La marca «JI»

Shui observaba con angustiada expectación al escribiente, que abrió su boca desdentada; y con imperiosa precipitación, declaró atropellando las palabras:

 

—Señora Shui, desde hoy os convertiréis en una despreciable ji, prostituta, con lo que perderéis todos los derechos de Dama Guifei e iniciaréis una nueva y miserable vida. Se ha ordenado a la señora Kumiko que os busque un burdel donde ejerceréis la prostitución. No se os permite ejercer de guangji, o meretriz de funcionarios reales, ni tampoco de generales o capitanes, yingji, sino que seréis vendida como una vulgar siji, para ejercer la prostitución privada en locales de baja estofa.

Shui emitió un leve quejido, que lo interrumpió.

—Y para que la indignidad y el oprobio os acompañen toda vuestra vida —prosiguió—, seréis marcada en el hombro con el signo «JI», y no en la cara como prescriben las ordenanzas, por deseo expreso del emperador y la Gran Madre. Abandonaréis la Ciudad Prohibida en cuanto se os venda en subasta pública.

«Menos mal que no me han condenado a ser una vulgar biaozi, puta de mercado, o de puerto. No viviría ni un año», pensó Shui anonadada.

—Este Tribunal ha cumplido con el código Dan qing li lü, y aplicado la justicia de Su Majestad, Yongzheng, el Hijo del Cielo. ¡Ejecútese! —concluyó el relator, quien hizo una señal para que entrara un lacayo con un brasero y un hierro al rojo vivo.

Ignoraba qué le depararía su nuevo destino, pero se esforzó en recuperar su deshecha compostura y acató la decisión del tribunal inclinando la cabeza. Le habían aplicado una sentencia ejemplar, e iba a ser separada de una vida de lujo y boato.

De momento había salvado la vida, tal como había planeado, y había conseguido escapar de aquellos muros dorados, aunque sabía que el terrible castigo también podía acercarla a la muerte. La exconcubina había recibido la contundente condena con una mezcla agria de triunfo y de angustia.

Era dura y cruel como la anterior, pero si conseguía superar la crudeza de su nuevo estado los dos primeros años, se las ingeniaría para comprar su libertad. Los miembros del tribunal se pusieron en pie. El verdugo extrajo el pincho candente y se acercó a Shui, que lo miró aterrada, e incluso dio un paso hacia atrás.

—¡Vos lo habéis querido, pervertida mujer! —Gong exclamó—. ¡Adelante!

La Maestra de Concubinas la abrazó fuertemente, mientras le desnudaba el hombro. El momento era tenso. El esbirro empapó de agua la piel que le ofrecía la muchacha, que miraba al frente, sin rechistar. Luego le aplicó con pericia la pequeña punta ardiente con el signo «JI» al rojo, y de inmediato un humillo con olor a carne chamuscada se elevó al techo.

Shui emitió un ronco quejido de pesar que concluyó cuando, desmadejada, perdió el sentido y se sumió en una negra noche, cayendo al suelo como un fardo. Se despertó agotada al cabo de un rato, y al tomar conciencia de su situación lloró silenciosamente. No oía más que los latidos de su corazón y las contracciones de su dolor en el hombro.

Los miembros del tribunal y el sayón ya no estaban.

La maestra le curaba con mixtura de aloe la herida enrojecida y se la vendaba con un trozo de lino. Callaban las dos. Shui no le habló. No era una situación cómoda. Se había transformado en una insignificante siji y muy pronto vendería su cuerpo por unas monedas. Portaría en su cuerpo aquella ignominiosa marca de por vida y daba gracias a la emperatriz madre de no pregonar el estigma ante el mundo llevándolo en la cara, lo que hubiera acentuado su amargura.

Estaba retenida en la misma habitación donde había aguardado el juicio. Dominaba una opaca penumbra, no ardía ninguna lámpara y únicamente se colaba un haz de luz precario.

Fue una especie de relámpago vaporoso, sorprendente.

Había transcurrido una semana y alguien se acercaba sin hacer ruido. Su Alteza la Emperatriz Madre, conocida también en palacio como Dama De-Fei, entró en el habitáculo, donde llevaba dos días recluida sin hablar ni comunicarse con nadie. Desconocidos y mudos sirvientes le traían comida, le vaciaban el vaso de noche, le cambiaban el agua de la palangana. Pero nadie hablaba con ella. Parecía muerta.

