El Templo de la Luna de Dafosi

Ruidosas bandadas de pájaros cruzaban el prestigioso tabernáculo del Buda Gigante de Dafosi. Shui aspiró el perfume volatilizado de ámbar e incienso, mientras piadosos creyentes irrumpían en el interior.

 

Una emoción indefinible se apoderó de Shui y sus ojos dejaron escapar unas lágrimas cálidas. Su tamaño y la equilibrada armonía de proporciones la maravillaron. Xu Jun esbozó una sonrisa y le apretó el hombro con adhesión. Observaron que el santuario era un complejo de estancias donde se palpaba la mezcolanza de las tres creencias del pueblo chino: el taoísmo, el confucionismo —más filosofía de vida que religión— y el budismo.

Los peregrinos que acudían de todas partes del reino habían acrecentado sus ganancias con las limosnas, los donativos de los grandes señores, la interpretación de sueños y los beneficios de la venta de flores, varillas de incienso y los alquileres de las casas de huéspedes que dependían del santuario.

Ingresaron en la pagoda principal, donde parecía haberse detenido el tiempo. El fastuoso santuario cubría a un gigantesco Buda recostado, con los ojos entreabiertos y tan largo como treinta hombres tendidos uno tras otro. Centenares de lámparas de cristal y bronce le dispensaban un fulgor inexpresable. La estatua del Iluminado recibía en aquel momento las oraciones y ofrendas de los fieles, en medio del sosegador murmullo de los mantras y las campanillas budistas.

Las paredes lucían decoradas con frescos multicolores de épocas pretéritas que recreaban escenas de nobles, damas, emperadores y guerreros en actos cotidianos. Imágenes opalinas de orantes, monjes y demonios, rendidos ante el Gran Buda, rodeaban la colosal talla.

Xu Jun le susurró al oído a Shui, que en aquel lugar había nacido Kublai Khan, el conquistador más poderoso de la historia de la humanidad, y que allí mismo se hallaba la tumba de su madre. Peregrinos de las tres creencias encendían varillas de incienso en su honor y papeles amarillos con sus peticiones y plegarias. Neblinosos hilos de incienso ascendían hasta el techo, mientras se oían las roncas campanas del tao.

Comenzaron a llegar los creyentes, ansiosos de los vaticinios de los monjes Lanzo, que también poseían allí su cenobio, y de las interpretaciones sobre el futuro de las mujeres sabias de la Diosa Madre. Un jubileo de devotos entonando cánticos, lisiados, algunos señores, y piadosos de miradas enfebrecidas, se fueron estacionando en las escalinatas de la Pagoda de Dafosi.

Había llegado el momento esperado por Shui.

La joven y Xu Jun aguardaron con expectación a que se abrieran las puertas. La muchacha no podía apaciguar su frenética impaciencia, y Xu Jun la advirtió preocupada. Solo ella sabía que estaba allí para calmar la larga congoja de su corazón y cerrar una profunda herida para siempre.

En aquella esplendente mañana se afirmaba en su creencia de que algo más que la suerte y las meras probabilidades labran las vidas de los mortales. Shui notaba que un dios superior la había tomado bajo su protección. Era como un presentimiento interno, una sigilosa energía, como una intuición femenina. Pero la sentía. Shui sonrió agradecida a su amante, quien veía que seguía ferozmente obsesionada con el enigma de su hermana Xiaomei.

En la primera hora los monjes Lanzo escrutaron el futuro de algunos de los asistentes en los huesos sagrados, recibiendo cuantiosas limosnas; y en el Templo del Buda Gigante, una sacerdotisa leyó antiquísimas leyendas Chuya y narró en un tono enigmático los ancestrales relatos Song, principios poéticos de filosofía taoísta, que tanto complacían a los dioses, y que fueron escuchadas por un público fervoroso.

De pronto se hizo un silencio augusto. Iban a manifestarse las sagradas paiyou. Todo era fervor, fe y recogimiento. Aparecieron en las escalinatas cinco mujeres, ataviadas con los trajes sagrados de oro, pedrerías y plata, y cubiertas con las «máscaras rojas del teatro sagrado».

