La Vieja Cueva de Verano

El silencio era tan confuso que Shui y Xu Jun tenían la sensación de que escucharían otra villanía más de la odiada Kumiko.

 

—Prestadme atención —siguió narrando Xiaomei—. Con la excusa de que debían registrar a cuantos hubieran estado en la tumba y que no pertenecieran a la familia imperial, dados los objetos de altísimo valor que se atesoraban en el panteón, unos guardias cachearon a los taidelos, y los eunucos, al no poseer órganos viriles, a las juibas. Pero a mí me registró la propia Kumiko. Sentí una opresión en la garganta cuando con sus viscosas manos me sobó la entrepierna y el pecho, por si ocultaba algo.

—¿Pero cómo no te reconoció? —se interesó Shui.

—Hubo un momento de verdadero riesgo, lo reconozco. Me miró fijamente, pero el tufo a ceniza maloliente, sangre reseca y polvo de algalia la echó para atrás. Su femenino rechazo al mal olor me salvó. Así que me apremió con desconsideración para que desapareciera de su vista, con esos modales de carretero que la caracterizan.

—¿Y después, regresaste a palacio, hermana?

—No, ya no lo pisé nunca más. El eunuco Zexu me estaba aguardando en un palanquín oculto en el Camino de los Espíritus. Ascendí a él sin hacer ruido, y desaparecí para siempre del ámbito de la Ciudad Prohibida. Cruzamos un sendero apartado y nos dirigimos directamente a la mansión de Wuhang, el mercader y servidor leal del emperador fenecido. En una habitación cerrada residí una semana, reponiendo mi ánimo convulsionado por el simulado enterramiento en vida.

—¿Pensabas en mí, Xiaomei?

—No hacía otra cosa, Shui; pero avisarte de que estaba viva hubiera supuesto la muerte para las dos. Permanecí fuera de la vista de sus criados y familiares, sola con mis pensamientos y con un futuro incierto. El mismo Wuhang me traía alimento por la noche y conversábamos sobre todo de la emperatriz Xiaogongren, a la que idolatraba y de la que estaba perdidamente enamorado. Era muy fiel a la familia imperial.

—Pues lo que hizo pudo costarle su reputación, y su vida.

—Claro está, Shui. Salí de la casa de incógnito una madrugada nublada y de fina lluvia. Me dirigí oculta en un palanquín desde Pekín a Xian, simulando ser la esposa de Wuhang, que regresaba de visitar a unos familiares, como así declaró a los oficiales de la Puerta del Sur. Yo iba cubierta con un gorro de viaje. Abulté mis ropas y afeé mi rostro. ¡Me hice yo misma más fea! —ironizó.

Shui tenía el corazón reblandecido y los ojos húmedos. Aún no podía creer que la tuviera junto a sí.

—Ya tuviste que sufrir, hermana. Tú siempre fuiste muy presumida —dijo, y se carcajearon.

—El caso es que —les explicó—, aumenté mis arrugas, empequeñecí mis ojos, no me depilé las cejas y me añadí unos bultos en las mejillas. Me convertí en una hembra poco apetecible de admirar. Nadie podía adivinar en mi transformación a la concubina preferida del Bixia recién fallecido. Fue una meritoria acción de Wuhang que podría haber sido fatal para él si nos hubieran descubierto. Y en estos santuarios que aparecen en el mapa, bajo el amparo de los monjes Lanzo he permanecido estos dos años, bendecida por el cielo y amada por centenares de creyentes, que me reverencian y que ignoran quién soy.

Shui se alegraba después de haber hallado al fin la armonía de sus sentimientos, y la miró extasiada.

—¡No sabes lo dichosa que me haces! Me siento muy satisfecha. De imaginarte convertida en polvo en una tumba a hallarte viva y tan serena va un abismo.

—Rezaré por Wuhang, al que creía con su familia en Xian —reconoció Xiaomei—. Se convirtió en mi protector, porque así se lo había jurado al emperador Kangxi, y me llegó a prometer que algún día nos volvería a unir cuando transcurriera un tiempo razonable, por lo que mi alma atribulada creyó sus promesas. Y ahora te veo ante mí, aunque más tarde de lo que suponía y de una forma que no esperaba, créeme.

Xiaomei seguía examinando con atención el mapa elaborado por el mercader que le había entregado Xu Jun.

—Me aseguró que a su vuelta le enviaría una información a Xiaogongren en la que le revelaría algunas pistas sobre mi paradero, pero hecho de tal forma que si caía en manos indeseables no lo entendieran. Era un mercader leal y listo, y un sabio en el entendimiento de los astros —observó.