Xiaogongren no osaba mirarla. Shui estaba llorando en silencio. Se secó las lágrimas y se sonó su nariz. Detrás de todo su orgullo, le mostraba su debilidad más extenuada. Al principio se hizo un silencio engorroso, confuso.

—No he venido a juzgarte, Shui —la tuteó por vez primera. Tenía que poner distancia entre una emperatriz y una insignificante siji—. ¿Sabes que te vas a enfrentar a una complicación que tal vez no puedas superar? Te espera una prueba terrible —le dijo.

—Afrontaré con coraje ese problema, Gran Madre, y os agradezco vuestra intervención. Llevaré mi señal de infamia oculta gracias a vos. Siempre fuisteis generosa conmigo.

La emperatriz no podía liberarse de su mirada.

—No sé por qué lo has hecho —se sinceró—. Claro está que como mujer sé que no eres ninguna depravada y que lo que deseabas era salir de aquí, y cambiar un edén por el infierno, a fin de buscar la verdad sobre el fin de Xiaomei. ¿Estoy en lo cierto? Y como me siento culpable, pues fui yo quien te abrió el portillo de la certeza, deseo ayudarte.

—Ya lo estáis haciendo, honorable Xiaogongren.

—¿Pero acaso yo te aseguré que estuviera viva? Deseo poner las cosas en su sitio, o me lo demandaré toda mi vida —se expresó grave—. No dije eso.

—Nunca, Alteza Imperial. Tan solo me quitasteis un velo de los ojos y me abristeis un halo de creencia de que algo de naturaleza misteriosa e inconfesable rondaba sobre la muerte de Xiaomei. Nada más —repuso sincera.

—Me reconfortas, Shui —suspiró la emperatriz—. No quisiera ser la causante de tu desgracia.

Otra vez el ánimo doblado por una palabra atroz.

—¿Desgracia, mi señora? —dijo afectada.

—¿Qué si no? ¿Tú sabes con quién vas a convivir? Con crápulas, licenciosos, borrachos, sifilíticos, pervertidos, proxenetas y degenerados que te buscarán para saciar su inmoralidad en un cuerpo tan agraciado y candoroso como el tuyo. Suerte tendrás si superas el primer año con vida —manifestó con dureza.

—¿Tan despiadado es lo que me aguarda, Alteza?

—Así es —ratificó—. Y podía haber sido peor aún.

La condenada la miró fijamente, y la interpeló interesada:

—No os comprendo.

El diálogo no languidecía, al contrario, se animaba.

—Escucha —habló—. Esa detestable Kumiko te había vendido a uno de los lupanares flotantes que pululan por las costas del Este. Parece que te odia y deseaba que en un año murieras de tisis, con el cuello cortado, a golpes, o de una enfermedad venérea de las que contagian los marineros y piratas del Mar de la China. Pues bien, yo no podía permitir eso, así que la llamé, y como me profesa un espantoso temor, la he obligado a que rompiera el trato y te vendiera a una casa de té. Algo mucho más llevadero y de más clase, donde según la ley podrás comprar tu libertad. Allí tu vida será infame, pero tolerable, estoy segura.

Shui la miró con lágrimas en los ojos, queriendo creerla, por lo que sonrió débilmente.

—Mi gratitud será eterna hacia vos, señora.

—En parte me siento responsable de tu decisión. Como sabes, adoraba a Xiaomei. Procura endurecerte, sé astuta, cuida tu cuerpo y tu alma y procura comprar tu libertad en un plazo razonable. Tienes inteligencia para eso. Después podrás entregarte a la búsqueda del enigma de tu hermana, si es que tu sueño es real y vive, cosa que dudo, a pesar de la aparición de aquella máscara roja y de otros indicios.

—Lo sé, y quizá todo sea una ilusión. Lo veo como una utopía, pero mi alma desea alimentar ese deseo.

—Ciertamente nada seguro sabemos de ese asunto, pero la fortuna te asiste y el cielo suele ayudar a los perseverantes. Pero antes debes superar la tragedia que te espera.

