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Me escuchó muy atentamente señor comisario de lo Criminal, durante tres horas me escuchó usted. Luego me invitó a volver a mi hotel y a esperar. Me estaba prohibido abandonar Baden-Baden sin haberle informado a usted. Se encauzarían las averiguaciones pertinentes, me dijo usted.

Cualquiera supondría que su deber habría sido ponerme en seguida bajo arresto. Pero la historia que le había contado no era, ni mucho menos, tan sencilla. Era una historia extraordinariamente complicada ese relato sobre el misterioso desconocido. Y por ello no se atrevió usted a arrestarme inmediatamente. Me mandó a casa, después de haberme prometido ocuparse de ese misterioso extraño, que se parecía tanto a mí, de ese siniestro fantasma, que amenazaba con la muerte a Julius Brummer.

Regresé por lo tanto a mi habitación del hotel Glockenspiel. Y estuve allí sentado, temblando de miedo, las manos frías como el hielo, la cabeza estallándome de dolor y reflexionando, reflexionando, siempre en lo mismo. Mis pensamientos giraban en círculo: ¿Se había creído usted, señor comisario Kehlmann, mi historia? ¿Se la había explicado en forma lo bastante convincente? ¿Creía usted ahora que ese doble existía?

Si no la creía estaba perdido, entonces todo había sido en vano, toda la circunspección, toda la astucia, todos los preparativos. Entonces todo se habría ido al diablo.

Pero, ¿habría usted recibido mi denuncia, pensaba yo, me habría dejado marchar a casa, si no me hubiese creído? No, seguramente, no.

Entonces me creía.

¿Me creía usted?

Posiblemente me había dejado marchar, precisamente porque no me había creído. Con el fin de que me sintiera seguro, para poder observarme durante días, semanas, incluso meses.

Debía calmarme, debía ponerme tranquilo. Nada de irreflexibilidad. Recoger los pensamientos, ordenarlos. A ello debía ayudarme el escribir esto: a recoger y a ordenar. Solamente así podía esperar dominar el último y más difícil tramo de mi camino.

Existían dos posibilidades para el futuro de estas páginas. La primera era que pudiera suceder lo que había previsto. En este caso, el mundo contaría con un pillo menos, y Nina y yo podríamos volver a respirar y a vivir tranquilos. En este caso hubiera guardado cuidadosamente para mí sólo estas páginas, y de vez en cuando vuelto a leerlas con el fin de sacar de su lectura el convencimiento de que, aun en este mundo de jueces desanimados y testigos corrompidos, existía una especie de equidad impalpable que había hecho de mí su instrumento.

En el caso contrario, era posible que lo empezado fracasara. Y entonces, señor comisario de lo criminal, Kehlmann, tomaría usted mi manuscrito en calidad de testimonio.

Nina
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