Maestro Imperial
Verano y otoño de 1725, tercero del reinado
de Yongzheng
Xiaomei demoró dos días su regreso a Kyzil.
Las hermanas aprovecharon para relatarse cuanto habían vivido en aquellos casi tres años de mutua ausencia, pesadumbres y añoranzas. Se perdían por el jardín del santuario cuajado de madreselvas, magnolias y bejucos, que apenas si dejaban traspasar la luz, seguidas a distancia por el Maestro Imperial.
Mientras Shui y Xiaomei se intercambiaban confidencias y hablaban de su futuro, Xu Jun se dirigió al caravasar para despedirse de Chun, que partía al día siguiente hacia Dunhuang, penúltima etapa de su itinerario, antes de alcanzar Kucha, en cuyo mercado vendería las mercancías que transportaba y adquiriría otras de la India, Persia y Turquía.
Regresaba con el guardaespaldas que los esperaba fuera.
El bochorno espesaba la mañana y un cielo límpido cubría los altos muros del recinto de las caravanas. Ante la mirada del Maestro Imperial, la calina desfiguraba los aleros del templo, que se asemejaban a un espejismo. Tan solo el rumor de los arcaduces de una noria cercana quebraba su sosiego. De repente le llegó un olor pútrido a la nariz. Sus ojos, aún molestos por la claridad, contemplaron una imagen impactante. No lo esperaba.
El vulgar carretero de cuerpo gigantesco y alto como un árbol que los había estado siguiendo —el acompañante del Lanzo asesino Lü—, colgaba de un patíbulo con la lengua fuera, los labios teñidos de azul, el cuello partido y amoratado y los ojos abiertos en una mueca atroz. Apestaba como un pellejo viejo. Unos cuervos y un enjambre de moscas de muladar merodeaban a su alrededor y unos chiquillos le arrojaban inmundicias.
Se acercó y leyó el letrero que colgaba de su flácido pescuezo: «Ajusticiado por cómplice del asesinato de inocentes y ancianos. Es la ley del Templo y del Hijo del Cielo.»
Para un chino, asesinar a un anciano, el miembro de la familia y de la tribu a quien más respetaban, era considerado la perversión más ignominiosa e infame de cuantas existían. No se podía tener piedad con él.
—No se andan con escrúpulos esos monjes —le dijo Xu Jun.
—Lo tiene merecido el muy canalla —contestó el acompañante.
«Pero de aquí hasta que llegue a oídos del general Longkodo el trágico final sufrido por sus dos esbirros —si es que llega—, Xiaomei se hallará muy lejos de sus amenazas», pensó, y se alegró indeciblemente.
Le comunicó a Chun que regresaban a Xian, pues habían hallado lo que buscaban. Le agradeció su confianza, ayuda y protección, y el caravanero lo instó preocupado:
—¿Y cómo pretendéis regresar, maestro? Sin protección no alcanzaríais el vado del río y menos aún llegaréis sanos y salvos a Xian. A las caravanas nos respetan porque vamos protegidas por hombres avezados y armados. Hay ladrones hasta debajo de las piedras.
—Esa es mi gran preocupación, Chun —le confesó.
—Venid, os voy a presentar a mi amigo Hu. Es un mercader xianés, y cliente de mi cuñada Miao. Un gran bergante, pero persona digna para el trato y podéis confiar en él. Por unas monedas y un pellejo de vino de Shangxi consentirá que lo acompañéis hasta Xian. Parte en dos días acompañado por un piquete de soldados y os protegerá a costa de su vida.
Xu Jun aprovechó para acompañar a Chun en su desayuno comiendo de sus propias vituallas, mientras los arrieros ponían en pie la caravana en medio de gritos, golpes y maldiciones. Chun era un individuo rudimentario, sentencioso y sentimental, y muy pagado de sí mismo, y al maestro le agradaba conversar con él. Disfrutaron de la benignidad de la amanecida y del sol estimulante que se abría entre las nubes. Cerró el acuerdo con Hu, y Chun, seguro de que quedaría satisfecho, le susurró al oído:
—¿Tenéis algunos fondos guardados, Xu Jun? Podríais invertir sin riesgo alguno de perderlos —se interesó amistoso.