—Por aquí estoy escuchando que muchas personas han venido desde lejos para verlas, pues dicen que atraen el aliento del Cielo. Taizhen debe de ser una de ellas —refirió Xu Jun.

—Ojalá Buda lo determine así —contestó la muchacha con gesto melancólico.

La bailarina del centro —tal vez Taizhen— ejecutó «La Danza del Gran Guerrero» y algunos bailes baixi de los llamados «Cien Fuegos», una mezcla de acrobacias y magias arcaicas. Iba ataviada con la ritual máscara roja, ayudada por las insuperables melodías de los músicos lingyou. Poseía la misma esbeltez y belleza de Xiaomei, pero sus gestos eran más toscos y torpes. No era ella, y Shui estaba segura. Después observó a las otras, una a una, pues deseaba adivinar en alguna los rasgos de Xiaomei, pero para su desánimo, no era ninguna de las danzarinas. Xiaomei no se hallaba allí tampoco.

La decepción. Y su desesperanza crecía.

—¿La reconoces, Shui? —le preguntó Xu Jun al oído.

—No, no es ninguna de las paiyou, ¡qué fracaso!

Xu Jun asistía maravillado al despliegue de exquisitez, movimientos, gestos precisos y música prodigiosa que interpretaban sus conocidos virtuosos de Kyzil. Pero veía que Shui estaba cada vez más decepcionada. Su sueño de hallarla se diluía.

Concluyeron las danzas y actuaciones, y algunos devotos se levantaron. Las paiyou y los músicos habían abandonado la pagoda. Tanto la joven como el maestro pensaron que la ceremonia había acabado, ante su estupor y desencanto máximo. Shui lo miró consternada.

Pero apareció un monje de túnica azafranada y anunció que en la explanada, y sobre las escalinatas del santuario, se interpretaría la pieza teatral, La Doncella Tou, el epílogo de las celebraciones, por lo que rogaba a los peregrinos que se dirigieran allí, dado el carácter excepcional de la interpretación, que debía realizarse ante la sagrada Campana de Oro.

—¡La campana a la que aludía el mapa! —recordó el maestro.

—Es nuestra última oportunidad, Xu Jun.

—Confiemos en que también sea la definitiva —le contestó, ayudándola a incorporarse.

—Pero el monje no ha dicho nada de que se trate de una paiyou. Solo ha hablado de actuación teatral, Xu Jun.

—Aún nos queda el «Manantial de las Lágrimas». Y aunque esté lejano, llegaremos también. No desesperes.

Cruzaron un recoleto jardín bordeado por olorosos setos de boj. Se acercaron a la pagoda y se acomodaron en las escaleras de mármol, en una de las primeras gradas. Al rato un monje anunció que unas danzarinas iban a interpretar la sagrada tsu-chii, precediendo a la obra teatral. Alzó la voz y anunció:

—Con este ritual, hermanos, se completarán las invocaciones a los dioses de la Naturaleza, y se cerrará el jubileo sagrado del Templo de la Luna de Dafosi.

La decepción de Shui llegó a su punto más álgido.

«El enigma de Xiaomei, seguirá eternamente inconcluso», caviló para sí, y aguardó desazonada.

Shui, para mitigar los malos presagios de hallar a su hermana, explicó a Xu Jun que la obra narraba la ejecución de una hermosa e inocente muchacha por un crimen que no había cometido, y cómo su padre, guiado por la joven muerta, que se le aparecía en sueños, castiga al final al verdadero culpable.

—¿Será la actriz, esa que llaman Taizhen?

—No creo. ¿No ves, Xu Jun, que los músicos se han marchado? Esa Taizhen sería la danzarina principal de la anterior actuación, y Xiaomei no estaba en el grupo.

—Aguardaremos. Confía, Shui —dijo resignado.

Fue instintivo. Xu Jun volvió la vista atrás y barrió con su mirada al auditorio allí congregado. Lo sorprendió mirándolos sin pestañear. El hombretón con la cara aplastada y picada de viruela y la nariz descomunal y chata tenía fijos los ojos en ellos. ¿Qué pretendía en realidad? Esquivó su mirada y esperó acontecimientos.

