Zhangye, «la que extiende los brazos»

Shui miró a la bóveda celeste, rosácea a aquella hora temprana de la mañana, sin otra figura más que un sol intensamente amarillo. Se hallaba inquieta y cansada. Emprendían la ruta hacia Wu-wey y Zhangye, sus únicas y quizás últimas esperanzas, si la fortuna les era favorable y no esquiva como hasta entonces.

 

Crecía el escepticismo de la joven y si no hallaban una pista sobre la existencia real de Xiaomei, resultaría arduo hallarla y las dificultades de rastrear una huella razonable se duplicarían. Y adentrarse en el País de los Seres, cruzar las montañas Flamígeras y los más amenazadores escollos de la ruta, el desierto de Taklamacán y los desfiladeros de Tien Shan, significaría para ellos una prueba imposible.

El crédito se agotaba, pero estaba dispuesta a todo, aunque las fuerzas le flaquearan y el ánimo que le procuraba Xu Jun no resultara suficiente a su espíritu cada día más decaído. Se acomodó en el carro, cuando aún no se había recuperado de una noche en blanco, acribillada por las chinches y la desazón.

«¿Cómo me he dejado llevar por esta descabellada alucinación y arriesgar la vida de Xu Jun? ¿Perseguimos en verdad un fantasma de mi mente?»

Había transcurrido un mes de embarazosa marcha, y Shui y Xu Jun estaban extenuados. Y de seguir tan lentamente no llegarían en la fecha determinada al Templo del Buda Gigante de la ciudad de Zhangye.

—Pero es igual, Xu Jun. Allí tampoco estará.

—Tengo fundadas sospechas de que aquí, en Wu-wey, averiguaremos algo. No olvides lo que nos aseguraron de ese peregrino que venía del oeste. ¿Lo recuerdas? Confía en la fortuna.

Cruzaron algunos territorios desolados, pedregales polvorientos y caminos de punzante gravilla que hacían rebuznar a los burros y rezongar a los camellos.

Arribaron al caravasar de Wu-wey a media tarde, y el corazón de Shui se alborozó. Estaba ansiosa y apenas si podía permanecer en el carruaje. Penetraron en el recinto, embadurnados en polvo ocre, entre los ladridos de unos perros sin amo que buscaban algunas sobras de comida.

El cercado era cuadrado y poseía sólidos muros y puertas ciclópeas. Medio centenar de cobertizos y galerías estaban preparados para apilar las mercancías de las caravanas que arribaran aquel día. Los acemileros de Chun atendieron a los asnos, mulas y demás animales, conduciéndolos a los abrevaderos. Los camellos bebieron durante un largo rato y luego se tendieron en la arena.

Chun aprovechó para hacer algunos tratos con otros mercaderes. Shui vio cómo cambiaba diez balas de seda por un camello fuerte y joven, una piel de lince por seis cortes de seda, y dos de marta, quizá para Miao o para su esposa, por solo un ato de seda. Era un comerciante sagaz y firme. En el patio se oían voces en cumano turco, en kitán mongol, en griego, en tangú tibetano o en paihuá chino, indicativo de que se acercaban a la frontera exterior.

Los baluartes de la Gran Muralla les daban gran confianza a los viajeros y en especial a Shui, que no se apartaba ni un momento de su amante. Antes de anochecer se les unieron monjes budistas del credo Hinayana, Theravada y Mahayana que habían llenado un cántaro en la fuente, llamando la atención de los dos viajeros. Xu Jun saltó como impelido por un resorte y les preguntó si sabían algo del paradero de las paiyou y de los Hermanos del Diamante.

—Nos han asegurado que las paiyou actuaban en esta ciudad. ¿Sabéis si lo han hecho ya? Las buscamos —les dijo.

El maestro hizo un breve recordatorio, y le detalló afable:

—Las actrices sagradas creo que ya han partido de Zhangye. Quizá se hallen de regreso al Manantial de las Lágrimas de Kyzil. Allí suelen ejecutar sus obras en las fiestas de verano. En cuanto a la comunidad del Diamante, viaja camino de Nepal. Al menos eso tenemos entendido.

Shui y el maestro se miraron desazonados.

