas en el infinito y replegadas hacia la oscuridad eterna, así lo divulgaban. Parecía que sus ojos eran dos vidrios blancos atravesados en sus cuencas. En sus manos brillaba con el resplandor de la lámpara una afilada aguja de acupuntura. Le costaba trabajo aceptarlo, y Xu Jun exclamó horrorizado:
—¡¿Vos?! ¡Por el Iluminado que no puedo creerlo! Un servidor de Dios convertido en un vulgar asesino. Los demonios nunca muestran su rostro verdadero y se esconden detrás de las máscaras más sorprendentes.
El Lanzo esgrimió una forzada mueca de sorpresa. Permaneció callado dentro de una confusión mayúscula. Bajo de estatura, magro de carnes y con el rostro de un asceta, su cara estaba surcada de unas profundas arrugas que le otorgaban un aspecto anguloso y recio. Una mueca de rebeldía y orgullo afloraba en sus labios.
Se había quedado inmóvil cuando preparaba la aguja sin ver, solo llevado por el sonido de las respiraciones y el calor de los cuerpos. Durante unos instantes, los dos hombres, frente a frente, no intercambiaron palabra alguna.
De repente Xiaomei se despertó, y luego Shui. Tardaron unos segundos en recobrar la noción del tiempo y tomar conciencia exacta de la importancia de lo que allí estaba ocurriendo. Abrieron desmesuradamente los ojos y vieron a un monje Lanzo con un largo alfiler de acupuntura en la mano y arrinconado contra la pared. Las mujeres penetraron en la terrible realidad a ráfagas, con desconcierto, sin poder discernir en su totalidad lo que ocurría.
Espantada, Shui lanzó un lamento de aturdimiento. Aquel tipo diabólico no le era extraño.
—Este mismo monje estaba en el tribunal que me condenó a ser marcada como una prostituta —reveló—. Sabíais que de salir de la Ciudad Prohibida, intentaría buscar a mi hermana, ya que se murmuraba en el harén que seguía viva, ¿no es así, falso monje?
El clérigo, con su mirada glacial que causaba tanta turbación, se dirigió hacia ella, antes de que dijese algo.
—Sigo perteneciendo a la orden Lanzo, señora Shui —manifestó sarcástico—. Pero sí, os estuvimos vigilando durante el tiempo que ejercisteis la prostitución, hasta partir de Xian en la caravana de seda. Y no olvidéis que yo os salvé la vida, haciendo permutar la sentencia del tribunal con la Ley Ku.
—Lo recuerdo, sí, pero os animaba otro interés, no la ejemplaridad de la ley —contestó Shui nerviosa.
El escenario había entrado en unos cauces inimaginables.
—Claro está. Debíais salir de la Ciudad Prohibida como fuera. Si vos no os hubierais adelantado con aquella deshonesta aventura con el boticario, hubiéramos ideado otra forma. Pero tras el juicio solo era cuestión de esperar, y luego seguiros hasta que nos llevarais hasta vuestra hermana, como así ha ocurrido. Sabíamos vagamente, sin certeza absoluta, que dama Xiaomei podría haber escapado del enterramiento ritual y que se escondía en un Templo de la Luna. El problema es que en China hay cientos, repartidos por todo el reino y fuera de él, e incluso más allá de la Gran Muralla. Vos erais el cebo.
—Maldito canalla, y habéis matado a tres hombres buenos, leales y honestos, solo por la codicia del poder.
—Yo solo obedecía órdenes de mi señor —la cortó.
Se abría el capítulo de equívocos para salvar su dignidad.
—¿Vuestro señor? —intervino Xu Jun—. ¿Quién os mandó asesinar a Sabio Errante, ese inmoral y sanguinario emperador Yongzheng? —le espetó a la cara.
El Lanzo negó con la cabeza y se sonrió. Su mirada seguía impertérrita, heladora y blanca como la luna. Daba espanto.
