29

—¡Holden, gracias a Dios, Holden, que ha llegado usted!

Quité el pie del acelerador y me volví lentamente, muy lentamente, pues mis miembros apenas me obedecían, y Nina se dejó caer hacia atrás, las lágrimas rodando por sus mejillas. Allí estaba, embutida en su mojado vestido de lana, los ojos anegados, las manos temblorosas. Toni Worm estaba a su lado y, cuando me volví a mirarlo, alzó inmediatamente una mano delante de su rostro:

—¡Si me toca usted, salto del coche y me pongo a gritar pidiendo auxilio!

Bajé el cristal de la ventanilla y respiré hondamente, me pasé la mano por la cara y tartamudeé:

—¿Quién le va a tocar a usted, señor Worm, quién le va a tocar?

Sobre el Rhin aulló una sirena. La tempestad amainaba, solamente la lluvia continuaba cayendo con la misma intensidad.

—Canalla —dijo Nina—. Canalla indecente.

—¿Qué ha sucedido? —pregunté, pensando que por una pequeñez ya no nos volveríamos a hablar.

Nina se encogió tanto sobre sí misma, que el rubio cabello le cayó hasta las rodillas, más arriba de las cuales se le había subido el húmedo vestido de lana.

—Me está haciendo un chantaje —bisbiseó.

Pensé que debía comportarme con mucha prudencia. Estaba yo mismo al borde de una crisis. «Respira lentamente. Habla despacio. No te dejes dominar por un arrebato».

Toni Worm habló:

—Señor Holden, ya que usted está enterado de nuestras relaciones, apelo a su comprensión de hombre.

Nina rió histéricamente.

Se estaba volviendo tan oscuro, que apenas podía ver los rostros de ambos: Del río venía arrastrándose la niebla sobre la carretera, la luz verde se había convertido en gris. Ahora murió. Las luces se encendieron en la neblina. Y, de nuevo, aulló una sirena, allá afuera, sobre el Rhin.

Toni hablaba, y sus palabras quedaban subrayadas por el tamborileo de la lluvia y los finos sollozos de Nina:

—Póngase usted en mi lugar. Voy a Hamburgo, y allí descubro que no hay contrato para mí en el bar Edén.

—¿Cómo no?

—El dueño de aquí quería simplemente librarse de mí. En Hamburgo ya tiene un pianista, con un contrato de tres años. Así, pues, me encuentro en la calle. Apenas he tenido tiempo de inscribirme en el padrón municipal, llega el perceptor de impuestos. Atrasos de Düsseldorf. No puedo pagar. No tengo nada que comer. Vivo en una pensión en la que debo el alquiler. Ni siquiera tengo un piano para trabajar. La rapsodia, ¿se acuerda usted, señor Holden? Mi rapsodia.

Nina volvió a reírse.

Apreté el freno de mano y saqué la llave del contacto, porque no quería sufrir ninguna sorpresa. En primer lugar ya no quería de ninguna forma caerme al Rhin. Ni siquiera por distracción. Así es de extraño el hombre.

Ahora que había comprendido que Nina despreciaba y odiaba a este guapo joven, amaba yo la vida que, hacía un momento, había querido quitarme, y la amaba con todas mis fuerzas. ¿Cómo es posible que hubiera querido renunciar a ella?

Idiota.

La vida estaba llena de esperanza, la vida volvía a prometerme de nuevo todo lo que deseaba de ella.

Así de extraño es el hombre.

Toni dijo:

—Nina...

—¡No me llames Nina!

—La señora Brummer es injusta. Nos amábamos. Precisamente porque nos queríamos he vuelto otra vez.

El joven tiene buenos nervios, pensé.

—¿Por qué ha vuelto usted?

—¿Le ha ido a usted mal alguna vez?

—Sí.

—Entonces podrá comprenderme. De repente me encontré en Hamburgo cargado de deudas. Un apremio detrás del otro. Y la gente debe de haber charlado, porque de repente corrió un rumor en toda la ciudad.

—¿Qué clase de rumor?

—Que yo había tenido una relación con la señora Brummer; ya no me está permitido llamarla Nina. Algo poco agradable.

—Eres tan bajo..., tan ruin...

