En el corazón del Dragón de Piedra
Finales de marzo de 1725
El día de la partida, la tibieza del amanecer había caldeado el frío de la noche y el astro rey germinaba del color del acero. El mercado de Occidente de Xian, desde donde partiría la caravana de Miao, bullía en medio de una actividad frenética.
Shui y Xu Jun comparecieron muy temprano tocados con sendos turbantes y protegidos con camisas, pañuelos y pantalones mongoles, capas pardas y altas botas de caña.
Del cuello de Shui colgaba el amuleto de la fortuna de la diosa Mazu, regalo de Miao, quien había llorado y la había abrazado antes de partir y después de celebrar juntas la fiesta de la Expulsión de los Pájaros, donde se comían bolas de arroz con jengibre. La joven lo pasó por sus labios y sonrió a su amante y protector, el maestro Xu Jun. Junto a él no sentía alarma alguna, a pesar de que sombríos temores roían su ánimo.
En el mercado confluían a aquella temprana hora mercaderes, banqueros y cambistas llegados de Mongolia, Kazajstán, Siria, Japón, Birmania, Uzbekistán, Persia, Armenia, Pakistán, Ceilán, Filipinas, y también tratantes europeos, ingleses, españoles y portugueses de Goa, Manila, Macao, Borneo y Singapur. Por eso con el paso de las horas el mercado se había convertido en un bullicioso pandemónium de lenguas y razas, donde deambulaban los más variopintos individuos que Shui había visto jamás, como unos comerciantes de Arabia cubiertos con grandes turbantes que solo dejaban abierta una abertura estrecha para sus ojos oscuros y amenazadores.
La marea humana bullía por la grandiosa explanada donde se amontonaban las sacas de especias y sedas, los cofres de gemas de la India, las pieles de Siberia, los perfumes de Malasia y las porcelanas chinas. Vendedores ambulantes con cestas en la cabeza transitaban ofreciendo pistachos, tortas de arroz, pastelillos y saqe, y los tenderos de Xian pregonaban sus géneros en cestos de mimbre, balanceándolos en los extremos de un palo.
Se presentaron al jefe de la caravana, el diligente y recio Chun, cuñado de Miao, un tipo achaparrado con espantosos tatuajes en los brazos, rostro tostado y marcado por los estigmas de la viruela y con el ojo derecho medio cerrado a causa de una úlcera infectada. Se vestía con un gorro, chaleco, capote y pantalones de cuero de cabra. Poseía notables dotes de mando y ya conocía al Maestro Imperial por su ayuda en las cuentas y balances. Por Miao sabían que había extraviado la capacidad para tener descendencia debido a las secuelas de la coz de una mula.
Se puso a su disposición y les garantizó que nada les faltaría y que todos sus hombres, guías, mozos y vigilantes, unos cuarenta en total, se hallaban a su servicio. Shui se lo agradeció, pero también le rogó que procurara mantenerlos en el anonimato. No convenía alertar a nadie.
—Si alguien preguntara, decid que somos peregrinos que vamos en busca de nuestro maestro.
Chun portaba en su cinto tachonado, una faltriquera sellada como las que usaban los mercaderes musulmanes, un centenar de dracmas sasánidas y sólidos bizantinos para pagar los artículos que recogería en los mercados de Tiangshui, Wu-wey, Lanzhou y Zhangye, y papeles amarillos con el sello del Hijo del Cielo para pagar el gong, el portazgo del tránsito en los puestos de vigilancia y aduanas. Era la costumbre.
La carga la transportaban veinte camellos, quince asnos, diez mulas y otros tantos yak, que porteaban las sacas de algún material frágil. Los fardos con sedas, crepés, gasas y brocados, los más valiosos junto al jade, cornalina y ámbar, iban protegidos en el centro de la caravana, y las lozas de color blanco y azul de procedencia Ming, al inicio.