—No creo que el Bixia sepa nada de estos asesinatos —reconoció mordaz—. Él siempre ha creído que iban dirigidos hacia su egregia persona, pero pensaba que era bueno mantener el poder con la intimidación. El general Longkodo es el verdadero artífice de su ascensión al trono, y quien ideó y ordenó la eliminación de cuantos sabían la verdad del testamento de su padre, enmascarando los asesinatos tras el velo de una conspiración. Vos, dama Xiaomei, Sabio Errante, el fiel eunuco Zexu, y el capitán de su guardia personal, debíais morir por el bien del Estado. Conocíais el testamento verdadero. Sabíais demasiado.
La absoluta congruencia del esclarecimiento convenció a los tres, pero Xu Jun, acalorado, objetó con mordacidad:
—¿Pero por qué vos y no un sicario de los que están acostumbrados a matar?
—¡Por favor! Mis asesinatos son obras de arte —se vanaglorió—. Sutiles, sin padecimiento y sin degradación de la víctima, que muere dulcemente. ¿Lo negáis acaso? Nadie sospecharía de mí al ser un Lanzo. Además, soy un experto en aplicar la ciencia de la acupuntura. Conozco más de veinte formas de matar a un ser humano sin que nadie sospeche, y menos aún sufra. Soy un virtuoso.
Shui salió de las profundidades de la incredulidad y terció:
—Letal, seguro, imprevisible y loco.
—Vos lo habéis definido a la perfección, aunque jamás enajenado. Siempre supe lo que hacía y disfrutaba de un trabajo impecablemente ejecutado. Es el amor a la perfección, señora —ironizó el clérigo y esgrimió una sonrisa maliciosa.
—Gracias a la fortuna no habéis podido cerrar el círculo de sangre de vuestra maldad —intervino Xu Jun.
Su voz ronca, como de ultratumba, volvió a sonar.
—Por vuestra inoportuna intervención habéis frustrado la conclusión de un trabajo eminente —siguió fanfarroneando—. Vuestra voz me es familiar de palacio. ¿Fuisteis vos quien ideó la estratagema de los cristales? Muy hábil y decisiva. Un momento, ¿vos no sois Calma Estival? Ahora os reconozco. ¿Qué hacéis aquí? Siempre supe que erais un espía encubierto. Absolutamente lógico. Os debo mi fracaso.
Un silencio prolongado se extendió por la cámara.
—Os voy a formular una pregunta —dijo el maestro—. Desde los primeros días de la partida advertí cómo nos seguíais, y ahora sé por qué no nos perdíais de vista. Pero ¿ordenasteis vos el sacrificio de la mula de la señora Shui por algún fin que ignoro?
—¡Claro! ¿No sabéis que el miedo nubla la razón? Así convenía a mis propósitos. Lobos y bandidos de caminos componen una mezcla peligrosa para que cunda el pavor en los ánimos. Pensaríais solo en vuestra seguridad y no en nosotros. Mi ayudante le cortó los amarres, le rajó el cuello, y el resto era previsible —aclaró burlón y soltó una carcajada.
—Sois canallesco y estáis podrido por dentro —exclamó Xiaomei—. Llamad al prior. Lo contendré mientras acude.
—Me da la impresión de que he fracasado. ¡Maldito seáis, Calma Estival! —contestó fuera de sí y con gran crudeza en sus palabras, como si fuera la espada de la venganza celestial que había sido vencida y desenmascarada. Se sentía abochornado y empequeñecido.
El prior apareció a los pocos minutos con otros dos monjes tan aturdidos como él. Era un anciano de bigotes escasos, lacios y canosos y perilla puntiaguda. De tez pálida y cráneo rasurado, miraba sin ver, como el asesino. Parecían cuatro seres semejantes, con los ojos albos, mismo hábito y miradas extraviadas. Impresionaba mirarlos con sus gestos análogos y sus sentidos expectantes.
Se imaginaban la escena con gran desorientación, y tras la explicación de Xiaomei y del Maestro Imperial, les parecía demasiado increíble lo que ocurría en el monasterio. Profundamente afectado, el rector estaba persuadido de que en aquella noche se derrumbaría el edificio espiritual construido durante siglos por su orden de monjes ciegos. No podía admitirlo y refunfuñaba.
Cabizbajo y preocupado, lo señaló con su mano.
Su presencia provocó en el homicida una sensación de veneración y se produjo un embarazoso mutismo, que rompió el anciano superior con su voz viril.