—Pero murió de una apoplejía tras regresar a Xian —recordó el Maestro Imperial—. Y cuando pasados dos años cayó en poder de la emperatriz viuda su cuaderno de viaje, y sabiendo el estado de vigilancia obsesiva que reinaba en el palacio, determinó no destapar otra caja de truenos y optó por ocultarlo y entregárselo a Shui cuando ya se disponía a abandonar la Ciudad Prohibida.

—No pudo obrar de otra manera. Siempre me protegió, incluso desafiando a los eunucos, y serenó mi alma con consoladoras esperanzas. Que el cielo la proteja por siempre —dijo Shui.

La mirada de Xiaomei se había quedado fija en el papel.

—Veo que en él están señalados todos los lugares sagrados donde actuamos las paiyou. Pero nadie puede relacionarlo conmigo. Wuhang sabía lo que hacía.

—Y si observáis esos asteriscos y líneas, dibujó las estrellas que lucían en el firmamento allá donde actuabais en cada época del año. Ahora lo hemos comprendido —apuntó Xu Jun—. Y el dragón rojo del reverso nos indicó que su receptor era alguien de la familia imperial. Lo revela todo, pero es difícil saber de quién.

En el semblante de la paiyou brotó un gesto de agrado.

—El mismo Wuhang fue quien me insinuó que debía cambiar mi nombre por el de Taizhen, «verdad suprema», por el que ahora soy conocida y que difícilmente me relacionaría con mi antigua vida; y a él se le ocurrió también ocultarme en el grupo del Diamante, que se protegían en la caravana, cosa habitual, y con los que pasé inadvertida a los ojos de todos, incluso de los espías imperiales. ¿Quién iba a sospechar de unos monjes y monjas más pobres que ratas que oraban y pedían limosna?

Con los ojos brillantes por la emoción, dijo Shui:

—Y ahora veo que te debes por entero a la Diosa Madre.

—Es una forma de protegerme, hermana, y de vivir una existencia plena —le confesó dichosa—. Soy para los fieles una mujer elegida, venerable, una intocable, y mi secreto lo guardo bajo esta identidad. Si esto se supiera en la Ciudad Prohibida, sería prendida y ejecutada por contravenir un dictamen imperial. Compréndeme, Shui, heredé las dotes de algunas mujeres de nuestros antepasados del valle de Katmandú y aquí siento el aliento de la diosa y su voz que habla por mi boca. Además, me siento valiosa para mis semejantes, a los que ofrezco el bálsamo de la esperanza y la quietud de sus espíritus.

Shui no se cansaba de mirarla y de indagar sobre su vida.

—¿Y es cierto que resides en el Manantial de las Lágrimas de Kyzil? Un lugar muy apartado, ¿no? ¿Es por tu seguridad?

—No es casual —les explicó—. Wuhang me reveló que en este santo lugar habitaba una comunidad de monjes Lanzo, los adivinadores ciegos, unos religiosos temidos e inviolables, y custodios del saber arcano, entre ellos del poder espiritual del teatro sagrado. Me aseguró que allí se practicaba la danza elegida de las paiyou, a la que yo estaba predestinada por los dioses, y que en Kyzil, con otra identidad, permanecería fuera de cualquier sospecha y de la perniciosa influencia de mis enemigos. Los Lanzo me tratan como a una soberana, me respetan hasta la adoración y las gentes me veneran como a la consagrada Taizhen, la paiyou de la Verdad Suprema. He hallado un destino respetable.

—Qué nombre más bello, hermana.

Xiaomei exhaló una sonrisa que la confortó.

—Nuestras vidas han cambiado y el albur ha sido inefable y justo con las dos. Mi corazón ha alcanzado la paz plena, Shui.

La joven alzó sus ojos rasgados y acuosos por la emoción. Ambas notaban una sensación tranquilizadora, y no necesitaron seguir hablando, pensando que podían reescribir las páginas del nuevo libro de sus existencias. Una invencible y contagiosa felicidad las había unido de nuevo. Era lo que precisaba Shui para restañar sus viejas heridas.

Y jamás hubiera supuesto que lo lograría.

Xu Jun pensó que la vida de los seres humanos está llena de situaciones sombrías, pero también de instantes milagrosos como aquel. Eran dos mujeres transformadas, dos almas que disfrutaban de una bocanada de felicidad que la fortuna les regalaba. Habían recompuesto sus vidas, y reían como niñas.

Luego Shui hizo un breve comentario sobre su futuro al lado de Xu Jun y el amor que le profesaba.