—¿Por qué lo preguntáis? —preguntó confiado.
—Oíd. Un mercader de Turfan desea deshacerse de una partida de sacas de té de Wulong, el llamado «beso de camello», el más puro que existe. No se estropeará, y en Xian triplicará su precio. Podéis quedaros con el carro donde vino la señora Shui, y cargarlo. Os resarcirá de las penurias y gastos. Yo las compraría si fuera de regreso, os lo aseguro. Y, por supuesto, os acompañará el guardaespaldas. Si os ocurriera algo malo, Miao me deslomaría a palos —dijo, y soltó una sonora carcajada.
El maestro reflexionó durante unos instantes.
—Sea, Chun, sois un amigo cabal. Dejo la compra en vuestras manos. La señora Shui necesita de ese dinero para comenzar una nueva vida en Xian. Llevo conmigo un cinturón con monedas suficientes para vivir un año.
Antes de que partieran cerraron el trato del té, y se despidieron con un brioso abrazo. Después de tantos días de trotar por atajos, trochas y caminos, echaría en falta los avatares de la Ruta de la Seda, y a aquel hombre franco y cordial.
En unas horas Xiaomei y Shui abandonarían el santuario. La despedida fue dura, pero serena. Shui sentía un consuelo contradictorio. La había hallado al fin, pero debían separarse de nuevo. Los músicos lingyou la aguardaban en la carreta con cortés deferencia. Se separaron entrañablemente. Xiaomei era una mujer magnetizadora. Su sorprendente «resurrección» había cambiado la forma de ser de Shui, que si bien era de natural insumiso, ahora añadía una jovialidad constante a sus actos.
—Vente con nosotros a Xian —rogó Shui con voz debilitada.
—La vida está llena de preceptos y coincidencias, y ellas rigen nuestro destino —recordó Xiaomei—. Cuando yo sepa que mi memoria y mi rastro se han olvidado para siempre en la Ciudad Púrpura, os buscaré. Utilizaré al cuñado de Miao para enviaros mis mensajes. Terminaremos juntos, no lo dudéis.
Se besaron y se abrazaron, y concluido el ritual de despedidas, Shui obsequió a Xiaomei con un abanico de Shan, y Xiaomei le regaló una valiosa y esplendente joya de Siam, que había logrado sacar de palacio.
—Es mi contribución a tu dote, Shui. Acéptala.
Xu Jun le entregó un óbolo para el mantenimiento del oratorio de los monjes Lanzo de Kyzil, que Xiaomei agradeció riendo tímidamente e inclinando la cabeza. Parecían dos diosas gemelas, pero Xiaomei era un monumento a la distinción.
Una melodía sacra de gongs, flautas y tambores sonó en aquel instante, y concedió a la imagen del adiós un halo mágico que Xu Jun no olvidaría jamás. Xiaomei les puso en las manos un cestillo de ciruelas que había recogido en el huerto y un libro de poemas de Hsu-Wei, el poeta pintor preferido de su hermana, para mitigar los rigores de la ruta.
Se separaron amorosamente, con lágrimas en los ojos, pero radiantes y dichosas. Shui contempló alentada el espejo azogado de colores del Templo de Dafosi, y le sonrió. Sabía que concluirían sus vidas juntas.
—Te espero, Xiaomei.
—Volveré, y ya nada nos separará, mi niña.
Guardaron en los pliegues de sus almas lo vivido en el santuario del Gran Buda Gigante, el de la Campana de Oro, con el cerrojo más insondable del que eran capaces. Nadie, salvo ellos mismos, conocería cuanto había pasado.
No los creerían si dijeran la verdad.
El verano de 1725 concluía bochornoso y húmedo.
El sol ya estaba declinando y el afanoso bullicio de la ciudad imperial de Xian se iba apagando paulatinamente. La algarabía de griteríos en cien dialectos cesaba. Un resplandor amarillento empapaba la bóveda infinita cuando arribaron a Xian casi dos meses después, desfallecidos, desprovistos de fuerzas, tostados por el sol y rendidos.