—Eres Lü, ¿verdad? Siempre encerrado en ti mismo, irreverente y díscolo. Te costaba trabajo abandonar las munificencias de la Ciudad Prohibida y te aliaste con el poder y no con la verdad y la rectitud. No conseguiste renunciar a los placeres del mundo convirtiéndote en un miembro sedicioso de la orden. Cubrirte con las vestiduras negras y toscas de la comunidad siempre te pareció demasiado humilde, y las delicias de palacio significaban tu debilidad. Nos has defraudado a todos, Lü.
Era indudable que el monje criminal se encontraba en uno de los escalafones más bajos dentro de la jerarquía de la congregación de monjes ciegos, pues se dejó caer de rodillas y hundió el rostro entre sus manos pidiendo perdón y clemencia. La luz de los candiles brilló en sus córneas proporcionándole una expresión enloquecida.
—Tu alma es tan negra como la medianoche —le reprochó.
Los ánimos se fueron calmando, después de un gran nerviosismo. Lü no sabía a ciencia cierta qué hacer. Tenía todo el aspecto de quien ha recibido un fuerte golpe en el rostro y no se había repuesto de sus duras consecuencias.
El prior le preguntó a bocajarro:
—¿Había una intención manifiesta de asesinar a cuantos estuvieron presentes en la firma del documento de sucesión al trono de China? ¡Contesta!
Lü, que antes se había mostrado irónico y agresivo, rogó:
—Sí, padre mío. ¡Perdonadme, perdonadme!
—Una confabulación perversa dirigida contra personas inocentes y leales a nuestro bienhechor, el emperador Kangxi, en especial el sabio maestro Sabio Errante, que nada malo habían hecho. Debes estar demente, hermano.
El superior se mostraba horrorizado. Pero asesinar alevosamente bajo los muros que regentaba a una mujer inviolable, una paiyou protegida por los dioses, hubiera constituido la ruina para su monasterio y su orden.
—El asesinato no es precisamente el ornamento del alma de un monje Lanzo, hermano Lü. ¿Has tenido la desfachatez de emplear este santuario como un antro de venganza y muerte? Te has convertido en un miembro indigno y despreciable que ha de ser amputado para que la comunidad no se corrompa.
Quiso excusarse y se defendió con una voz balbuceante:
—Obedecía órdenes de personas cercanas al trono.
—Los perros rabiosos no ladran en vano —terció uno de los clérigos con rabia en el semblante.
—Tú únicamente debías seguir las benditas pautas de la orden y someterte a la obediencia establecida —dijo el prior.
Los pensamientos del superior giraban en torno al pensamiento humillación de la congregación Lanzo y resoplaba.
Xu Jun intervino para apaciguar al noble anciano.
—El mundo está lleno de perversidades. ¿Por qué este santo lugar iba a ser diferente, venerable prior?
—Buda, el Augusto de Jade y el Cielo se apiaden de nosotros. La justicia viene de arriba, no de los mortales. Eres reo de muerte, Lü, y morirás según las normas de la congregación: ¡Emparedado! —manifestó el superior lleno de furor.
—Jamás lo permitiré —respondió Lü, encolerizado.
Repentinamente el asesino se irguió un palmo sobre sus pies y se quedó rígido como una estaca, con sus ojos de luz mineral extraviados en la pared. Alzó la aguja con punta de prisma que aún portaba en la mano y, con un golpe seco y letal, se la clavó cerca del corazón. Se tambaleó durante unos instantes como si hubiera errado el golpe por unas pulgadas y se llevó las manos al pecho. Y como si tuviera náuseas, dio una arcada. Después cayó al suelo como un fardo, ante la incredulidad de Shui, Xiaomei, Xu Jun y los impresionados religiosos Lanzo.
A los tres les resultaba prácticamente imposible apartar su mente de lo que habían presenciado y aceptar que el largo brazo vengador del general Longkodo había llegado hasta aquel apartado rincón. ¿Pero se había interrumpido para siempre? De repente Xu Jun pensó en el lacayo que lo acompañaba en el carromato y que le servía de criado, espía, guardaespaldas y carretero, y le susurró al prior de su comprometida presencia en el cenobio. El superiorLanzo lo escuchó y asintió.