Los sacos de cardamomo, nuez, caña de casia, aceite de chaúlmogra, agar, alcanfor y cera, cerraban la reata. Cuando la hilera estuvo formada y los animales cargados, Chun chasqueó con fuerza su látigo de piel de búfalo y su vozarrón sonó como un timbal, con la conocida jaculatoria con la que partían todas las caravanas de Xian desde hacía siglos.
—¡Que Mani, el Buda de Luz y gran guía de caravanas, Jesús, el Rey del Nirvana, y el Profeta Muhammad, protejan esta expedición y la conduzcan a un feliz término! —gritó.
Chun era el único que montaba un peludo caballo embridado de los que en China llamaban «celestes», raza oriunda de los pueblos hunos y de los valles esteparios, que con el griterío relinchó de forma enérgica y sonora. Partieron, y Shui lanzó un suspiro de ansiedad. Había llegado el gran momento, aunque ignoraba el tiempo que permanecerían en la caravana y lo que el albur les depararía por aquellos caminos. Sonrió a Xu Jun y rezó devotamente. Eran días de cabalgar por donde nadie lo hacía, salvo los mercaderes de la seda.
Poco a poco la caravana y otras más con destino a Kucha dejaron atrás los últimos caseríos de Xian, la antigua Changang de las once dinastías imperiales. Shui, que deseaba demostrar su confianza en el éxito final, rezó al Iluminado una plegaria. Los labios le temblaban de miedo y le rogó ayuda ante los imprevisibles riesgos que encontrarían en el camino.
Transcurrió un rato de marcha y nadie lo advirtió. Ni siquiera el avisado Xu Jun, ni tan siquiera Chun. Un carromato destartalado se había unido a la recua siguiendo su estela a una distancia prudencial. Sus dos ocupantes iban camuflados entre otros carros de chamarileros que habitualmente seguían a las caravanas para suministrarles avíos, víveres y aparejos.
La única diferencia con otras ocasiones en las que el misterioso individuo había seguido a Shui era que en esta se había incorporado otro prójimo de menor estatura, cráneo rasurado y cuerpo encorvado, que se ocultaba bajo una tupida y larga capa marrón. En sus manos portaba una bolsa de cuero donde guardaba unas valiosas y no menos afiladas agujas de acupuntura.
El asesino solitario se había ausentado de palacio.
Reaparecía para concluir su cometido.
Pasaron los agobiantes primeros días de trayecto, y los esforzados guías marcaban con pericia la marcha a los animales, que zigzagueaban por los viejos caminos de siglos por donde habían transitado miles de mercaderes de la seda. Se detenían en los abrevaderos, momento en el que les procuraban forraje a las bestias. La marcha era lenta y dura, y a veces fatigosa, y el paisaje cambiaba conforme avanzaban.
Xu Jun se comportaba con Shui con su innata corrección.
Cruzaron los primeros remansos empedrados de los riachuelos que serpeaban entre las colinas antes de descender en ligeras pendientes hacia el camino imperial. Vendedores ambulantes, curanderos y esquiladores de bestias se les acercaban, ofreciendo sus servicios, entre el hedor de los cerdos que hozaban entre las escorias de las posadas. Las patrullas, apostadas en lugares elevados, estaban atentas a cualquier aparición de ladrones del norte. La arena era amarilla y a veces tomaba tonalidades terrosas. En los árboles que se encontraban en el itinerario los estorninos sesteaban, y a lo lejos, alguna cigüeña anidaba en las murallas abandonadas.
Shui se entretenía observando el amblar cansino y torpe de los camellos. Le parecían animales singulares, e imprescindibles para aquel trajín por su resistencia basada en sus plantas callosas y almohadilladas, sus largas pestañas que protegían del polvo sus ojos estrábicos y las grandes ventanas en la nariz, que abrían o cerraban según se alzara el viento.