Las penurias del viaje habían dañado palpablemente a Shui. El cielo se vaciaba de su luz carmesí cuando Shui descendió del pescante del carro. Le daba vueltas la cabeza, y rezó por la arribada sin malos encuentros.
Herida su alma, y al fin cicatrizada tras el encuentro con Xiaomei, Shui se dirigió a La Casa Dorada y Xu Jun, al cobertizo de las mercancías, para descansar sus cuerpos y sosegar los espíritus. Decenas de comerciantes, acemileros, peregrinos, molineros, aguadores, buhoneros, soldados y funcionarios imperiales abandonaban los mercados y callejas en busca de descanso.
Los días se fueron sucediendo apaciblemente.
Shui, recuperadas las fuerzas del penoso y agotador viaje, vivía en la casa de la madre de Miao, retirada de la diversión y la reputación de La Casa Dorada, aunque a veces pasaba por la casa de citas para conversar con Miao y LiYing, y comprobar los progresos de la orquestina creada por ella. Juntas fueron a la Pagoda del Ganso Salvaje, en la muralla sur, y ofrecieron flores y unas varillas de incienso a Kuan-yin, la diosa de la Misericordia, y ante la tumba del monje viajero, Xuanzang.
Paseaba todas las tardes con el Maestro Imperial que se disponía en breve a visitar a sus padres en Shantung, y luego a regularizar su situación personal en los ministerios de Pekín. Tenían que enderezar el rumbo de sus vidas.
Una de aquellas tardes, Shui, engalanada con un quipao de seda blanca pintado con dragones, hibiscos y fénix, y un chal de delicada factura, se citó con Xu Jun. Chisporroteaban los fuegos de artificio de la fiesta del Medio Otoño y gozaron del festejo mezclándose con la gente llegada desde todos los barrios y arrabales de Xian. Shui compartía momentos de intimidad con Xu Jun, y juntos visitaron los merenderos de Baqiad Yanta, y también el Templo de la Gracia Maternal, un santuario adornado con estatuas en oro puro de Buda, en medio de una naturaleza de exuberancia delirante, donde acudían centenares de devotos.
Entre ambos se había consolidado una misteriosa complicidad y un entrañable amor. Pasearon por las rosaledas y pudieron abrazarse lejos de ojos indiscretos. La joven agradeció en el alma su apoyo en la búsqueda de Xiaomei y su entrega absoluta.
—¿Lo que has hecho ha sido por compasión, o por amor, Xu Jun? —le preguntó, aludiendo a sus dudas.
Le acarició la cara con inefable ternura, y le confesó:
—Shui, si no hubiera existido en mí ese sentimiento yo no hubiera venido a Xian a buscarte. ¿Comprendes? ¿Qué queda de uno si dejas que la inseguridad y la duda sustituyan al afecto?
—¿Pero no dirá tu familia que es un escándalo que yo decida por mí misma? ¿Quién soy yo para ellos?
El maestro se sonrió y abrió su boca para tranquilizarla.
—Me gusta que una mujer sea misteriosa, como tú. En la Ciudad Prohibida te observaba como una alondra asustada atrapada en un lodazal, pero hoy, gracias al destino, ese pájaro solitario ha dispuesto posarse en mi refugio.
—Es verdad que la vida está llena de misterios —dijo Shui.
—Nos hallamos en la cumbre de la buena fortuna. Demos gracias al bondadoso Iluminado —replicó Xu Jun.
Shui levantó los ojos y cayeron algunas lágrimas.
—Necesitaba ser libre, porque la libertad debe ser absoluta, o no es libertad. He huido de la muerte y trazado una línea definitiva en mi vida. La he cruzado y ya no podré volver jamás al mundo que conocía. Tú eres para mí un muestrario de buenos sentimientos, y el abrigo que precisaba mi alma. ¿Me aceptas, incluso conociendo mi borrascoso pasado?
