Dos yuanbaos de oro

Primavera y verano de 1725.

Segundo año del reinado de Yongzheng

 

 

 

El destello del sol naciente aún no había iluminado la ciudad, cuando Shui, dama Orquídea, se despertó sobresaltada. Abandonó su lecho y abrió la ventana. Con el débil esplendor del día distinguió desde la ventana a unos mozos que introducían en un carruaje a su amiga del alma LiYing, Magnolia, que portaba en sus manos el hato de sus pertenencias.

 

Abandonaba la Casa de Té sin poder despedirse.

La niña LiYing alzó la mirada y se encontró con las aturdidas pupilas de Shui, que no podía creer lo que veía. Otra despedida, otro trozo descarnado de su corazón. Dama Gardenia la habría vendido a otro lupanar sin dar tiempo a un adiós, a un abrazo, o a un consejo amistoso. Esa era su infame vida, una más de las crueles decepciones de aquel mundo desnaturalizado de la prostitución. Se intercambiaron una triste mirada de despedida y unas lágrimas sellaron una separación, ya para siempre. Rápidamente Shui recogió su cepillo de carey para tatuar, lo envolvió en una bolsa de raso, y se lo lanzó por la ventana. LiYing lo recogió, lo besó y lo guardó dentro de su pecho.

Era cuanto podían regalarse.

El carruaje echó a andar tirado por dos mulas ambladoras. Las peonías blanqueaban las colinas y el valle, y un aire seco recorría las modestas callejuelas cubiertas de fango helado. Un olor a tortas fritas de mijo y arroz irrumpía de la calle como un vapor oloroso que despertaba los sentidos. Posiblemente ya no se verían más, y de nuevo el desconsuelo se apoderó de Shui, que soltó unas lágrimas de reniego.

Sonó el gong, y las coimas de la Casa de Té bajaron al salón donde humeaban una tetera y unos pastelillos de canela. Se había creado un vacío de decepción, pena y añoranza, y nadie hablaba. Si acaso se oían murmullos entre ellas comentando la salida inesperada de Magnolia.

Una vez más, una marcha sin calor, sin afecto, sin calidez.

Con aire provocador, dama Gardenia intervino:

—¡Qué demonios murmuras, Orquídea! —se dirigió a Shui.

La protesta no se hizo esperar.

—Debíais saberlo, señora —dijo Shui indignada—. Las mujeres amamos más conscientemente que los hombres, y las ausencias nos duelen en el alma. Esa chiquilla es un ser frágil e indefenso, y temo por ella. Aún conservo mis sentimientos, ¿sabéis?

Dama Gardenia era la insidia personificada y su odio y saña solían mostrarse acompañados de un volcán de desprecios. Todas esperaban una violenta reacción, pero respondió comedida, incluso con consideración hacia Orquídea.

—La insumisión no es una buena virtud en esta casa, dama Orquídea. Recuérdalo. Y no tengo que dar cuenta a nadie sobre mis arreglos comerciales —adujo, volcando su natural inquina.

—Al menos nos podríais decir cuál es su destino —insistió Shui—. Tenemos clientes comerciantes que podrían llevarle una carta o un regalo, y saber de ella, ¿comprendéis?

Gardenia se volvió hacia Shui. Se la veía calmada.

—Bueno —dudó incómoda—, no preciso inventar nada, solo corroborar que marcha a la casa del señor Zhuan, su nuevo amo, el dueño del salón El Descanso del Alma en la ciudad de Xian. Vivirá como una princesa y no voy a decir nada más. No debes preocuparte por ella.

Shui, aunque era una mujer con redaños, no estaba dispuesta a afrontar una guerra cara a cara con la dueña del burdel, que de enojarse la sacaría del estrado musical y la devolvería al catre a soportar a clientes empalagosos y disolutos. Y no soportaría otra amarga indignidad como la anterior. Y para no hundirse en el vacío de la pesadumbre y despreciarse a sí misma, apretó los dientes y maldijo su suerte.

El negocio realizado con la niña Magnolia no podía haber sido más rentable para dama Gardenia. No había sino que observar sus satisfechos gestos. La detestaba profundamente.

Shui siguió en su encierro en el que cada noche debía contentar con sus tonadas y danzas a clientes libidinosos y a los soldados borrachos que la devoraban con los ojos. Se volvió más melancólica que de costumbre, viendo que el tiempo no se acortaba y que tres años podrían convertirse en una eternidad. Comprar su libertad seguía siendo su gran obsesión.

Había recibido carta de LiYing, que leyó a todas las coimas, y su ánimo se alegró. Magnolia vivía en Xian con agrado. Era un espíritu puro y repartía felicidad a su alrededor. La añoraba.