La expedición avanzaba, y a Shui le costaba trabajo adaptarse a la marcha y conciliar el sueño, acuciada por los insectos, el traqueteo y el frío. No había ni albergues ni mesones para el reposo o refrigerio, solo el cielo estrellado y los pestilentes caravasares. Cansancio, falta de sueño, piernas temblonas y fuerzas debilitadas eran su tormento, que Xu Jun y Chun trataban de aliviar. En los recintos de descanso proliferaba la gente más execrable del territorio: ladrones con marcas de hierro candente en sus caras, mendigos desorejados, putas viejas, apostadores, rufianes, proxenetas, borrachos y cuadrillas de la más baja hez.
Sin la compañía aliada de Xu Jun no podría haber emprendido aquel viaje. Seguía con su tenaz sueño como se sigue una esperanza; pero a veces se preguntaba si valía la pena arriesgarse y perder la vida. Pero lo necesitaba, a pesar de ocultar en su alma un profundo miedo, que desaparecía de su corazón conforme transcurrían los días.
La tercera noche, cuando Shui ya comenzaba a notar terribles punzadas en sus músculos, a pesar de ir echada en un carro sobre unos sacos de índigo y goma laca, se acomodó junto al fuego, entrelazada a Xu Jun. Comieron una medida de arroz —un jin—, acompañado de grasa de cerdo y judías negras, y se acurrucaron juntos. Los caravaneros se reunieron en corrillos a jugar al ajedrez chino, o a las tabas, mientras comían carne de cabra, mijo y tortas de pan horneadas sobre las ascuas candentes. Del interior de una de las tabernas del caravasar donde pernoctarían se escuchaba una cantinela, cuyo estribillo resonaba pegadizo, alegrando el decaído ánimo de la muchacha:
«Cuando el viento del norte hace surcos en la tierra, se humillan los cañaverales y la caravana continúa como una saeta de oro entre las hierbas de la estepa.»
—¿Hasta dónde segará nuestra saeta, Xu Jun? —dijo la joven con voz tenue y quejosa.
—Quién sabe, el azar lo dispondrá —contestó cariacontecido, mientras meneaba la testa con aire de incertidumbre.
Xu Jun, habituado a su oficio, advirtió entre los caravaneros que habían confluido en el caravasar para pasar la noche informadores extranjeros, espías mongoles, sopladores de vidrio, amigos de lo ajeno, contadores de leyendas y simulados vendedores de fruslerías. El maestro, aunque Chun les había adjudicado un guardia exclusivo para protegerlos, decidió dormir con la mano en una faca que ocultaba en el cinturón, donde escondía también más de un centenar de yuanbaos de cobre y plata.
Toda prudencia y prevención eran pocas en aquel viaje de riesgos, donde se unían viajeros de dudosa reputación: curanderos sospechosos, falsos religiosos, estrelleros y ladrones emboscados, que quemaban piñas y enebrinas en el fuego, mientras acechaban cualquier descuido para robar talegas y alforjas.
Aparecieron dos monjes budistas que se acercaron a calentarse las manos. Xu Jun no desaprovechó la ocasión.
—¿Pertenecéis a la Escuela del Diamante? —dijo.
—No, esos hermanos ya no piden limosna por estos parajes. Los vimos en las Grutas de Mogao, pero hace más de una luna partieron para Turfan con la idea de unirse a unos mercaderes que los lleven al Tíbet. Buscan un nuevo maestro para guiarlos en la meditación —le informó afable uno de ellos.
—¿Sabéis si entre sus miembros se hallaba una paiyou, de nombre Taizhen?
A Shui le brillaron los ojos de expectación y el monje los miró de forma cansina aunque indulgente.
—Sí, iban algunas hermanas sagradas. Pero, ¿Taizhen no es un estado místico del alma? —se sorprendió.
—Sí, y también el de un astro. Los buscamos para unirnos a ellos, pero ya los encontraremos. Gracias.
Shui se llevó una gran desilusión. No sería fácil resolver esa entelequia de su mente llamada Xiaomei.
—Resulta desalentador. Perseguimos una ilusión —dijo.