—Cada día se hacía más fuerte el rumor. Worm y la Brummer. Worm y la Brummer. ¡Cogí miedo! No quería tener nada que ver con el señor Brummer. ¿No es comprensible?

—Siga —le apremié.

Nervios. El joven tenía nervios.

—Quise expatriarme. Irme al Canadá. Tan lejos como me fuera posible. Pero no tenía dinero. Y entonces vino a verme ese hombre, se llama Held. Él me afirmó que yo tenía una carta de Nina. Alguien debe de haberla visto cuando me la trajeron.

—Ridículo —comenté.

—¡Nadie la vio! —sollozó Nina—. ¡Es un canalla, un ruin chantajista!

—Déjele usted hablar, señora —le dije, y algo en mi voz despertó su desconfianza, la temblorosa desconfianza de una rata:

—¡Si levanta una mano hacia mí, salto del coche!

—No le haré nada. Siga hablando.

—Ese hombre me ofreció dinero por la carta.

Nina habló monótonamente:

—En esa carta escribí el motivo de haber intentado quitarme la vida. Mi marido, en un arranque de desesperación, me había confesado las felonías de que era culpable.

—¿Estaba eso en la carta? —pregunté, estupefacto.

—Sí.

—¿Usted escribió que su marido se lo había confesado todo?

—Todo, no. Pero mucho, sí. Estaba fuera de mí...

Ahora lo comprendía, finalmente. Pregunté a Toni Worm que, en la oscuridad del coche, se había convertido en una sombra:

—¿Ese hombre quería comprarle la carta para un cierto señor Lothar Liebling?

Asombrado, me preguntó:

—¿Cómo lo sabe?

—¿Cuánto le ofreció a usted?

—Veinte mil. Decía que el señor Liebling se encontraba en las garras del señor Brummer y tenía que intentar librarse de ellas. Una carta en la cual, la señora Brummer, con las propias palabras de su marido, por decirlo así, confirmaba su culpa, tendría ante un juzgado una fuerza mucho más...

—No me venga con historias —le interrumpí—. ¿Cómo podía saber Liebling que usted tenía la carta que había de salvarle? ¿Se trata, acaso, de un clarividente?

—Yo...

—¡Usted mismo fue a ofrecérsela!

—No.

—Entonces, ¿por qué no hace ya mucho tiempo que la carta ha sido quemada?

—No siga, señor Holden —dijo Nina, agotada—, todo esto no tiene sentido. Él quiere dinero.

Worm se retorció las finas manos de artista, representaba su papel con la mayor seriedad.

—Estoy en una situación desesperada..., no quiero entregar la carta a Liebling..., por eso estoy aquí...

—¿Para qué?

—Quiere que le dé dinero —prosiguió Nina.

—¡Sólo porque lo necesito imprescindiblemente! A ti no te causa ningún trastorno..., eres una mujer rica...

—Basta.

—Sí —repuse yo—, es mejor que se calle.

Estuvimos unos momentos en silencio. Luego pregunté:

—¿Dónde está la carta?

—En mi maleta. En la consigna de la estación. —Añadió rápido y cobardemente—: No llevo encima el resguardo.

—Dios mío —articuló Nina en voz baja—. Dios mío. Y por ti yo quería... —Se cubrió el rostro con las manos.

—Estoy en una situación desesperada —insistió él, tozudo, como si quisiera mantenerse en su línea de dignidad.

—Usted debe pagarle —le dije a Nina.

—No tengo dinero.

—Venda algunas joyas.

—Se las ha llevado todas el abogado.

—Tú tienes amigos —dijo Worm—. Pide el dinero prestado.

—Veinte mil. Usted está loco —intervine yo.

—Esto es lo que ofrece Liebling. Llámenle por teléfono.

Nina manifestó:

—No vale la pena. No puedo procurarme ni la mitad. Haz lo que quieras. Pero vete.

—¡Alto! —dije—. ¿Y su marido? ¿Y el proceso?

—El señor Holden tiene razón, Nina.

—Cierre el pico —le dije, e inmediatamente levantó el brazo delante de su cara.

Nina intervino:

—Sal de aquí. No puedo soportarte más. Dame un par de horas de tiempo. Veré lo que puedo hacer.

