27

Ese día llevaba ella un vestido de lana rojo, y se encontraba ya a la puerta de la casa cuando llegué. Salté al exterior, abrí la puerta del coche, y ella corrió sobre sus altos tacones, tan de prisa como pudo, a través de la fuerte lluvia, pero los pocos pasos fueron suficientes: la lana roja se pegaba ya a su cuerpo como un jersey demasiado estrecho cuando se dejó caer en el asiento posterior. También a mí me corría el agua por el interior del cuello del uniforme.

—A casa —pronunció Nina respirando entrecortadamente.

La visibilidad quedaba limitada a unos diez metros. Sin interrupción se sucedían ahora los relámpagos y los truenos resonaban sordamente. Los peatones habían desaparecido de la calle, pero los coches se apelotonaban en todas las encrucijadas. Muchos hacían sonar sus bocinas. A través de la irreal luz de aquarium se precipitaban las grises oleadas de lluvia, tamborileando sobre el techo del auto.

—¡Acabo de decirle algo, Holden!

—No lo he comprendido, señora.

—¡Conduzca más de prisa!

—¡No puedo ir más de prisa!

—¡Pero yo tengo miedo del temporal!

No contesté. Ella se acurrucó en un rincón, cerró los ojos y se tapó los oídos, lo vi en el espejo. Me daba lástima, pero no podía, a pesar de la mejor voluntad, conducir más de prisa.

De todas formas, al cabo de veinte minutos habíamos llegado a la Cecilienallee. Sobre el río, formaba la lluvia como un bloque compacto, que semejaba cemento, circundado por la niebla. El temporal había desgajado gruesas ramas de los árboles; se encontraban tendidas en medio de la calle y, sobre ellas, se precipitaba en riachuelos el agua dirigiéndose hacia el Rhin. Los canales habían quedado obstruidos por la tierra, las hojas, las flores y la hierba, los caminos enlodados. Y seguía rugiendo la tempestad y la luz continuaba de color verde. Había llegado a la villa y me aprestaba a atravesar el portal para entrar en el parque, cuando oí el grito de ella:

—¡Pare!

Frené, y el pesado coche resbaló lateralmente yendo a pararse delante de la gran encina que se hallaba al lado de la puerta de entrada. Aquí se encontraba un hombre. Nina lo había visto la primera, yo lo advertí en este momento. Era Toni Worm. El mal tiempo debía haberlo sorprendido, pues no llevaba impermeable, sino solamente unos pantalones grises de franela, sandalias de ante color carne, una chaqueta azul y una camisa con cuello abierto. Debajo de la encina se encontraba protegido de la lluvia. Estaba muy pálido y sus hermosos y negros ojos, con los larguísimos párpados, relucían. Con ágiles movimientos de los anchos hombros, de las estrechas caderas y de las largas piernas, había alcanzado, en tres saltos, la puerta del coche que Nina abrió.

—¡Toni!

Se dejó caer a su lado. La puerta se cerró de golpe. Me volví. La mirada de Nina se volvió lechosa, flotante. Llevó ambas manos al corazón susurrando:

—¿Qué haces aquí?

El joven de cabello negro, ondulado y las estrechas y expresivas manos, contestó:

—He telefoneado. Me dijeron que volverías al cabo de una hora y te he esperado aquí. Buenos días, señor Holden.

—Buenos días, señor Worm.

En Munich había tenido yo un vecino que poseía un perro, un cariñoso animal de largas orejas. Mi vecino atormentaba tanto como podía a su perro, porque su mujer le atormentaba a él. Aprovechaba todas las ocasiones para pegarle con el látigo, le daba de patadas, le arrebataba la comida de delante de la nariz, le daba continuas órdenes y sobre todo le pegaba, le pegaba continuamente. Incluso le confeccionó un collar que le asfixiaba. Le llamé la atención sobre ello y él me respondió:

—Esto no lo entiende usted, querido señor, quiero educar a mi «Rex» como perro de caza y, para ello, ha de aprender a seguirme a la menor palabra. El mismo lo sabe perfectamente, ¿verdad, «Rex»?