Shui iba cosechando oscuridad, temor y una frustración tras otra. Del medio centenar de preguntas que habían hecho, nadie les daba luz a sus pesquisas. Únicamente las atenciones de Xu Jun y el recuerdo de Miao la mantenían con esperanza. Horas más tarde resonó la tormenta. Los truenos retumbaban sobre sus cabezas y cayeron gotas álgidas de un fuerte aguacero. Aspiró el olor a tierra, y se tranquilizó.
Una bruma opaca deformaba los perfiles de las montañas. Un viento les helaba los huesos, y Xu Jun le dio de beber a Shui de su bota de saqe caliente. Chun informó antes de dar la orden de partir de que la caravana realizaría un rodeo para cargar sal del lago Qinhai en Tiangshui antes de dirigirse hacia el norte, a Bing-li-si, y vadear allí el río Amarillo, un espacio de aguas mansas y de caudal poco abundante.
Shui, acuclillada, se lavó la cara en un balde de cuero con un asidero de cuerda grasienta. Comieron tortas de mijo y se pusieron de nuevo en camino, entre el eco indeterminado que le llegaba de los gallos de las granjas, de los rebuznos de los asnos y del trinar matinal de los pájaros de las moreras.
Mareada en el bamboleante carruaje, la joven tenía la sensación de que avanzaban muy lentamente, y estaba insufrible y malhumorada. Atenta a cualquier detalle, la ansiedad la dominaba. Comprobó con sorpresa que Xu Jun, que cabalgaba en una mula desprovista de fardos, se detenía inesperadamente y oteaba el horizonte. Había acontecido algo que lo había hecho pararse, y se preocupó.
—¿Pasa algo? —le preguntó—. ¿Adviertes algún peligro?
El maestro se acercó y le dijo en voz baja:
—Uno de los carros de los mercachifles que nos seguían, en vez de seguir la senda habitual ha desviado su ruta y nos sigue a distancia. Me pregunto por qué abandona el camino imperial donde transitan numerosas caravanas en ambas direcciones, y se expone al negocio de una sola, la nuestra. Parece que no tiene ganas de hacer negocio.
—Aquí todo es anormal, Xu Jun. Olvídalo.
—Lo haré —dijo, y siguió la estela del carro de Shui.
Al poco contemplaron dos jaulas de hierro donde colgaban sendos cadáveres podridos. Un perro sarnoso lamía los huesos y las sucias hilachas. Seguramente nómadas del norte que habían sido condenados al horrible tormento de morir de inanición y comidos por los cuervos, por robar. Sus esqueletos eran tan blancos que parecían de cal y Shui parpadeó de horror.
Durante otros seis días la machacona marcha no cesó. Ante los ojos de Shui se sucedieron los valles fértiles, los bosquecillos de moreras y los campos de arroz donde los tankas, gentes activas y hospitalarias, vinieron montadas en carabaos a ofrecerles por unos miserables cash —monedas cuadradas de cobre con un agujero—, frutas, huevos y hortalizas. Al atardecer del séptimo día divisaron un abrupto farallón, las Grutas de Maijishan, excavadas en la roca, donde convivían en comunidad centenares de monjes.
Algunas aves carroñeras lo sobrevolaban. La caravana se detuvo y Xu Jun la abandonó para seguir con sus pesquisas. Indagaba en todos los lugares sagrados. Ascendió las escalerillas prendidas en la roca y preguntó a algunos monjes por la Hermandad del Diamante, por las paiyou que actuaban por aquellos monasterios y por el nombre de Taizhen. Tenían someras informaciones, pero solo un anciano le informó de que un peregrino llegado de Kucha tenía la promesa de donar una cuantiosa limosna a las paiyou y que solo hacía unos días había partido para Lanzhou, con la certeza de que se hallaban allí.
«Vamos entonces por el camino correcto», pensó.