Luego calificó de siniestro, perverso, monstruoso y ajeno al espíritu de la regla Lanzo la intervención en la conspiración palatina de un monje corrompido, que debía comportarse como un hombre ejemplar y ajeno al gobierno y las intrigas de palacio.
—Que no se haga ninguna declaración o manifestación externa de lo que aquí ha ocurrido esta noche —decretó severo.
—Será difícil ocultar su muerte —dijo otro religioso.
—Ha fallecido repentinamente de un ataque al corazón, nada más. ¿Y acaso no ha sido así? ¡Llevad el cuerpo a su celda! —ordenó indignado.
Cubrieron su cuerpo con una manta parda, cuando una tenue luz azulada, producida por el primer rayo solar de la mañana, se filtraba a través del tragaluz, confiriéndole un aspecto cerúleo a su rostro.
—Mañana se informará a las tres comunidades de su súbita muerte, y se olvidará este incidente para siempre. Esparcid sangre en el suelo para ahuyentar a los malos espíritus —dispuso.
Xiaomei experimentó vértigos y mareos, y se apoyó en Shui. El reciente pasado vivido con imágenes tan aterradoras aún la confundían, y ahora se sumaba un presente destinado a repetirse en sus mentes durante mucho tiempo. La paiyou estaba desconcertada y percibía con estupor que había estado otra vez, y muy seriamente, al borde de la muerte. Shui aspiró y la consoló, asentando su cabeza en su hombro. Xiaomei había salvado la vida gracias al talento, ingenio, insistencia y perspicacia de Xu Jun.
El destino había estado de su lado de nuevo.
El superior bajó la cabeza con humildad y les rogó comprensión y un ejercicio de fraternidad e indulgencia, y a Xiomei, su perdón por lo ocurrido dentro de sus muros, lamentando de corazón el incidente con una sonrisa defensiva.
—Respetemos la paz de esta casa, os lo ruego. Que el cielo y el Iluminado os preserven. Perdonad a este hermano corrompido, a quien la justicia le ha llegado desde el cielo vengador. Quedad en paz.
Con una rapidez impensada se había resuelto el delicado y engorroso asunto, pues no convenía, ni a la reputación del templo, ni a los santos provechos de la orden Lanzo, que trascendiera al pueblo y a la comunidad de monjestao, budistas y Lanzo, que no entenderían semejante conducta en un maestro sabio y santo, transformado en un vil sicario y verdugo.
Y harían preguntas que se propagarían fuera.
Pero la estupefacción reinaba en las expresiones de Xiaomei, Shui, y Xun Jun, que se fundieron en un abrazo de reparadora unión, acrecentada por lo sufrido hacía solo unos minutos. Ahora estaban más unidos aún. Había concluido el arrebato de temores. Sus caras sudorosas ofrecieron un sesgo risueño, y Shui, indefensa, se aferró como un parásito a su amante.
Fue la noche más larga de todas las noches de su vida, y no pudieron relajar el cansancio que paralizaba sus miembros, ni con las lágrimas que derramaron después cuando se hallaron solos. Cuando regresaron a sus jergones, la claridad de la madrugada penetraba por los ventanales iluminando las dependencias del templo con sesgados destellos.
Un tiempo de penalidades y riesgos había concluido para ellos, y otro, colmado de expectativas, se desplegaba ante sus ojos. El único objetivo de Shui era vaciar su mente de lo que había vivido y que de su corazón salieran apresuradamente sus desasosiegos.
—Una de las metas de la iluminación de Buda es el fin del sufrimiento. Hoy ha cesado el que sentía por ti, Xiaomei —le expresó—. Me siento tan dichosa como en nuestra infancia.
La hermana le sostuvo la mirada con un guiño pueril. Su nerviosismo se había disipado.
—Hemos salvado un escollo insoportable y ya podemos levantar el vuelo, mi querida niña —dijo, y le besó la mejilla.
Shui había sobrevivido a un mar de angustias y dilemas.
De las fuentes de intramuros del recinto sagrado comenzaron a manar chorros cristalinos, mientras el etéreo albor de levante se filtraba por los aleros y cornisas del Templo de Dafosi.