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Dos días después de Julius María Brummer, murió su perro; lo supe por el comisario Kahlmann. El viejo «Pupele» estaba muerto. Había encontrado una muerte suave, más suave que su amo: se había dormido simplemente. El perro fue enterrado en Baden-Baden, en el parque del hotel. El cadáver de Julius María Brummer fue llevado a Düsseldorf, cuando el médico forense autorizó su sepelio.

En los primeros interrogatorios en el comisariado regional de la policía de Baden-Baden, supe también cómo había muerto Brummer. Había estado trabajando en su dormitorio. Nina había salido con el detective Elfin. El detective Jung estaba sentado al lado, en el salón, haciendo un solitario. Oyó gemir a Brummer y, seguidamente, un sordo golpe. Se apresuró a ir al dormitorio. Brummer se había caído de la cama, con un fuerte ataque al corazón. Jung abrió la camisa de Brummer, vio la plaquita de oro con la inscripción e hizo lo que en la misma se le rogaba. Sacó del bolsillo de la chaqueta de Brummer una caja nueva, todavía sin abrir, llena de capsulitas de gelatina roja, y metió una de éstas en la boca de Brummer, después de haberla desgarrado con la uña del pulgar. Inmediatamente se expandió por la habitación un fuerte olor a ácido prúsico. Despavorido, comprendió Jung lo que Brummer estaba tragando, pero ya era demasiado tarde. Un espantoso calambre recorrió el poderoso cuerpo. Brummer había muerto.

—¿Cuándo cambió usted las cápsulas? —me preguntó Kehlmann.

Estaba yo de nuevo sentado en su cómoda oficina con su alfombra y el cuadro de caza al acoso en la pared, pero esta vez no estaba como un hombre libre que viniera a formular una denuncia, esta vez era yo un sospechoso de asesinato, traído de su celda y acompañado por un carcelero.

—Yo no he asesinado a Brummer.

—¿De dónde ha sacado el veneno?

—¡Nunca he tenido veneno!

—¿Así, pues, no quiere confesar?

—¡No tengo nada que confesar!

—Ya lo creo que sí, y mucho.

—¡Pero no un asesinato! ¡Yo no he matado a Brummer! ¡No he sido yo! ¡No he sido yo!

Se levantó y se dirigió a la habitación vecina, y cuando estuvo de regreso sentí que el calor me subía al rostro. Kehlmann traía la maleta de fibra que yo había guardado en la consigna de la estación central de Düsseldorf. La depositó encima de la mesa y la abrió. Los dos trajes estaban allí, las corbatas, el blanco bastón de ciego, las gafas negras.

—¿Conoce usted estas cosas?

—No.

—¿No le pertenecen a usted?

—No.

—Después de su arresto, registramos su habitación en el hotel Glockenspiel. Encontramos sus escritos y una contraseña azul. Con la contraseña hemos retirado esta maleta de la estación central de Düsseldorf. Pero no le pertenece a usted.

La contraseña..., naturalmente, la habría destruido, quemado, pero solamente cuando hubiera verdaderamente asesinado a Brummer. No podía esperar que otro se me adelantara. No podía sospechar que me apresaran antes de cometer el crimen. La contraseña...

—He mentido. La maleta es mía.

—¿Así, pues, usted ha fabricado su doble?

—Sí..., sí...

—También mintió entonces, cuando el 7 de abril vino a verme y presentó una denuncia.

—Sí, es decir, yo...

—¿Por qué ha intentado crearse un doble?

—Con el fin de tener una coartada...

—¿Cuando Brummer fuera asesinado?

—No..., sí...

—Así, pues, tenía intención de matarle.

—No..., es decir, sí..., ¡pero yo no lo he matado! ¡Alguien me ha tomado la delantera!

—Vuelve a mentir.

—¡Digo la verdad! ¡Debe creerme! Voy a decírselo todo...

—Podrá contárselo al doctor Lofting —me dijo fríamente.

—¿Lofting? ¿Cómo?

—Hoy se le comunicará la orden de prisión preventiva. La fiscalía de Düsseldorf le ha reclamado.

Nina
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