Antes de dirigirse al campamento para descansar, Xu Jun se fijó de nuevo en el carromato que los venía siguiendo. Le extrañó que en vez de detenerse en el campamento, lo hiciera bajo el curioso monasterio excavado en las cuevas. Vio que un hombre corpulento, pesado y brutal conducía a otro de menor estatura del brazo, como si estuviera enfermo o impedido, y cómo ambos ascendían con no poca torpeza por los empinados escalones zanjados en la peña. Pero lo que lo dejó sin habla fue el respetuoso ceremonial y la consideración con la que fue recibido el que se cubría con un manto casi negro, y que portaba en su brazo una brillante bolsa negra de piel de yak.
«¿Quien será ese personaje al que acogen como un santo? ¿Por qué marcha en el carro de un mercachifle vulgar? Unos fantasmas se han pegado a nuestros cuerpos», pensó Xu Jun, que regresó cabizbajo.
Las estrellas del firmamento titilaban como fogatas en el cielo. La joven se agitaba incómoda, y permanecía atenta a los crujidos y chasquidos de la noche, que tanto temor le causaban. Shui se abrazó a Xu Jun, que reflexionaba sobre el incógnito carro y sus ocupantes, hasta que el sueño los venció.
Al despuntar el día, un fragor de gritos, invectivas, órdenes, gruñidos de animales y latigazos despertó a Shui y a su acompañante. ¿Qué acontecía que explicara semejante barahúnda? Xu Jun dio un salto, y la joven cogió en la mano su talismán, un dragón o wolong de la suerte, recuerdo de su hermana, encomendándose a la divinidad de la Misericordia, y lo siguió.
—Diosa Kuan-yin, protégenos de los salteadores de caminos —oró, y se agarró al cinturón del maestro.
Cerca del campamento vieron a Chun hecho una furia. Vociferaba rojo de ira ante la cara de los dos guardias de noche y los empujaba con furia, e incluso amenazaba con azotarlos.
—¡No puedo confiar en vosotros, bastardos! —gritaba.
—Señor Chun, no oímos nada. ¡Es imposible que la mula escapara sola! Parece como si alguien hubiera abierto la cerca.
—¡Idioteces, más que inútiles, por las barbas del dragón!
—Esto es cosa de los bandoleros, amo —dijo otro—. Tal vez quisieron robar más acémilas, pero los lobos los sorprendieron.
Shui alzó la cabeza por encima del hombro de Xu Jun y contempló a la luz de las antorchas una desalentadora visión. Cerca de unos zarzales, una mula blanca yacía tendida y salvajemente devorada. Vio la barriga abierta, el cuello partido y un pandemónium de tripas revueltas, nervios cortados, belfos devorados y sesos desperdigados. Varios mozos de la caravana dispersaban con hondas y palos a una manada de lobos himalayos, carniceros de descomunales incisivos y de color grisáceo, a los que habían privado de su festín, y que se resistían a huir.
—¡Fuera, bestias del infierno! —voceaba uno de ellos, que los mantenía a raya con una larga pértiga y el fuego.
De repente una de las peludas alimañas se alzó sobre sus patas y cundió el pánico. Shui dio un paso atrás. Chun le asestó un latigazo seco que impactó en sus fauces abiertas. La joven, tras las espaldas de su protector, observó la feroz mirada de la fiera, que profiriendo un espeluznante aullido de dolor desapareció en atropellada huida, seguido por la jauría, que recibió una andanada de piedras de los hombres de Chun.
Por el paraje, todavía cubierto de sombras y tenues luces, se oían los gruñidos. Instintivamente Shui miró por última vez al animal sacrificado, y vio en su intacta pata delantera la correa y el cascabel que la identificaban como la animosa caballería de carga que tiraba de su carro, y que ella había acariciado más de una vez. Se acercó a Xu Jun y le reveló, aún consternada:
—Es una de las mulas de mi carro. Es un mal presagio, y tengo miedo. Ese mozo asegura que alguien la ha dejado salir, y que los causantes han podido ser salteadores de caminos.
—No creas todo lo que dicen estos embusteros. Solo es una fatal casualidad. Los lobos son taimados y sagaces.