En Shui se mezclaban la esperanza y la duda.

—Ese es mi propósito, si el cielo me concede la vida suficiente. Deseo ver el mundo exterior con mis propios ojos y sentirlo con mi corazón. Esta no es ya mi casa, mi señora, solo he vivido en ella, un prostíbulo exquisito y distinguido, pero un burdel al fin y al cabo.

La emperatriz sonrió y volvió a recuperar su altivo aplomo, que le hacía engallar su pecho, gesto tan conocido por Shui.

—Supongo que tienes razón, no lo sé. Yo he perdido esa perspectiva al ser madre y esposa del Bixia, y no solo concubina.

—Excelsa emperatriz. Todas os admiramos. Sois una mujer admirable, y nada deshonesto os contamina, creedme.

Xiaogongren soslayó el cumplido, miró a su alrededor y bajó la voz. A Shui le parecía grato que la reina madre se sincerara de aquella forma tan dadivosa.

—Es bien poco lo que sé, y solo puede tratarse de una intuición, un presentimiento, una sospecha propia de una mujer acostumbrada a oír y callar, ver y no decir nada —dijo misteriosa—. Préstame oídos. En tiempos de mi esposo, el Bixia Kangxi, en palacio se toleraban asuntos de índole secreta y poco edificante que solo conocemos los que estamos muy próximos al poder.

La garantía de su mediación le agradaba a Shui y estaba segura de que deseaba referirle algo más. Aguardó.

—Os oigo, Madre, si es que deseáis descargaros conmigo.

—Verás —se sinceró—. En nuestra conversación en la Fuente de los Sauces, no te dije lo que se planeó sobre la muerte de Xiaomei, porque lo creí irrelevante, pero después he juzgado tras meditarlo que puede constituir una pista importante.

—Si así lo creéis, así será, Alteza. Admiro vuestra capacidad de deducción e inteligencia —la animó, adulándola.

—Habrás advertido, Shui, que en la máscara roja que te regalé, se advertía una fisura en su parte superior.

—Sí, me fijé y me extrañó. Xiaomei era muy cuidadosa.

—Tu hermana había hecho esa abertura e introducido un pequeño papel de arroz, un anónimo —dijo, y sacándolo de su bocamanga se lo colocó ante los ojos—: «Preguntad a Wuhang, el mercader» —leyó en la inconfundible letra de Xiaomei.

Shui tenía la boca abierta y la expresión congelada. Era una pequeña carta metida en una bolsita de seda. Sus letras eran redondeadas y de trazo amplio. Su delicado olor a rosas se le metió por la nariz.

—¿Quién es ese hombre y qué relación tenía con ella?

Shui tenía la sensación de que el mundo se iluminaba.

—Escucha —dijo la emperatriz—. Conocí a ese Wuhang hace años, cuando aún vivía mi esposo. Es el tipo que poseía la clave de todo este secreto. Era un mercader de té, natural de Lanzhou, conocido como el Estrellero por su afición a la astrología. Era leal a la casa real y acostumbraba hacer «favores especiales» a mi real esposo Kangxi, pero murió hace dos años y ya nada nos puede revelar. Se prestaba a llevar a cabo asuntos turbios por una buena recompensa y sobre todo hacía desaparecer personas que molestaban al imperio, ¿sabes?

—Las concubinas entendemos poco de esas cosas.

—Era —prosiguió— un caravanero venal e interesado, un bribón necesario para la corona. Y algo me dice que conocía más sobre la suerte corrida por tu hermana. Sé que días antes de la muerte de mi real esposo Kangxi, habló con él en secreto. Lo vi salir de su cámara con un pagaré de papel, seguramente por un servicio que iba a realizar.

A la joven comenzaron a temblarle las piernas. Lo que le aguardaba la desalentaba y frunció los labios.

—Resulta de un valor inestimable lo que me reveláis, Alteza —respondió y le brillaron los ojos—. ¿Hay algo más?