—Gracias, venerable maestro —lo agradeció Xu Jun, inclinando la cabeza con los puños en alto.

Los dos viajeros se retiraron hacia un lado.

—¡Por el Iluminado, qué fatalidad! Se nos han ido de las manos por tan solo unos días —dijo el hombre.

Shui, desmedidamente defraudada, se quejó:

—No creo que mi cuerpo resista tres meses más de marcha. ¡Me resulta descorazonador! No puedo más.

El maestro levantó cansinamente la cabeza y la alentó:

—Vamos a comer, adecentarnos y dormir en un albergue decoroso por unos días, aprovechando el descanso de la caravana. Tal vez en la ciudad hallemos una pista que nos valga y nos aliente. Si no, hemos de seguir en la caravana.

—Al menos estaremos a salvo de las jaurías de lobos y de malhechores. —Rio.

Wu-wey era un gozo para los sentidos.

El bullicio reinaba en sus calles, llenas de mercaderes, soldados, funcionarios con sus estrambóticos gorros, meretrices de miradas atrevidas, gentuza, sacamuelas, barberos, bribones sin escrúpulos, músicos, adivinadores, tenderos que ofrecían sus géneros, y decenas de tabernas, mesones, albergues con lámparas de papel, faroles y flameros encendidos. Con la luminosidad del crepúsculo la ciudad se asemejaba a un ascua gigantesca que invitaba a la vida, la jarana y la diversión. En las fondas ardían fuegos donde se asaban pescados, lascas de tocino y carnes, y la humareda que desprendían y el vaho de los pucheros se mezclaban con el polvillo de las calles.

Se había formado un gran bullicio con la llegada de algunas caravanas. Con el dinero que traían se podía comprar de todo, desde mujeres a saqe, y desde cerdo a la brasa a pescado en salazón y asistir a espectáculos de saltimbanquis con osos adiestrados y monos de Sumatra vestidos de raso, que hacían las delicias de los viajeros. Caminaban juntos Shui, Xu Jun y el guardaespaldas, que los seguía armado dos pasos por detrás.

Pasaron ante un establecimiento del que escapaba un perfumado tufo a fragancias hindúes. Se oían risas y el rasgueo de un laúd. Shui se detuvo y leyó el marbete que colgaba de la puerta: El Ánade del Este. Le pareció aseado y miró a su amante. Sin demora le rogó:

—Quedémonos aquí.

Los atendieron servicialmente unas muchachas con caras maquilladas, túnicas damasquinadas y melenas de color negro azulado adornadas con peinetas de jade. El salón aún estaba casi vacío y las mesas, desocupadas. Era un lugar decente y para clientes distinguidos. Xu Jun dejó encima del mostrador tres monedas de plata. Los invitaron a pasar a los baños, donde los viajeros se despojaron de sus impurezas y también de sus ansias y congojas con un grato masaje.

Subieron al cuarto para descansar y vestirse, pero Xu Jun la condujo al lecho con un gesto atrevido. Sus respiraciones estaban agitadas. Corrientes provocadoras de placer corrían por las venas de la joven, como si fuera la primera vez que se unía a él. El corazón le latía con desorden, y se dejó besar con fruición. El hombre la acarició y amansó su cuerpo suave entre sus manos anhelantes. Shui se anidó en sus brazos y vibró. Estaba encandilada con la pasión de su amante, y su cuerpo se abrió permeable a nuevas sensaciones. Después la penetró y Shui percibió una sacudida que se dejó notar en sus mejillas ruborizadas.

Finalmente, se dejó llevar hacia un océano sin fronteras.

Aquel hombre había llenado su soledad, su vacío, y deshecho sus melancolías, y además se había convertido en el artífice de orgasmos sublimes, jamás sentidos por ella. Alcanzó un clímax torrencial y se quedó exhausta. Shui tenía la sensación de la desintegración de su alma, como si se partiera en dos y una le perteneciera a Xu Jun.

«¿Será amor, o solo lujuria?», se preguntó tras recobrarse.

Luego se arreglaron decentemente y bajaron al salón, bien vestidos y limpios. El mesonero, un hombrecillo hablador con surcos negros bajo unos ojillos hundidos, los recibió solícito en el engalanado salón. La concurrencia era ya muy numerosa y las mesas estaban ocupadas en círculo alrededor de un tablado, donde seguramente habría un espectáculo de danza.