Pero Xu Jun no relegó al olvido el incidente, a pesar de que Chun lo consideraba como posible, y se preguntaba, tras unos instantes de incertidumbre, si aquella salvaje matanza tenía algo que ver con la aparición del enigmático carromato, o realmente se debía a ladrones de caminos, de amargo recuerdo para él.
Extremaría sus cuidados y silenciaría sus dudas.
La caravana emprendió la marcha hacia el vado por donde cruzarían el río Amarillo, con el espanto metido en el cuerpo de Shui, y la prevención en la mente del maestro. El astro rey se elevaba sobre la columna de hombres y animales, que a pesar de los días transcurridos y del fatal suceso, seguía en un orden imperturbable. El polvo que se levantaba se desvanecía enseguida con el soplo del viento del Este.
En el paisaje prevalecían los collados color esmeralda y también los farallones rojizos de arcilla donde antiguos devotos habían esculpido Budas en actitud orante.
Se sucedían los campos de labor que aprovechaban el lodo amarillo del río para sus cosechas. Una tras otra surgían ante los ojos de la admirada Shui las gigantescas norias zuo, así llamadas por el príncipe que las inventó, y que surtían de agua a las plantaciones. Shui deseaba con ansiedad llegar al vado de Bing-li-si para descansar y acercarse a la civilización, y por fin lo alcanzaron después de varios días de marcha agotadora. Atravesar el río resultaba, no obstante, arriesgado y tomaron sus precauciones.
Con el ocaso el refugio olía a gachas, queso derretido, arroz y pan tostado, que los caravaneros cocinaban en los hornillos de carbón. Shui, que aún recordaba la carnicería del animal, apenas si comió. El lugar estaba concurrido, pues no paraban de cruzar una caravana tras otra. Aparecieron en el recinto dos monjes budistas que pedían limosna a cambio de unos sutras para protegerse de los demonios. Las fogatas ardían sin cesar, y algunos acemileros contaban seductoras historias de la ruta.
Un recién llegado de la India les narró en la conversación que había sido testigo, hacía unos meses, de la inmolación de unas distinguidas mujeres que se habían arrojado al fuego incandescente tras la muerte de su esposo, un príncipe de Rampur, al que acompañarían al más allá tras una muerte horrible.
—Y se quemaron vivas cubiertas de joyas y con sus más ricos vestidos, sin emitir un solo quejido, en medio de una música deleitable, con las bendiciones de los brahmanes y un olor a sándalo que arrobaba —concluyó ante el asombro general.
—¡Qué atrocidad, por el Buda sagrado! —soltó un mulero.
—Pues en estos reinos de China ocurre algo parecido, aunque menos horrible, es verdad —recordó uno de los mozos.
Shui recordó a Xiaomei y un escalofrío gélido le corrió por la espalda.
Xu Jun, que lo advirtió, la abrazó con ternura y aprovechó el claro de luna para acompañar a los monjes y hacerles las consabidas preguntas que tanto ansiaba satisfacer. Uno de ellos le aseguró que aquel mismo día las paiyouactuaban ante muchos devotos en Wu-wey, inexpugnable fortaleza de la Gran Muralla.
La noticia animó a Shui que, relegando sus cuitas, bebió un tazón de saqe e invitó a los monjes limosneros. Otros santones lanzaban conjuros a la noche y rezaban a los dioses de las tres religiones, entre inciensos y plegarias. Y como allí aguardarían tres días hasta pasar el remanso, en la espera se cerraron tratos y se ofrecieron a Chun para trabajar intérpretes, guías, arrieros, mozos de carga y porteadores. Shui asistía maravillada a aquel infrecuente ceremonial que solo se podía ver en aquellos lugares.
En las inmediaciones del paso se alzaban más cuevas de oración, con Budas gigantescos esculpidos en sus muros. Xu Jun accedió a ellas para preguntar estérilmente por Xiaomei, de quien nadie poseía la menor referencia. También pudo comprobar que el carromato del chamarilero no estaba con ellos, ni tampoco en las inmediaciones. ¿Se habrían marchado y todas sus suposiciones eran pura conjetura?
