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En agosto se produjeron fuertes temporales. Dos veces por semana era yo conducido a la presencia del doctor Lofting. Me hacía muchas preguntas, la mayoría de las cuales yo no comprendía el sentido. Él tenía muy mala apariencia en agosto, pero yo no la tenía mejor. Cuando me llevaban a afeitar o a cortar el pelo y tenía ocasión de mirarme en el espejo, me invadía una especie de mareo. Mis mejillas estaban hundidas, mis ojos sin brillo, mi cabello lacio. La piel había tomado un color gris sucio y los labios parecían exangües. Cada día me obligaban a una hora de ejercicio en el patio, con el fin de que me conservara sano para el juicio y para la sentencia. Esta hora al aire libre no me proporcionaba alivio alguno, y estaba contento de que me dejaran volver a mi celda para seguir escribiendo.

Al principio soñaba todas las noches con Nina, despertándome seguidamente y, la vigilia posterior era peor, mucho peor que los interrogatorios. Pero en agosto ya no soñaba y, cuando no podía dormir, sólo esperaba a que se hiciera lo bastante de día para volver a escribir.

En los primeros días se setiembre me vino una gran paz. Resolví abandonarme a mi destino. El doctor Lofting tenía razón, en un especial sentido, cuando no me creía, cuando me reprochaba el ser el asesino de Julius Brummer. Porque, en un sentido especial, yo lo era. Había estado decidido a matarle. Llegué a la resolución aunque no llegara al hecho. Un asesinato de pensamiento era tan culpable como si lo hubiera llevado a cabo. No debía escapar impune, debía expiar. Y no sólo por el asesinato de Brummer cometido realmente con el pensamiento, no, de una vez y por todas, porque la primera solución que siempre se me ocurría, cuando me encontraba con alguna contrariedad en mi vida, que me pareciera insoslayable, la primera solución que se me ocurría era invariablemente una solución violenta. Un hombre como yo debería estar detrás de unas rejas, lo comprendí. Había contemplado la muerte de otras personas, sin compasión, sin remordimiento. ¿Podía hacerse algo peor?

Por fin comprendí todo esto, y entonces me pareció todo justo: que no me dejaran ver más a Nina, que no me creyeran, que se me condenara sobre la base de indicios y declaraciones de testigos, sin duda a cadena perpetua. Incluso el pensamiento de que entonces ya no podría volver a ver nunca más a Nina, me pareció un castigo justo. Porque era la penitencia más dura, y yo debía recibir el castigo más fuerte que existiera. Me habría gustado saber también si Nina me consideraba el asesino de Brummer. Y también me habría gustado saber quién había sido su matador. El 14 de setiembre de 1957 fui conducido por última vez a la presencia del doctor Lofting.

Nina
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