21

Antes de alcanzar el río Elba, la niebla se hizo tan espesa que tuve que rebajar la velocidad a treinta kilómetros por hora. De cuando en cuando, bajaba el cristal de la ventanilla y sacaba la cabeza, pues los cristales quedaban completamente empañados. La niebla olía a humo, el aire olía a agua. Sólo veía la raya medianera y, aun ésta se me escapaba a veces. Tenía que realizar frecuentes cambios de carretera. Al cabo de un rato perdí el sentido de la orientación y tuve miedo de haberme pasado algún cruce. Se me fue la cabeza por la inseguridad, a pesar de que, por las luces de los coches que nos cruzaban, podía comprender que me hallaba en buen camino.

En el puente sobre el Elba, trabajaban los mecánicos del turno de la noche. Sus lámparas de acetileno alumbraban la gran torre. Después de Coswig atropellé una liebre. Se produjo el usual sonido espeluznante, y el coche vaciló de la forma acostumbrada y fue entonces que Julius Brummer empezó a hablar. No había abierto la boca desde que Dietrich se había apeado. Ahora volvió a empezar:

—Antes le he amenazado, Holden. Lo siento. ¿Me perdona?

—Naturalmente, señor Brummer.

La niebla se ponía ahora en movimiento. El viento del Este movía sus nubes sobre la pista. Brummer hablaba precavidamente, como un hombre que compone su testamento. A lo mejor se muere pronto, pensé. Qué cosa más rara, si él le muriese ahora... En esa noche me habló...

—Ha vivido intensamente, desde que está conmigo, Holden. Fueron horas muy malas. —Yo contemplaba atentamente la blanca separación de las pistas y sentí que la espalda empezaba a dolerme. Había sido un día muy largo—. Aún sucederán más cosas, Holden. Posiblemente le necesitaré a usted. ¿Quiere ayudarme?

No respondí. Eran las 20’30 horas. Desde hacía media hora, ningún coche nos había pasado, ninguno se había cruzado con nosotros. Nadábamos entre la niebla, como si fuéramos los últimos hombres sobre la tierra.

—Usted no me conoce. No pido ningún servicio por amistad, ningún sentimentalismo. Yo pago. ¿Me ayudará, si le pago?

—Debo saber lo que sucede, señor Brummer. Verá usted, vengo...

—...de la prisión —añadió él—. ¿Aún así, Holden?

—¿Por favor?

—¿Por qué sale de la cárcel? —Se contestó a sí mismo—: Porque en ella ha expiado. ¿Qué ha expiado? Una culpa de su pasado. —Se metió un chicle en la boca y empezó a mascar—. Oiga, Holden, la mayoría de los hombres que viven hoy en día, tienen un pasado desagradable. Los unos fueron nazis, los otros comunistas, los de más allá emigrantes. Algunos hubieran debido marcharse del país y no se fueron. Otros no podían creer en Dios. Muchos han estropeado su matrimonio. Si existiera alguien que pudiera hacer desaparecer todo esto... Los pobres tienen problemas. Sus familias se deshacen. Con los hijos, se ha procedido al revés. Los políticos duermen mal. ¿Cómo puede sostenerse hoy, lo que se ha negado hace un año? Los hombres que fabricaron la bomba atómica comen sin apetito. Sería muy bonito poder afirmar: No lo hicimos nosotros, señores, fueron otros...

Ahora empezaba a llover. Un letrero se deslizó por delante de nosotros. Habíamos llegado a Treuenbrietzen.

—Tome a quien quiera, gente gorda, gente pequeña..., todos tienen su pasado, pasado grueso, pasado chico, todos tienen miedo, a todos les remuerde la conciencia. ¿Sabe lo que necesitarían todos, Holden?

—¿Qué, señor Brummer?

—¡Un Doble! ¡Por Dios, que esto sería el descubrimiento del siglo! Un segundo yo que tomara sobre sí lo que cada uno hubiera hecho: las bajezas, las traiciones, los errores... ¡Debería patentar esta idea! ¡Un Doble para la conciencia constituiría la mejor de las almohadas!

Nina
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