La máscara de teatro
Un rayo de impaciencia brillaba en la cara de Shui.
—Escuchad —le susurró Calma Estival—. Por nombramiento directo del neige Nian, el valido del emperador, habréis de saber que pertenezco al servicio de agentes que se ha creado recientemente para servir al Estado. Os estoy hablando de la llamada DuchayuanXitong, o Sociedad de Censores, que actúa secretamente en todo el reino.
Shui agigantó en su semblante una expresión de asombro.
—¿Vos, un hombre espiritual, reservado, tan místico y devoto, un espía imperial? ¿Bromeáis con esta inofensiva mujer? Los cortesanos y damas hablan de ella con temor y también con respeto.
—Lo sé. Se nos conoce en el país por el sigilo de nuestros métodos y por los informes que realizamos sobre los burócratas y generales deshonestos. Denunciamos a quienes se enriquecen por medio de la extorsión y la corrupción, en un año en el que las hambrunas, las inundaciones y la plaga de langosta ha hecho estragos entre el pueblo. Nuestro nombre cifrado es el de los chayuan, o los «Camaleones de Nian», el primer ministro. Constituimos una impenetrable red de confidentes que nos infiltramos en todas las instancias del reino, investigando al señor de la guerra perverso e indigno y al funcionario corrupto.
La tensión había paralizado a la dulce Shui, quien sitiada por la sorpresa lo miraba de hito en hito y sin pestañear. No se mostraba ni distante, ni superior. Pero perpleja, le preguntó:
—¿Entonces no sois un monje budista? —balbuceó.
—¿Guardaréis este secreto en vuestro corazón?
—Sabéis que sí, pero contestadme, os lo ruego.
El religioso, seguro de sí mismo, le confesó:
—No lo soy, y si me hago pasar por monje es solo para ejercer mi labor, aunque con un respeto y devoción profundos, pues creo firmemente en las verdades del Iluminado. Se me conoce como un bhikkhu, un lego limosnero. Otras veces me hago pasar por un comerciante, buhonero, o también caravanero. Viajo de incógnito por las trece prefecturas y distritos del Reino del Centro, y por los países fronterizos, donde denuncio el proceder de los magistrados inmorales, convirtiéndome en los ojos y en los oídos de neige Nian, mi amigo y mi superior, al que sirvo con lealtad y honestidad.
Shui se agitó desmañadamente. Le costaba trabajo aceptar tan impensable revelación. Era una mujer confundida.
—Me habéis dejado sin habla, Calma Estival, ¿u os llamáis de otro modo?
Su respuesta fue inmediata y lo hizo con deferencia.
—Ese es mi seudónimo. Mi verdadero nombre es Xu Jun, y provengo de Shantung, de una aristocrática familia de inspectores de la sal. Hace tres años alcancé el grado académico máximo: el Chin-shih, o Maestro Imperial. Lo coseché en la Academia Kuo-tzu-chien de Pekín, tras ocho años de arduos estudios. El ministro Nian me captó para formar parte del grupo de agentes contra la depravación que impera en el reino. Me formé en los clásicos de los Tres Caracteres y los Cuatro Libros de la Piedad Filial, en poesía, arte, matemáticas, caligrafía, ética, astronomía, tributación y artes militares, así como el tiro al arco, la equitación y la estrategia militar, con el ánimo de ocupar un cargo público, o enseñar en una Academia, pero jamás pensé que serviría a mi emperador de esta forma.
—¿Y por qué con vuestro docto rango auxiliabais a Sabio Errante? —se interesó la joven boquiabierta.
—Mi maestro fallecido estaba al tanto y también de acuerdo con mi labor de limpieza de la moral pública. A su lado ahondaba en la meditación y en las enseñanzas de Buda, y a veces viajábamos juntos de monasterio en monasterio y de ciudad en ciudad. La honestidad, la ley justa y la armonía nos unían.
—Por eso invariablemente regresáis siempre a palacio.
El imaginario monje confirmó cortés con la cabeza.