—Es únicamente un presentimiento pero un punto de partida, que bien puede no tener sentido alguno, o ser la punta del ovillo de lo que buscas con tanto denuedo. No volví a ver a Wuhang tras la muerte de Kangxi, pero la máscara roja y la ocultación de Xiaomei seguían quitándome el sueño. Así que cuando abandoné el luto blanco por mi esposo, decidí investigar por mi cuenta. Había algo que no me encajaba en su muerte.

Shui sospechaba que ocultaba algo muy grave.

—¿Vos hicisteis eso? Os pudo perjudicar.

—Mi hijo me brinda gran respeto, y de llegar a sus oídos, nada objetaría. Lo sé —le confió—. Escucha. Hace un año, aprovechando una recepción de gobernadores en palacio, invité a mi residencia privada de la Tranquilidad Terrestre al Linxidao o intendente de las fronteras occidentales, un amigo antiguo y muy leal, pues me debe el cargo. Le pedí que me procurara un informe del tal Wuhang y de sus actividades tras el fallecimiento de mi marido. Sin que nada sospechara, le solicité también que de forma confidencial indagara si en el primer viaje que realizó por la Ruta de la Seda inmediatamente después del funeral, iba acompañado de alguna mujer.

Aquella dama exquisita merecía su gratitud.

—Siempre tuvisteis un alma tenaz, Gran Madre.

El elogio la enorgulleció y siguió profundizando en el tema con más datos sorprendentes.

—Atiende, Shui —dijo con aire enigmático—. En menos de un mes recibí el informe del intendente, junto al diario de ruta de Wuhang, quien a su regreso a su ciudad natal había muerto repentinamente de una apoplejía fulminante. Solo había hecho un viaje, luego tan solo había que fijarse en ese único rastro.

—Qué fatalidad —se lamentó la joven.

—El registro personal no era gran cosa, créeme, solo una retahíla de distancias entre caravasar y caravasar, productos vendidos, asnos muertos, camellos, números, cuentas, dineros, salvoconductos y las paradas obligadas en las ciudades de la Ruta: Xian, Lanzhou, Zhangye, Dunhuang, Turfan y Kucha, fin de sus trayectos. El Linxidao había preguntado en todos los puestos de vigilancia de la frontera oeste, y en especial en el fortín del Primer Paso bajo el Cielo, y en la Puerta de Jade. Pero ni una sola pista sobre una mujer que viajara de incógnito en la caravana de Wuhang.

—Decepcionante, pero lógico —lo asumió Shui.

Las confesiones de la emperatriz eran cada vez más intrigantes y Shui, algo inquieta, ni pestañeaba.

—Aún hay más, no te desencantes tan pronto —recalcó—. Cuando ya me disponía a archivar aquel fárrago de papeles acopiados en un cartapacio gofrado, se desprendió, como una hoja en otoño, esta cuartilla amarillenta escrita en papel de arroz por Wuhang. Estaba pegada a un folio con resina de ámbar.

Y entresacándola de la otra bocamanga de la túnica, le entregó un rugoso pliego escrito con presurosos dibujos y garabatos que parecía haber estado lacrada. Lo examinó a la exigua luz del ventanal, y distinguió el bosquejo de un dragón que tenía señalados los nombres de unos templos en su dorso, y lo que parecía un itinerario que recorría el cuerpo del animal fabuloso, algunos puntos unidos por líneas y algunos nombres desperdigados por el papel. Pero no comprendió qué indicaba, ni qué representaba.

—¿De qué se trata todo esto, honorable Xiaogongren? ¿Creéis que tiene algo que ver con Xiaomei? Es muy extraño.

—Ignoro si está relacionado con tu hermana, pero puede ser. Lo que parece evidente es que señala el derrotero de un mercader o de un peregrino por los templos que nombra y que ves escritos sobre el dragón. En el reverso, si se usa una lente de aumento, puede leerse: «Wuhang y la Escuela del Diamante», que como debes saber es una congregación budista conocida por su tolerancia y porque adopta también dogmas del tao.

Shui esbozó un gesto de estupor. Todo era tan raro y misterioso. Luego exclamó sin salir de su asombro:

—A esa doctrina pertenecía mi hermana Xiaomei.

—Como también mi recordado esposo, el emperador Kangxi. Ese detalle me ha desconcertado, pero no he conseguido saber la razón. ¿No es realmente indescifrable este papel?