Haces de luz jugueteaban con los velos sutiles de las nubes cuando escucharon el sonido de una campana. Se abrió de par en par la puerta de la pagoda y comparecieron seis monjes que trasladaban a hombros, y sobre unas angarillas, una gran campana de oro que uno de ellos batía con un martillo del mismo metal.

—La Campana de Oro que decía el documento de Wuhang, el mercader —susurró a Shui.

—Debe de ser —contestó la joven interesada—. Mucho de lo que escribió el mercader se está cumpliendo.

La grey creyente aguardaba con religiosa devoción la sacralizada persona de la bailarina y actriz con la que concluiría el augusto ceremonial. Shui contuvo la respiración. Se aferraba a aquella última posibilidad con esperanza. Xu Jun miró asombrado la solemne puesta en escena. Varios monjes quemaron almástiga, gálbano, incienso puro y olíbano para elevar los espíritus y poner a los presentes en contacto con los seres superiores.

El templo parecía concitar en aquel momento toda la luz del sol, y de él salieron de nuevo los músicos lingyou, que solo tocaban en la Pagoda del Buda Gigante, en Kyzil, y en la Ciudad Prohibida, provistos de sus atávicas arpas, flautas, panderos, xilófonos y laúdes.

Sin dilación, sentada en un palanquín de madera taraceada, entre las salmodias de unos monjes tao, apareció una mujer vestida con una túnica escarlata y aderezada con ajorcas, diademas y pulseras de oro purísimo. Iba impertérrita como una efigie, bajo una pátina de respetabilidad que provocaba el respeto y la reverencia de la gente, y ocultaba su rostro con una máscara roja de teatro. Luego, pausada y solemnemente, descendió del palio, envuelta en una humareda de inciensos que creaban una atmósfera sobrenatural alrededor de su figura.

—¡La suprema grandeza de la paiyou Taizhen! —la presentó uno de los monjes tao, inclinando la cabeza.

Los dos visitantes no le quitaban ojo, todavía ofuscados con la majestuosa aparición. A Shui comenzaron a temblarle las piernas, pero no podía decir con certeza que se tratara de Xiaomei. Debía verla actuar. Comenzó sin demora y se agitó.

La obra simultaneaba las partes habladas con las cantadas, que eran de una sutileza sublime. Xu Jun pudo comprobar, extasiado con el espectáculo, que las actrices eran todas mujeres, incluso en los papeles masculinos, y que Taizhen era el personaje principal. Explicaba sus sentimientos con gestos y palabras impostadas, entre los rumores de admiración. Los vestidos brillaban, los peinados y maquillajes relucían con la luz, y las artificiosas máscaras, joyas y abanicos eran deslumbrantes, en especial los de Taizhen.

Según Shui, que explicaba en voz baja las evoluciones de las actrices y las danzas, le dijo que intentaban invocar y atraer al lugar a los espíritus celestes.

—Esta danza convoca a los espíritus y los relaciona con personas presentes en el templo, que incluso logran la armonía con el más allá durante unos instantes —expuso Shui, que se hallaba intranquila, mientras miraba intensamente a Taizhen y se removía ansiosa, ante la expectación de su acompañante.

Taizhen ofrecía una interpretación profunda y armoniosa, aunque Xu Jun pensó que la representación poseía algo de ser maléfico. La figura de la dama, a veces demoníaca, lo inquietaba. No distinguía su voz pues hablaba de forma declamatoria y enfática y era muy difícil reconocerla.

—¿Pudiera ser tu hermana, Shui? —le musitó.

—Xiaomei tenía la piel como la porcelana, y esta mujer es más morena y más baja, aunque vaya descalza. Ella era muy esbelta. No sé, no podría asegurarlo, pues no logro matizar su voz —dijo sin apartar su mirada de la actriz.

Pero de repente, Taizhen pareció detenerse en su fascinante ejecución y detuvo su mirada, perceptible a pesar de la máscara, en Shui. Otros espectadores también lo advirtieron, como que después de aquella efímera e incomprensible interrupción, la paiyou ya no interpretaba la obra con igual maestría.

Era la señal que Shui había estado aguardando tanto tiempo, y por la que había pasado tantos pesares, incluso sometiéndose a un juicio, a una más que lacerante esclavitud sexual, la muerte incluso y a aquel viaje que la había dejado sin fuerzas.