Al oírse nombrar, el perro inclinaba la cabeza, ladraba alegremente, agitaba la cola y, en sus grandes ojos, se veía una expresión de arrobamiento y entrega hacia su atormentador, una mirada de inmensa admiración e ilimitada entrega hacia el hombre que lo maltrataba, y para mí quedó claro: si existía un ser sobre la tierra por el cual ciegamente el perro se dejaría cortar en trocitos, este ser era mi vecino. La misma expresión, exactamente la misma, descubrí ahora en los ojos de Nina Brummer cuando contemplaba a Toni Worm...

—¿Qué ha sucedido? —susurró ella.

—Aquí no...

—No puedes entrar en casa. Mila...

Worm dijo:

—Llévenos más adelante, señor Holden.

No me moví.

Nina gritó súbitamente, como enajenada:

—¿No ha oído que debe conducirnos?

Entonces volvió a tomar Worm la palabra, conciliador:

—Todos estamos nerviosos. —Brilló un relámpago sobre el agua, y a continuación retumbó el trueno—. Le ruego que siga adelante, señor Holden.

Me limité a quedarme quieto y a contemplar a ambos.

—Si no quiere conducir, salga del coche. El señor Worm guiará.

Los ojos del perro, pensé yo. Látigo y patadas...

—¿Hacia dónde?

—A lo largo del Rhin —dijo Worm.

Conduje, pues, siguiendo el río. Por el espejo veía cómo Nina le miraba a él y cómo él miraba a Nina, y nadie hablaba, y la lluvia tamborileaba sobre el techo del auto, los relámpagos surcaban el cielo y los truenos resonaban. En una ocasión la mano de Nina resbaló sobre el cuero del asiento hacia su mano. Pero la de él permaneció donde se encontraba y él se limitó a mirarla con ojos sentimentales, evocadores de comunes recuerdos.

¿Qué pretendía? ¿Por qué había vuelto? Me volvía furioso el que ninguno de los dos hablara, no llegar a enterarme de lo que él quería.

—Pare allí delante —dijo Worm.

Apareció un pequeño bar con mesas debajo de los árboles y sillas adosadas a las mesas. La lluvia resbalaba de su superficie al suelo.

—No puedo entrar aquí dentro —manifestó Nina—. Aquí compramos a menudo cerveza o agua de seltz. La gente que despacha las botellas me reconocería.

—El señor Holden irá —repuso Worm—. Por favor.

Yo sacudí la cabeza. En los ojos de Nina apareció una expresión asesina.

—Usted irá en seguida.

Volví a sacudir la cabeza.

—¿Se ha vuelto usted loco, Holden? ¿Qué le ha pasado por la mente?

—Yo no voy.

Ella abrió de golpe la puerta y salió bajo la lluvia. De un salto me planté a su lado y la así por los hombros. Ella se echó hacia atrás. La lluvia golpeaba nuestros rostros como si fuera granizo. Le grité:

—¿Y si alguien la reconoce?

—¡Me es igual! ¡Todo me es completamente igual!

Toni Worm se había quedado sentado en el coche y seguía lleno de miedo nuestra discusión.

—¡Va a echarlo todo a perder! —volví a gritarle.

Nina se zafó de mis manos, me golpeó en la cara con toda su fuerza y corrió tambaleándose hacia el bar, y yo pensé que ojalá nadie nos viera, le di alcance, agarrándola otra vez y le dije al oído:

—Está bien. Los dejaré solos.

Ella se precipitó hacia el coche. La puerta se cerró, los dos estaban solos, y yo bajo la lluvia...

El bar estaba vacío.

Detrás del mostrador una mujer gorda leía el diario. Un gato ronroneaba tendido sobre sus rodillas. Las mesitas estaban desprovistas de manteles. Encima de la mujer una bombilla desnuda alumbraba todo el local. Me quité la chaqueta y me senté cerca de la ventana desde donde podía divisar el «Cadillac» a la verdosa luz del temporal. No se veían las dos personas que estaban dentro, nadie podía verlas, había demasiada oscuridad, pero yo sabía que estaban allí, lo sabía...

La gorda mujer se me acercó con rostro amable.

—Vaya mal tiempo, ¿no?

Yo miraba al «Cadillac» que se encontraba en el exterior.

—¿Quiere beber algo?

—Sí, un coñac.

—¿Con acompañamiento?

—Sí, con una cerveza.

Se fue, arrastrando los pies, y el gordo gato con la nariz color de rosa se me acercó ronroneando, pero yo veía el «Cadillac» que estaba fuera, sólo veía el «Cadillac».

Nina
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