Xu Jun le tomó las manos, y por toda respuesta le propuso matrimonio, sin casamenteras, sin participación directa de los ancianos de las familias, y ella aceptó entre sollozos. En China, aquellas confesiones desdeñando el honor masculino no eran frecuentes. El maestro hizo una pausa, dándole tiempo a la joven para que digiriera su ofrecimiento en toda su profundidad.
Shui estaba tan dichosa que se llevó las manos a la boca y gimoteó como una chiquilla. Sabía que Xu Jun la amaba por encima de cualquier afecto, pero estaba más afectada de lo que había supuesto y decidió modular su emoción con extrema tranquilidad. Después se decidió a hablar.
—Los manchúes tienen muy poca consideración por las mujeres y ningún miramiento por ellas, pues las consideran de su propiedad exclusiva, como a sus caballos, o a sus cabras. ¿Tú me considerarás como a un objeto que se pueda romper o devolver cuando lo consideres inservible, Xu Jun? —le preguntó.
El maestro se sonrió y echó la cabeza hacia atrás.
—Mi familia pertenece a la vieja estirpe han de Shantung. ¿Cómo me preguntas eso? —se sorprendió—. Serás la compañera de mi vida y formarás parte de mi tribu y de mi clan, respetada y con todos los derechos. La boda se celebrará en mi ciudad natal, según el antiguo rito, y te juro que la crianza y educación de nuestros hijos serán tuyas, señal inequívoca de máximo amor y de prestigio dentro de una familia han.
—Gracias por esas consoladoras palabras. Necesitaba de tu consejo y de tu proximidad.
—No tienes nada que agradecerme, Shui. He hallado sin grandes méritos a una mujer hermosa, comedida, erudita y llena de frescura, de la que me enamoré la primera vez que la vi. Eres libre para decidir. Mis padres se alegrarán de que su hijo Xu Jun se una de por vida a una princesa.
—No lo dudes, por mis venas corre sangre real de la dinastía Tang, la vieja casta del valle de Chambi. Hace tiempo que determiné seguirte, y te serviré y amaré sumisamente como corresponde a una esposa —adujo Shui, bajando la mirada.
Pasearon largo rato, y Xu Jun, mientras le mostraba los rincones más amables de la ciudad, le abrió su alma.
—Acabados los exámenes de Maestro Imperial y tras pasar al servicio del neige Nian Gengyao, no tuve tiempo para buscar compañera, pero me conquistaron tu belleza, tus modales y tu corazón compasivo.
—Sé que tus palabras son sinceras, Xu Jun —se sinceró—. Pero muchas miradas estarán puestas en nosotros y no todas serán comprensivas.
—¿Quién nos conoce aquí, Shui? ¡Nadie! Tú has estado recluida toda tu vida en una deslumbrante prisión de opulencias. Nada más ni nada menos que en el palacio imperial, gran signo de distinción, y tu paso por La Casa de las Cien Lámparas fue efímero —intentó mitigar sus dudas—. Yo ya no soy Calma Estival, tu hermana no es la que todos conocían como Xiaomei, es Taizhen, y tú deberías cambiar también tu nombre.
—Y así nadie me relacionaría con la vida pasada, ¿no?
—Claro. No debes perder el tiempo exigiendo la conformidad ajena —le aconsejó el maestro—. Y la generosa Miao jamás revelará nada que vaya en tu desfavor.
Shui sonrió con cómica mesura y afirmó con suma lentitud.
—Todo esto es una bendita locura —y emitió una voz decididamente emotiva—. Aún no he aprendido a volar, y la prevención y el temor han sido los compañeros de mis últimos años. He sido juzgada insidiosamente y he pasado por el amargo trance de ser vejada sexualmente. En algún momento me sentí perdida y hasta temí morir. Pero sí, veo necesario cambiar de identidad e iniciar una nueva vida con otro nombre.
Xu Jun dulcificó sus atractivas pupilas grises y la penetró con la mirada. Le preguntó obsequioso:
—¿Y cuál te gustaría adoptar?
Shui utilizó todo el poder de destrucción interior que poseía en su conciencia, y desalojando un pasado que aborrecía, calibró las consecuencias futuras.
