17

El calor tuvo la culpa de todo lo que pasó.

Si en este día, el calor no hubiera sido tan inhumanamente fuerte, todos hubiéramos reaccionado de forma diferente, incluso el perro. Fue el calor, no otra cosa.

—¿Qué es esto? —preguntó el rubio Vopo. Se inclinó y recogió el impreso—. Testigos de Jehová. ¿Es usted un testigo?

—No.

Leyó en silencio el título de un artículo y, en silencio, leí con él:

«¡EL COMUNISMO NO PUEDE ENMUDECER

A UN VERDADERO CRISTIANO!».

En voz baja me preguntó el Vopo rubio:

—¿Qué pretende usted con esto?

Parecía como si deseara que el folleto no se hubiera caído de mi bolsillo y, probablemente, yo tenía la misma apariencia.

—Nada —le dije—. Tírelo.

—¿Dónde lo ha conseguido?

—En Düsseldorf.

Pensé en el vestido negro, el rostro pálido, el sombrero en forma de torta. Las gruesas gafas. La voz mimosa: «Buenos días, señor. Dios vive...».

Julius Brummer se acercó vivamente.

—¿Hay dificultades?

—Su chofer —empezó el Vopo rubio, pero nunca llegó a terminar la frase.

Es posible que se moviera de forma intranquila, o a lo mejor despedían sus botas un olor que desagradó al perro. Pero yo creo que, simplemente, hacía demasiado calor.

El viejo perro ladró repentinamente, saltó del coche y clavó una dentellada. Los amarillentos colmillos se clavaron en las perneras del Vopo.

—¡«Pupele»! —exclamó Julius Brummer horrorizado.

Pero el perro se limitó a gruñir amenazadoramente. La tela se rasgó con un crujido. La pernera izquierda del policía se abrió y quedaron al descubierto la piel, y un poco de los calzoncillos, nada de sangre. El rubio Vopo maldijo enfurecido. Se dirigió al perro y le dio una patada en el flanco. El viejo perro voló por los aires y aterrizó al lado de la barraca de madera donde quedó gimiendo.

Dos muchachas de uniforme se precipitaron hacia nosotros. Los cuatro policías que habían estado jugando a los naipes se acercaron. Otras personas siguieron. Se mantenían a nuestro alrededor, bajo los rayos del sol y nadie hablaba. El delgado y rubio Vopo contemplaba sus rasgados pantalones. Conservaba todavía en su mano La Atalaya.

Julius Brummer respiraba fatigosamente. Tenía miedo, yo lo sentía y los demás lo sentían también. Se podía casi oler el miedo de Julius Brummer. Tartamudeó:

—Perdone usted...

El policía rubio le contempló en silencio, delante de sí, tan grande y pesado, apoyado contra el «Cadillac» rojo y negro con los neumáticos blancos.

—... Por favor, dispense. Mi perro es viejo. Ya no ve nada. A veces algo le espanta, algo, cualquier cosa...

Iba llegando continuamente más gente. Nadie hablaba. Por el altavoz reía el tenor: «...no necesito más que música, música, música...».

—Un perro muy viejo —pronunciaba suplicante Julius Brummer—. Casi ciego, de veras, casi completamente ciego...

Lo miraban como si fuera un visitante de otro planeta. Todos eran muy jóvenes, pero sus rostros eran viejos, y nadie estaba tan gordo como Julius Brummer.

—El pantalón está perdido —dijo el rubio Vopo.

—Se lo pago. Se lo pago todo. Afortunadamente no está usted herido. Dígame lo que cuesta el pantalón.

—No lo sé.

—Dejaré el dinero aquí. Depositaré cualquier importe que usted quiera. Mi seguro cubre todo lo que pueda hacer el perro.

—Aquí, no.

—¿Cómo?

—Su maldito chucho hubiera debido desgarrarme los pantalones en el Oeste.

Era verdad. Cincuenta metros más al oeste, sus pantalones no hubieran constituido ningún problema. Brummer perdió la cabeza:

—¡Dios mío, se lo regalo el dinero! ¡Debemos seguir! Me espera una importante reunión de negocios.

Cometía una falta detrás de otra. Sacó también su grueso billetero, escogió algunos billetes y los tendió al joven policía, que los contempló mudo y repudiante, sin moverse para tomarlos.

—¡Vamos, hombre!

Pero el rubio Vopo se limitó a sacudir negativamente la cabeza y continuaba allí, de pie, al sol, pálido y delgado, ridículo dentro de los desgarrados pantalones debajo de los cuales relucía la piel gris y los blancos calzoncillos, y el viejo perro se acercó arrastrándose y se puso a lamer los zapatos de Brummer.

El joven policía le dijo a otro:

—Llama al suboficial de servicio.

—¿Para qué? —exclamó Brummer desesperado—. ¡Tome el dinero! ¡Tengo prisa, Dios mío!

—Debe levantarse un atestado.

Julius Brummer se dirigió a mí gritando:

—¡No se quede ahí plantado como un idiota! ¡Hable con este hombre! ¡Si no hubiera dejado caer esta porquería todo habría ido bien!

—También hubiera ido todo bien si hubiéramos llegado con un viejo «Volkswagen» y no con un «Cadillac» —contesté con el fin de ayudar a Julius Brummer, y sonreí al joven Vopo con la confianza de la «pequeña gente entre sí»—. ¿No es verdad, amigo?

—Lo siento —dijo más amable—. Pero no hay más remedio que levantar un atestado.

—Pero, hombre, déjate de tonterías. El jefe tiene prisa.

—Lo siento.

—Oye, a la vuelta, volveremos a pasar por aquí. Toma el dinero como garantía.

—Tengo que hacer un atestado —se emperró.

Los otros se estaban callados en el sol ardiente, y nadie hablaba, pero todos miraban a Julius Brummer, sin expresión, la cara hosca y carente de simpatía. Y él se encontraba en medio, la cartera en la mano, con la gran cantidad de dinero del Oeste que, desde hacía medio kilómetro, no le servía ya para nada...

El suboficial de servicio llegó casi inmediatamente. Le seguimos a una pequeña oficina en la que zumbaban las moscas. El suboficial de servicio se sentó ante una máquina de escribir antiquísima y empezó a mecanografiar, lentamente, el atestado, y lentamente, todos dieron su informe, el joven Vopo, Julius Brummer y yo.

Todos sudábamos en la estrecha oficina, y Julius Brummer era el que más sudaba. Volvíamos a ser todos muy corteses los unos con los otros. De la pared colgaba un reloj, y vi cómo marcaba las 16, las 16’30 y las 16’45. A las 17 horas miré a Julius Brummer y él se encogió de hombros. Pensé en la pálida muchacha, vestida de negro, de Düsseldorf, y oí la suave y animosa voz que hablaba del fin del mundo, de Noé y de su familia. Y también de los hombres que aman la justicia, había hablado la voz, pero de esto yo ya no me acordaba.

Nina
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