Shui miró sin comprender, pero con paciencia y asombro.

—Resulta extraordinariamente inusual, Madre —repuso.

—Por eso he creído que te interesaría, si es que en verdad esta nota personal quiere apuntar algo sobre Xiaomei, en verdad. La clave puede que esté en las palabras, pero estas no dicen nada. Tal vez sean los nombres de los santuarios.

—Es un jeroglífico dislocado —intervino Shui—. Pero trataré de interpretar si tiene algo que ver con Xiaomei. No lo creo, pues no se aprecia nada referente a su persona…, pero, ¿quién sabe?

—No olvides este escrito, que aunque extravagante, puede serte de alguna utilidad. Ahora he de irme. Fortuna y mucho valor, hija mía. Desconfía de todos, que la desconfianza echa dientes para defenderse —le deseó con los ojos empañados.

—Un sueño y una voluntad unidos suelen conducir al triunfo, Alteza. Perseveraré y tendré en cuenta vuestro consejo.

Shui volvió al mundo real. Estaba agradecida e introdujo los dos papeles dentro de su seno.

—Gracias, Alteza Imperial —le manifestó con gratitud.

La revelación había sido tan interesante como imprecisa, vaga e inexplicable, como si se tratara de un intercambio entre rivales, con alusiones vacilantes, miradas cargadas de significado, indicios velados e insinuaciones. Pero era algo desde donde empezar, si es que algún día alcanzaba la libertad y la ocasión para llevarlo a cabo. Shui inclinó la cabeza y le besó la mano. Xiaogongren la miró unos segundos a los ojos en silencio, como preguntándose qué sería de ella. La emperatriz había tenido un rapto de humanidad y de complicidad en un momento en que su amistad podía perjudicarla.

Y desapareció, luciendo su belleza madura y aposentada.

Shui se preparó aquella noche para su nueva y terrorífica vida de coima de una casa de té. Un capítulo inquietante en la trágica existencia que le esperaba.

—Antepasados míos, otorgadme valor —imploró.

Shui pensó que se había equivocado. Pero era demasiado tarde para lamentarse. Lloró, y no durmió. Aquella noche sus pensamientos le venían de los mismísimos infiernos y la cicatriz producida por el hierro al rojo le punzaba con malestar.

Antes del amanecer, cuando aún no habían anunciado en palacio la hora del conejo —las cinco de la madrugada—, se abrió un portillo y por él salieron Shui y la altiva Kumiko, que saboreaba su triunfo con delectación. Todo era silencio, y para su asombro, cuando la miró a los ojos no pudo precisar si le imploraba perdón o se alegraba de su marcha. Ella, que solo había visto el mundo a través de unas celosías, iba a conocerlo de golpe y en toda su crudeza.

El resplandor de la hoz de una luna apagada se filtraba a través de los arcos de la Ciudad Prohibida, que contempló por última vez. Ya no era su refugio, ni su casa.

No regresaría nunca más al lugar de oropel que la había acogido cuando solo sentía pavor tras la muerte de sus padres, el paraíso de suntuosidad donde había vivido una existencia de princesa, el palacio donde la sumisión era la virtud más preciada, y donde había sido considerada tan solo como un objeto delicado y selecto que se podía romper sin más, pues carecía de alma y de sentimientos. No lo echaría de menos.

Kumiko la acosó durante unos instantes con una sonrisa pérfida e inquietante que la llenó de angustia.

—Pronto estarás con tu nueva ama, puta —dijo.

Shui la observó con una mirada mezcla de repulsión e ira.

—¿Cuál será tu siguiente víctima, loba lasciva? —le espetó.

—Señora —dijo Kumiko con ironía—. Las bubas y la sífilis te devorarán en menos de diez lunas, y entonces te acordarás de la bondad de tu señor. Una mujer libidinosa y entrometida como vos es la rama más inútil de un árbol y viviréis sometida a la apetencia de los varones más impúdicos.

Se calló un momento, pero alzó su puño enfurecida.

—No contemplar tu obscena cara cada día será un bálsamo para mí, zorra —dijo, y le escupió a la cara con violencia.