Xiaomei la escuchaba con la boca delicadamente abierta y miró varias veces al maestro, con la trenza manchú que le embellecía su rostro y su gallarda esbeltez, como intentando penetrar en sus sentimientos. Y dirigiéndose a Xu Jun, le sugirió:

—¿Amáis a mi hermana? Es tan delicada como una avecilla, y no aguantaría una relación de desamor. Excusad mi sinceridad e inquietud.

Xu Jun frunció el entrecejo y Xiaomei lo notó.

—Es lo mejor que me ha ocurrido en mi vida, dama Xiaomei, la respetaré y velaré por su felicidad, y cuando pase a pertenecer a mi tribu, a mi clan y a mi noble familia, ocupará el lugar que le corresponde. No receléis. La amo más que a mí mismo.

—Por vuestra mirada y palabras comprensivas sé que la felicidad es vuestro destino. Me alentáis.

Shui no pudo sustraerse de su propia expansión sentimental. Amaba a Xu Jun en extremo.

—Yo venero a ese hombre hasta la desmesura, Xiaomei, y le serviré para siempre. Sé que perderé mi libertad, pero perteneciendo a su estirpe, me sentiré segura. Además, sabiendo que estás viva, estoy suficientemente pagada y feliz, tras haber probado el amargo acíbar de la existencia. Si quieres puedes venir con nosotros a Xian —le suplicó con su mirada de gacela.

Xiaomei la obsequió con una sonrisa inefable.

—Todavía no, Shui. Aún debe transcurrir más tiempo, y que algunos dirigentes de palacio, como ese sanguinario Longkodo, se olviden de mi nombre y de mi memoria. Si supieran de mí, y que aún sigo con vida, no dudarían en enviar un sicario para matarme.

Xu Jun dio un respingo y se movió inquieto en el diván. Las mujeres lo advirtieron. ¿Sabía algo que ellas ignoraban? Bajó la voz para darle más realce a su suposición, una intuición personal que podría ser rechazada por las dos hermanas, por absurda.

—Es muy posible que ya esté en camino —dijo concluyente.

Se miraron ambas unos segundos como si estuviesen calculando la impresión que les había causado las palabras del Maestro Imperial, que seguía firme.

—¡¿Cómo?! —levantó su voz Xiaomei desconcertada.

Xu Jun se echó para atrás en el diván. Sabía que era muy aventurado, y que tal vez era una idea descabellada y estúpida, pero tenía que decirlo.

—Solamente es una sospecha —confesó sereno—. No le he comentado nada a Shui para no preocuparla, pero desde nuestra salida de Xian, y especialmente cuando nos detuvimos para avituallarnos de sal, advertí que nos seguía un carromato con dos ocupantes disimulados que no deseaban mantener ninguna relación comercial con nuestra caravana y que nos han venido siguiendo como trueno al relámpago. ¿No os parece inusual?

—Nada anormal en esta ruta comercial —dijo Shui, que intimidada, había tomado la tonalidad de un pétalo de rosa.

—Y lo más increíble es que el ocupante de más rango, que se instalaba en el pescante junto al arriero, al llegar a cualquier puesto de guardia, o monasterio, era agasajado como si fuera un alto funcionario. Ahora se halla en esta misma residencia de monjes.

En la paiyou se había originado una gran inquietud, y cerró en un puño sus manos delicadas.

—En ese lugar solo pueden pernoctar monjes consagrados, bien budistas, Lanzo o del rito tao —refirió—. Honorables hombres de Dios y muy de fiar. Me resulta muy extraño.

Era como si Xu Jun deseara trazar una línea entre la desconfianza de las mujeres y la seguridad que intentaba transmitirles.

—Era mi obligación decíroslo, señora Xiaomei —dijo—. Y por vuestra seguridad deberíais permitirnos a Shui y a mí pernoctar en la misma casa de huéspedes donde moráis. Yo os protegería de un posible mal encuentro y sin prevenir a nadie.

Xiaomei no salía de su asombro y observaba a Xu Jun perpleja. ¿Tendría razón aquel hombre que parecía tan prudente, lleno de sentido e instinto despierto? Estaba preocupada, pero pensó que no era desdeñable su hipótesis. Seguramente habían tenido vigilada a su hermana por si trataba de ponerse en contacto con ella, y que incluso el juicio había sido una pantomima con objeto de llegar hasta ella. Se sumió en una profunda reflexión, y tras unos instantes decidió que aceptaría sin objeción la petición de Xu Jun. No debía arriesgar sus vidas.

