10

Ese día hizo calor ya inmediatamente después del desayuno. Lo recuerdo con precisión, porque precisamente la tremenda temperatura tuvo la culpa de lo que sucedió. El aire llameaba sobre el asfalto. El techo metálico del coche ardía cuando fui a la ciudad a cambiar el aceite. Las mujeres llevaban blusas blancas, pantalón corto y vestidos de todos los colores. Mostraban brazos y piernas y gran cantidad de pecho. La mayoría de los hombres iban en mangas de camisa. En muchos sitios había todavía pequeños charcos de agua, remanentes de la lluvia de la noche anterior. Los charcos humeaban.

Mientras lo mecánicos del garaje Goethe limpiaban y cambiaban el aceite del cárter y del cambio, fui a la calle Grupello, 180 y llamé a mi patrona. Era una mujer viuda y agriada, de pelo revuelto y hambrientos ojos.

—Oiga, señor Holden, esto ya es demasiado. ¿No tiene bastante con no pagarme el alquiler? ¿Debo además abrirle la puerta, porque el señor es demasiado fino para abrir por sí mismo?

No le di ninguna respuesta, sino que me fui directamente a mi fea habitación, saqué la vieja maleta del armario y metí dentro las pocas cosas que poseía.

—¿Qué significa esto? —balbuceó, apoyando los delgados brazos en las huesudas caderas—. ¿Usted cree que se va a marchar así? Tendré que ir a buscar a un policía...

—Me despido, señora Meite. Hágame la factura hasta el primero del próximo mes, de todo lo que le debo. Apresúrese.

—¡Usted no tiene dinero! Sólo quiere que me vaya de su habitación con el fin de poder largarse.

Saqué del bolsillo los diez billetes de cincuenta marcos y se los puse debajo de la nariz. Abrió exageradamente los ojos y se alejó a toda prisa. Cerré la maleta. Daba la impresión de húmeda, como me la habían siempre dado todas las cosas de esta habitación.

Siempre había sido una habitación húmeda y oscura con vistas a una pared medianera cuyo enlucido iba cayendo a placas. Las ropas de la cama se notaban continuamente húmedas, así como las camisas en el armario y todos mis papeles. Pero se trataba de una habitación barata que me costaba solamente treinta y cinco marcos de alquiler al mes y a la que sólo iba para acostarme.

Para dormir me ponía una camisa vieja y conservaba mis calcetines con el fin de evitar la sensación de humedad, ya que no poseía ningún pijama.

La patrona volvió con la cuenta, le pagué, tomó sin decir palabra el dinero y se fue sin abrir la boca. Dejé la llave de la vivienda sobre la mesa, tomé la maleta y abandoné para siempre la habitación en la que había dormido, con pesadillas, cuatro meses de mi vida.

En el garaje habían acabado de engrasar el coche. Hice llenar el depósito de gasolina y dejé mi maleta sobre el asiento posterior. Se la veía muy fea sobre el fondo de cuero rojo.

—¿Puedo telefonear? —pregunté a uno de los empleados de la estación. Con la barbilla me indicó la oficina encristalada, situada al lado de los surtidores de gasolina. Llamé a Julius Brummer a su oficina, cuyo número de teléfono me había dado. El sudor me resbalaba por la frente mientras telefoneaba. La cabina de cristales parecía un baño turco.

—¿Holden?

—Sí, señor Brummer. Estoy a punto.

—Bien. —La voz sonaba afectiva, como siempre—. Tengo todavía dos horas de trabajo aquí. Luego, venga a buscarme. Vaya a casa y dígale al criado que me prepare una maleta.

—Sí, señor.

—¿Conoce usted la tienda de flores Stadler, en la Königsallee?

—No, pero la encontraré, señor Brummer.

A la sombra de la pared del garaje jugaban unos cuantos niños en traje de baño. Uno de ellos rociaba a los demás con una manguera. Reían y gritaban, retozaban por allí y se sentían felices.

—Vaya allí y recoja las flores que he encargado. Las flores son para mi mujer. Lléveselas al hospital.

—Sí, señor Brummer.

Sí, señor Brummer. No, señor Brummer. En seguida, señor Brummer. Con qué rapidez se coge la inflexión de voz, con qué rapidez se acostumbra uno de nuevo. Sí, mi teniente. No, mi teniente. En seguida, mi teniente. En aquel tiempo esto no me había preocupado, y ahora no me importaba tampoco. En la casa de Brummer había una habitación para mí, cuya cama no era seguramente húmeda. Tenía dinero en el bolsillo, tenía un patrón que seguramente no haría preguntas.

No, señor Brummer. Sí, señor Brummer. En seguida, señor Brummer. ¿Y qué? En la guerra, además de esto, se corría el peligro de que le mataran a uno, o de tener que matar.

—¿Y la cuenta? —pregunté al encargado del poste de gasolina.

—Le mandamos una factura mensual al señor Brummer.

—Muy bien —aprobé y me senté detrás del volante. Al poner en marcha el motor, el ventilador empezó a zumbar. El aire se expandía por el coche, que se deslizó suavemente hacia la calle. Cuando volviéramos de la zona, me había dicho el señor Brummer, un buen sastre me confeccionarla un uniforme a medida.

El uniforme es el uniforme.

Sí, mi teniente. Sí, señor Brummer. Tenía trabajo. Tenía tranquilidad. Y ninguna pregunta. Y ni una sola mirada de través. Esto era mucho para un hombre que acababa de salir de presidio.

Paré el coche, descendí y saqué la vieja maleta del fondo del coche poniéndola en el gran compartimiento de los equipajes. El coche era demasiado bonito para una tan fea maleta. Me la había regalado el cobista de Hirnschall el día que me soltaron...

Nina
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