Shui despreciaba a aquella mujer vil, vulgar, ignorante, sin coherencia intelectual, oscurecida para la bondad, confusa de ideas, pero una maestra en atropellar a sus semejantes, en especial a las mujeres.

Dio la espalda al palacio con el corazón acelerado y la satisfacción de al menos haber salvado la vida, pues estaba segura de que los asesinatos, políticos o interesados, seguirían en la Ciudad Púrpura. Unos desconocidos la tomaron del brazo y la condujeron a un carro tirado por mulas. Se dejó llevar sin oposición.

Por vez primera se sintió expuesta a las miradas extrañas.

Ahora, encontrar una pista sobre el impenetrable fin de Xiaomei era cosa suya y de la veleidosa fortuna. Shui, que iba vestida como una campesina y con una bolsa que atesoraba la máscara roja y algunas de sus pertenencías más queridas, había perdido el desaliento a morir, pero observó que el áspid venenoso de la fatalidad ascendía por sus zapatillas rojas. Pero al fin se liberaba de la enojosa presión de la Ciudad Púrpura.

Según Kumiko había sido vendida a dama Gardenia de Taiyuan, en la región de Shaanxi, limítrofe con la Gran Muralla del Oeste, dueña de un tugurio de juego, bebida y prostitución, cuyo prosaico nombre era La Casa de Té de las Cien Lámparas.

—Tu ama ha pagado por ti cinco taels de plata, o sea cinco mil cash —monedas con agujero—. Pero ni abriéndote de piernas durante tres años, de día y de noche, podrás comprar tu libertad, puta indecente. —Le refirió la maestra mientras se dirigían hacia la puerta.

—No puede apreciar la pureza del alma quien no la posee —replicó Shui—. Sobreviviré, bastarda.

—¿Sobrevivir? Antes de dos años habrás muerto.

Al parecer los clientes habituales del prostíbulo eran los comerciantes que jalonaban la Ruta de la Seda, camino de Xian, o de la esteparia Mongolia, al oeste, los propietarios de las minas y los aristócratas del valle.

Los sirvientes de su nueva ama, dos zafios mocetones de espaldas anchas y narices romas, que hablaban el confuso dialecto jinyü, no tuvieron ningún miramiento con ella. Apenas si le dijeron una palabra de ánimo, salvo que tardarían una semana en llegar, que permaneciera callada y quieta, y que si intentaba escapar le atarían las manos y los pies y le taparían la boca con una mordaza. ¿Y adónde iría si lograba escapar? «Estúpidos.»

Era un día de frío intenso próximo a la festividad de Año Nuevo, y la nevisca revoloteaba en el aire grisáceo de Pekín. Un poniente gélido descendía de las montañas haciendo que la joven se arrebujara entre su capa en el fondo del carromato, donde iba una niña a la que embargaba un miedo irracional. Lloraba sin cesar, y dijo llamarse LiYing, «Belleza Silenciosa». La consoló colocándole la cabeza en su hombro. La carreta estaba cubierta con una lona y las mujeres se juntaron para abrigarse del viento.

Y en la vaguedad de la madrugada, un par de ojos interesados acechaban desde un rincón la partida de Shui y su conversación con Kumiko, así como dónde se dirigía el carromato. Se trataba de un eunuco escuchimizado ajeno a la camarilla del Gran Eunuco, que tomaba buena cuenta de la salida de la concubina insolente, para luego informar a quien lo había enviado.

—De puta de palacio, a puta de burdel —masculló el observador, que soltó una risita maliciosa mientras regresaba al silencioso Palacio de la Pureza Celestial.

Shui, al abandonar Pekín junto a otros carros y palanquines, y a la zaga de un regimiento de soldados imperiales que se dirigía al puesto fronterizo, cobró conciencia de que un tigre imaginario la acechaba entre los árboles. Su vida había sido hasta entonces de lo más predecible y de golpe se había vuelto absolutamente imprevisible. Comenzaba para ella otro tiempo, otra vida, cuyas medidas serían regidas por la degradación a la que sería sometida, el desconsuelo por el recuerdo y la repugnancia por sus deshonrosos actos.

Confiaba en su tenacidad y capacidad de decisión, pero se sentía sola, desamparada y vulnerable.