Con la llegada de las caravanas arribaron a la Casa de Té nuevos parroquianos, desenfrenados varones que creían a pies juntillas en la inferioridad de las hembras, como en toda China, como si ellos fueran los únicos que entendían el mundo que les rodeaba. Shui era para los varones que frecuentaban Las Cien Lámparas el paradigma de la belleza, la gracia, la coquetería y la futilidad, y ellos, del honor, el coraje y la inteligencia.

Y se dejó llevar, mientras pasaba el tiempo e incrementaba la suma para comprar su libertad. Shui se aprovechó en su favor obteniendo gratificaciones y dádivas de los clientes que la escuchaban, que aumentaron copiosamente sus ahorros. Se estaba convirtiendo en una siji, una puta con recursos.

Se reveló el verano con un radiante fulgor y un calor sofocante. Día a día la cálida luz del sol fue reemplazando las brumas y sacudiendo el polvo amarillo que los había mortificado en la primavera. El calor era bochornoso, tórrido. El jardín tapiado del burdel, íntimo y cuidado, servía cada mañana al sosiego de Shui, quien recordaba en su frescor la marcha de Magnolia y su patético y particular destino. LiYing le había escrito de nuevo testimoniándole que era bien tratada y mejor querida por sus nuevas compañeras y su amo, el señor Zhuan. Lo merecía.

Los rutilantes azulejos azules contrastaban con las paredes de color ocre y con los limoneros que crecían junto a una fuente de chorros que borboteaban en los canalillos. Meditaba aquella mañana sentada en un banco de piedra y examinaba por enésima vez el «mapa del dragón» y los enigmáticos papeles del diario del mercader que le regalara la emperatriz madre, por si hallaba una pista que lo interpretara. Pero todo era en vano. Para ella era un galimatías sin sentido.

Iba descalza para que las frígidas baldosas aliviaran sus pies cansados, mientras aspiraba el perfume de las peonías. A veces cuidaba a uno de los niños de una de las cocineras. Un niño huraño de esos a los que solo sus madres pueden amar, pero que con Shui se sentía especialmente atraído por su dulzura.

La Casa de Té era un lugar ruidoso, pero nunca por la mañana. ¿Qué ocurría entonces que todo era confusión? Una criada vino a pedirle que acudiera a la alcoba de la dama Gardenia. Se alarmó. Algo grave y excepcional ocurría, pues nunca la llamaba a su estudio, ni recibía de ella elogio alguno. Siempre reparos.

—Dama Gardenia os aguarda. Acompañadme.

Shui entró alarmada en la pieza, pero dignamente, fingiendo la mayor de las indiferencias, con el semblante arrogante y el gesto de desapego hacia a la dama. El cuarto estaba decorado lujosamente con muebles de caoba y de las paredes colgaban lámparas de jade y papel rojo. Dos biombos y algunos baúles de nanmú exhalaban un perfumado aroma a sándalo.

Dama Gardenia, cosa insólita, la invitó a acomodarse en un diván frente a una mesita decorada con flores de loto. Una criada sirvió en unos cuencos azules unas sabrosas pan —bolas de carne con arroz y mijo—, té, saqe, helados de vainilla y almendras y salmón almizclado. Shui no entendía nada. Su malhumor se trocó en una mezcolanza de estupor e intranquilidad. ¿Aguardaban a alguien? ¿La comida era en su honor? Esperó impasible, pues no acertaba a comprender qué deseaba de ella.

«Nada bueno, seguro», pensó asustada.

—Dama Orquídea —dijo—. La dueña del más afamado prostíbulo de Xian está aquí y desea comprar tu contrato. Pero según sus estipulaciones no puedo traspasarlo a alguien que no pague los cinco taels que desembolsé, más los gastos ocasionados en esta casa por tu cuidado, vestido y manutención. ¿Comprendes?

Shui acentuó su rebeldía. Tenía que jugar fuerte. No aceptaría una venta si no persistía su derecho a adquirir su libertad por los taels estipulados. Debía ser astuta y a la vez cuidadosa, pues aquellas damas de burdel se las sabían todas. Y Gardenia más.

—¿Y voy en condición de cantora, de danzarina, o de acompañante de catre? —preguntó fríamente.

De dama Gardenia emanaba un perverso entusiasmo, señal de que veía en la venta un buen negocio.

—Lo ignoro. Eso no está en mi mano. A esa señora le han llegado a sus oídos tus habilidades musicales, según me ha confirmado. Por eso está aquí. Así que está dispuesta a pagar tu rescate.

Había detectado en Gardenia una inquieta excitación, que solo le provocaba el tintineo del dinero. Iba a partir de un prostíbulo para recalar en otro y recelaba de un futuro más que incierto. Allí había sobrevivido mal que bien, pero desconfiaba de su nuevo destino.