—Así es, señora. Es mi deber informar a Nian de los manejos de los intendentes, prefectos y cabecillas de la guerra, de su torpeza en dirigir a las tropas en las fronteras, de la indisciplina que se vive en las Wei so, o Banderas Militares, y de su voracidad en recibir prebendas, en los impuestos excesivos que cobran a los campesinos y en los ultrajes con los que los humillan. Son todos iguales: ávidos, arrogantes, intrigantes y vanidosos.
La cortesana lo miró con aprensión recelosa.
—Porque os conozco os creo, pero vuestra actividad es tan admirable como peligrosa. Parecéis en verdad un varón de Dios y de paz. Al menos así lo creemos las damas del harén.
—Y lo soy, señora Shui. De conocimiento y de orden.
—¿Y por qué no investigáis las muertes de palacio?
—Eso concierne a los Guardias de Brocado, señora. Se trata de un asunto interno de palacio, e intocable —la ilustró.
Shui llevó el diálogo a su terreno. Le interesaba.
—Antes me hablabais de la exigencia de abandonar la Ciudad Prohibida, pero vos sabéis que en mi condición de concubina imperial, eso no es posible.
Xu Jun esbozó una mueca irónica.
—He estudiado en la Academia algunos casos de concubinas juzgadas en palacio por las más fútiles faltas. Desde sonreírse en una ceremonia sagrada, hasta seducir a un guardia real, y conozco una solución. Para escapar de estos muros existen tres fórmulas legales, según los usos de palacio. Escuchad bien. Una es que el Bixia os traspase como presente a un embajador, o a un miembro de una casa real aliada.
—Un caso extremadamente difícil y aleatorio, pues depende del capricho del demandante —dijo Shui—. No es muy fiable.
—Efectivamente podría no producirse nunca —explicó—. Otro es cometer una falta grave y ser condenada a muerte, que al ejecutarse fuera de palacio, puede considerarse la posibilidad de comprar a los sayones. Pero es muy arriesgado. Ocurrió una vez, en tiempos del emperador Ming, Wanli. La desechamos.
La mirada de Shui poseía la nitidez de la inocencia y lo miró con una ansiedad que la hacía suspirar.
—Jamás ofreceré mi cuello al verdugo por gusto. ¿Y la tercera? —Y abrió los ojos con desmesura.
Durante unos instantes calló. Le era difícil hablar.
—Tampoco sería sencillo para vos y es incluso ignominiosa, pero es la única salida —dijo reservado.
—¡Hablad por el Buda Santo, me tenéis en ascuas!
—Veréis, hace dos siglos, durante el reinado del emperador Longqing, su primer ministro Wang Chung Ku, persona versada en leyes, se vio obligado a castigar a una concubina casquivana que visitaba con asiduidad y en secreto a un escriba de la corte, sin llegar a consumar el acto amatorio, y sin mediar conducta inmoral espinosa. Es un caso habitual en el serrallo real.
—¿Y bien? —lo incitó a hablar con la mirada.
—Os cuento —dijo y tragó saliva—. La concubina en cuestión fue sentenciada a abandonar la Ciudad Prohibida vestida con unos andrajos, tras ser vendida por dos mil taels a un conocido prostíbulo de la capital, del que con el tiempo se hizo la dueña. Esa prescripción real, ahora en desuso, es conocida como la «Ley Ku», y a ella os debéis acoger, si es que elegís ese recurso. Perdonad mi crudeza. Sé que vos la consideraréis monstruosa e inadmisible, pero no hay otra, creedme.
Calma Estival adivinó que sin desearlo la había ultrajado.
La luz deficiente de las candelas que iluminaba el Buda alumbraba las facciones de Shui con una tonalidad amarillenta. Se la veía impresionada, zaherida, afrentada e injuriada, aunque no desechaba aquella posibilidad que le ofrecía, y que ella ya había sopesado también en su soledad.
Hacía tiempo que se sentía desamparada y seguía pensando que a pesar de la crudeza de sus palabras, todo era hermoso y limpio alrededor de Calma Estival. Se incorporó del reclinatorio, y por toda respuesta le dedicó una mirada desoladora, dándole la espalda. Lo meditaría.
Por sus pómulos resbalaba una lágrima solitaria.