En razón a la calidad de los huéspedes los condujo a un reservado donde podrían oír la música, y lo que la pareja dispusiera, tal como comer sin la bulla cercana de los animosos parroquianos. Estaba profusamente arreglada con tapices y candiles persas que exhalaban un oloroso tufo a algalia y sahumadores que espantaban las moscas. Una luz azafranada convertía la atmósfera en un sosiego sensual.

Desgranó la oferta de platos, y Xu Jun eligió queso con miel, unos pescados de Sichuan, perniles de perdiz en escabeche y rellenos de cerdo con arroz, que los sirvió con palillos aromáticos y tazones de saqe. Tras engullir durante un mes el rancho repulsivo de la caravana de Chun, aquella comida deleitosa le pareció a Shui un banquete propio de los siete paraísos.

—Después nos pasearemos por el centro de la ciudad. Alguien debe de saber algo, Shui —la alentó.

Con la socarronería propia de los posaderos, el personajillo sonrió, depositó en la mesa los platos, corrió la cortina para intimidad de la pareja y abandonó la estancia. Shui y Xu Jun se rieron abiertamente.

Transcurrió el tiempo y de vez en cuando, mientras conversaban y cenaban, escuchaban alguna canción, el tañido de flautas y los murmullos de aprobación de los clientes. Pero de repente, Shui, cuyo educado oído reconocía la excelencia de una interpretación que lo mereciera, dejó caer los palillos. Se quedó inmóvil y escuchó sin respirar.

Xu Jun se alarmó. ¿Qué le ocurría a su amada?

Shui parecía que no podía sustraerse a una melodía de sublime sutileza que resonaba en el salón contiguo.

—Esos registros musicales no tienen parangón y solo pueden salir de los instrumentos y la pericia de unos músicos excepcionales: los músicos lingyou de Kyzil.

—¿Quiénes son esos intérpretes tan especiales?

—Los he escuchado alguna vez en la Ciudad Púrpura. Suelen ejecutar grandiosas audiciones exclusivas para el emperador. Su música resulta inconfundible. Es pura magia sinfónica. Esos virtuosos lingyou deben de estar de regreso a su refugio junto al río Muzat. ¿Podrías decirle al mesonero que nos encantaría invitar a su maestro?

—Claro, Shui. Pero podrían reconocerte, ¿no?

—No lo creo, mi actual aspecto es el de una campesina. Ni la mismísima Kumiko, esa gata sanguinaria, me distinguiría así.

Tras un rato de espera, la música cesó, y con un andar sereno y lleno de seguridad entró en el excusado un sujeto de edad indefinida vestido con una damasquinada túnica azul que los examinó con curiosidad.

—Maestro —dijo Xu Jun, falseando sus identidades— soy funcionario imperial y voy de tránsito con mi esposa hacia Zhangye. Ella posee conocimientos melódicos, pues en su noble familia recibió educación musical. Os ha oído y asegura que vuestras armonías son prodigiosas. ¿Aceptáis nuestra invitación y nuestro reconocimiento?

El instrumentista agradeció sus palabras. Shui, como era obligado a su condición de sumisa esposa, no habló.

—¿Los lingyou os ganáis la vida tocando en estos lugares? —se interesó despreocupado.

—No especialmente, señoría. Lo hacemos para pagar nuestra manutención, viático y cama. Regresamos de Pekín, donde hemos actuado ante la familia imperial, y vamos de regreso hacia Kyzil, donde vivimos. No obstante, nos detendremos en Zhangye para acompañar en su interpretación sagrada a la paiyou Taizhen. Es un privilegio tocar para ella, os lo aseguro.

Un largo titubeo y una desconcertante turbación se adueñaron de los dos anfitriones. Al fin la Taizhen del enigmático mapa de Wuhang comparecía ante sus ojos y el enigma abría una puerta de luz, que solo un instante antes ni tan siquiera hubieran imaginado.

Taizhen, «la verdad suprema», retumbó en sus oídos como un eco apetecido y a la vez ignorado.