—¿Y acepta las condiciones de la transacción que firmasteis con la Maestra de Concubinas, la señora Kumiko? —preguntó.

—Para ser una siji, una buscona vulgar, eres muy insolente. ¿Quién te has creído que eres? Yo pagué por tu vida y me perteneces, así que acepta tu condición no sea que pierda la paciencia y despida a esa rica señora —la amenazó airada.

Shui reculó. La creía capaz de la peor ruindad.

—Puedo presentarme ante cualquier magistrado y exigir su cumplimiento —se envalentonó Shui en vano.

—¡No me hagas reír! —se carcajeó Gardenia—. Y también aparecer en el arroyo una noche con el cuello partido. No serías la primera, y nadie lo lamentaría, insensata.

—Os escucho —simuló aceptar su posición.

—Esa dama me ha confirmado hace solo unos instantes que lo asumirá. Pero no sé si luego lo cumplirá. Su salón es el más selecto y fastuoso de Xian, y lo conocen como La Casa Dorada —aseguró—. Además, en esa ciudad podrás encontrarte con esa insulsa de Magnolia.

—Esa posibilidad mitigará mis desconsuelos —dijo Shui.

La pérfida había olido el tufo del dinero y la advirtió de las consecuencias de una intromisión inoportuna.

—¡Bien, dejémonos de charlas inútiles! —profirió exasperada—. La haré entrar y ella misma te descubrirá sus intenciones. Pero no olvides lo que eres, una prostituta. Sé considerada, y si es su deseo pagar por tu escritura, no lo malogres con tus disquisiciones estúpidas, o lo lamentarás, te lo aseguro —la advirtió.

Había estado atrapada casi dos años en un mundo sórdido del que era poco menos que imposible evadirse, y parecía que con el cambio las cosas no mejorarían. Una y otra dama se valdrían de los subterfugios más despreciables para no dejarla marchar nunca. Al fin Kumiko se saldría con la suya. Aquel enredo de las dos furcias por la posesión de su cuerpo la perjudicaría irremediablemente. Lo maliciaba en la esencia de su ser.

Había creído erróneamente que ser vendida como mujer pública era un camino infalible para alcanzar la liberación, pero cada día lo veía más inaccesible. Suspiró por su suerte futura, y aguardó trastornada. En silencio rezó devota a Kuan-yin.

De repente Shui oyó el bisbiseo de unos chapines deslizándose tras su espalda con andar altivo y elegante. No volvió la cabeza, como requería la cortesía, hasta que la tuvo ante sí. Venía sola, se movía con apacibles ademanes y sus ojos se quedaron fijos en su rostro.

Shui se incorporó del diván como impelida por un resorte oculto. Inclinó la cabeza en señal de acato y se quedó inmóvil como una estatua de mármol. Su corazón latía agitado. La dama en cuestión, que estaba de perfil, lucía un portentoso peinado adornado con peinecillos de jade y una túnica azul plata exquisitamente bordada. Su mirada estaba llena de dulzura y de entereza y era del color de la canela. Sus pupilas se movían entre lo suspicaz y lo candoroso, y sus labios pintados de carmín denotaban una excitante mezcla de sensualidad y reciedumbre.

La inspeccionó meticulosamente, como si examinara un objeto valioso, y el mundo pareció detenerse por un momento.

Tenía ante sí a Miao, la Prodigiosa, su laotong, su confidente íntima, o alma semejante, su amiga, quien le hizo un gesto de complicidad, que ella interpretó de inmediato, aunque por su mente se despeñaban mil intrigantes preguntas. ¿Qué hacía en aquel burdel repugnante la concubina del príncipe U Suu, próximo soberano de Birmania? ¿Cómo había sabido que se hallaba allí? ¿Se había convertido como ella en una siji? ¿Qué pirueta del destino la había transformado en la dueña de La Casa Dorada de Xian? ¿Era todo una simulación, o respondía a un plan premeditado?

No comprendía nada y la observaba con ansiedad.

Shui estaba visiblemente desconcertada y aguardó a que abriera la boca, aunque tuvo que hacer un esfuerzo por guardar la compostura y seguir aquel juego diabólico, que la había dejado petrificada y sin habla. La pérfida Gardenia no había notado nada. Era imposible. Ambas habían sido entrenadas en palacio.

—Es bella, ciertamente, y me aseguran, dama Gardenia, que es una experta con el laúd y la flauta. Pero no parece gran cosa, en verdad —dijo, mientras la miraba como a un cebú a punto de ser comprado.

—Orquídea, que ese es su nombre en esta Casa de Té, es mujer de gran sensualidad y cantora inigualable formada en el mismísimo harén de la Ciudad Prohibida, y la joya de mi establecimiento, señora.