—Xu Jun, poseéis una mente delirante, pero también pragmática —se pronunció seria—. Nadie me relaciona con Xiaomei la concubina, pero la venganza y el resentimiento de los perversos suelen durar como una condena. Pero sea como decís, pues hace tiempo que no confío en nadie. Se trata de una sola noche, ya que mañana las paiyou partimos con los músicos hacia Kyzil, y también por el placer de dormir junto a mi hermana. Os presentaré al priorLanzo como a un matrimonio amigo, y a vos como un Maestro Imperial de primer rango, y os permitiré, si así lo deseáis, que vigiléis nuestro sueño.

Shui se arrellanó en el asiento, algo confundida.

—Xu Jun, me has dejado sin habla.

—Tengo experiencia, Shui. A veces una casual coincidencia se esfuma en el aire y otras, se convierte en una fatalidad letal.

—¿Realmente crees que nos han seguido con intenciones perversas, querido? —se interesó, mirándolo con ojos de desazón.

—Son muchos años como agente imperial, y estas cosas no me pasan desapercibidas. Intuyo algo raro en esos dos individuos. Uno fornido y zafio, y el otro de pequeña estatura y andares torpes. Tal vez un anciano. Traman algo. Lo intuyo.

Transcurrieron unos momentos lentos e inacabables.

—No variaré lo que pensaba hacer en este monasterio —enfatizó Xiaomei—. Supondría un escándalo mayúsculo que lo denunciara siendo una paiyou inviolable. ¿Y a quién debería señalar con el dedo? Me someteré a este capricho de mi destino, y no lo eludiré. Además, ¿de qué valdría partir ahora mismo? Si alguien desea eliminarme de la escena, que se muestre ya.

Por vez primera Xiaomei había mostrado dureza en su rostro y parecía que hablaba con su máscara de teatro puesta.

—Obraremos con cautela, como si nada ocurriera. Dejadme que me ocupe de vuestra seguridad de forma que nada trascienda, dama Xiaomei. Soy un observador imparcial de los hechos, y creo que estáis en peligro.

Xiaomei dudó de que su hipótesis fuera cierta.

—Bien, ahora nos encaminaremos al comedor de la comunidad. Después os señalaré la celda donde dormiréis, maestro Xu Jun. La mía la compartiré con Shui. De todas formas yo tomaré mis propias precauciones. Pero para no caer en un posible ridículo, este asunto quedará entre nosotros. ¿Lo prometéis?

Xu Jun se limitó a sonreír y asentir.

Xiaomei los condujo a un recinto con edificios y pagodas de madera con aleros verdes y rojos, y cubierto por una vegetación frondosa, entre los que se hallaba la residencia de huéspedes y peregrinos del laberíntico Templo de Dafosi. Apenas si se encontraron a algún monje. Caminaron por un sendero repleto de perfumadas peonías, narcisos y azucenas, donde los insectos zumbaban. Después cruzaron por un jardín de lantanas, hibiscos, acacias y cerezos aún blanquecinos, donde las calandrias volaban alocadas entre las ramas.

Cerca de la casa de huéspedes distinguidos había un manantial y una gruta de meditación, Gu Bishu Don, o «Vieja Cueva de Verano», donde la brisa era balsámica. Allí quemaron unas varillas de incienso y prometieron una vida próxima, juntas y unidas de por vida, en compañía del Maestro Imperial, que rezó una sentida plegaria. Luego, Xu Jun, que iba dos pasos atrás, contempló la exquisitez en los gestos de las dos hermanas, que eran el paradigma de la distinción, y que parecían vivir ajenas a los males del mundo.

En el refectorio donde comían las danzarinas y paiyou, Xiaomei los invitó a un refrigerio de brotes de bambú, pastelillos de arroz, caldo de mogote, oca del lago Taihu y hojitas de pulpa de caracol. Platicaron sobre sus vidas durante largo rato, en especial de la de Xu Jun, por insólita y tan señalada.

Eran dichosas. Y él también contemplándolas.

Volvieron al albergue tras un paseo por el jardín, y Shui besó a su hermana entre suspiros. Los colores dormidos del crepúsculo inflamaron la tarde, que dio paso al brillante color gris pizarra de la noche. De la ciudad ascendían apetecibles olores a brasas, carne asada, arroz almizclado y pescado guisado.

Un tiempo nuevo comenzaba para los tres. Pero ninguno olvidaba que aquella noche podía convertirse, o bien en unas horas apacibles y placenteras de sueño, o en una vigilia de urgencias y sobresaltos, si se cumplían las predicciones del avisado Xu Jun. Aguardarían, con la alarma enredada en sus sentidos, y ansiosos de que llegara el alba.

Quedaba por delante una inquietante noche.