—Me llamaré LiTuan, «flor de loto» —se decidió—. Era el nombre de mi abuela materna, que era una han como tú, y a la que quería con delirio. Para la boda deseo ser llamada así. ¿Lo apruebas?
—Es hermoso, querida. ¡LiTuan! —musitó satisfecho.
Shui espació sus palabras con cuidado, con ternura.
—Los dos hemos descifrado juntos el signo futuro de nuestras vidas. Hemos venido el uno al otro, como si nos hubiéramos estado buscando desde que nacimos, Xu Jun. Tú has significado el gran milagro de mi vida.
—Era nuestro destino y he acertado con la mujer —le sonrió y la estrechó, para después probar la dulzura de su boca.
Caminaron bajo una hilera de robles vetustos y cruzaron dos puentes de piedra, sin hablar, pegados el uno al otro, mientras admiraban los bancales de lotos en su floración más hermosa y un grupo de brillantes patos mandarines que se refrescaban en sus aguas. La tranquilidad del entorno los colmó de armonía.
El cielo se estaba cubriendo de una sutil neblina que difuminaba los palacios de la antigua capital de las once dinastías, las moreras centenarias, los viejos tejados granates y los aleros dorados de las pagodas.
Shui y Xu Jun ordenaron sus sentimientos, envolviendo sus evocaciones con miradas de fervor mutuo. Sus corazones les dictaban que no lamentarían jamás haber tomado aquella decisión y que su compromiso sería de por vida.
Habían doblado una esquina y ya no volverían atrás.
Una fina lluvia lo calaba todo y comenzaban a florecer los tulipanes de otoño en Pekín. Xu Jun había partido de Shantung, donde había convivido unas semanas con su familia y comunicado su decisión de casarse con una muchacha de modales exquisitos, educación esmerada y con sangre de reyes.
La alegría de su clan fue máxima, y más cuando les aseguró que para primavera los visitaría y la conocerían en persona. Arribó a la gran capital de los manchúes en una diligencia atestada de funcionarios y damas de aristócratas. Tomó habitación en el albergue El Descanso Apacible de la calle del Pozo Imperial, la más extensa y animada de la capital, y a la mañana siguiente envió a un criado solicitando audiencia en el Ministerio de Ritos y Nombramientos.
Desengañado de ilusiones, pensando constantemente en Shui y dispuesto a iniciar una nueva vida, aguardó a que lo convocaran. Extrañamente pasaban los días y no recibía ningún aviso. Paseaba mientras tanto por la ciudad donde resonaban todas las tormentas del reino y donde el Hijo del Cielo gobernaba con mano tiránica a sus súbditos, que seguían creyendo que los comunicaba con los dioses desde su idílica Ciudad Prohibida.
«El hombre más solitario de China. Solo y desamparado hasta la angustia, que es la peor de las vidas», pensó de Su Majestad, el cruel Yongzheng.
Observaba las calles rectas y amplias como trazadas por un cartabón, una regla y una plomada, y cortadas por otras transversales, en las que resplandecían artísticos arcos que cruzaban los soldados, los comerciantes y los bulliciosos pekineses, tan activos y vocingleros, en medio de un aire húmedo y acuoso.
Contemplaba con indiferencia a los altos funcionarios erguidos en sus ostentosos palanquines por la calle del Dios Caballo, haciéndose notar en el mercado del Asno, o en la calle de la Cortina Abierta, o comprando joyas innecesarias, libros y tintas en el Arca de Porcelana.
«Casta podrida y carcoma del Estado. Ladinos y venales hurones que se creen tigres», pensó.
Al fin, mientras escribía un poema a Shui, recibió una nota del mismísimo ministro o neige de Ritos, el honorable Fan Shiyi, que lo convocaba al día siguiente en sus oficinas, tras dos semanas de espera. Asistido por una camarera se bañó, afeitó su frente y cabeza al estilo manchú, como era preceptivo hacerlo, peinó en una trenza su cabellera negra, y perfumó su cara y vestidos, cubriéndose con una vistosa capa ribeteada de armiño y calzándose con botas de cordobán.