Miao reaccionó con desinterés e indiferencia.

—Eso lo he escuchado en muchas compraventas de cortesanas y resultó luego ser una falsedad. ¿Me lo aseguráis en verdad? No he venido desde Xian para ser embaucada. Quiero garantías, señora.

Dama Gardenia le extendió con orgullo triunfal los dos pliegos en papel de arroz escrito en kaishu, la caligrafía utilizada por el pueblo, y firmados en la residencia imperial, que Miao leyó con peyorativo desinterés.

—Bien, parece que estáis en lo cierto, y que he de satisfacer una cantidad muy apreciable. ¿No es así?

—Aún no estoy decidida a confirmar la venta, y francamente, comenzaría a negociar a partir de veinte taels, más los gastos de su estancia. Padeció además una costosa enfermedad que casi me arruina, pues los gastos médicos superaron lo que yo podía pagar —mintió, y le dedicó una mirada de hielo a Shui, que seguía con los ojos fijos en Miao—. A esta casa acuden muchos clientes atraídos por su ingenio musical, gracias al cual subsistimos. No podéis imaginaros la admiración que suscita a su alrededor. Vuestra oferta debería ser muy alta, pues me será muy ruinoso desprenderme de ella. Comprendedlo, señora.

Miao la miró con osadía y quiso comprometerla.

—¿Rehusáis entonces a que debatamos sobre su precio?

Dama Gardenia simuló querer levantarse y despedir a Miao sin más explicaciones. Shui estaba aterrada.

—Desprenderme de ella significaría la quiebra de esta Casa de Té —exageró para subir la oferta, y tomó un sorbo de té—. Yo no os he llamado, señora Miao. Sois vos quien habéis acudido a mí. Orquídea no tiene precio. Quizás en otra ocasión.

Deseaba disparar el precio, era evidente, de modo que jugaría fuerte y sin contemplaciones. Shui, que seguía sin intuir la naturaleza de aquella desquiciada situación, aunque llena de esperanzas, comenzaba a temer que la puerta que se le abría a la felicidad se cerrara sin remisión y se fuera al traste por la contumacia de dama Gardenia, mujer imprevisible, ambiciosa y especuladora. Shui no lo deseaba y le temblaban los labios de ansiedad. Pero confiaba en la sutileza de Miao.

—La verdad —afirmó Miao con moderado sarcasmo, tratando de atraer su atención y ansia de dinero— es que lo hago por necesidad, os lo confieso, pues carezco de una cantante prestigiosa. Pero me da igual que Orquídea haya pertenecido al harén del Hijo del Cielo, o no. Quiero una mujer músico en mi establecimiento.

Se produjo un silencio oscuro, denso, interesado.

Miao había reconducido la situación hacia el lugar que deseaba, y con el tono firme del que había hecho gala, tomó una bolsa pequeña que colgaba de su brazo, y con el encanto del que solo ella era capaz, extrajo un paño rojo que colocó sobre la mesa. Lo abrió y, lamidos por el fulgor del sol, resplandecieron como ópalos dos yuanbaos, unas piezas de oro en forma de barco, que solo los ricos banqueros y mercaderes usaban en sus transacciones comerciales. Miao se quedó con los ojos fijos en dama Gardenia, y arriesgó serena con un enérgico movimiento:

—Es cuanto estoy dispuesta a pagar por esta cortesana. Vos decidís. No os acuciaré, pensadlo —dijo con desconfianza—. Si lo rechazáis, me iré.

Se produjo un incómodo momento, y el semblante de la dueña de la Casa de Té resultaba ilegible. Miao extendió su brazo izquierdo agitando levemente su mano sobre el brazo del diván. Se tomaba su tiempo. Era su juego y deseaba saborearlo. Una mueca de incredulidad escapó de los labios tensos de la dama.

—¿Habláis en serio, señora Miao? —preguntó Gardenia, dedicándole una mirada recelosa y dura.

Shui y Miao permanecían inmóviles, absortas; y dama Gardenia se sumió en una enigmática reflexión. ¿Le permitiría el acuerdo secreto firmado con Kumiko revenderla a otra dama de un burdel distinto? ¿Prevalecería su avaricia sobre su palabra dada de no dejarla salir de allí con vida?

Shui cavilaba inquieta, y sus dudas renacían.

Sobre la mesa, los trozos de hielo que enfriaban un licor de saqe se diluían en la vasija de cristal. Pero las dos amigas, que no habían intercambiado ni un gesto de connivencia para no entorpecer el trato, recelaban de aquella varonil y maliciosa mujer.

En la sala se hizo un mutismo indefinible.