Con el frescor de la mañana, Shui se despertó avergonzada por la conversación con Calma Estival, o Xu Jun. Hacía frío y amenazaba tormenta. La oferta del falso monje se le había colado al descuido en su mente, y no hacía sino darle vueltas.
Aliviada pero triste, miró a través del ventanal y comprobó que los estanques de palacio estaban silenciosos, y que a ratos, el ceño impreciso del sol se reflejaba en el agua helada. El ambiente le pareció más impalpable, la claridad del día, más gris y las nubes, menos algodonosas. ¿Cómo había engañado a todos el piadoso, gentil y prudente Calma Estival? Pero estaba sujeta a un voto sagrado y no podía desvelar su secreto.
En tanto se desperezaba, se acercó al tocador y se aclaró con un elixir lechoso los afeites de su rostro, mientras reflexionaba sobre la sugerencia del fingido religioso. No, no podía ni tan siquiera pensar en ella, aunque la tantearía en los largos ratos de su vacía soledad. Era alejarse de una prisión para ingresar en otra más execrable y vil. Jugueteó con una joya de jade y oro que brillaba en el peinador.
La meditación, la libertad de Miao y la pintura poseían el valor de la renovación para ella, y a esos pensamientos debía acogerse. Pero el consejo del falso monje la había conmocionado. Siguió pensando en él, en Xu Jun, que revolvía su corazón.
Sin apenas hacer ruido, su sierva entró en la cámara con la cabeza inclinada, llamando la atención con la intemperancia de sus torpes pasos. Portaba un envoltorio en sus manos trémulas.
—¿Qué te pasa? Te veo sofocada —insinuó la concubina—. ¿Qué es eso?
—Mi señora, un criado de la emperatriz madre ha traído este paquete —replicó, depositándolo en la mesita.
—Bien, puedes retirarte —le ordenó mientras olía el delicado perfume a algalia que exhalaba el bulto anudado con la cinta amarilla de la casa imperial.
La concubina apreció sobresaltada un estremecimiento interior. Posiblemente se trataba de una carta de cortesía agradeciéndole su retrato, cuya perfección había corrido de boca en boca por palacio, o porque había sido designada Dama Guifei, uno de los más altos pedestales del favor imperial. ¿Pero no se había cruzado con la madre del Hijo del Cielo y le había sonreído con amabilidad? Bastaba con eso. ¿Un simple escrito requería tan estrambótico rebujo de sedas y papeles de colores?
Shui sabía que Xiaogongren, la Madre de la Nación, había sido amiga de su hermana Xiaomei, y que la había confortado antes de su muerte, razón por la que había tenido el detalle de inmortalizarla con sus pinceles. Dudó unos instantes conjeturando sobre su enigmático contenido y finalmente abrió la carta. La esquela de papel azulado cubría otro envoltorio cubierto con una tela de seda malva.
A la señora Shui —leyó entre dientes—. Que Tién, el Padre Cielo, y Ti, la Madre Tierra, armonicen vuestra vida y que sea iluminada por el sol.
Como agradecimiento a vuestro obsequioso gesto de inmortalizarme en una pintura que preside el Salón del Trono, deseo corresponderos regalándoos un objeto que desde la muerte de mi esposo he tenido junto a mí, sin saber por qué, y que perteneció a vuestra hermana, la bondadosa señora Xiaomei.
Y como sé que aún no habéis conseguido eliminar de vuestro corazón la pena de su ausencia, os notificaré una revelación sometida a juramento sagrado que mitigará vuestra congoja y que a buen seguro cambiará vuestra existencia.
A tal efecto os ruego que cuando finalice la próxima fiesta del Solsticio de Invierno, me aguardéis en el mirador de la Fuente de los Sauces, único lugar donde ni los perversos eunucos ni los interesados cortesanos que rodean a mi hijo podrán escuchar nuestras palabras.
No os puedo explicar más, pero esta revelación debe quedar clausurada con el secreto cerrojo del sigilo y la reserva, pues su difusión podría acarrearnos perjuicios indecibles en la corte. Quedad en la paz del Cielo y que la armonía del Bixia Su Majestad Imperial —mi hijo— perdure eternamente.
