13

Julius María Brummer estaba sentado sobre el borde de la camita de hierro, pintada de blanco, en la que yacía Mila, cuando entramos en la habitación. La vieja cocinera estaba de cara al techo, el rostro gris, reluciente de sudor, los labios azulencos, las manos apretadas contra el cuerpo. Su respiración era entrecortada y débil. Las mejillas, hundidas. Se había quitado la dentadura postiza que se encontraba sobre la mesita de noche, en un vaso de agua.

Con un pañuelo de blanca seda, Julius Brummer enjugaba el sudor de la frente de la anciana. Mostraba el comportamiento de un buen hijo cuidando a su madre.

—¡Por fin están ustedes aquí! —exclamó Mila. Y gimiendo añadió—: ¿Qué ha pasado, señora? ¿Qué le ha pasado a la niña?

—Mickey está en su casa, Mila. —Nina se precipitó hacia la cama. Acarició las hundidas mejillas de Mila—. Hace diez minutos ha llegado, la hemos visto el señor Holden y yo.

La anciana recayó sobre la almohada. Reía y lloraba. Hipó de forma espasmódica y se llevó de nuevo las manos al cuerpo.

—¿Y está buena? ¿No le pasa nada?

—Absolutamente nada, Mila. —Nina miró a su marido y le dijo en voz alta a la cara—: Dos hombres la han subido a su coche. Querían llevarla a su casa, pero el automóvil se ha estropeado por el camino. La reparación ha durado mucho tiempo.

—Jesús, María, ¡cuántas veces le tengo dicho a Mickey que no debe ir con desconocidos! ¿Qué le parece esto a usted, señor, una muchacha ya tan mayor y tan atrevida? En esto, seguramente no se parece a mí.

El rostro de Julius Brummer aparecía lleno de suavidad y de ternura. Manifestó blandamente:

—Los niños son siempre niños. Demos gracias a Dios que todo ha ido tan bien. —Mansamente miró también a Nina—: Gracias también a ti, querida.

—¿Por qué? —Graznó la palabra tan secamente que apenas la comprendimos.

—Porque has ido inmediatamente a ver a los padres. —Se inclinó ante ella y le besó la mano—. Estoy seguro de que les ha consolado tu solicitud.

—Mucho —respondió Nina.

Sus ojos se entrecerraron y le consideró con una mueca de desprecio, pero él se limitó a sonreír asintiendo:

—¿Lo ves? —y volviéndose hacia mí—: También a usted le doy las gracias. Es agradable saber que se puede confiar en la gente.

Un pequeño ruido se produjo a mis espaldas. Me volví. El doctor Zorn estaba recogiendo del suelo una de las muchas fotografías de Nina, que se hallaban sobre la pequeña mesita, al lado de la ventana.

—Torpeza mía. He topado con la mesa.

Y también el doctor Zorn sonrió amistosamente, lleno de buenos deseos.

Mila abrió súbitamente la boca, aspirando el aire con un gemido.

—Pobrecita mía —Nina se inclinó sobre ella.

—Ya me encuentro mejor. Es sólo la excitación. Seguro que mañana podré hacer el lomo de venado, señora.

—Te lo prohíbo.

—Pero, ¿por qué no lomo de venado, si mañana tenemos huéspedes? De verdad, señora, mañana me encontraré como el pez en agua fresca.

Brummer se levantó. Escondió las manos detrás de la espalda. Su voz estaba llena de ternura:

—Lo que necesitas, viejita mía, es reposo. Y pronto.

—Pero si no puedo marcharme...

—Y ¿por qué no? Si alguien necesita reposo en esta casa, ésa eres tú.

—¡No, más bien usted, señor!

—Yo soy más joven. Esto no tiene comparación. Ya has tenido bastante excitación en nuestra casa, así no puede continuar.

—Misericordia Madre de Dios, ¿dónde iré, entonces?

—Presta atención, Mila. Hace once años que estás con nosotros. Nos has servido fiel y abnegadamente, has cocinado, nos has cuidado. En mi casa te has puesto enferma.

—¡Que no!

—¡Que sí! —miró la mano del cuadro al óleo que colgaba sobre la cama—. Siento que es mi culpa, una culpa grave.

—Por favor, no siga, ¿acaso se ha vuelto loco?

—Ya sé que me contradices solamente por tu honradez. Sé con cuánto gusto tomarías un descanso.

—Bueno, claro, pero, precisamente ahora...

—Pues, precisamente ahora. Tengo aquella casita al lado del lago Schiller. Mila, quisiera regalarte aquella casa.

—Por favor, querido señor, no hable así o me volverá el hipo.

—Mila, la casa te pertenece. Te la regalo con todo lo que contiene. Seguiré pagándote la mensualidad. Podrás visitarnos tan a menudo como tú quieras. Pero, primero, Holden te llevará allí. Y allí te quedarás, hasta que estés completamente repuesta, ¿comprendido? Escribiré al doctor Schuster para que te vigile.

—¡Ah! Señora, dígale a su señor marido que esto es una locura, tirar de esta forma sus riquezas, yo no me lo merezco.

—Te lo mereces más que cualquier otro —dijo Brummer y, de nuevo, le enjugó el sudor de la frente. Ella agarró súbitamente su rosada mano de niño y apretó sus labios contra ella.

—No hagas esto —exclamó él escandalizado—. ¿Qué significa esto?

Mila se enjugaba las lágrimas, pero siempre le salían otras. Con los dedos retorcidos por la gota, cuyas uñas estaban rotas, se frotaba los ojos.

—¡Ay, señora! ¿Ama mía, no es el mejor hombre del mundo el que usted tiene?

Nina Brummer miró a su marido. Él sonrió, alegre. El doctor Zorn sonrió alegre. Yo reí alegre.

—Sí —dijo Nina Brummer, sonriendo alegremente—, el mejor hombre del mundo.

Nina
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