Su rostro ovalado, fina boca, inquisitivas pupilas, gallardía y cultura profunda afloraban en su viril porte. En su opinión el placer por lo refinado incluía todo, desde la música al arte y desde la filosofía a las matemáticas, y de estas al saber presentarse convenientemente. Su sabiduría corría pareja a su agudeza y esos méritos habían sido valorados cuando accedió al título de Maestro Imperial. Mientras se acercaba al señorial edificio el sol escapó de un entramado de nubes e hizo brillar con su luz lánguida los azulejos esmaltados de sus sagrados guardianes: los dragones imperiales.
Llegó a sentirse algo azorado, pero recompuso su postura.
Goteaban de los aleros los hilos de agua helada, y entraban y salían sin cesar los adustos secretarios, los altivos funcionarios del quinto, sexto y séptimo nivel y los huraños escribas con carpetas en la mano. China se encontraba atrapada entre las fauces de aquellos funcionarios voraces. El envilecimiento, la adulación, el soborno y la corrupción degradaban la vida política del país. No era de extrañar que el pueblo los detestara.
De repente recordó sus años de estudios, exámenes y oposiciones incesantes. Arduo tiempo de sacrificios indecibles y evidencia de gran voluntad. Trajo a su memoria cómo siendo aún un joven sin experiencia, aprobó en su ciudad natal la convocatoria de «talento floreciente» que le permitió acceder a los ejercicios de nivel superior, donde pasó con éxito la selección para maestro jurén. Superó luego las difíciles pruebas en su prefectura, adquiriendo entre un millar de alumnos el título de doctor o jinhi. Eso le facilitó la oportunidad de ser admitido al examen de palacio y demostrar su valía en las celdas de exámenes de la Ciudad Púrpura, donde acudían sabios aspirantes de todas las partes del Reino del Centro.
El gran concurso se realizó ante el Ministro de Nombramientos, y fue inspeccionado por el mismísimo emperador Kangxi en persona. Se sabía de memoria los Cuatro Libros y los Cinco Clásicos de los Cambios, de Poesía, de los Ritos, de los Documentos y la Crónica de la Primavera y el Otoño. Y era además un experto de los ábacos, matemáticas y filosofía.
Nunca olvidaría la atmósfera fastuosa, formal y paralizante del Palacio de la Sagrada Armonía, donde obtuvo una de las calificaciones más sobresalientes: «círculo lleno», que revelaba que había contestado a casi la totalidad del cuestionario con distinguida capacidad. Y como nuevo Maestro Imperial le fueron impuestos la túnica azul y negra y el birrete de «cabeza de gaviota». Finalmente, en una pequeña audiencia privada, el Bixia le entregó en mano la «Flor de Oro» y el título en pergamino rojo.
Después vendría la llamada para el proyecto de agentes imperiales de Nian Gengyao, y su posterior odisea, que aquella misma mañana debía concluir.
¿Pero con qué porvenir? Recelaba del viejo ministro. Conocía cómo las gastaban aquellos afectados funcionarios imperiales, figuras patéticas que él mismo había investigado, apartados del dolor de quienes administraban y siempre por encima de ellos, altaneramente, preservando su autoridad y privilegios, maquinando conjuraciones y haciéndose cada día más ricos.
La más arcádica civilización de cuantas deslumbraban en la tierra se veía abocada al gran vacío, y ellos eran los que la empujaban al precipicio. Sabía que el ministro valoraría su título, su cuna y sus méritos, pero también que se mostraría con desconfianza y menosprecio. Pero aún se vivían tiempos de obediencia, sumisión e hipocresía, y sería tratado al menos con respeto.
¿Pero cómo acogerían su inesperado regreso?
Más allá de la puerta del ministerio le aguardaba un tiempo nuevo y de lo que se decidiera en él, la posición en su mundo ya no volvería a ser lo que había sido antes. Giró con desconfianza el picaporte dorado y se dispuso a retar a su destino.
Él sabía que en la vida a veces basta con un solo golpe eficaz del azar.