—Mi tren sale a medianoche. Debo tomarlo. Liebling esperará hasta mañana al mediodía. Vivo en la pensión Elite.

Seguidamente abrió Worm la portezuela y se dirigió, a través de la lluvia, a la pequeña cervecería.

Ambos lo contemplamos.

La tempestad se alejaba hacia el sur. El cielo empezó a aclararse.

—Perdóneme usted —dijo Nina.

Yo incliné la cabeza.

—Perdóneme que le haya pegado. Perdónemelo todo señor Holden. Lo siento mucho.

Volví a inclinar la cabeza.

Nina
titlepage.xhtml
sec_0001.xhtml
sec_0002.xhtml
sec_0003.xhtml
sec_0004.xhtml
sec_0005.xhtml
sec_0006.xhtml
sec_0007.xhtml
sec_0008.xhtml
sec_0009.xhtml
sec_0010.xhtml
sec_0011.xhtml
sec_0012.xhtml
sec_0013.xhtml
sec_0014.xhtml
sec_0015.xhtml
sec_0016.xhtml
sec_0017.xhtml
sec_0018.xhtml
sec_0019.xhtml
sec_0020.xhtml
sec_0021.xhtml
sec_0022.xhtml
sec_0023.xhtml
sec_0024.xhtml
sec_0025.xhtml
sec_0026.xhtml
sec_0027.xhtml
sec_0028.xhtml
sec_0029.xhtml
sec_0030.xhtml
sec_0031.xhtml
sec_0032.xhtml
sec_0033.xhtml
sec_0034.xhtml
sec_0035.xhtml
sec_0036.xhtml
sec_0037.xhtml
sec_0038.xhtml
sec_0039.xhtml
sec_0040.xhtml
sec_0041.xhtml
sec_0042.xhtml
sec_0043.xhtml
sec_0044.xhtml
sec_0045.xhtml
sec_0046.xhtml
sec_0047.xhtml
sec_0048.xhtml
sec_0049.xhtml
sec_0050.xhtml
sec_0051.xhtml
sec_0052.xhtml
sec_0053.xhtml
sec_0054.xhtml
sec_0055.xhtml
sec_0056.xhtml
sec_0057.xhtml
sec_0058.xhtml
sec_0059.xhtml
sec_0060.xhtml
sec_0061.xhtml
sec_0062.xhtml
sec_0063.xhtml
sec_0064.xhtml
sec_0065.xhtml
sec_0066.xhtml
sec_0067.xhtml
sec_0068.xhtml
sec_0069.xhtml
sec_0070.xhtml
sec_0071.xhtml
sec_0072.xhtml
sec_0073.xhtml
sec_0074.xhtml
sec_0075.xhtml
sec_0076.xhtml
sec_0077.xhtml
sec_0078.xhtml
sec_0079.xhtml
sec_0080.xhtml
sec_0081.xhtml
sec_0082.xhtml
sec_0083.xhtml
sec_0084.xhtml
sec_0085.xhtml
sec_0086.xhtml
sec_0087.xhtml
sec_0088.xhtml
sec_0089.xhtml
sec_0090.xhtml
sec_0091.xhtml
sec_0092.xhtml
sec_0093.xhtml
sec_0094.xhtml
sec_0095.xhtml
sec_0096.xhtml
sec_0097.xhtml
sec_0098.xhtml
sec_0099.xhtml
sec_0100.xhtml
sec_0101.xhtml
sec_0102.xhtml
sec_0103.xhtml
sec_0104.xhtml
sec_0105.xhtml
sec_0106.xhtml
sec_0107.xhtml
sec_0108.xhtml
sec_0109.xhtml
sec_0110.xhtml
sec_0111.xhtml
sec_0112.xhtml
sec_0113.xhtml
sec_0114.xhtml
sec_0115.xhtml
sec_0116.xhtml
sec_0117.xhtml
sec_0118.xhtml
sec_0119.xhtml
sec_0120.xhtml
sec_0121.xhtml
sec_0122.xhtml
sec_0123.xhtml
sec_0124.xhtml
sec_0125.xhtml
sec_0126.xhtml