El veleidoso azar, por un casual albur sin importancia, como haber escuchado unas notas musicales, les desvelaba en su integridad el enigma del documento. Shui ahogó una exclamación, pero se notó su pulso acelerado y su mirada acuosa. No podían creer lo que habían oído, pero bien podía ser la solución al misterio y las incógnitas que perseguían con tanto ahínco.

—¡¿Taizhen es una mujer?! —terció Xu Jun.

Al músico le extrañó sobremanera la pregunta.

—En efecto. ¿Qué creíais que era, si no?

—No sé —balbució—, una estrella, una verdad esencial del budismo. Pero nunca una mujer, os lo aseguro.

—Taizhen es una bellísima mujer paiyou y una amada de los dioses. Dentro de un mes actúa en el Templo de Dafosi del Gran Buda, también llamado de la Luna. Humildemente acompañaremos su actuación ante decenas de devotos llegados de todas partes —informó el músico, evidenciando por ella un verdadero fervor.

Tras su apasionada descripción, Shui acomodó su mirada atónita y esperanzada en Xu Jun, decididamente turbado. ¿Significaba aquel testimonio el final de sus búsquedas? ¿Era Taizhen en verdad Xiaomei?

Por la ventana oreaban ráfagas perfumadas y el aire rezumaba esencias a jazmines que añadía más placidez al descanso. En el negro infinito de la noche rutilaba una luna creciente, pero Shui y Xu Jun pensaron que era demasiado valioso para ser verdad lo que aquel hombre les había revelado.

La joven no pudo conciliar el sueño un solo instante.

Shui avanzaba con el corazón en la boca.

Y conforme se acercaban a Zhangye, tras veinte días de fragosa marcha, Shui, que odiaba cada día más el tufo de la caravana y su incómodo traqueteo, contemplaba con otros ojos el lujuriante valle que albergaba la ciudad, entre las tupidas arboledas, los arrozales, los huertos en flor y los regatos de agua. Una barahúnda de campesinos que acarreaban en sus espaldas cargas de heno y leña, y pastores de cabras, yak y ovejas, se apartaban al paso de la caravana.

Zhangye era un oasis de verdor, y Xu Jun, para mitigar su impaciencia, le explicó que por allí habían pasado viajeros muy nombrados tanto de Oriente como de Occidente, como Marco Polo, un veneciano que había aguardado allí durante meses el permiso de Kublai Khan para acceder al Reino Medio.

A lo lejos se distinguían las cumbres de Qilian, los últimos fortines de la Gran Muralla y el fin del verde corredor de Hexi, horadado por las ruedas y las huellas de las acémilas, camellos y seres humanos que lo habían transitado durante mil años. Y más allá el temible desierto de Gobi, exento de vegetación y una prueba de fuego para aquellos esforzados caravaneros.

Un día después de la llegada al caravasar de Zhangye, algunos nubarrones pardos disgregaron la luz de la mañana. La caravana permanecería allí seis días para arreglar algunas ruedas, herrar el caballo, reponerse, comprar víveres y hacer algunas adquisiciones esenciales para vender luego en Kucha, como el azabache, la resina de pino, esencias de eneldo, hojas de opio, sapan y mirra en polvo de Turfan.

Nada más llegar, Xu Jun, sin tiempo para asearse ni reponer fuerzas, acudió al recinto religioso, atestado de fieles, y un lego le confirmó que en tres días se celebrarían las danzas sagradas y las actuaciones de las paiyou. Que allí estuviera Xiaomei era otra cuestión, pero Shui aceptó el reto para su ya quebrantada alma.

—Prepárate para cualquier cosa, incluso para el desencanto más decepcionante. Pero es nuestra gran esperanza —le susurró al oído el Maestro Imperial.

En aquellos tres días tuvieron ocasión de descubrir la intimidad de sus cuerpos, de paladear nuevas caricias y de desnudar sus almas, como quien interpreta el misterio de la vida. En el lecho de la fonda donde descansaban, las lágrimas brotaron en los ojos cálidos de Shui y cayeron en su rostro, como también declinaban las caricias de Xu Jun, que besaba sus labios con fruición, como si quisiera alejar los demonios que habían perseguido su viaje, y sosegarla con su fortaleza.