Se sumió en una insondable estupefacción de la que escapó en unos instantes como quien imagina haber vivido un sueño. De pronto, como si toda la tensión acumulada durante tanto tiempo escapara como un torrente en primavera, se asió con fuerza al brazo de Xu Jun. Su rostro adquirió la lividez de un cadáver y la sacudió una punzada en el pecho. El corazón galopó en su pecho como un potro salvaje y temblaba como una hoja seca de otoño. Su amante la miró y se alarmó

—¿Te ocurre algo? ¿Deseas descansar? —se interesó.

Shui no contestó a Xu Jun, sino que se apretó aún más y siguió con la mirada fija en la protagonista Taizhen, que interpretaba con gran dramatismo uno de los lances finales de la heroína Tou. La intérprete se movía magistralmente en el marco de su visión, a escasas dos brazadas de sus miradas, y seguía observándola. No pudo evitar sentir una punzada en su cerebro y una ráfaga de ansiedad, como si en vez de distinguir una imagen real, evocara una estampa del pasado.

¿Era Taizhen el espectro de Xiaomei que se le presentaba en su mente cansada? El vestido escarlata, admirablemente bordado en finos hilos de oro, realzaba su belleza aún lozana, y el cabello recogido en un moño altísimo era igual al que ella se solía componer en el harén. También le llegó diáfano el efluvio del perfume que ella conocía de algalia, agáloco y jazmines. Y ni el maquillaje blanco ni la máscara roja que ocultaba sus ojos y cuello podían ocultar su rostro de diosa.

Pero ¿era en verdad Xiaomei? ¿Era una alucinación dictada por su obsesión? Y si era ella, ¿por qué le había ocultado que aún vivía? Era evidente que todo había sido previamente dispuesto, o se trataba de una penosa coincidencia.

Había tardado una infinitud en identificarla.

Pero ¿era un sueño, un ingrato error de su ilusión? El pasado y el presente se fundieron en su mente. Súbitamente el escenario comenzó a darle vueltas. Percibió que una espantosa sacudida la dejaba sin visión y sin pulsos, abatiéndose en la hondura de la nada. Percibió su cuerpo desmadejado y un vacío en la cabeza, y aflojó sus músculos.

Perdió la percepción del tiempo y se desmayó en los brazos de Xu Jun. Los asistentes no le concedieron gran atención, pues era habitual que los espectadores perdieran el discernimiento ante la presencia de las divinidades, y más si habían sufrido un trance.

Volvió en sí de la negrura a la luz pasado un rato, y no reconocía a nadie. Pero las imágenes comenzaron a brotar en su mente, como relámpagos de recuerdos inconexos, hasta que recuperó la línea de sus pensamientos. Tenía la boca reseca y notaba una sensación de flojedad. Súbitamente escuchó el trino de los pájaros y reconoció la voz amable de Xu Jun. Vio a un novicio curador Lanzo que la atendía en el pórtico.

Presa de una incapacitante conmoción invocó sus recuerdos, que fueron regresando poco a poco. Un corro de curiosos se había formado alrededor y los peregrinos iban abandonando la pagoda en busca del cobijo de los albergues, reconfortados y jubilosos.

—¿Habéis recobrado el conocimiento? —dijo el lego.

Shui, como ida, vaciló. Tenía la mirada perdida.

—Xiaomei vive. La he visto. Está aquí —balbució sin ser entendida, mirando al médico que la atendía.

Inmediatamente recordó la orden de Xu Jun de silenciar su nombre, pero dedicó una mirada interrogativa al médico, al que preguntó, inclinándose hacia delante:

—¿La intérprete principal se llama Xiaomei?

El hermano observaba la expresión de sus ojos, y como si hubiera apurado toda su amabilidad con los peregrinos, la miró con desconfianza, como si temiera o sospechara de la presencia de un enemigo desconocido. Luego levantó una ceja de agobio.

—Entre las paiyou no hay ninguna que responda a ese nombre, señora —admitió—. Habéis sufrido una alucinación y perdido el conocimiento. Suele suceder. Descansad, y partid luego —manifestó el lego con firmeza.

La noción del tiempo se le hizo confusa a Shui. Después miró con desconsuelo a Xu Jun.

Una amarga frustración más.