No le gustaban y andaría ojo avizor.
Las bestias y ayudantes de Chun cruzaron el río Amarillo en grandes barcazas que flotaban ayudadas por unos pellejos de cabras atados a sus costados, y volvieron a formar la hilera para avanzar sobre la senda de losas desgastadas, por las que se deslizaron descansados y pletóricos. A partir de entonces la soledad fue más perceptible, y solo unas herraduras desechadas, un arnés abandonado y carcomido, o los huesos calcinados de algún desventurado, o de un animal muerto, marcaban como mojones o brújulas la posición en la que se hallaban.
Siguieron hacia el oeste sin pausa. Unos arbustos de color oliváceo se marchitaban con el sol primaveral. En verano se convertirían en matojos secos calcinados por el sol. Los caminos se hicieron repentinamente pedregosos, pero otras veces, solo unas horas después, se asemejaban a inmensos mares verdes donde el viento rizaba los herbazales. Avanzaban y avanzaban, y los ejes de las ruedas martilleaban las sienes de Shui, que iba acunada en su precario acomodo.
Al atardecer siguiente divisaron Lanzhou, la ciudad crisol de creencias y razas. Estaba presidida por un infranqueable puesto de vigilancia donde flameaban las grímpolas manchúes. Llegaron reventados, astrosos y blancos de polvo. Se asemejaban a un ejército claudicante y derrotado que volviera de la batalla. El gran río de lodos ocres rodeaba la urbe, donde sobresalían los altos aleros de las pagodas, los minaretes de las mezquitas y los ladrillos rojos de los baluartes.
Al fin los viajeros pudieron asearse en unos baños y luego comer en franca camaradería en un salón con largas mesas, antes de retirarse a dormir en los amplios dormitorios del caravasar, mientras otros visitaban los prostíbulos y tabernas. Los herreros atendieron a algunos mulos y asnos y repararon un carro lleno de porcelanas, mientras algún charlatán narraba historias portentosas y relatos terroríficos cerca del hogar.
Shui se alegraba de dormir allí, pues estaban a buen recaudo y no sufrirían ningún ataque de animales salvajes hambrientos o de bandidos. Xu Jun, que acompañó a Chun al centro de la ciudad para comprar víveres y cordajes, regresó contrariado. Al llegar le refirió a Shui sus inútiles pesquisas.
—Nadie sabe nada de las paiyou, ni tampoco han actuado o pasado por este lugar. El monje nos mintió.
—¿Pero no interpretaban una obra de teatro de Lanzhou?
—Así me lo habían asegurado —se lamentó.
La fatalidad se iba apoderando poco a poco de los pensamientos, tanto de Shui como del maestro.
—Nuestro empeño se vuelve cada vez más complicado. ¿Son las paiyou una ficción y el mapa de Wuhang una fantasía de su mente? ¿Será todo una mentira? —respondió la mujer con una vocecilla anémica.
—Wu-wey es nuestro próximo destino. Tal vez allí nos den alguna pista que seguir. No desesperes.
Aquella noche Shui derramó unas lágrimas de desilusión. Cada paso que daban era una nueva decepción, y pensó que aún tendría mucho tiempo para llorar.
Partieron con las primeras luces, después de despertarse al toque de la campana. El alba se presentó de color escarlata regalándoles un firmamento de nubecillas arreboladas. Se organizaron según el riguroso orden determinado por Chun, que no se rompía por causa alguna.
Cabalgaron durante toda la mañana, con un breve descanso para beber y abrevar en un venero cercano a un templo budista donde contemplaron el hermoso paisaje del corredor de Hexi, entrada y salida de las grandes caravanas.