No había podido tolerar los olores de la caravana, y los últimos días de marcha, tras negarse a ingerir el sopicaldo de los caravaneros, había permanecido en un persistente estado de náuseas, mareos y vértigos. Únicamente tragaba pequeños trozos de mangou —mango—, pero ahora se reponía con la compañía de Xu Jun, que la tranquilizaba con palabras obsequiosas.

A veces le llegaba de las montañas un soplo fresco que le acariciaba gratamente la piel, y le devolvía el aliento.

Medio adormecida, esperando la hora en la que irían al Templo del Gran Buda Gigante, dejaba descansar su cabeza en el hombro de Xu Jun, que admiraba en silencio su fina belleza. La joven se sentía definitivamente libre al lado de quien amaba. Y aspiró el vivificante aire de la bullanguera ciudad fronteriza, agradeciendo al Buda Iluminado su ayuda y bondad.

A final del tercer día de descanso sus miembros y su ánimo comenzaron a responderle. Estaba viva. Se aproximó al ventanal y contempló los verdes y rojos aleros del santuario, el hermético Templo del Buda Gigante, un mágico conjunto de oratorios, residencias de monjes y peregrinos, jardines, explanadas y pagodas de aspecto fantasmagórico, estéticamente fastuoso.

¿Pero respondería a sus ansiosas expectativas?

El amanecer del día anunciado para las actuaciones de las mujeres sagradas, los alrededores de la Gran Pagoda bullían de gente fervorosa que portaba en sus manos varillas de incienso, velas, flores y regalos. Tomaron en el albergue un cuenco de arroz y una jarra de pi jiü, cerveza fermentada, y una taza de moutai, hierbas reconstituyentes que pagó a precio de oro, fruta y un pescado ahumado. Luego se dirigieron al Templo de la Luna de Dafosi, como lo llamaban los lugareños, abierto a los fieles desde la primavera hasta el fin del otoño.

Xu Jun, persona racionalista y poco dada a las supersticiones, se preguntaba de qué naturaleza era la fuerza que los había llevado hasta allí. Se dejaba llevar, pero advirtió que Shui le otorgaba un sentido y significado distinto al suyo, que no solo respondía a las casualidades de la vida, sino a un destino superior. Estaba inquieta y ansiaba ascender cuanto antes a la Pagoda de la Luna. ¿Qué esperaba encontrar allí?

El misterio y la ilusión la mantenían excitada.

Con las primeras luces llegaron a la puerta del lugar santo. Sus miradas se posaron en la pagoda mayor, de un intenso color azul cobalto, en especial Shui, que recordó en aquel instante las palabras de las adivinas wu de la Ciudad Prohibida: «Vuestra hermana Xiaomei ha robado el elixir de la santidad a los dioses que se veneran en la Pagoda de la Luna.»

¿Qué secreto encerraba aquel lugar que lo vinculaba contra toda razón de ser con su desaparecida y presuntamente muerta hermana? ¿Qué tenía que ver aquel tabernáculo con su desaparición? ¿Qué sospechosas conexiones tenía con Xiaomei?

La realidad fue fijándose a su alrededor y confiaba en hallar la última pieza de aquel rompecabezas incompleto, y conocer el verdadero enigma de su hermana.

Xu Jun se detuvo de repente. Entre la marea de fieles había distinguido al individuo fornido y a su anónimo y encapuchado acompañante al que ayudaba a entrar en la residencia de los monjes. El gigante grasiento se quedó fuera y fisgoneó por encima de las cabezas. El Maestro Imperial creyó ver que los miraba detenidamente y aprovechó para examinar su semblante rudo y sádico, muy propio de los matones a sueldo.

Le sostuvo la mirada, hasta que desapareció.

Desechaba que fuera una casual eventualidad que se hallaran allí en día tan señalado, y pensó que los habían seguido desde que partieran de Xian. Pero ¿pertenecían al brazo asesino de la confabulación de palacio que había acabado con su amado maestro Sabio Errante? Ese pensamiento lo intranquilizó.

Y un estremecimiento de alarma lo embargó.

Pero calló, y cogió con firmeza el brazo de Shui.