6

Era ya día claro, cuando el domingo por la mañana regresé a casa, el sol brillaba y en el parque de la quinta cantaban los pájaros. La hierba se encontraba todavía cubierta de rocío, pero las flores abrían ya sus corolas. Estaba un poco borracho, pero no demasiado. Madre e hija me habían finalmente obsequiado con café.

Llevé el auto al garaje. La hija de Carla, Mimí, no tenía diecinueve años, sino por lo menos veinticinco, pensé, y probablemente no era tampoco hija de Carla, pero en cambio era rubia de verdad, ahora ya lo sabía.

Sobre el garaje se encontraba la vivienda del chofer. Consistía en una salita, un dormitorio y un cuarto de baño. Todo esto me pertenecía ahora, yo vivía solo encima del garaje. La villa se encontraba alejada unos doscientos metros en medio del parque. Subí la corta escalera hacia mi habitación pensando con cariño en mi cama. Me encontraba cansado. Pero me esperaban en mi habitación.

Eran tres.

No conservo ningún recuerdo preciso de ellos. Sólo que eran muy altos y llevaban sombrero. Eran más altos y fuertes que yo y eran tres.

El primero se encontraba detrás de la puerta, los otros dos estaban sentados en mi cama.

El primero me pegó en seguida, tan pronto como pasé la puerta, con la palma de la mano, en el cogote. Quedé súbitamente despejado y, mientras volaba por la habitación, pensé que los boxeadores llamaban a este golpe «el punch del consejo». El segundo me golpeó en la barriga.

Me derrumbé. Cometieron el error de pegarme demasiado brutalmente ya desde el principio.

Estaba ahora tendido sobre la alfombra. El sol mañanero alumbraba el cuarto, y los tres se precipitaron sobre mí golpeándome durante un rato.

Me puse a gritar, pero las ventanas estaban cerradas y comprendí que no lograría nada con ello. Así, pues, lo abandoné.

Dos de ellos me levantaron sujetándome los brazos, y el tercero sacó todo lo que encontró en mis bolsillos, poniéndolo sobre la mesa. Hasta este momento no me habían aún causado herida que sangrara, podía todavía ver claramente y me quedó la impresión de que todavía llevaban todos el sombrero puesto.

—¿Dónde está la cartera? —preguntó el primero.

—Y no mientas —añadió el segundo—, sabemos que está en tu poder.

—Te han visto —continuó el tercero— en Berlín, en el maldito «Cadillac».

Me di cuenta en este momento que habían registrado mi vivienda. Los cajones estaban abiertos, mi ropa interior se encontraba en él suelo y la americana gris tenía el forro completamente desgarrado. Esto me llenó de irritación y les contesté:

—Ya no la tengo.

—¿Dónde está?

—La llevé inmediatamente a un abogado de Berlín.

—¿Cuál es su nombre?

Pensé que un nombre falso iría tan bien como uno bueno y respondí:

—Meise.

Entonces el primero me escupió en la cara y los tres volvieron a maltratarme. El primero y el segundo encorvaron mi cuerpo hacia atrás sobre la superficie de la mesa, y el tercero me golpeó con los puños en el vientre y en otras partes.

Vomité un poco de hiel, pero no mucha, y ellos se turnaron y el segundo me pegó en el estómago, luego el primero. Entonces al primero se le cayó el sombrero de la cabeza. Seguían preguntándome siempre lo mismo, y yo contestaba como antes, que había dejado la cartera en Berlín, en casa de un abogado llamado Meise.

Comenzaron a sudar y descansaron, y el primero tomó la llave del coche, se fue al garaje, registró el «Cadillac» y volvió diciendo:

—Nada.

Luego me sentaron sobre una silla, sujetándome fuerte, me golpearon en la cara y empecé a sangrar. Llené de sangre mi traje, una camisa blanca y la corbata plateada con cuadros azules.

Seguidamente me ofrecieron dinero, me mostraron billetes de Banco y me dieron un cigarrillo, pero me habían roto un diente y también sangraba por los labios.

El sol entraba con más intensidad a cada momento en mi habitación, pero yo podía solamente notar ahora su calor, ya que la sangre corría sobre mis ojos, cegándome. Ellos fumaban y yo olía el humo y, mientras me sujetaban para que no me cayera de la silla, pensaba en lo que, a menudo había dicho mi padre: «Son precisamente las cosas que uno no posee las que le dan más fuerza».

La frase estaba destinada a consolar a mi pobre madre con la esperanza de metafísicas bienaventuranzas, de nuestra miseria física, pero en esta mañana de domingo yo la interpreté a mi modo. Pensé que ya no poseía la llave de la caja de alquiler...

—Oye, cerdo idiota —me dijo el primero—, ¿por qué te conduces así? ¿Es que van a cortarte el cuello a ti? ¿Eres tú el que está en la cárcel?

—Brummer tiene ahora lo que se merece —meditó el segundo—. Dinos dónde están los papeles.

—Ya no los tengo.

—Dinos lo que te paga Brummer —me recomendó el tercero—. Nosotros te pagaremos más.

—No me paga absolutamente nada.

El primero volvió a escupirme, añadiendo:

—Veo que esto no sirve para nada, compañeros, tendremos que tratarlo con un poco de dureza.

No quiero describir lo que me pasó. Me hicieron mucho daño y demasiado de prisa. Soporto muy mal el dolor y, al cabo de pocos minutos, se habían fundido mis buenos propósitos y quería decirlo todo; quería invitar a los tres individuos a acompañarme a Brunswick para llevarse los documentos; quería tomar su dinero; no era ningún héroe ni quería serlo; quería contárselo todo. Pero no llegué a hacerlo porque perdí el conocimiento. Este fue su error: lo hicieron demasiado de prisa. Lo último que recuerdo es el ronco, agitado ladrido de un perro en el parque...

Nina
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