Transitaron por el entramado de fortines de la Gran Muralla, o el Dragón de Piedra, como lo llamaban los lugareños, la colosal obra de la dinastía Ming para frenar a las tribus nómadas del norte, los manchúes, y que a la postre significó su ruina económica y su fin, y que ya de poco servían, pues los potenciales asaltantes gobernaban ahora en China.
Las formidables torres y la línea dentada de la colosal muralla se recortaban imponentes y esbeltas a sus espaldas.
Para Shui, una nueva etapa era más polvo, más moscas irritantes, más fétido olor a bosta de las bestias, más rocas curvadas limadas por el viento, angostas gargantas y ruinas de viejos fortines. De vez en cuando Shui veía lagartos de piel agrietada sestear encima de las piedras o brincar entre los matojos.
Le causaban estremecimiento, pero admiraba la naturaleza virgen en todo su esplendor. En la parda aridez de las planicies y praderas, conocidas como Shan-Dar, vio cómo pastaban copiosos rebaños de ovejas y los legendarios «caballos celestes». Se protegían bajo las sombras rojizas de las murallas, las torres vigía y el cercano desierto de Gobi, con sus aires ambarinos, donde sobrevolaban los amenazadores halcones.
Al caer la tarde, y tras cruzar unos molinos y alfares, arribaron a un oasis arenoso que rezumaba agua y frescor, junto al castillo de Le-De. Chun levantó la mano y ordenó detenerse e instalar el campamento. Pero cuál no sería la sorpresa de Xu Jun, que al desmontar la caravana, vio de nuevo al chamarilero y a su extraño acompañante, al que no conseguía ver el rostro, oculto por la capucha, por más que lo intentaba.
Recapacitó que aquellos hombres no encajaban en el microcosmos de las caravanas y de los mercaderes de la seda, y que una misión desconocida y secreta los unía. Se dirigió al carromato para indagar, momento en el que el comandante de la fortaleza rendía todos los honores posibles al incógnito personaje y lo invitaba a descansar y pernoctar en el fortín.
¿No resultaba inconcebible aquel proceder? ¿Cómo unos vulgares buhoneros recibían aquellas consideraciones? ¿Tenía algo que ver su presencia con Shui? ¿Tenían algo que ver con la bárbara muerte de la mula del carro de Shui, que había sembrado el terror en la caravana y las dudas en él mismo?
Algo no coincidía en tan inexplicable pareja.
Xu Jun le preguntó al capitán de la guardia si se había detenido allí recientemente un grupo de monjes, mujeres paiyou y danzarinas. El oficial le contestó negativamente. Y como estaba exhausto, gruñó descorazonado y regresó al caravasar para poner en claro su mente. Silenciaría aquellos dos detalles a Shui para no preocuparla más. Contempló a la joven, que se encontraba junto al vigilante en la fuente del oasis. Su amada figura se recortaba entre los árboles, por donde se filtraba una luminosidad violeta. La amaba.
Chun preparó la guardia, doble aquella noche, apagaron el fuego y durmieron junto a las armas, dispuestas para ser usadas en caso de la aparición de alguna alimaña. Al poco no se escuchaba ni una voz, ni la acostumbrada cantinela de algún arriero, ni tan siquiera el relincho de un caballo, o el rebuzno de un asno. Imperaba el cansancio, las ganas de dormir, el silencio y la quietud. Shui se acurrucó junto a Xu Jun. Tenía un pavor irracional hacia los murciélagos, con sus membranosas alas, cuerpos peludos y dientes de diablo.
Pero a Shui se le había alojado la desesperanza en los pliegues de su corazón. Pero aún le restaban fuerzas para seguir esperando con resignación, a pesar de su cada día más creciente desilusión. Para Xu Jun la búsqueda de Xiaomei se estaba convirtiendo en un ilusorio espejismo. Paulatinamente la noche se adueñó del oasis, y los caravaneros, ovillados en los jergones y mantas, dormían entre ronquidos, como erizos en la invernada.
Unas nubes brumosas ocultaron el campamento y la fortificación militar, que desaparecieron de los ojos de los caravaneros como por un sortilegio del cielo.