Larga vida a Yongzheng, y al Ser Divino de Arriba.
Xiaogongren, emperatriz madre
En vano quiso buscar algún tipo de lógica a aquellas palabras. Volvió a su lecho revuelto, se abrigó con una bata de pelo, y se acomodó entre los cojines. La emperatriz Xiaogongren ocultaba más misterios de los que aclaraba, envolviéndolos en un velo de incógnitas.
Shui, impaciente, destapó el regalo de la reina madre disimulado en el fondo de la caja. Y cuando reparó en lo que contenía, sintió en su pecho una punzada. Su corazón galopaba como el de un potro asustado. Sorprendida, apenas si pudo balbucear una frase entrecortada, que ahogó en su garganta.
—Por la sangre de mis antepasados. ¡No puede ser!
Tenía ante sí la máscara de teatro de Xiaomei, la que llevara en sus manos el día de su inmolación ritual y la misma que había empleado en su última actuación: Tumultos en el Palacio Celestial, la protagonizada por el Rey Momo, el héroe más popular de China. Aún recordaba su elegante interpretación.
—¿Qué significa esto? —musitó perpleja.
La respiración entrecortada delataba su sorpresa. La tomó en sus manos nerviosas y al tomar contacto con el fulgor de la luz matutina emitió un destello encarnado. Se incorporó tensa como un arco mongol.
—¡La máscara de teatro de Xiaomei!
Volvió a su corazón el triste recordatorio de su terrible muerte, como si fuera una maldición, o una de esas cicatrices de la vida que jamás pueden cerrarse y mucho menos desvanecerlas de la memoria. Shui no poseía ningún objeto de su hermana que le otorgara consuelo. Los vestidos y sus enseres personales habían sido arrebatados del harén real y quemados fuera de palacio, cuando eligió morir viva en la tumba imperial de Kangxi. No le había quedado ningún recuerdo palpable de ella, y en el último año de su vida, apenas si habían cruzado unas palabras.
E inmediatamente trajo a su recuerdo la última de sus representaciones, donde, ataviada con aquella misma máscara escarlata, ofreció su más portentosa representación. La emotividad en sus miradas y la arrobada actitud de sus movimientos había hecho llorar al Hijo del Cielo, y a su madre la emperatriz. Aquella admirable actuación aún era recordada en la corte.
La confusa joven, con la máscara en las manos, conjeturó una retahíla de preguntas que no obtuvieron respuesta. ¿Por qué razón la soberana madre la tenía en su poder? ¿No la llevaba en sus manos en el momento de enterrarse en vida? Shui se quedó pensativa por la desconcertante imagen de la máscara roja, que creía sepultada en la tumba del emperador Kangxi.
La admiró de diversas formas por si contenía algún recuerdo olvidado, y comprobó que el borde superior estaba deshilachado, como si hubiera sido rasgado y luego cosido precipitadamente. Aquella contundente presencia del pasado trocó sus apacibles facciones.
No comprendía las intenciones de la madre del emperador al ofrecerle tan querido regalo. Ya no le cabía duda de que algo de índole inquietante se fraguaba a su alrededor y que estaba relacionado con Xiaomei. Conocía sobradamente los movimientos de palacio y le dedicó al hecho toda la trascendencia que poseía.
«La maldad y la vileza se ocultan en los regalos de los reyes. ¿Me ofrece su ayuda? ¿Me tiende una trampa?», caviló, y pensó en guardarla en un cofre bajo llave, quemando en el vaso de esencias la enigmática misiva de Xiaogongren.
«¿Podré sobrevivir en este enredo de enigmas?»
Transcurridos unos instantes en que los eunucos anunciaban la hora de la serpiente —las nueve—, una amenazadora impaciencia la alarmó.
«Xiaomei está muerta. Esa es la única certeza.»
Estaba tan sobrecogida que hundió la cabeza en las almohadas. Sin darse cuenta, una suave somnolencia la venció asida a la máscara de teatro. Pronto, una pesadilla le reportó un espantoso sueño: se colocaba la careta y esta le oprimía la piel y luego devoraba sus ojos, su boca y sus mejillas.
En medio de la agitación se despertó empapada en sudor.